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París

La Feria Internacional del Libro Antiguo se celebraba todos los años en el Grand Palais, uno de los edificios más espectaculares de París. Construido para la Exposición Universal de 1900, aquel palacio clásico estaba coronado por una serie de bóvedas de acero y cristal impresionantes. Se concibió como un monumento para ensalzar la gloria del arte francés y, desde hacía mucho, era una de las salas de exposición predilectas de Scot Harvath. Sin embargo, ese día, no estaba tan seguro.

El Grand Palais disponía de los mejores guardias de seguridad del mundo. Los sótanos del edificio albergaban su propia comisaría de policía, encargada de proteger todas las exhibiciones, así como a los propios vendedores. La reunión anual de vendedores de libros raros de todo el mundo atraía una multitud enorme y mostraba en sus vitrinas millares de objetos curiosos, desde manuscritos y mapas del siglo XIII de los primeros exploradores vikingos hasta el manifiesto del movimiento surrealista o una carta escrita por Nicolás Maquiavelo con motivo de la publicación de su obra El príncipe. Era el acontecimiento más importante del año, tanto para bibliófilos profesionales como aficionados. Y, en algún lugar del edificio, había un hombre que, sin saberlo, tenía la llave para desactivar la peor amenaza para la civilización occidental. Lo único que tenía que hacer Harvath era encontrarlo.

Era una proeza mucho más fácil de decir que de realizar, ya que el vendedor de libros antiguos que buscaban, René Bertrand, era un «sin techo», un librero independiente que trabajaba en las instalaciones de la feria sin stand propio. Lo que buscaban era una hora y un lugar de reunión en el que Nichols tenía que presentar su oferta final por el Quijote de Jefferson. Finalmente, Bertrand había trucado la baraja para beneficiarlo.

Aun con la ayuda de Nichols, la probabilidad de encontrar a aquel hombre entre la multitud era, en el mejor de los casos, ínfima. Sin embargo, el trío tenía que intentarlo.

Los techos de cristal del Grand Palais daban a los visitantes la impresión de estar caminando por el invernadero más grande del mundo. El cielo encapotado sintonizaba con el estado de ánimo de Harvath. Cada vez que veía a un agente de policía, desviaba discretamente de dirección a Tracy y al profesor. Toda precaución era poca. No había forma de saber si la policía francesa ya los estaba buscando o no. Pero eso no era lo único que le preocupaba.

Antes de abandonar la péniche, autorizó a Nichols a verificar el saldo de la cuenta corriente que el presidente le había abierto. No se había hecho ningún ingreso. Disponían de una pequeña cantidad para negociar.

Se sabía que en todo el mundo había solo dieciocho ejemplares de la primera edición de Don Quijote, publicados hacía más de cuatrocientos años. Aclamada como la «primera novela» de la historia, una primera edición del Quijote valía, casi literalmente, más que su peso en oro.

El grupo invirtió los veinte minutos siguientes en abrirse camino subrepticiamente entre la multitud.

Quince minutos antes de la hora de la cita, Harvath le dijo a Tracy y a Nichols que se quedaran quietos e hizo un barrido rápido por la zona. Cuando regresó, se habían marchado. «Algo no iba bien».

De inmediato, Harvath pasó a una situación de alerta mayor. Tenía la cabeza llena de preguntas, deslizó la mano bajo la chaqueta y agarró la culata de la Taurus. «¿Los había localizado la gente que buscaba a Nichols? ¿Era la policía? ¿Era él el siguiente?».

Se esforzó por mantener controlados el ritmo cardiaco y la respiración. Rápidamente, pero con tranquilidad, hizo otro barrido. Cuarenta y cinco segundos más tarde los encontró tras un stand, sentados en un banco. Nichols tenía un vaso de agua en la mano izquierda mientras rodeaba por los hombros a Tracy con el brazo derecho.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Harvath mientras apartaba los ojos de Tracy y seguía inspeccionando la zona.

—Estoy bien —contestó ella.

—No está bien —dijo Nichols—. Está enferma.

—Estoy bien —repitió Tracy.

Harvath la miró.

—¿Son los dolores de cabeza?

—Tiene que ver a un médico —exclamó Nichols.

—No necesito un médico. ¿Podéis dejarlo los dos?

El tiempo se acababa.

—¿Puedes mantenerte en pie? —preguntó Harvath.

—Dame un minuto —contestó Tracy—. Solo estoy un poco mareada. Se me pasará.

No tenían un minuto. Harvath tenía que hacer una llamada comprometida.

Metió la mano en el bolsillo, sacó varios billetes y los depositó en la mano de Nichols sin que Tracy pudiera poner ninguna objeción.

—Llévela al barco y quédese con ella —le ordenó—. No utilice el teléfono ni el ordenador hasta que yo regrese. ¿Me ha entendido?

Nichols hizo un gesto afirmativo.

—¿Qué va a hacer?

—Voy a conseguir ese libro —dijo Harvath mientras se daba media vuelta y desaparecía entre la muchedumbre.