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Cuartel general de la CIA

Langley, Virginia

—¿Estás seguro de que esa es la lista completa? —preguntó Aydin Ozbek mientras entraba en su despacho con Steve Rasmussen y le hacía una seña para que cerrara la puerta.

Rasmussen cerró la puerta y se dejó caer en el sillón con tres expedientes y un bloc de notas grande.

—Selleck me la entregó personalmente —dijo mientras se inclinaba hacia delante y cogía el puzle de madera de Ozbek.

Ozbek se sirvió una taza de café y examinó el listado.

—La ha preparado deprisa, ¿verdad?

—Sírveme uno solo —dijo Rasmussen cuando vio que su colega no le ofrecía.

Sin levantar la mirada de la lista, Ozbek sirvió una segunda taza, se dirigió a la zona de reunión y la puso sobre la mesita de café.

Rasmussen la cogió.

—Oz, si tuvieras una pequeña flota de Lamborghinis, sabrías dónde está cada uno de ellos las veinticuatro horas de todos los días del año. Selleck la ha confeccionado de memoria y tan rápido porque Crucero es una operación controlada.

—¿Así que puede dar cuenta de todos estos agentes? —preguntó Ozbek mientras se sentaba.

—Yo no diría tanto —replicó Rasmussen—. Se va a entrevistar a todos. ¡Caray! Habrá que entrevistar incluso a los instructores de Crucero. Todo aquel que haya estado alguna vez en la misma sala en que se haya pronunciado la palabra «Crucero» va a escuchar cómo llaman a su puerta.

—¿Qué hay de este de aquí?

—¿Cuál? —preguntó Rasmussen mientras dejaba el puzle y se inclinaba sobre la mesa para ver lo que estaba mirando Ozbek.

—Matthew Dodd. Muerto en acción. No se hallaron restos.

—Yo también le pregunté por él a Selleck.

Ozbek frunció el ceño.

—Si no encontramos sus restos, ¿por qué no se clasificó con las siglas de «desaparecido en acción»?

—La tecnología moderna, eso es lo que pasa. El tipo estaba trabajando hace seis años en la provincia fronteriza noroccidental de Pakistán y solicitó un ataque aéreo. O estaba demasiado cerca del objetivo o la cagó con las coordenadas. Como fuera, los misiles impactaron prácticamente encima de él y quedó hecho cenizas. La agencia envió un avión no tripulado y lo vio todo. Permaneció sobrevolando la zona durante toda la noche, pero nunca encontró indicios de supervivientes. Ni con infrarrojos, ni nada. Y, pese a lo alejada y hostil que es aquella zona, finalmente destinó a una patrulla la primavera siguiente, pero lo único que encontraron fue un cráter. Por tanto, muerto en acción, no se hallaron restos.

—¿Me estás diciendo que uno de esos Lamborghinis tan perfectamente a punto tuvo de repente un problema de motor?

Rasmussen sabía qué pretendía decir Ozbek.

—No tiene mucho sentido, lo sé.

—Tú y yo hemos pedido ataques aéreos —contestó Ozbek—. Suelo asegurarme de que los números son precisos.

—Aceptado —contestó Rasmussen mientras sacaba uno de los expedientes de su montón y se lo pasaba a su colega—. Esa es la razón por la que pensé que querrías ver esto. Es el expediente del incidente junto con los hallazgos de la investigación.

Ozbek se tomó su tiempo para leerlo. Cuando terminó, lo cerró y se lo devolvió.

—¿Cómo es que nuestro departamento no tiene un expediente sobre este tipo?

Rasmussen levantó las manos.

—Por lo que se refiere a la agencia, ese tipo está muerto. Selleck dijo que, si queríamos, podía pedir la grabación del Predator no tripulado para que lo viéramos con nuestros propios ojos. Según parece, es bastante convincente.

Ozbek sacudió la cabeza.

—Déjame ver su expediente personal.

Rasmussen se lo entregó.

Lo primero que miró fue la foto oficial de la CIA de Matthew Dodd.

—Desde luego, no se puede quitar de encima el aspecto de profesional de Ernst and Young —dijo.

Rasmussen se llevó una mano a la boca y se golpeó los labios con los dedos.

—Es lo mejor para volver a introducirte en tu país pasando desapercibido, querido.

—¿Qué hay detrás de la puerta número tres? —preguntó Ozbek cuando terminaba de hojear el expediente de Dodd y señalaba la última carpeta de Rasmussen.

—El tío de Nura Khalifa, el profesor Marwan Khalifa. Ciudadano estadounidense de origen jordano, fundador del programa de doctorado de estudios islámicos de la Universidad de Georgetown y uno de los expertos más destacados en historia textual del Corán. También da clases en el Departamento de Árabe de Georgetown, el Centro de Estudios Árabes Contemporáneos, el Centro para el Entendimiento Mutuo Cristiano-Musulmán Príncipe Alwaleed bin Talal y el Departamento de Historia, Teología y Gobierno —contestó Rasmussen mientras le pasaba la carpeta.

—Es un curriculum del demonio.

—A mí me lo vas a decir.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Ozbek mientras hojeaba la carpeta.

—Tal vez la respuesta a esa pregunta no sea precisamente la que quisiéramos oír.

Ozbek levantó la vista del expediente.

—¿Por qué no?

—Salam decía la verdad cuando declaró que el profesor Khalifa estaba trabajando en un proyecto para la Autoridad de Antigüedades de Yemen. La cuestión es que no estaba en Yemen. Estaba en Roma, en los Archivos del Estado de Italia.

—Bueno, por lo menos sabemos dónde está.

Rasmussen dejó la mano abierta en el aire.

—Hace cinco días hubo un incendio allí.

—¿Khalifa está muerto?

—Según mis contactos en la Agencia de Seguridad Interna Italiana, la policía de Roma tiene cuatro cuerpos sin identificar, todos bastante calcinados. He puesto a trabajar a nuestra gente para que trate de localizar la identificación dentaria de Khalifa en Estados Unidos. Cuando la tengamos, saldremos disparados a comprobarla, pero, por ahora, la cosa no tiene muy buena pinta. Un miembro del personal del CFLR dice que el profesor Khalifa se había quedado a trabajar hasta muy tarde la noche del incendio y que nadie ha vuelto a verle desde entonces.

—¿En qué estaba trabajando? ¿Qué has podido averiguar?

Rasmussen movió la cabeza.

—Los yemeníes habían descubierto un montón de pergaminos antiguos y fragmentos de diversos documentos que databan de los siglos VII y VIII. Al parecer, algunos eran fragmentos del Corán, los más antiguos de que se dispone.

»Los yemeníes contrataron a Khalifa para que los autentificara. Como no tienen instalaciones adecuadas en Yemen, él les pidió autorización para trasladar lo hallado a Roma para que se pudiera fotografiar y archivar.

—¿Se ha salvado algo de ese material?

—Ha desaparecido todo.

—¿Así que es eso? Fragmentos antiguos del Corán. ¿En eso es en lo que estaba trabajando? ¿Eso es lo que su sobrina consideraba que lo convertía en una amenaza para el islam?

Rasmussen volvió a recurrir a sus notas.

—El profesor Khalifa estaba trabajando codo a codo con el ayudante del subdirector del Archivo General del Estado Italiano. Él es quien le contó a la policía que Khalifa se había quedado a trabajar la noche del incendio. De todos modos, ese tipo, Alessandro Lombardi, dice que el profesor Khalifa estaba muy excitado con el hallazgo porque había descubierto contradicciones inquietantes entre los pergaminos coránicos de Yemen y el Corán que los musulmanes leen hoy día en todo el mundo.

—¿Qué tipo de contradicciones?

—Lombardi dice que Khalifa no se extendió demasiado. Pero lo que sí le contó era que algunas de las cosas que había descubierto sustentaban otro proyecto en el que trabajaba. Se basaba en cierta historia sobre el profeta Mahoma, según la cual recibió una revelación final que nunca incorporó al Corán, por la que fue asesinado para que las cosas quedaran como estaban.

»Lo que quiera que sea esa revelación definitiva —dijo Rasmussen— parece bastar para revolucionar por completo al culto musulmán. Mahoma la compartió con sus apóstoles, pero a algunos no les gustó y, según parece, lo liquidaron. Mahoma sabía que lo habían envenenado, de modo que hizo llamar a su escriba principal y le refirió la revelación final con la esperanza de que sobreviviera.

—¿Y?

—Según Khalifa, el escriba fue apresado por los hombres que envenenaron a Mahoma. Encontraron la revelación oculta bajo su túnica. La quemaron y decapitaron al escriba.

—Fin de la historia —dijo Ozbek.

—No del todo —contestó Rasmussen—. Lo que el escriba llevaba encima era una copia. Los asesinos nunca localizaron el original.

—Pero Khalifa sí lo encontró.

Rasmussen se encogió de hombros.

—Supuestamente, su socio en ese otro proyecto pensaba que había dado con la pista buena.

—Entonces, suponiendo que Khalifa esté muerto, él no habría sido el único objetivo. ¿Tenemos el nombre de su socio? —preguntó Ozbek.

—Ni media.

—¿Correos electrónicos? ¿La organización de investigación para la que trabajara? ¿Algo?

Rasmussen negó con la cabeza.

—Lombardi dice que Khalifa guardaba todo en un portátil.

—Que… a ver si lo adivino —dijo Ozbek—, tenía consigo la noche del incendio.

—Según Lombardi, así era.

Ozbek se levantó y empezó a pasear.

—¿Qué hay de Georgetown? ¿Tenía Khalifa ordenador de sobremesa en su despacho? ¿Qué hay de su cuenta de correo electrónico de la universidad? ¿Y de su casa? ¿Registros de llamadas telefónicas?

Rasmussen miró a su colega.

—Todo eso son cosas a las que no podemos acceder sin autorización.

—Espera, Steve. Waleed, el jefe de Nura Khalifa, junto con el jeque Omar, empezaron a hacer muchas preguntas sobre el trabajo de su tío, calificado como peligroso por los islamistas del núcleo más duro. Lo siguiente que sabemos es que, supuestamente, Omar contrató a un asesino para eliminar una amenaza grave para el islam; y, poco después, parece que el tío ha muerto en un incendio. ¿No te parece todo esto demasiadas coincidencias?

—No creo en las coincidencias.

—Ni yo —contestó Ozbek.

—Eso no cambia el hecho de que la CIA tenga prohibido realizar operaciones en el interior del país.

—Si no te sientes cómodo…

—No he dicho que no me sienta cómodo —replicó Rasmussen.

—Bien. ¿Cuánto tiempo nos hace falta para conseguir todo lo que te acabo de pedir?

—¿Incluido enviar agentes en plena luz del día a Georgetown y a la residencia del profesor Khalifa? Al menos, algunas horas.

—De acuerdo —dijo Ozbek mientras sacaba el trozo de papel que llevaba escrito el número del móvil de Andrew Salam y se lo entregaba a Rasmussen.

—Eso nos dará tiempo para empezar a trabajar en el plan B.