París
El profesor se aclaró la garganta y dijo:
—El 27 de octubre de 2005 estallaron y se extendieron por toda Francia los peores disturbios de los últimos cuarenta años, cuando murieron dos adolescentes musulmanes de un barrio humilde situado al este de París. Los adolescentes creían que los perseguía la policía y trataron de ocultarse en una subestación eléctrica, donde se electrocutaron. Los disturbios se prolongaron durante casi tres semanas, en las que se quemaron más de nueve mil coches, se roció con gasolina y se prendió fuego a una mujer de cincuenta años que iba con muletas y se dispararon armas contra la policía, los bomberos y el personal de emergencias.
»Una investigación interna de los franceses arrojó informes contradictorios, según los cuales la policía iba persiguiendo a otros dos hombres que, o bien habían pretendido evitar un control, o bien habían entrado por la fuerza en un edificio. Cualquiera de las dos alternativas difería de las declaraciones de un amigo de los adolescentes muertos, que afirmaban que habían acusado a los chavales de robo con allanamiento de morada y huían por temor al interrogatorio.
—¿Y qué fue? —preguntó Harvath.
—En realidad, todo; pero no se supo hasta mucho más tarde.
—¿Cómo puede ser todo? —insistió Harvath.
—A los inmigrantes franceses de origen norteafricano, que suelen ser musulmanes, se les contrata como temporeros en labores de construcción, como se hace con la mano de obra mexicana en Estados Unidos. Los empleadores les pagan en negro, con dinero en efectivo, y hacen la vista gorda con los papeles de residencia.
»Según informaciones recabadas por el Servicio de Inteligencia de la embajada estadounidense en París, dos trabajadores de Clichy-sous-Bois, el núcleo de los disturbios, habían sido contratados para trabajar en la remodelación de un edificio no muy alejado de los Jardines de Luxemburgo.
»Durante las labores de demolición, encontraron una extraña caja de madera oculta tras un tabique falso. Aunque no tenían ni idea de qué era lo que habían descubierto, cuando forzaron la caja se dieron cuenta de que contenía algo antiguo y, seguramente, muy valioso. Así, con la intención de ganar algún dinero extra, la sacaron del edificio a hurtadillas y empezaron a venderla por partes para no llamar la atención. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que los servicios de seguridad franceses empezaron a interesarse.
—Rebobine —dijo Harvath—. ¿Los servicios de seguridad franceses?
—¿Por qué ellos? —añadió Tracy—. ¿Por qué no la policía?
—Buena pregunta —contestó Nichols mientras daba un sorbo a la bebida—. Lo que les llevó a interesarse era el propietario de la caja.
—Thomas Jefferson.
Nichols asintió.
—¿Cómo lo sabían? —preguntó Harvath.
—Un anticuario al que trataron de vender documentos sospechó y se puso en contacto con las autoridades francesas —dijo el profesor.
—¿Qué hacía una caja llena de cosas de Jefferson escondida en un edificio próximo a los Jardines de Luxemburgo? —preguntó Harvath.
Nichols agitó el líquido de su copa.
—Además de la casa que tenía en los Campos Elíseos, Jefferson ocupó cierto número de habitaciones privadas en el monasterio cartujo de los Jardines de Luxemburgo, donde podía trabajar y reflexionar con sosiego. Los cartujos seguían un voto de silencio riguroso y esperaban que sus inquilinos también lo hicieran. Las condiciones eran perfectas para Jefferson.
»Entraron tres veces a robar en su casa de los Campos Elíseos —prosiguió Nichols—. En realidad, los ladrones lo dejaron todo tan mal que tuvo que solicitar seguridad privada.
Tracy se dio un masaje en las sienes con los dedos índices.
—¿Qué buscaban?
—Nadie lo sabe con certeza. Tal vez se tratara de un simple hurto sin importancia, o quizá de espionaje amparado por el gobierno. Lo cierto es que el monasterio era mucho más seguro y es probable que Jefferson se sintiera más tranquilo dejando allí los bienes más importantes.
—Eso no explica por qué los servicios de seguridad franceses estaban tan interesados en la caja, o qué hacía la caja emparedada en un edificio —dijo Harvath.
Nichols trató de explicarse.
—La caja pertenecía al tercer presidente estadounidense y muchos de los documentos que contenía estaban en clave. Los franceses están obsesionados con las claves. Nunca descifraron una clave de Jefferson; así que, cuando se les presentó la oportunidad de poner las manos en documentos codificados por Jefferson, se abalanzaron sobre ellos. No obstante, el único problema era que el código se creó utilizando una máquina muy ingeniosa que Jefferson inventó mientras vivía en París, el llamado cilindro de Jefferson.
—¿Qué es un cilindro de Jefferson?
—Imagínense veintiséis discos de madera, con forma de una rosquilla o un posavasos circular, cada uno con un agujero en el centro. Tenían dos centímetros y medio de grosor y unos diez de diámetro, y llevaban impresas en el canto letras del abecedario, desordenadas. Las rosquillas se ensartaban en un eje de metal, cuyos extremos sobresalientes permitían colocarlo en un bastidor especial. En él, se hacían girar los discos a voluntad para deletrear un mensaje.
»Para decodificar el mensaje, el receptor no solo debía tener un cilindro semejante, sino saber también el orden en que debía colocar los discos en el eje. Sin esa información, cualquier mensaje en clave no tenía sentido.
—¿Y junto con los documentos cifrados —dijo Harvath— estaba en la caja el ejemplar del Quijote de Jefferson?
—Sí —contestó Nichols.
—¿Qué había en los documentos?
—Por lo que sabemos, parte de sus primeros trabajos sobre el texto desaparecido del Corán. La gran mayoría de lo que hemos podido reunir a partir de otros documentos está todo codificado, y sospechamos que utilizó el cilindro para hacerlo. Sin embargo, para descifrar esa información tenemos que saber cuál debe ser el orden de los discos.
—Lo que significa que tienen ustedes un cilindro de Jefferson —dijo Tracy.
—Claro.
Harvath estaba impresionado.
—Y la clave para colocar los discos en el eje es lo que hay en el interior del Quijote de Jefferson.
—Sí —dijo Nichols—. Jefferson codificaba la mayor parte de sus hallazgos, ya fuera por la importancia de la información o por el miedo a lo que sus muchos enemigos pudieran hacer con ella. En realidad, están en clave algunos apuntes de su diario presidencial, así como la mayor parte de las páginas de notas que el presidente Rutledge ha obtenido y que confía en que pertenezcan a la revelación desaparecida de Mahoma. Eso explica en buena medida que me contratara.
—¿Para ayudar al presidente a descifrar la clave? —preguntó Tracy.
El profesor hizo un gesto afirmativo.
—Pero ¿por qué iba a abandonar la caja al regresar a Estados Unidos? —inquirió Harvath.
—Porque al marcharse —contestó Nichols— no sabía que no iba a regresar. Apenas había desembarcado del buque que lo devolvía a Estados Unidos cuando George Washington le pidió que aceptara el cargo de secretario de Estado. El Congreso se apresuró a aprobar el nombramiento y la vida de Jefferson cambió en un abrir y cerrar de ojos.
—Pero enviaría a buscar sus cosas.
—Claro que sí. Pero en 1789 no podía descolgar un teléfono. Había que organizar muchas cosas y se requería un tiempo. La Revolución francesa estaba desatada y antes de que pudiera reclamar sus pertenencias el populacho parisino saqueó y quemó el monasterio cartujo.
—Y, con él, supuestamente los objetos personales que Jefferson había dejado allí —dijo Tracy—, incluyendo la caja escondida.
—Entonces, ¿dónde está ahora ese Quijote? —preguntó Harvath—. ¿Lo tienen los franceses?
—No. Los obreros sospecharon cuando se descubrieron vigilados y contrataron a los dos adolescentes muertos para que entregaran el resto del alijo a diferentes intermediarios.
»Los chicos estaban manteniendo una reunión con los obreros cuando las autoridades francesas decidieron intervenir. Confiaban en atrapar a los dos obreros, que eran los cabecillas, pero se zafaron. La siguiente opción era atrapar a los chicos. Las autoridades los persiguieron, pero ya sabemos cómo acabó aquello.
»Los obreros se esfumaron; al parecer, regresaron al norte de África. Se rumorea que los franceses recuperaron parte de los documentos, pero nunca consiguieron el libro; tal vez porque no repararon en su importancia y se centraron en los propios documentos.
»Un amigo de uno de los adolescentes puso al corriente del asunto a los servicios de seguridad, lo que confirmó gran parte de lo que ya sabían por su propia investigación. Una agente de la CIA con sede en la embajada de Estados Unidos estaba cenando con un homólogo francés que le contó todo. Dada la conexión con Jefferson, el francés pensó que a ella le resultaría entretenido. Ella informó al jefe de su unidad, que mandó un informe a Langley… y llegó hasta el presidente, que lo compartió conmigo.
»Cuando descubrí que en la Feria Internacional del Libro Antiguo de París se iba a vender este año una primera edición rara de Don Quijote, me puse en contacto con el vendedor y, sin descubrir mi juego, indagué acerca de la procedencia del libro. Era un poco estirado, pero el mundo de los libros está lleno de personajes extraños.
»Aceptó enviarme imágenes escaneadas de las primeras páginas. Había una anotación que parecía encajar con la caligrafía de Jefferson. Concerté una cita para verlo y examinar el libro.
»Cuando llegué, me dijo que ya había decidido vendérselo a otro. No había nada que pudiera hacer para convencerlo. Alguien le había ofrecido mucho más dinero. El presidente no podía reunir semejante cantidad; al menos, no de inmediato.
Harvath enarcó una ceja.
—¿El presidente tiene problemas para encontrar financiación?
—Esta no es una operación oficial. La ha estado financiando de su bolsillo. Le pedí al vendedor que aceptara esperar hasta el cierre de la actividad de hoy antes de que acudiera a ver a la otra parte. Me dio de plazo hasta las tres en punto.
»Iba a reunirme con él cuando me crucé con usted y estalló la bomba.
—La primera vez que le vi salía usted de una librería. ¿Trabaja allí el vendedor?
—No, la tienda tiene una pequeña cafetería en la parte trasera. Quería que nos reuniéramos en un lugar neutral. Es bastante paranoico.
«Y con razón», pensó Harvath. «Y también debería serlo usted». A Nichols, sin duda, le venía muy grande el asunto.
—¿Tiene alguna idea de quién puja contra usted? —preguntó.
—¿Por una primera edición del Quijote con las erratas originales que Cervantes corrigió personalmente para la siguiente edición? Podría ser cualquier bibliófilo o amante de la historia de la literatura.
—O podría ser la gente que ha estado tratando de matarle —dijo Harvath mientras miraba a Tracy—. Creo que tenemos que averiguarlo.