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La Casa Blanca

El presidente Jack Rutledge acababa de finalizar la reunión matinal cuando Charles Anderson, su jefe de gabinete, asomó la cabeza al interior del Despacho Oval.

—El príncipe heredero saudí está al teléfono para hablar con usted, señor —le dijo.

—¿Tiene idea de lo que quiere? —contestó el presidente mientras caminaba hasta detrás de su mesa y se sentaba.

—No lo ha dicho. ¿Quiere que le diga que no puede ponerse?

—No. Atenderé la llamada.

Cuando Anderson abandonó la sala, Rutledge cogió el auricular.

—Buenos días, alteza.

—Buenos días, señor presidente —dijo el príncipe heredero Abdullah bin Abdul Aziz desde su palacio residencial, al este de Riad—. Gracias por atender mi llamada.

—En absoluto, alteza. Siempre nos alegra tener noticias de nuestros amigos de Arabia Saudí.

—Confío en que su hija, Amanda, esté bien.

—Todos lo estamos —dijo Rutledge, siempre atento a la costumbre árabe de charlar un poco sobre la salud y el bienestar de los interlocutores y sus respectivas familias antes de hablar de negocios—. ¿Cómo se encuentran usted y su familia?

—Todos estamos bien, gracias.

—Me alegra oírlo.

—Señor presidente —dijo el príncipe heredero—, ¿puedo hablarle con franqueza?

—Por supuesto —respondió Rutledge.

—Tengo entendido que tal vez ande usted buscando algo que no le pertenece.

El presidente esperó a que el príncipe heredero continuara. Como no lo hacía, Rutledge preguntó:

—¿Podría concretar un poco más, alteza?

—Señor presidente, el islam es una de las tres grandes religiones. Brinda consuelo y solaz a mil quinientos millones de personas de todo el mundo. Me preocupa que pueda usted estar tratando de conmocionar la fe de esos mil quinientos millones de personas.

—Y exactamente, ¿cómo estamos tratando de hacerlo? —preguntó Rutledge.

—No me refiero a Estados Unidos en general —corrigió el dirigente saudí—. Me refiero concretamente a usted, señor presidente. Usted y la venganza personal que parece estar preparando contra nuestra religión pacífica.

El presidente se recordó a sí mismo que estaba hablando con un jefe de Estado extranjero; uno cuyo país promovía y financiaba activamente la ideología wahabí suscrita por muchos terroristas del mundo; pero, en todo caso, era un jefe de Estado.

—Alteza, me ha preguntado usted si podíamos hablar con franqueza, así que hagámoslo. No tengo la menor idea de a qué se refiere.

La conexión telefónica era tan limpia que parecía casi que aquel saudí obeso se encontraba junto al presidente cuando dijo:

—No existe ninguna revelación desaparecida de Mahoma, señor presidente.

Rutledge no podía dar crédito a sus oídos. ¿Cómo demonios sabían los saudíes lo que él andaba buscando?

—Es bueno saberlo, alteza. Gracias.

—Arabia Saudí ha sido un buen amigo de Estados Unidos —advirtió el príncipe heredero.

«Vaya si lo ha sido». El presidente hubiera querido darle las gracias por los quince secuestradores que los saudíes enviaron el 11 de septiembre, los innumerables ciudadanos saudíes que habían sobrepasado los plazos de estancia fijados por sus visados y habían sido detenidos en Estados Unidos por cargos relacionados con el terrorismo, así como otros muchos ejemplos que indicaban que Arabia Saudí era cualquier cosa menos un amigo de Estados Unidos; pero mantuvo la boca cerrada. Hasta que Estados Unidos hubiera sacado del brazo de Arabia Saudí para siempre la aguja de extraer petróleo, tendría que tratar con cortesía a ese país.

—Y Estados Unidos aprecia la amistad de su país, alteza. No obstante, creo que ha recibido usted alguna información incorrecta.

El príncipe heredero hizo un sonido de desaprobación al otro lado de la línea telefónica.

—Mis fuentes son muy fiables. Como también lo es mi advertencia, señor presidente. Si persigue usted el bien para nuestras dos naciones; si busca lo bueno para Estados Unidos y para los mil quinientos millones de musulmanes del mundo, abandonará su infructuosa investigación. La revelación desaparecida de Mahoma no es más que un cuento de hadas. Es el monstruo del lago Ness del mundo islámico.

«Ciertamente era un monstruo», pensó el presidente; y si el príncipe heredero llamaba para darle semejante consejo «amistoso», no podía significar más que él y Anthony Nichols se estaban acercando. Y cuanto más se acercaran, más peligroso iba a volverse todo esto.