París
—Jefferson era un erudito deslumbrante —dijo el profesor Nichols mientras dejaba sobre la mesita de café que tenía delante la bolsa de hielo que había estado poniéndose en la mandíbula—. Poseía conocimientos enciclopédicos de un amplio abanico de materias y era un arquitecto, arqueólogo, paleontólogo, horticultor, estadista, autor e inventor muy diestro. También era un aficionado a la criptografía y le encantaban los puzles, además de codificar mensajes y descifrar códigos.
»Sabía leer en siete idiomas, y nunca leía una obra traducida si podía leer el original. De hecho, aprendió él solo español expresamente para poder leer el Quijote en el viaje transatlántico que hizo a Francia en 1784. Le parecía que el libro era esencial para comprender al enemigo musulmán al que Estados Unidos debía enfrentarse en el Mediterráneo.
—¿Por qué? —preguntó Tracy—. ¿Qué tiene que ver el Quijote con los piratas islámicos?
Harvath había leído el Quijote cuando era niño y no había pensado mucho en él desde entonces. Recordaba algo curioso que le enseñaron sobre el autor, Miguel de Cervantes, y se preguntaba si habría sido esa la razón por la que Jefferson se había interesado por el libro.
—A Cervantes se le ocurrió la idea del libro mientras sufría cautiverio en una prisión bereber, ¿verdad? —preguntó Harvath.
Nichols asintió con la cabeza.
—Miguel de Cervantes era un soldado español que había librado muchas batallas contra los musulmanes, incluida la de Lepanto, una victoria decisiva de los cristianos europeos sobre las fuerzas islámicas invasoras. Aunque estaba destrozado por la fiebre, se negó a quedarse bajo cubierta y combatió admirablemente, hasta que recibió dos arcabuzazos en el pecho y otro que le dejó inválida la mano izquierda, algunos dicen que todo el brazo, para el resto de su vida.
»Al cabo de seis meses de convalecencia, Cervantes se reintegró a su unidad en Nápoles y permaneció con ella hasta 1575, cuando zarpó rumbo a España. Frente a las costas catalanas, su navío fue atacado por unos piratas musulmanes que dieron muerte al capitán y asesinaron a casi toda la tripulación. Cervantes y un puñado de pasajeros que sobrevivieron fueron trasladados a Argelia para hacerlos esclavos.
»Sufrió un trato brutal durante cinco años a manos de sus captores musulmanes. Trató de huir en cuatro ocasiones y, antes de que, finalmente, pagaran el rescate, estuvo encadenado de la cabeza a los pies durante cinco meses. El trauma le suministró mucho material para sus escritos, concretamente para la historia del cautivo del Quijote.
»Jefferson leyó el Quijote para aprender más sobre los piratas bereberes, pero justo en mitad de la novela descubrió algo más: un criptograma ingeniosamente oculto. Le llevó algún tiempo descifrarlo, pero, una vez conseguido, le reveló una increíble narración escondida en la historia del cautivo.
—¿Cuál era? —preguntó Tracy.
—En la Argelia del siglo XVI —prosiguió Nichols—, los captores argelinos, en su mayoría analfabetos, utilizaban como amanuenses a los esclavos cultos, como Cervantes, para que desarrollaran tareas diversas, desde llevar contabilidades hasta transcribir documentos.
»Fue en casa de uno de los líderes religiosos de la ciudad donde Cervantes se enteró de que la última revelación de la vida de Mahoma había sido omitida deliberadamente en el Corán.
Justo cuando Harvath pensaba que aquel hombre no podía contar nada más asombroso, lo hacía.
—¿Cuál era esa última revelación de Mahoma? —preguntó.
—Eso es exactamente lo que el presidente y yo estamos tratando de averiguar —contestó Nichols—. Según Jefferson, Mahoma fue asesinado poco después de darla a conocer.
—Espere un momento —intervino Tracy—. ¿Mahoma fue asesinado? Jamás había oído eso.
—Año 632 de nuestra era —replicó Harvath, que había estudiado el islam en profundidad para entender mejor al enemigo de su país—. Fue envenenado.
—¿Se sabe quién lo hizo?
—Jefferson creía —respondió el profesor— que fue uno de los apóstoles de Mahoma; aquellos a quienes él se refería como sus compañeros.
—Jefferson no tenía acceso a Internet, precisamente —dijo Harvath—. ¿Cómo logró realizar cualquier tipo de investigación sustancial sobre un asunto de esa naturaleza?
—Según su diario —contestó Nichols—, la tarea fue extremadamente ardua. Sin embargo, recibió ayuda. Además de disponer de una red de contactos internacionales muy extensa en círculos diplomáticos, académicos y de espionaje, las órdenes monásticas europeas encargadas de pagar el rescate de prisioneros a las naciones islámicas demostraron ser muy útiles.
»Esas órdenes monásticas eran unos notarios excepcionales. Daban parte de todos los prisioneros que repatriaban y recogían la narración literal que hacían de su cautiverio. Muchas de esas órdenes religiosas tenían representantes en Francia y, en algunos casos, incluso su cuartel general. A través de ellas, Jefferson pudo acceder a infinidad de documentos donde se detallaba lo que los prisioneros hacían durante el cautiverio, así como lo que veían y oían decir.
»Hubo muchos prisioneros, como Cervantes, que trabajaron en las viviendas y negocios de sus captores musulmanes y recogieron a lo largo de los años retazos muy interesantes de la historia de los textos que faltan en el Corán. La labor de Jefferson consistió en recopilar esa información y ensamblarla con otras vías de investigación que tenía abiertas para confeccionar una imagen más completa.
»Lo que hemos podido reconstruir de esa imagen más amplia incluye varias referencias a una persona concreta —dijo Nichols mientras buscaba un trozo de papel, escribía el nombre de Abu al-Iz Ibn Ismail ibn al-Razaz al-Jazari y lo levantaba para mostrarlo.
—¿Quién es? —preguntó Tracy.
—Al-Jazari fue una de las mentes más lúcidas de la edad de oro del islam. Fue el equivalente islámico de Leonardo da Vinci; un inventor, artista, astrónomo y erudito fabuloso y muy bien considerado al que, además, le interesaba la medicina y la mecánica del cuerpo humano.
»En 1206 publicó El libro de la sabiduría y de los ingenios mecánicos. En él documentaba gran cantidad de invenciones mecánicas, incluidos autómatas programables y robots humanoides, pero fue más célebre por haber creado las clepsidras más sofisticadas de su tiempo.
—Impone —dijo Harvath—, pero ¿qué tiene él que ver con los versículos desaparecidos del Corán?
El profesor levantó las manos.
—Ese es el problema. No lo sabemos con certeza.
—Aun cuando lo supieran, ¿qué influencia podría tener sobre el fundamentalismo islámico un descubrimiento así? —inquirió Tracy.
—Buena pregunta —respondió Nichols—. Usted sabrá que los musulmanes creen que el Corán es la palabra completa e inmutable de Dios. Sugerir que hay algo más se considera una blasfemia y un ataque frontal contra el islam. Sin embargo, aproximadamente la quinta parte del Corán está llena de contradicciones y pasajes incomprensibles que no tienen ningún sentido.
»Por ejemplo, en los primeros momentos de la trayectoria de Mahoma como profeta en La Meca, Alá le reveló a través del arcángel Gabriel la noción de vida en paz con judíos y cristianos. Posteriormente, cuando Mahoma, que había sido rechazado por judíos y cristianos, se convirtió en un señor de la guerra y concentró un ejército poderoso en Medina, se cuenta que Alá le reveló que la obligación de todos los musulmanes era someter a todos los no musulmanes y no cejar hasta que el islam fuera la religión prevaleciente en el planeta.
Tracy asintió.
—Jamás le vi mucho sentido a eso.
—No es usted la única. Parte de la confusión nace del hecho de que el Corán no tiene una estructura cronológica. Está ordenado, principalmente, por la extensión de sus capítulos, o suras: desde las más largas hasta las más cortas. Por consiguiente, los versículos pacíficos de los albores del islam se encuentran a lo largo de todo el texto. El problema, sin embargo, es que los versículos que defienden la guerra prevalecen debido a lo que se denomina la doctrina de la abrogación.
—¿Qué es la abrogación?
—En esencia, establece que si dos versículos del Corán se contradicen, prevalecerá el posterior. La sura más violenta del Corán es la novena. Es el único capítulo del Corán que no comienza con la fórmula ritual conocida como Basmalá: «En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso». La novena sura contiene versículos como «Matad a los idólatras donde los encontréis» o «Quienes se niegan a combatir por Alá padecerán una muerte dolorosa e irán al infierno», además de apelar a la guerra para someter a todos los judíos y cristianos.
»Aunque es un capítulo próximo al final, es el último conjunto auténtico de instrucciones que Mahoma dejó a sus seguidores, y son esos versículos los que, desde entonces, han desatado la violencia en nombre del islam.
—Lo difícil para los musulmanes pacíficos que no suscriben la violencia —aclaró Harvath— es que no tienen apoyatura contextual sobre la que sustentarse dentro de su propia religión. Como Mahoma dijo: «Ve a combatir», y como él mismo se implicó en la violencia, a los musulmanes no se les permite discutirlo. En realidad, se espera que sigan su ejemplo.
—¿Por qué? —preguntó Tracy.
—Porque a Mahoma se le considera el «ejemplo perfecto» del islam. Su conducta, todas y cada una de las cosas que dijo e hizo, son irreprochables y ejercen de modelo a seguir para todos los musulmanes. En esencia, el islam enseña que cuanto más se parece un musulmán a Mahoma, mejor será.
—Pero, si Mahoma pronunció realmente una última revelación después de la novena sura —dijo Nichols—, y si, como creía Jefferson, esa manifestación podía abrogar todos los llamamientos del Corán a la violencia…
—Entonces tendría un impacto monumental —concluyó Harvath, quien, tras una pausa, preguntó—: ¿Ha encontrado usted todo eso en el diario presidencial de Jefferson?
—No —contestó el profesor—. El diario solo era una pista de lanzamiento. Jefferson llevaba siguiendo el rastro de la revelación desaparecida desde mucho antes de asumir la presidencia, y siguió trabajando en ello hasta bastante después de abandonar la Casa Blanca.
»Hemos tenido que revisar muchos otros documentos de Jefferson para tratar de obtener más información. El problema es que Jefferson murió muy endeudado y su legado se fraccionó y se vendió. Algunos objetos fundamentales han desaparecido. Esa es la razón por la que el presidente me envió aquí, a París.
—¿Para localizar más documentos desaparecidos de Jefferson? —preguntó Tracy.
—Concretamente —dijo Nichols—, una primera edición que Jefferson tenía del Quijote. Creemos que contiene apuntes manuscritos que pueden conducirnos a lo que buscamos.
—¿Dónde está?
El profesor respiró hondo y, a continuación, contestó:
—Ahí es donde las cosas empiezan a complicarse.