18

—Hablemos de la Fundación de Amistad Islamo-Estadounidense —dijo Ozbek.

Salam movió la cabeza asqueado.

—Es lo peor que les ha sucedido a los musulmanes estadounidenses. Sabrá usted que Abdul Waleed, el director de la FAIR, alardeó en una ocasión en una conferencia, sin saber que estaba presente un periodista, de que el islam no había ido a Estados Unidos para ser igual que cualquier otro credo, sino para ser el dominante. Dijo que creía que era el Corán, y no la Constitución, el que debería ser la máxima autoridad en Estados Unidos, y que el islam debería ser la única religión aceptada sobre la Tierra. Y dijo que no descansaría hasta que lo hiciera realidad. Esa no es la clase de islam que yo practico. De hecho, no es la clase de islam que practica la mayoría de los musulmanes.

—Hábleme de Nura Khalifa y del asesino que supuestamente contrató la FAIR.

Andrew Salam se volvió, de repente, mucho menos parlanchín. Para Ozbek, resultaba evidente que había tocado una fibra sensible y le parecía saber cuál era. Había visto una fotografía de Nura Khalifa. Era una mujer espectacular.

Finalmente, Salam dijo:

—Era una mujer buena. No merecía morir.

Ozbek nunca había perdido a una persona cercana; ni en el Ejército, ni en la CLA…, ni siquiera en su vida personal ordinaria. Solo podía imaginar cómo se sentía el hombre y pisó el terreno con la máxima delicadeza que le permitía la situación.

—¿Mantenían una relación íntima?

—No. Entre nosotros había estrictamente asuntos de trabajo.

—¿Sentía algo por ella?

Salam miró a su interrogador.

—Aun cuando lo sintiera, jamás habría comprometido a una colaboradora tan valiosa. Aunque no pueda presumir de otra cosa, al menos puedo decir que yo era un profesional.

—¿Le suministró mucha información sobre la FAIR?

—Toneladas.

—¿Que usted transmitía a su vez a Riley? —preguntó Ozbek.

—Sí.

—¿Y él fue la única persona que decía ser del FBI con la que usted mantuvo contacto?

—Correcto —dijo Salam—; pero por mucha información que le diera sobre la FAIR y sus actividades, nada parecía nunca ser suficiente. Obtuve idénticas conclusiones sobre investigaciones en ciernes y costaba muchísimo tiempo recabar información para elevar imputaciones contundentes; luego, un día, Riley me dijo que rompiera todos los vínculos con Nura y me apartara de la Fundación de Amistad Islamo-Estadounidense.

—¿Le explicó por qué?

—Riley decía que la oficina estaba iniciando por fin una investigación completa sobre la organización y que cualquier labor que yo siguiera realizando podía hacer peligrar mi tapadera. Yo estaba de acuerdo. El único problema era que Nura no. Por lo que veía y oía decir, estaba segura de que se tramaba algo importante.

—¿Qué era lo que veía y oía decir? —preguntó Ozbek.

—Abdul Waleed empezó a mantener cada vez más reuniones con un imán saudí radical que regentaba varias megamezquitas por todo Estados Unidos y se llamaba jeque Mahmood Omar. Según Nura, los dos parecían padecer en sus propias carnes todos los problemas del mundo.

»Los oyó quejarse en dos ocasiones diferentes de que si no se ponía freno a la amenaza, el islam, y todo aquello para lo que estaban trabajando, podía verse comprometido gravemente.

Ozbek lo interrumpió.

—¿Qué amenaza? ¿De qué estamos hablando?

—Eso es exactamente lo que yo quería saber —respondió Salam—. Nura dijo que habían empezado a hacer un montón de preguntas sobre su tío, que es un especialista coránico de Georgetown.

—¿Quién es su tío?

—El profesor Marwan Khalifa.

—¿Dónde trabajaba en Georgetown?

—En el Centro de Estudios Árabes.

Ozbek le miró.

—¿En el mismo lugar que estudió usted?

—Así es, pero yo nunca lo vi. Es una de esas personas como Indiana Jones, que siempre está fuera en alguna excavación arqueológica o con algún proyecto de investigación.

—¿Sabe dónde está ahora?

—Ha estado picoteando en un montón de trabajos sobre algún proyecto para la Autoridad de Antigüedades de Yemen —respondió Salam.

—¿Dijo Nura por qué pensaba que podrían considerar que su tío era una amenaza? —preguntó Ozbek.

—Parte de los fundamentalistas más ortodoxos y duros creían que su investigación planteaba demasiadas preguntas sobre la autenticidad del Corán. Según ellos, lo que hacía era blasfemo y lo consideraban un apóstata, lo que significaba que podían dar orden de que lo mataran. Si es que uno cree en ese tipo de cosas.

—¿Y usted las cree?

Salam se quedó desconcertado.

—En modo alguno. En absoluto.

Ozbek tomó algunas notas más y luego dijo:

—Le contó al FBI que Nura decía que Waleed y Omar habían contratado a un asesino. Eso no es precisamente fácil de hacer. ¿Cómo iban a dar con uno?

—El jeque Omar lo arregló todo —respondió Salam—. El nombre del tipo era Majd al-Din. En el islam significa «Gloria de la fe».

—¿Cómo se llamaba antes?

—No lo sé.

—Le dijiste al FBI que Nura creía que era de la CIA. ¿Por qué? —preguntó Ozbek.

—Ella le había oído a Omar presumir de él. Decía que al-Din era un revertido al islam.

—«Revertido» es el término musulmán para denominar a los conversos, ¿verdad?

—Sí. Según Nura, Omar estaba loco por ese tipo porque era un blanco normal y corriente, de aspecto común, que nunca despertaría sospechas en ningún sitio. Era como un camaleón, que podía cambiar de apariencia en cualquier momento. Decía que, cuando te sentabas con él, parecía más un contable que alguien acostumbrado a matar para la CIA.

Ozbek lo apuntó en su cuaderno, asegurándose de anotarlo literalmente.

—Omar esperaba grandes cosas de ese tipo —prosiguió Salam—, porque había participado en algún programa o unidad supersecretos, o en algo de la CIA que se llamaba Crucero. ¿Le suena eso a algo?

Ozbek levantó la vista de su bloc, movió la cabeza y mintió.

—No.

—Bueno, parece ser que ese tal al-Din es como Terminator. Está programado para matar y a eso se dedica. Matar. Matar. Matar.

—Hay mucha gente que presume de haber trabajado para la CIA —replicó Ozbek.

Salam se rió.

—Y suelen ser los más mentirosos. Los que dicen «podría contarte lo que hacía, pero entonces tendría que matarte».

Ozbek sonrió.

—Así que se da usted cuenta de que todo esto suena un poco inverosímil.

—Según Nura, Omar había sido asesor espiritual de al-Din varios años. El jeque parecía saber mucho de él y de su pasado.

—Tal vez fanfarroneara.

—Tal vez —dijo Salam—. Pero yo no me la jugaría. Omar tiene un carácter rudo y es un paranoico del demonio. No va a meter a un revertido blanco en su círculo más íntimo a menos que lo haya sometido a una investigación completa.

A Ozbek no le gustaba lo que estaba escuchando, y tampoco le iba a gustar a la CIA. Apuntó algunas cosas más y luego preguntó:

—¿Hay algo más que pueda decirme de al-Din? ¿Una dirección actual o un número de teléfono en el que se le pueda localizar?

—Lo siento —dijo Salam mientras levantaba el último bocado de comida y luego, de repente, cambiaba de opinión y volvía a bajar el tenedor—. Mataron a Nura antes de que pudiera contarme nada más.

Ozbek también lo sentía.

—¿Fue alguna vez al-Din a la FAIR cuando Nura estaba allí? ¿Vio alguna vez qué aspecto tenía?

Salam negó con la cabeza y cambió de tema.

—Voy a ir a la cárcel, ¿verdad?

—Eso no lo tengo que decidir yo.

Salam se tranquilizó un instante.

—Le hablé de mi perro a la policía. Solo tenía comida y agua para un par de días. ¿Cree que habrán enviado a alguien a mi casa?

—Apostaría a que han enviado a montones de gente a su casa —dijo Ozbek.

Salam descubrió el chiste que había en lo que acababa de decir y sonrió un momento.

—El 99,9 por ciento de los musulmanes de este país son buena gente. Aman a Estados Unidos igual que yo. Yo estaba haciendo lo que pensaba que era bueno para Estados Unidos. Todavía lo pienso.

—Lo sé —dijo Ozbek mientras cerraba su bloc de notas—, y, por si sirve de algo, creo en lo que me dice.

—¿Así que puede ayudarme?

—Voy a intentarlo —dijo el agente de la CIA mientras se ponía de pie y caminaba hacia la puerta. Cuando llegó, le preguntó—: Por cierto, ¿qué es?

—¿Perdone? —respondió Salam.

—Su perro. ¿De qué raza es?

—Un chesapeake retriever.

—Buena raza —dijo Ozbek—. Muy fiel.

Salam asintió con un gesto y observó cómo se marchaba el hombre.

En el exterior de la sala de interrogatorios los estaba esperando el detective de la policía local de Washington, D. C, que estaba a cargo de la investigación. Era un poli duro, que no se andaba con tonterías, de cincuenta y tantos años, que se llamaba Covin y tenía un bigote gris y la complexión de un defensa de fútbol americano.

—¿Ha conseguido todo lo que necesitaba? —le preguntó.

Ozbek movió la cabeza mientras volvía a introducir su bloc de notas en el bolsillo de la chaqueta.

—Está lleno de mierda —dijo el detective—. Merece un Oscar de la Academia cada vez que habla. Si le escuchas el tiempo suficiente te sorprendes creyéndole de verdad.

—¿Usted no le cree? —preguntó Ozbek con cuidado de no revelar lo que él opinaba.

El detective Covin lo miró.

—Digamos sin más que todo esto huele.

Ozbek coincidía con él en eso.

—¿Qué tipo de efectos personales llevaba encima cuando lo cogieron?

El policía abrió la carpeta que llevaba y leyó la lista.

—Un reloj. Una cartera con tarjetas de crédito, dinero en efectivo y un carné de conducir de Washington, D. C. Un estuche de tarjetas de visita con tarjetas. Llaves de un coche. Un teléfono móvil…

—Nos gustaría echar un vistazo a su móvil —dijo Ozbek.

El detective cerró la carpeta y miró a los dos hombres de la CIA.

—Eso significa que van a tener que firmar en la hoja de la cadena de custodia. Ahora mismo solo han venido y le han hecho un par de preguntas. En el momento en que pongan un dedo sobre las pruebas, usted y la CIA se vinculan a este caso de forma permanente.

»Fui fiscal antes de ser policía y sé lo que un abogado defensor haría al enterarse de que dos agentes secretos se quedaron solos con los efectos personales del sospechoso.

A Rasmussen le molestó lo que llevaba implícito.

—¿Qué está queriendo decir?

—Digo que lo dejen ahora que no ha pasado nada. Una cosa es preguntar al sospechoso por algún posible vínculo con un agente de la CIA y otra muy distinta examinar sus efectos personales.

—Tiene razón —dijo Ozbek mientras indicaba a Rasmussen que diera marcha atrás—. No queremos implicarnos con ninguna de las pruebas. Eso podría perjudicarnos a todos.

Y mientras comprobaba la cobertura de su móvil añadió:

—Voy a tener que volver a entrar en la sala de interrogatorios un segundo.

—¿Para qué? —preguntó Covin.

—Se me olvidó preguntarle algo al sospechoso. Mientras Ozbek y Rasmussen abandonaban el cuartel general de la policía y se dirigían a su coche, Rasmussen preguntó:

—¿Cuál es esa pregunta del último minuto que le has hecho a Salam?

—Quería el número de su móvil.

—¿Para qué?

—Para el plan B —respondió Ozbek.

Rasmussen se hacía una idea bastante aproximada de cuál era el plan B, pero la abandonó momentáneamente.

—¿Cuál es el plan A?

—Quiero contrastar todo lo que acaba de darnos Salam con los archivos personales de Crucero.

—¿Quieres buscar en los archivos de todos los agentes de Crucero quién parece un contable y es bueno disfrazándose? Así son casi todas las personas del programa, incluidas las mujeres. Todos fueron seleccionados porque eran poco llamativos.

—No me importa. Quiero que todo el equipo trabaje sobre esto —insistió Ozbek—. Quiero saber dónde está ahora mismo cada uno de los agentes de Crucero: los activos, los retirados e, incluso, los muertos. Todos. Y mientras nos dedicamos a eso, busquemos todo lo que tengamos sobre el tío de la víctima.

—¿Marwan Khalifa, de Georgetown?

Ozbek extrajo las llaves de su bolsillo y confirmó con un gesto.

—Quiero saber dónde está y en qué está trabajando exactamente. Si es el objetivo, quiero saber por qué.

—Le diré a Patricia que no espere levantada —murmuró Rasmussen—. A ninguno de los dos.