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Cuartel general de la policía local

Washington, D. C.

Andrew Salam estaba mareado y cansado de hablar. Ozbek lo vio en su rostro en el instante en que entró en la sala de interrogatorio de la policía local de Washington, D. C. Lo habían frito a preguntas una y otra vez desde que lo detuvieron. Tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre. Parecía cansado, enfadado y hambriento. En todo caso, lo que no parecía era un asesino.

Daba la impresión de ser de origen paquistaní, pues tenía la piel morena, el pelo oscuro y los ojos castaños. Medía aproximadamente un metro sesenta y ocho; o setenta, como máximo. Tenía una cicatriz fina que le atravesaba la ceja izquierda.

—¿Ha comido algo hoy? —preguntó Ozbek.

Salam negó con la cabeza.

—Solo un poco de café pasado.

Ozbek hizo un gesto a Rasmussen.

—Díganos lo que quiere y mi socio irá a buscárselo.

—¿En serio? —preguntó Salam mientras se le iluminaba un poco la mirada.

Ozbek lo confirmó. Había aprendido hacía mucho que el modo más eficaz de comenzar un interrogatorio era entablar una buena relación tratando de dar al prisionero algo que quisiera.

Cuando Rasmussen se marchó a buscar la comida, Ozbek le preguntó a Salam cómo lo habían reclutado.

El hombre se tomó unos instantes antes de responder. Era evidente que estaba teniendo problemas para aceptar que lo habían engañado. Finalmente, contestó.

—Me pareció tan real. Exactamente como en una película. Hace tres años iba a hacer mis prácticas en la sección de Oriente Próximo de la Biblioteca del Congreso cuando se me acercó ese tipo, me enseñó su placa del FBI y me preguntó si tenía tiempo para comer con él.

—Y le dijo que sí.

Salam asintió.

—¿Qué sucedió después? —preguntó Ozbek.

—Nos vimos un poco más tarde, ese mismo día. Yo comí y él habló.

—¿Cómo se llamaba?

—Sean Riley —respondió el hombre.

—¿Y de qué hablaron Sean Riley y usted? —preguntó Ozbek.

—Como le dije, él fue el que dijo casi todo. Pero el tema fue la amenaza creciente que se cernía sobre Estados Unidos, tanto por la ideología islamista extrema como por el «islamismo» legal.

—Que quiere decir el islam político… —aclaró Ozbek.

—Así es —contestó Salam—. Riley expuso la campaña activa de los extremistas musulmanes para destruir la civilización occidental desde dentro; con tranquilidad, pacíficamente, incluso legalmente. Explicó que trabajaban para desestabilizar a Estados Unidos y, en última instancia, sustituir la Constitución por la sharia.

—¿Y eso le molesta?

—Claro que sí. Debería molestar a todos los estadounidenses. Y ya está sucediendo. En las piscinas públicas y las universidades financiadas con dinero del contribuyente están imponiendo clases y horarios de baño exclusivos para mujeres. Se prohíbe a cristianos, judíos e hinduistas que ejerzan como miembros del jurado cuando los acusados son musulmanes. Las huchas con forma de cerdito y los dispensadores de toallitas con la figura de Porky han sido prohibidos en los lugares de trabajo porque ofenden a la sensibilidad islámica. En determinados Burger King han dejado de servir helados porque la imagen del envoltorio parece la inscripción árabe con la que se escribe Alá. Las escuelas públicas eliminan el cerdo de sus menús escolares. Los maridos, hermanos o padres de las mujeres les pegan, las estrangulan o matan por «deshonrar» a sus familias. Es como causar la muerte a base de millares de pequeños cortes o, como dicen algunos, la sharia centímetro a centímetro; y la mayor parte de los estadounidenses no tiene la menor idea de la batalla diaria que se libra en todo Estados Unidos.

»Al no responder, al permitir que algunos grupos, concretamente la FAIR, tergiversen lo que sucede en realidad, y al no insistir en que los islamistas se adapten a nuestra cultura, Estados Unidos está degollándose a sí mismo con el cuchillo de la corrección política y contribuyendo a promover el programa de los islamistas.

—Y esa es la razón por la que Sean Riley quería reclutarle. Para que se sumara a la lucha contra los islamistas —preguntó Ozbek.

—Exactamente.

Ozbek había visto una recopilación de pruebas secretas escalofriantes antes de que se hicieran públicas en un juicio celebrado en Dallas por la financiación de actividades terroristas, en la que se exponía el programa islamista detallado para tomar el control de Estados Unidos. Las pruebas contenían un informe estratégico minucioso elaborado por los Hermanos Musulmanes (la organización emparentada con Hamás y Al Qaeda que solía citarse y estaba estrechamente vinculada a la FAIR), en el que se indicaban los pasos para destruir la Constitución de Estados Unidos y la civilización occidental desde dentro y sustituirla por la sharia.

Ozbek recordaba las palabras de una cinta de audio que escuchó, en la que se daban detalles de la paranoia de los Hermanos Musulmanes con «proteger al grupo» de las infiltraciones del «sionismo, la masonería […], la CIA, el FBI, etcétera», de forma que pudieran detectar toda clase de seguimiento externo y deshacerse de ese tipo de enemigos.

El FBI ya había expuesto su propio esbozo de teoría a Ozbek y a Rasmussen, según la cual la tarea de Salam era precisamente esa: descubrir dónde eran vulnerables las organizaciones islamistas estadounidenses e infiltrarse en ellas con el fin de reforzarlas. Lo único que sucedía era que Salam no lo sabía. Se le había mantenido en tinieblas deliberadamente.

—¿Por qué le escogieron para esa misión? —preguntó Ozbek.

—Eso mismo le pregunté a Riley —contestó Salam—. Dijo que le llamó la atención mi tesis doctoral.

—¿De qué trataba?

—Sobre cómo los islamistas estaban forjándose poco a poco una condición de víctimas mediante la cual todo análisis del islam, así como de sus motivos para el supremacismo islámico, se estaba convirtiendo rápidamente en temas sobre los que no se puede hablar. La titulé La guerra silenciosa, y presté especial atención al modo en que los islamistas habían descubierto que podían promover su programa aprovechándose del rechazo natural de los estadounidenses al racismo. Lo hacían construyendo un estereotipo que olía a intolerancia y que se podía aplicar a todo aquel que pusiera en duda sus verdaderas lealtades, motivaciones, textos religiosos o fin último: la islamofobia.

—¿Y cuáles eran sus conclusiones?

Salam lo miró.

—No eran halagüeñas. Estados Unidos no está haciendo más que ceder terreno a los islamistas. Prefiere ser políticamente correcto en lugar de vencer, y mientras se niegue a plantar cara a su enemigo en todos y cada uno de los frentes nunca vencerá.

—Es una acusación bastante grave —dijo Ozbek.

—Claro que sí. Pero es exacta —respondió el hombre—. Para la mayoría de sus seguidores, el islam es una religión hermosa. No solo no queremos cometer actos de violencia, sino que tampoco queremos que nadie los cometa, y menos aún en nombre de nuestra religión. Si dependiera de nosotros, suprimiríamos del Corán de buena gana los pasajes violentos que utilizan los extremistas para justificar sus actos.

»La mayoría de los musulmanes de Estados Unidos y de todo el mundo son moderados y pacíficos. El islam reporta consuelo y muestra una senda noble a más de mil millones de personas de este planeta. Es la fuente de una bondad inefable. Queremos vivir en armonía con nuestros vecinos, con independencia de cuáles sean sus creencias.

»Todo el mundo quiere que nosotros, los musulmanes moderados, reformemos el islam; pero nadie hace nada para ayudar. Parecen no comprender que los moderados que son lo bastante valientes para rebelarse quedan sepultados continuamente por los islamistas más espabilados con los medios de comunicación, mejor organizados y con una financiación considerablemente mayor.

Ozbek consultó sus notas.

—Y ahí es donde entra en juego esa Operación Cañón de Cristal de la que habló al FBI.

—Sí —dijo Salam—. La Operación Cañón de Cristal estaba pensada para combatir directamente a los fundamentalistas.

—¿Estaba capitaneada por su empresa, McAllister & Associates?

—Mi parte, sí. Pensé que el resto lo gestionaba el FBI.

—¿Qué es McAllister & Associates? —preguntó Ozbek.

—Es una empresa de relaciones públicas y creación de opinión especializada en clientes musulmanes. Era mi tapadera, lo que me permitió infiltrarme en el movimiento islamista de Estados Unidos.

—¿Y lo consiguió?

—Bastante —contestó Salam—. Yo designaba o sustituía a las personas de casi todos los puestos centrales de la red islamista del país.

—¿Nunca sospechó que, en realidad, no estuviera trabajando para el FBI? —preguntó Ozbek—. Por lo que me han contado, ni siquiera le adiestraron en la Academia del FBI de Quantico.

—Riley me entrenó en un complejo islámico del norte del estado de Nueva York llamado Islamaburg. Dijo que era para protegerme, porque el FBI quería mantener en secreto mi identidad, incluso entre los demás agentes del FBI.

—Pero aquí está —insistió Ozbek—, suministrando todos esos informes a Riley sin que suceda nada. ¿No hace saltar eso ninguna alarma en su cabeza?

—¿Me está preguntando si me sentí decepcionado? —preguntó Salam—. Claro que sí. Pero ¿yo qué sabía? El gobierno es famoso por su lentitud. De hecho, a Riley siempre le gustaba tranquilizarme con la broma de que el FBI lleva la palabra «Bureau» en su nombre por la burocracia. Daba igual lo importante o urgente que fuera cualquier fragmento de información relevante que le proporcionara; siempre me aseguraba que la transmitía a la cadena de mando y se obraba en consecuencia.

Cuando Steve Rasmussen regresó con la comida, Ozbek concedió unos momentos al prisionero para que empezara a comer antes de llevar la conversación al núcleo de la razón por la que habían acabado allí.