Casi ningún estadounidense era consciente de que hace más de doscientos años Estados Unidos había declarado la guerra al islam, y de que Thomas Jefferson había sido el principal defensor de la iniciativa. Por ese motivo, al profesor Nichols le parecía importante situar el telón de fondo de su trabajo.
—A mediados del siglo XVIII —comenzó—, los piratas musulmanes eran el terror del mar Mediterráneo y de una franja importante del Atlántico Norte. Atacaban a todos los barcos que veían y secuestraban a las tripulaciones, por las que pedían rescates exorbitantes. Los rehenes sufrían un trato atroz y escribían cartas angustiadas y descorazonadoras suplicando a sus gobiernos y a los miembros de su familia que pagaran lo que pidieran sus secuestradores mahometanos.
»Los extorsionistas de alta mar representaban a las naciones islámicas de Trípoli, Túnez, Marruecos y Argelia (a las que, en conjunto, se denominaba como “costa bereber”) y constituían una amenaza peligrosa para la nueva república norteamericana.
»Antes de la guerra de Independencia, los buques mercantes estadounidenses navegaban bajo la protección de Gran Bretaña. Cuando Estados Unidos declaró la independencia y entró en guerra, sus barcos recibían la protección de Francia. Cuando ganó la guerra, Estados Unidos tuvo que proteger a su flota.
—De ahí el nacimiento de la Marina de Estados Unidos —añadió Tracy.
Nichols sacudió la cabeza.
—No sucedió con la rapidez que usted podría imaginar. A partir de 1784, diecisiete años antes de ser nombrado presidente, Thomas Jefferson partió hacia París para ejercer de embajador de Estados Unidos en Francia. Ese mismo año, el Congreso de Estados Unidos trató de apaciguar a sus adversarios musulmanes siguiendo los pasos de las naciones europeas, que sobornaban a los estados bereberes, en lugar de sostener contra ellos un choque frontal mediante una guerra.
»Pero entonces, en julio de 1785, unos piratas argelinos apresaron dos barcos estadounidenses y el rey de Argelia exigió el insólito rescate de casi sesenta mil dólares.
»Aquello era extorsión pura y dura, y Thomas Jefferson, que seguía como embajador de Estados Unidos en Francia, propuso al Congreso la creación de una coalición de naciones que, unidas, obligaran a los estados islámicos a respetar una paz perpetua.
Aquel plan le resultaba demasiado conocido a Harvath, que señaló:
—¿Una coalición de naciones libres?
—En buena medida, sí —apuntó Nichols—, pero al Congreso no le interesó el plan de Jefferson y decidió pagar el rescate.
»En 1786, Thomas Jefferson y John Adams se reunieron con el embajador de Trípoli en Gran Bretaña para preguntarle con qué derecho atacaba su país a los barcos estadounidenses y esclavizaba a ciudadanos norteamericanos.
»Él respondió que el derecho se fundaba en la ley de su profeta y que en el Corán estaba escrito que todas las naciones que no reconocían su autoridad eran pecadoras, y que no solo tenían el derecho y la obligación de declarar la guerra a esos infieles, allá donde se encontraran, sino también a convertir en esclavos a todos los que apresaran, y que todos los musulmanes caídos en el campo de batalla tenían asegurado un lugar en el Paraíso.
»A pesar del asombroso hecho de que reconocía que ejercían violencia premeditada contra naciones no musulmanas, y de que infinidad de norteamericanos destacados, como George Washington, objetaban y advertían que ceder era un error y, además, no serviría más que para envalentonar al enemigo, el Congreso de Estados Unidos siguió comprando a los musulmanes bereberes con el dinero de los sobornos y los rescates.
»Pagaron a Trípoli, Túnez, Marruecos y Argelia más de un millón de dólares cada año durante los quince años siguientes, lo que en 1800 equivalía al veinte por ciento de los ingresos anuales del gobierno de Estados Unidos.
»Jefferson estaba asqueado. Para añadir el insulto a la ofensa, cuando en 1801 juró el cargo de tercer presidente de Estados Unidos, el bajá de Trípoli le envió una nota exigiéndole el pago inmediato de doscientos veinticinco mil dólares, más otros veinticinco mil anuales desde entonces. En ese momento fue cuando todo cambió.
»Jefferson informó al bajá, en términos nada imprecisos, de lo que podía hacer con su exigencia. El bajá respondió cortando el mástil de la bandera del consulado estadounidense y declarando la guerra a Estados Unidos. Túnez, Marruecos y Argelia se le unieron de inmediato.
»Jefferson estaba en contra de que Estados Unidos acumulara una flota de guerra para todo aquello que excediera de la vigilancia costera, pero al ver que hacía demasiado tiempo que su país vivía acobardado ante los matones islámicos, decidió finalmente que había llegado el momento de enfrentar las fuerzas.
»Envió una escuadra de fragatas al Mediterráneo para dar a las naciones musulmanas de la costa beréber una lección que no olvidaran jamás. El Congreso autorizó a Jefferson a otorgar poderes a las naves estadounidenses para que se apropiaran de todos los barcos y bienes del bajá de Trípoli y “llevaran a efecto toda clase de actos preventivos o de hostilidad manifiesta que el estado de guerra justificara”.
»Cuando Argelia y Túnez, acostumbrados a la cobardía y aquiescencia estadounidenses, vieron que los recién independizados Estados Unidos tenían voluntad y fuerza para contraatacar, abandonaron enseguida la lealtad a Trípoli.
»Sin embargo, la guerra con Trípoli duró cuatro años más, y volvió a estallar en 1815. La valentía de los marines estadounidenses en aquellas guerras acabó dando como fruto el verso “a las costas de Trípoli” del himno de los marines, y desde entonces se los conocería como los “cuellos de cuero” por los collarines de piel de su uniforme, que impedían que las cimitarras musulmanas les cortaran la cabeza cuando abordaban sus barcos.
»El islam, y lo que sus seguidores bereberes justificaban hacer en nombre de su profeta y su dios, inquietaba profundamente a Jefferson. Estados Unidos tenía una tradición de tolerancia religiosa, hecho que el propio Jefferson había auspiciado con el Estatuto de Libertad Religiosa de Virginia; pero el fundamentalismo islámico no se parecía a ninguna otra religión del mundo en la historia. Para él era inaceptable una religión que se basara en el supremacismo, cuyo libro sagrado no solo aprobaba la violencia contra los no creyentes, sino que la prescribía.
»Como dije, uno de los mayores temores de Jefferson era que, algún día, esa impronta del islam reapareciera y planteara una amenaza aún mayor a Estados Unidos.
—Sin duda, iba muy por delante de su tiempo en ese aspecto —subrayó Tracy.
—Mucho antes de partir hacia Francia —prosiguió Nichols—, Jefferson se había impuesto aprender todo lo posible sobre los principios del islam, y también sobre cómo derrotar su doctrina bélica radical sin que se volviera a disparar un solo tiro.
—Razón por la que tenía un ejemplar del Corán —añadió Harvath.
—Tal vez —dijo Nichols—. Pero también se ha sugerido que Jefferson pudo haber comprado su ejemplar del Corán en 1765, mientras estudiaba derecho en el William & Mary College. Es posible que lo estudiara como texto legal, o con fines académicos de religión comparada. No lo sabemos con certeza.
—¿Es ese el mismo ejemplar del Corán que utilizó un congresista musulmán en la toma de juramento en el Congreso hace un par de años? —preguntó Tracy.
—Así es. Ya ves, Jefferson no estaba en contra del islam. Era antiislamista. Hay una diferencia. Le importaba un bledo que su vecino dijera que había veinte dioses o que no había ninguno, siempre que no le robara ni le rompiera una pierna. Sin embargo, el fundamentalismo islámico roba y rompe piernas, y esa es la razón por la que Jefferson tuvo que buscar un modo de detenerlo. Al fin y al cabo, fue el padre de la separación de Iglesia y Estado.
»Pero el problema subyacente del fundamentalismo islámico radica en que es, al mismo tiempo, político y religioso. Enseña que no se pueden separar los dos ámbitos. Los islamistas creen que la ley humana es inferior y debe ser sustituida por la sharia o ley revelada por Dios, y que todos los gobiernos del mundo deberían ser islámicos.
—Me pregunto cómo caería esa idea en Washington —dijo Harvath.
—Seguramente, no muy bien —contestó Nichols—. Junto con el mandato de que se desatara la violencia sobre todos los infieles hasta que se sometieran al yugo del islam, el fundamentalismo islámico es un anatema de todo lo que Jefferson defendía. Eso es lo que vuelve aún más emocionante su hallazgo.
—Entonces, ¿usted cree que descubrió algo? —preguntó Harvath.
Con aún mayor lentitud, Anthony Nichols asintió con un gesto.