14

—En Port de la Tournelle —dijo la voz del otro lado de la línea telefónica—, en el muelle de abajo, enfrente de la isla de Saint Louis.

Ron Parker era el director de operaciones de una empresa de seguridad privada conocida como Programa de Inteligencia Sargazo. Su presidente y fundador era un empresario hotelero de éxito y antiguo campeón de boxeo llamado Timothy Finney, para quien no existían golpes prohibidos. Harvath tenía una historia muy larga con ambos y confiaba en ellos al máximo. También eran los cuidadores oficiosos de Bullet, el pastor del Cáucaso de Harvath, al que había dejado con ellos cuando Tracy y él decidieron abandonar el país seis meses antes.

Sargazo era uno de los diferentes programas celosamente protegidos y altamente secretos que Finney dirigía entre los bastidores del Elk Mountain Resort, su hotel de cinco estrellas en las afueras de Telluride, en Colorado. Como hacían otras empresas de seguridad privadas que apoyaban a las tropas estadounidenses en diferentes zonas calientes de todo el planeta, Finney había decidido obrar igual, pero en el ámbito de los servicios de inteligencia. Había estado persiguiendo a Harvath varios años para que se fuera a trabajar con él.

Era una oferta tentadora. La cartera de clientes de élite de Sargazo parecía una selección escogida de la comunidad de los servicios de inteligencia estadounidenses. Sargazo no solo recogía y analizaba información, sino que también desarrollaba recursos, situaba a agentes sobre el terreno y realizaba operaciones en todo el mundo. Eran un equipo de primera categoría, dirigido por dos patriotas que situaban su amor al país al margen de la cuenta de resultados y, a base de hacerlo, habían obtenido más éxito del que se habían imaginado.

La clave de su triunfo residía en proporcionar a su gente toda clase de ventajas tácticas y operativas para llevar a cabo el trabajo. Para ello, Sargazo había establecido una serie de pisos francos por todo el mundo, incluido uno en París.

—Sé que preferirías alejarte de la zona de St. Germain —añadió Parker—, pero es lo mejor que te puedo ofrecer.

Harvath memorizó él resto de la información, dio las gracias a su amigo y colgó.

Quince minutos más tarde, Tracy, Nichols y él llegaron a la orilla del Sena y vieron el piso franco de Sargazo. En francés se la conocía como una péniche, una barcaza, pulcra y retirada de la navegación, que había sido pintada de color negro azabache. Le pareció sencillamente irónico que el Instituto del Mundo Árabe, una organización creada para difundir información sobre los valores culturales y espirituales árabes, tuviera su cuartel general precisamente por encima del barco, a pie de calle.

Harvath marcó una clave en el teclado encastrado que había junto a la cabina del timonel y la cerradura se desbloqueó con un siseo. La puerta era muy pesada e imaginó que estaría blindada. Golpeó en una de las ventanas mientras pasaba al interior y reparó en que no estaban hechas de auténticas hojas de cristal, sino que eran de Lexan, una resina de policarbonato a prueba de balas. Finney y Parker habían hecho una labor excelente blindando la barcaza.

Al final de un tramo corto de escaleras había una cocina, tres camarotes con cuarto de baño y el comedor y la sala de estar. Harvath se disculpó y se dirigió a la estancia principal de popa.

Cerró la puerta y atravesó el espacio hasta llegar a una biblioteca empotrada. Deslizó dos dedos sobre la parte superior, encontró un pestillo oculto y lo bajó. Una parte de la librería se desplazó hacia delante sobre unos goznes y Harvath la abrió al máximo. En el interior había una caja de plástico hermética Storm. La sacó de allí y la colocó sobre la cama.

El maletín contenía una Taurus 24/7 OSS del calibre 45 con un silenciador y dos cargadores de repuesto. También había un sobre pequeño de papel manila con diez mil euros en efectivo. El Programa Sargazo estaba preparado para cualquier tipo de eventualidad.

Harvath se repartió las cosas por los bolsillos de la chaqueta y, a continuación, dejó el maletín vacío donde lo había encontrado.

Después de encender el ordenador portátil del camarote de popa y enviar un mensaje encriptado a Finney y Parker para informarles de que había llegado sano y salvo a la péniche, volvió a reunirse con Tracy y Nichols en la sala de estar.

Nichols se había sentado en el sillón sujetando con una mano una bolsa de hielo contra la mandíbula y, con la otra, un vaso de whisky del bien surtido bar de la embarcación. Tracy estaba en el mostrador lacado de la cocina sujetando un bote naranja de una medicina.

Harvath se deslizó al interior de la cocina hasta llegar a su lado y le preguntó discretamente:

—¿Qué es eso? ¿Estás bien?

—Lo estaré —contestó ella mientras cerraba la mano en torno al bote de analgésicos—. Es para los dolores de cabeza.

Depositó dos pastillas sobre la palma de la mano y se las introdujo en la boca.

—Perdona —le dijo mientras empujaba con suavidad a Harvath para abrirse paso hasta la nevera.

Una vez tuvo acceso al interior, sacó una botella pequeña de Evian, desenroscó el tapón y dio un trago largo.

—¿Desde cuándo llevas tomando las pastillas? —le preguntó Scot.

—No te preocupes —le respondió Tracy mientras se rozaba con él al pasar y accedía al espacio para sentarse—. De verdad, me pondré bien.

Los dolores de cabeza aparecían y desaparecían desde que abandonó el hospital, pero habían sido leves y el umbral del dolor de Tracy era muy alto. El bote estaba medio vacío y Harvath se preguntó cuánto tiempo llevaba ocultándole la gravedad.

Era una conversación que tendrían que continuar más adelante. Ahora mismo, tenía que centrarse en Nichols. Cuando sacó otra botella de Evian para sí mismo, Harvath se unió a Tracy en el pequeño sofá contiguo y perpendicular al del hombre que en el margen de un solo día había sido blanco de un atentado con coche bomba y de los disparos de un francotirador.

Como ya le habían explicado al profesor quiénes eran, no fueron necesarias más presentaciones.

—Veamos, señor Nichols —dijo Harvath—. Hablemos de eso en lo que están trabajando el presidente y usted y de por qué hay alguien que, al parecer, le quiere a usted muerto.

—Es una larga historia.

Harvath le miró fijamente y dijo:

—Trate de resumir.