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Harvath había actuado con celeridad. Su primera intención había sido agarrar a Tracy y a Nichols y sacarlos del hotel lo antes posible, pero se le ocurrió algo mejor. Los disparos procedían de un arma con silenciador, disparada muy probablemente desde un edificio o tejado del otro lado de la calle.

Como los visillos traslúcidos de la habitación estaban echados, el tirador no podía haber tenido una imagen muy nítida de lo que sucedía en el interior. Quienesquiera que fuesen, parecían decididos a asegurarse de que Nichols y sus acompañantes eran eliminados.

«Primero el atentado con el coche bomba, y ahora los disparos». Alguien trataba por todos los medios de matar a Anthony Nichols, y Harvath quería saber por qué. Pero, antes de hacerlo, tenía que llevarlos a todos a algún lugar seguro.

Aunque el tirador seguramente habría recogido todo y se habría marchado ya, Harvath tenía que actuar suponiendo que la amenaza seguía existiendo y que podría perfectamente seguir tratando de acercarse a ellos. Para complicar más las cosas, él estaba desarmado y el único refuerzo de que disponía era Tracy, también desarmada. Por suerte, ninguno había resultado herido con los disparos. Las cosas podían haber ido peor, mucho peor.

Evitaron coger el ascensor y corrieron hacia la escalera más próxima a la habitación de Nichols. Harvath aplacó el ansia de salir corriendo hacia el vestíbulo. Quien anduviera detrás de ellos podría haber apostado esbirros allí abajo. Por el contrario, los hizo bajar un piso y recorrer el pasillo de la segunda planta.

Allí vio carteles indicadores del salón de actos del hotel y se dirigió a él.

En el interior, habían dispuesto para una reunión vespertina una mesa grande en forma de U con blocs de notas de papel timbrado del Hotel d’Aubusson, bolígrafos y jarras de agua. Al fondo del salón había un cartel que decía Sortie de secours, salida.

La puerta daba a una zona de servicio a través de un tramo de escaleras estrecho que conducía a las entrañas del hotel.

Cuando llegaron abajo del todo, cruzaron el sótano a toda prisa. Ninguno habló durante todo aquel tiempo.

Un pequeño ascensor de servicio los subió hasta la zona de recepción de mercancías de la esquina meridional del edificio. Era lo más lejos de la fachada principal del hotel que podían llegar sin salir al exterior.

Cerca de la puerta, Harvath descubrió un grupo de sillas dispuestas entre un puñado de colillas tiradas en el suelo. Encima de un reloj cercano había montones de cajas de cerillas del bar del hotel. «Debe de ser la sala de fumadores de empleados», se dijo.

Mientras examinaba la zona de carga y descarga, se le ocurrió una idea que pensó que serviría para cubrir su fuga.

Arrastró un cubo de basura metálico grande y lleno de periódicos y otros papeles desechables hasta el centro de la estancia. Puso en él varios trapos grasientos que encontró en el rincón.

Envolvió un palo de escoba con el último trapo, luego le lanzó las cerillas a Tracy y tendió hacia ella aquella antorcha provisional para que la encendiera.

Cuando ya ardía, la introdujo en el cubo y prendió fuego al contenido. Costó un poco, pero enseguida la sala estaba llena de un humo espeso y gris. Segundos después, saltó la alarma de incendios del hotel.

Se quedaron en la zona de recepción de mercancías todo lo que pudieron. Cuando respirar se volvió demasiado difícil, Harvath abrió la puerta y salieron a la Rue Christine.

Al oír el ruido de la alarma, la gente empezó a salir de los comercios y oficinas próximos para ver qué sucedía.

Tracy cogió a Nichols por el brazo, giró a la izquierda y se alejó del hotel hacia la Rue Des Grands Augustins. Harvath cruzó a la otra acera de la calle y se rezagó para asegurarse de que no los seguían.

Se reunieron en la esquina y se dirigieron rápidamente a la Place St. Michel. Allí, se ocultaron entre la multitud de turistas que abarrotaban las calles próximas a la Rue St. Séverin.

En los veinte minutos siguientes Harvath hizo que Tracy y Nichols continuaran avanzando las tres veces que él retrocedió sobre sus pasos. Cuando se convenció de que nadie les seguía el rastro, compró una tarjeta telefónica de llamadas internacionales y buscó un teléfono.

Tenían que abandonar las calles lo antes posible. Harvath no tenía ninguna gana de regresar a su hotel, y era demasiado arriesgado registrarse en otro. Necesitaban un lugar seguro; algún lugar donde nadie supiera quiénes eran ni por qué estaban allí.

Para obtener ese tipo de anonimato, solo había una persona en la que Harvath confiara lo suficiente como para poder llamarla.