11

Harvath cogió una silla y la colocó enfrente de Nichols. La idea de tener que interrogarlo no le hacía muy feliz, pero no le quedaba mucho donde elegir. Se suponía que eso formaba parte de su antigua vida; la vida que había abandonado para iniciar otra con Tracy. Pero allí estaba.

Aunque Harvath tratara de ignorarlo, tenía un miedo muy arraigado a no poder librarse nunca del todo de su vida anterior. Le seguiría como un cobrador pegajoso y le rondaría hasta el día que muriera.

Había tenido suerte durante una temporada. Pero luego, el fantasma de su pasado lo había encontrado sentado en un café de París con la mujer a la que amaba, ocupándose de sus cosas, y decidió dar un paso adelante en un Mercedes cargado de explosivos y decirle hola.

Aun así, Harvath todavía no estaba dispuesto a rendirse. Una vez que obtuvieran de Nichols la información que Tracy y él necesitaban para librarse del atentado, podría volver a intentar vivir otra vida; una vida que le reportara felicidad, lo que significaba poner toda la distancia posible entre sí mismo y sus antiguas costumbres.

Cuando Nichols empezó a volver en sí, Harvath lo abofeteó con suavidad para que se concentrara. Tracy conocía el juego y estaba sentada detrás de Nichols, donde no pudiera verla.

Cuando Harvath creyó que el hombre recuperaba el sentido lo suficiente, le dijo:

—Voy a empezar diciéndole tres verdades. Quiero que me escuche con mucha atención, pues su vida depende de que las recuerde bien.

Nichols tenía la mirada perdida, pero cuando reparó en lo que estaba sucediendo, de repente, abrió los ojos de par en par, atemorizado. Trató de moverse, pero estaba atado a la silla con demasiada fuerza. Su rostro empalideció y se le aceleró la respiración.

—Una —prosiguió Harvath—: Sé de usted mucho más de lo que cree. Dos: solo formularé las preguntas una vez. Si en algún momento miente o se niega a responder, le romperé el hueso que mejor me parezca. Y tres: si en algún momento trata de gritar para pedir ayuda, le produciré un dolor tan intenso que me suplicará que vuelva a romperle huesos.

»Ahora, si me entiende, quiero que haga un gesto afirmativo con la cabeza.

Nichols asintió varias veces.

Harvath puso la mano sobre la cabeza del hombre para que se detuviera.

—Le he dicho un gesto. Preste atención o, de lo contrario, las cosas se pondrán feas muy deprisa.

Cuando Harvath apartó la mano, Nichols hizo un solo gesto y se detuvo.

—Bien —dijo Harvath—. Ahora voy a quitarle la mordaza. Recuerde, los únicos sonidos que quiero escuchar de su boca son las respuestas a mis preguntas. ¿Entiende?

Nichols hizo un gesto afirmativo.

Harvath hizo otro gesto y Tracy le quitó la mordaza. Nichols abrió y cerró la boca y, luego, movió la mandíbula a uno y otro lado.

Aunque Harvath le había golpeado con bastante fuerza, no parecía estar rota.

—¿Cómo se llama? —preguntó Harvath.

El profesor respondió con lentitud.

—Anthony Nichols.

—¿De dónde es?

—De Estados Unidos. Charlottesville, Virginia.

Por el momento, todo iba bien.

—¿Cómo entró en la habitación?

Nichols le miró.

—Con la llave.

—Llevaba usted la llave en la cartera —afirmó Harvath— y se la dejó olvidada.

—El hotel me dio dos. Tengo la otra en el bolsillo del pantalón.

Harvath se reprochó el error en silencio. Debería haberse anticipado.

—¿Para quién trabaja? —preguntó.

Nichols hizo una pausa breve y dijo:

—Para la Universidad de Virginia.

Durante el periodo que trabajó para el Servicio Secreto, Harvath había recibido adiestramiento para detectar expresiones faciales apenas perceptibles y sutiles y movimientos corporales que indicaran que un individuo acusaba la presión causada al mentir o una tentativa de causar daño.

Tanto la pausa como el hecho de que Nichols apartara la vista indicaron a Harvath que no estaba diciéndole toda la verdad.

—¿Para quién más trabaja?

¿Para quién más? ¿Qué quiere decir?

Nichols se andaba con rodeos para tratar de ganar tiempo mientras su mente se apresuraba a elaborar una respuesta adecuada; y Harvath lo sabía. Ese tipo no era un agente. Hasta el agente de campo más verde estaría mejor entrenado. Ese tipo era un civil.

Harvath miró a Tracy y le dio una instrucción.

—Al parecer, el caballero necesita que le convenzan de que vamos en serio. Vuelve a ponerle la mordaza. No quiero que nadie le oiga gritar cuando me ponga con él.

Nichols empezó a revolverse entre las ataduras mientras trataba de girar la cabeza para ver qué hacía Tracy a su espalda.

—No, no, no. Por favor, no me haga daño —gritó Nichols—. Trabajo para la Casa Blanca.

El tipo bajó los ojos avergonzado por haberlo reconocido y Harvath le hizo una seña a Tracy para que soltara la mordaza.

—Quiere usted decir que trabaja para el presidente en privado.

Nichols lo miró pero no dijo nada.

—Lleva usted en la cartera una tarjeta con el número de su buzón de voz.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque solo hay un puñado de personas a las que les hayan dado alguna vez ese número —respondió Harvath—, y yo soy una de ellas.

—¿Trabaja usted para el presidente? —preguntó Nichols.

—Antes. Ahora estoy retirado.

—Entonces, ¿qué es todo esto?

—Eso es lo que va a contarme usted —dijo Harvath.

—No puedo hacerlo —replicó Nichols.

—Entonces, se lo contará a la policía francesa.

—Tampoco puedo contárselo a ellos.

Harvath hinchó las mejillas como un pez globo y dejó escapar el aire poco a poco.

—Entonces, se encuentra en una situación muy difícil.

La mente de Nichols se aceleraba para buscar una salida al aprieto.

—Llame al presidente —le dijo—. Él responderá por mí. También le dirá que me deje libre.

—Estoy seguro de que lo hará —dijo Harvath con una sonrisa—. El asunto es que mi novia y yo queremos asegurarnos de que tenemos todos los flancos siempre cubiertos. Vamos a necesitar que les explique a los franceses que ella y yo no sabíamos nada del atentado hasta que se produjo.

—Si me deja marchar —suplicó Nichols—, el presidente les ayudará a los dos. Pueden confiar en mí.

—Estoy seguro de que puedo confiar en usted —dijo Harvath leyendo en el rostro de Nichols y reconociendo la verdad—, pero no sé si puedo confiar en el presidente.

—¿Así que me entregarían a la policía francesa solo para salvarse?

—Déjeme pensarlo —respondió Harvath mientras se detenía a reflexionar menos de un milisegundo—. Sí. , le entregaríamos. —Y mirando a Tracy dijo—: Ya hemos terminado de hablar con este tipo. Acércame el teléfono. Prefiero jugar mis cartas con la policía francesa. Además, no tenemos nada que ocultar.

—Está cometiendo un grave error —imploró Nichols.

—Lo lamento, profesor —dijo Harvath mientras empezaba a marcar—. Tuvo su oportunidad.

Nichols probó a enfocarlo de otro modo. Recordó cuando el presidente le dio ese número y todo lo que le dijo sobre el importante servicio que prestaba a su país. Al fin, se le ocurrió algo. Miró a Harvath y dijo:

—Si usted fue alguien lo bastante próximo al presidente como para que le dieran ese número, entonces debe de haber sido alguien en quien confiaba; alguien que velaba mucho por su país.

—Lo sigo haciendo —dijo Harvath para, a continuación, cambiar al francés y empezar a hablar con alguien que había al otro lado de la línea telefónica.

Nichols estaba aterrorizado. Si le entregaban a las autoridades francesas, todo habría terminado. Tenía que tomar una decisión: o soltaba todo ante el hombre que tenía enfrente, o se lo guardaba para la policía francesa, muy interesada en ello. Pidió a Dios estar tomando la decisión adecuada.

—Deténgase. Le contaré todo. Pero cuelgue el teléfono.

—Tiene usted cinco minutos —dijo Harvath mientras interrumpía la versión automatizada parisina de Moviefone[3], y miró a Nichols—. Le sugiero que haga que la espera valga la pena.

Nichols esperó confiando en que sus captores le aflojaran un poco más las ataduras, pero, como no lo hicieron, empezó a hablar.

—El presidente me ha enrolado para que le ayude a desmantelar el fundamentalismo islámico.

Harvath miró a Tracy esbozando una sonrisa y, luego, volvió a mirar a Nichols.

—¿Está usted bromeando?

Nichols negó con la cabeza.

—¿Cómo va a ser capaz un profesor de historia de hacer algo que se parezca remotamente a las labores antiterroristas?

Nichols estaba a punto de responder cuando la ventana de su habitación de hotel estalló en una granizada de cristales rotos.