Harvath echó un vistazo a su cronógrafo Kobold. Tracy y él habían dedicado veinte minutos a buscar a Anthony Nichols.
No tenían modo alguno de saber si se había marchado andando por su propia voluntad o si había dado un traspiés como consecuencia de la herida de la cabeza y estaba sangrando en algún portal. Con todo, Harvath se angustió pensando en esta última posibilidad.
Dejó de andar y se volvió hacia Tracy.
—Evidentemente, este tipo no quiere que le encuentren. Me inclino por respetar su deseo.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
Harvath vio una boca de metro al final de la manzana y la señaló justo cuando empezaba a llover.
—¿Qué tal una sopa de cebolla? Te llevaré a un restaurante pequeño y agradable que se llama La mano del cerdo, en Les Halles.
—Scot —insistió Tracy—. Tenemos que encontrar a ese tipo.
—No, no tenemos que hacerlo —replicó Harvath—. Quizá, después de todo, sea de la CIA. Pero, quienquiera que sea, es un adulto y puede valerse por sí mismo. No se ha encontrado con el número privado del presidente por casualidad. Tendrá gente que le pueda ayudar a salir de aquí.
—¿Y quién va a ayudarnos a nosotros a salir?
—¿A salir de dónde?
—¿A salir de dónde? —repitió Tracy con incredulidad—. ¿De repente soy la única persona que sabe cómo va a desarrollarse la investigación sobre la explosión? Solo en esa manzana había dos bancos, los dos con cajero automático fuera, y un hotel. Una vez acordonada la zona, la policía francesa o, seguramente, el Servicio de Inteligencia, los Renseignements Généraux, van a examinar a fondo las cintas de las cámaras de seguridad.
»Verán que roban un coche, que llega un Mercedes para ocupar su lugar, y luego nos verán a ti y a mí poniendo pies en polvorosa de la cafetería para, al instante siguiente, verte regresar a toda prisa y tumbar a ese tal Nichols en el suelo una décima de segundo antes de que estalle la bomba. Luego nos verán ayudarlo y evacuarlo de la zona.
Tracy no dijo nada más. Se limitó a cerrar la boca y esperar.
—Mierda —dijo Harvath.
Esa no era su guerra y no quería involucrarse, pero Tracy tenía razón. Las autoridades francesas iban a buscarlos al final a los dos, les gustara o no.
No habían hecho nada malo, pero su conducta era sospechosa y se podía interpretar como señal de que estaban informados del atentado. Harvath no se impacientaba precisamente por averiguar si las «intuiciones» valían como alegación razonable en Francia.
Nichols era la razón de ser del atentado. Harvath estaba seguro. También sabía que, sin Nichols, Tracy y él iban a tener muchos problemas con las autoridades francesas.
Durante un instante pensó que podrían subirse a un tren y abandonar el país, pero Harvath sabía que se engañaba. Era un atentado terrorista de primera magnitud. Había ciudadanos franceses muertos y Francia no se detendría ante nada para llegar al fondo del asunto.
Harvath sabía lo buenos que eran los servicios de inteligencia franceses. Tal vez Tracy y él lograran salir del país, pero no estarían seguros en ninguna parte. Además, huir solo serviría para que parecieran más culpables.
Tenían que localizar a Nichols. Harvath miró a Tracy.
—¿Cuánto tiempo crees que tenemos hasta que aíslen nuestra imagen en las cintas de las cámaras de seguridad?
Era una pregunta retórica, y Tracy lo sabía, pero lo calculó de todos modos.
—Tomarán declaración a todos los testigos que puedan. Si alguien refiere que nuestro comportamiento estaba fuera de lo normal, examinarán al instante las cintas para averiguar algo más que quiénes fueron los terroristas.
»Cuando tengan nuestra cara, mejorarán las imágenes y las cotejarán con todas las bases de datos a las que tengan acceso mientras, al mismo tiempo, las envían a todos los agentes de la ley de la cadena de mando de Francia. En el mejor de los casos tenemos dos horas, quizá tres.
—¿Y en el peor?
—No quiero pensarlo —respondió Tracy—. Me está dando dolor de cabeza.
Harvath recuperó la llave electrónica del hotel de Nichols de la cartera del tipo y dijo:
—Entonces, supongo que tenemos que ponernos en marcha.