Dodd se había entregado por entero a Alá con la intención de acelerar la salvación de Estados Unidos. Se consideraba un instrumento de precisión que sería guiado como Alá considerara oportuno.
La guía llegó enseguida en forma de un imán de voz melosa de Baltimore, donde Dodd tenía un pequeño apartamento. Al principio, el imán desconfió, pero cuando se dio cuenta de que Dodd había abrazado el islam de corazón, indagó en su pasado y, a continuación, le presentó a otro imán para el que pensó que serían valiosos los servicios de Dodd.
El nombre del imán era Mahmood Omar. Dodd nunca lo había visto antes, pero quedó impresionado en el acto. No solo los ojos penetrantes y la gran estatura de este clérigo de cuarenta y tantos años y nacido en Arabia Saudí contribuían a otorgarle una presencia imponente, sino también el hecho de estar bien instruido en las costumbres occidentales y estadounidenses en particular.
Dodd estaba decidido a poner a trabajar su singular conjunto de habilidades para mejorar Estados Unidos, y el jeque Omar estaba encantado de contar con un combatiente tan experimentado en la lucha en nombre del islam.
Omar era un promotor de la yihad internacional e inició a Dodd en operaciones de poca envergadura, siempre fuera de Estados Unidos. A medida que fue aumentando su seguridad y su confianza en Dodd, también aumentó la envergadura de las misiones que se le encomendaban. Dodd solía ejecutar sanciones en nombre de colegas y benefactores de Omar en Oriente Próximo.
Era una tarea tediosa que empezaba a sacarle de sus casillas. Al cabo de una temporada, no encontraba en ninguna de ellas beneficio alguno para Estados Unidos, ni alcanzaba a comprender de qué modo podrían servir para promover la causa musulmana en Norteamérica. Dodd seguía amando a Estados Unidos y lo echaba de menos. Quería regresar. Estaba harto de muerte y quería reengancharse a la vida. Entonces llegó el encargo de los Khalifa.
Omar le había ordenado ir a Roma y utilizó a otros dos hombres en Washington. Aunque Dodd había hecho consultas sobre el encargo del monumento a Jefferson, no había funcionado como estaba previsto.
Al parecer, la policía de parques había alterado las pautas de vigilancia. Los hombres de Omar deberían haber dispuesto de veinte minutos, pero otra patrulla había acabado pisándoles los talones.
Si se hubiera permitido a los hombres llevar a Nura y Salam a la casa de uno de ellos, como Dodd había propuesto, ahora no tendrían este problema. Con todo, el jeque Omar tenía otros planes. Su mayor defecto era que le gustaba hacer declaraciones.
Cuando Omar descubrió que Nura y Salam ya habían planeado una cita en el monumento a Jefferson, decidió que sería el lugar perfecto para matarlos. Vio en ello una carga de ironía simbólica.
En realidad, estaba repleto de complicaciones increíbles, de las cuales el sistema de cámaras de seguridad no era la menor. Salam había sobrevivido y estaba bajo custodia policial, pero a Omar no parecía quitarle el sueño. Dodd no podía más que confiar en que las pruebas que habían depositado bastaran para condenar a Salam por el asesinato de Nura.
El atentado con coche bomba junto a la cafetería de París también había sido un exceso, tal como había pronosticado Dodd. A Omar seguía sin importarle. Una vez que inclinaba su voluntad hacia un curso de acción, no se apartaba de él por nada del mundo.
Matar a Anthony Nichols más cerca de su habitación de hotel habría sido más sensato. Habría sido sosegado y eficiente; como había que hacer estas cosas. Pero Omar no quería sosiego ni eficiencia. Quería enviar otro mensaje que se oyera alto y claro. Había sonado alto y claro, es cierto. El problema estaba en que los coches bomba no eran la especialidad de Dodd.
Dodd era un asesino, no un experto en explosivos. Y, a pesar de las justificaciones reiteradas de Omar, basadas en recitaciones exhaustivas del Corán y los hadits, según los cuales jamás se podía considerar inocentes a los no musulmanes, Dodd no estaba de acuerdo. No le gustaba matar a civiles. Es más, la explosión había sido excesiva. Era como emplear un mazo cuando lo único necesario era un matamoscas.
Para preparar el atentado Omar se había puesto en contacto con personas que sabía que tenían enlaces en Francia. Había demasiados intermediarios y todo había sido un caos desde el primer momento.
El talento local de Omar había sido capaz de conseguir tan solo la mitad del explosivo que necesitaban. Cuando por fin estuvieron preparados para lanzar el ataque, el encargado de accionarlo se había puesto nervioso y había volado el Mercedes antes de tiempo. En consecuencia, Nichols había sobrevivido.
El conjunto de la operación había sido un despilfarro de tiempo y de dinero, y ahora Nichols estaba asustado en lugar de muerto.
Pero, al margen de la incompetencia del equipo, seguía siendo un encargo de Dodd y asumió la responsabilidad del error. Aunque no fuera otra cosa, era un hombre de honor.
Empezaron a caer las primeras gotas de un chubasco que se avecinaba y Dodd se levantó el cuello del abrigo. Estaba pensando en la posibilidad de trasladarse a uno de los cafés contiguos al perímetro del parque Monceau cuando empezó a vibrar el teléfono con tarjeta prepago que había comprado esa misma mañana.
—Sí —dijo para responder a la llamada.
La voz grave del jeque Omar resonó en el teléfono como si estuviera sentado allí mismo, en el banco de al lado.
—¿Qué tal se ven hoy los perfiles de Versalles? —preguntó.
—No tan mal como los del Louvre —replicó Dodd.
Una vez cumplido el proceso de autentificación, Omar inquirió:
—¿Despegó puntualmente el vuelo?
—No —contestó Dodd—. En realidad, despegó antes de tiempo. Antes de que embarcaran todos los pasajeros.
Aunque el clérigo no dijo nada, Dodd pudo sentir cómo aumentaba la ira de Omar allá en Estados Unidos, a más de seis mil kilómetros de distancia.
—Cuénteme qué ha sucedido —dijo finalmente el jeque.
Dodd, receloso siempre de los sistemas de escucha del gobierno estadounidense, le puso al corriente con toda la ambigüedad posible. Ambos utilizaban teléfonos desechables con tarjetas prepago, adquiridos únicamente para esa conversación; pero no les servirían de mucho si la Agencia de Seguridad Interior tenía registrada su huella oral y el sistema Echelon apreciaba alguna coincidencia.
—Tenemos que asegurarnos de que todos los pasajeros que han perdido el vuelo vuelvan a embarcarse lo antes posible —afirmó Omar.
—¿En la misma compañía que antes, o podría ser en un vuelo chárter, como propuse en un principio?
El clérigo transigió, pero se tomó su tiempo.
—Un vuelo chárter servirá. Simplemente asegúrese de que nuestros pasajeros llegan a su destino.
—Entendido —confirmó Dodd—. ¿Algo más?
—Sí —respondió el jeque, casi en el último momento—. Habló usted de otro hombre que corría hacia el avión mientras se alejaba de la puerta de embarque.
—Sí. Iba acompañado de una mujer. ¿Debo ocuparme de ellos?
—No estoy seguro —dijo Omar—. Lo dejo a su criterio, pero, si por casualidad volviera a verlos, me gustaría que los tratara como si fueran pasajeros vips.
—Entendido —respondió Dodd levantándose del banco—. Me aseguraré de que vuelvan a reservar plaza también en el próximo vuelo.
Desconectó la llamada y quitó la batería y la tarjeta SIM del teléfono; luego rompió el aparato en varios trozos, de todos los cuales se fue deshaciendo en diferentes alcantarillas cuando salió del parque Monceau.
Dodd ya tenía órdenes. Tenía que encontrar a Anthony Nichols y concluir el trabajo. Si el hombre y la mujer del café volvían a cruzarse en su camino, también los mataría. Y, en esta ocasión, lo haría a su manera.