7

París

Un fantasma de cuarenta y tantos años, con un pantalón de pana de color tabaco y un jersey de cachemira azul marino estaba sentado en un banco verde y estrecho admirando las ruinas del parque Monceau. No lo había visto nadie de su vida anterior desde hacía más de cinco años.

Su pelo castaño tenía una longitud media y las gafas con montura de metal enmarcaban un rostro bastante corriente puntuado por dos ojos verdes muy vivos. Cuando se ponía de pie con sus zapatos de piel marrón llegaba justo a los ciento setenta y cinco centímetros de altura. Tenía el porte estilizado de un atleta.

En un bolsillo discreto del interior de la chaqueta Barbour había un pasaporte con un nombre falso. Era un nombre tan válido como cualquier otro; ni mejor ni peor que cualquiera de los que había adoptado a lo largo de su carrera. Dado que tenía rasgos de apariencia anglosajona, el nombre que había utilizado para el encargo de Roma le sentaba igual de bien que su nombre de pila auténtico: Matthew Dodd.

Había renunciado a él cuando se convirtió al islam. Fue bastante fácil abandonarlo. Con todos los alias distintos que había asumido durante su carrera, le resultaba difícil recordar quién era realmente en última instancia.

Las únicas cosas que siempre le habían sustentado y le habían marcado un verdadero norte en la vida eran su hermosa esposa y su hijo, pero habían desaparecido de su existencia hacía ahora casi diez años; habían muerto en un accidente automovilístico causado por una adolescente malcriada y borracha en su flamante BMW nuevo mientras él estaba desplazado en una misión.

Sus superiores no habían tenido siquiera la decencia de informarle en el momento en que sucedió. Esperaron a que la operación hubiera terminado y luego le informaron, cuando su mujer y su hijo llevaban ya un mes enterrados. Una semana después, la adolescente que le había arrebatado a su familia fue expulsada del programa de abuso de sustancias que el ingenioso abogado de su familia, muy bien relacionada, había pactado con el tribunal, para retomar su vida en el mismo punto en que la había dejado. La joven no había pasado ni un solo día en la cárcel. No solo era injusto, era inmoral.

Cuando se enteró, el asesino se sintió como si le hubieran hundido en la piel unos ganchos con unas cadenas muy largas y le hubieran arrancado la carne a pedazos. Tras el dolor llegó un adormecimiento perturbador. En una cultura gris en la que todo se podía justificar, racionalizar o retorcer para que significara justo lo contrario, ansiaba poder trazar una línea que separara el blanco del negro. Y aún más, buscaba a alguien que le explicara cómo se podía haber permitido que sucediera todo aquello. Algunos culpaban a los padres de la conductora, otros, a sus amigos, y otros, a la sociedad en general. Dodd simplemente fue deslizándose cada vez más hacia la depresión.

Sus jefes le dieron la baja y, luego, cuando necesitaron que volviera, lo sometieron a una batería de pruebas, lo consideraron apto para regresar a la acción y le enviaron a hacer lo que necesitaban que hiciera.

Había ahogado las penas en sangre y alcohol, asumiendo riesgos y encargos que nadie más quería asumir. Ya no le quedaba nada en la vida. O eso pensó él.

Todavía recordaba el día que se convirtió al islam. Así es como escogió el nombre musulmán de Majd al-Din: «Gloria de la fe». Era un buen nombre que encajaba bien en su nueva vida, Al padecer la amargura de perder a su esposa y su hijo, Dodd se había dado cuenta de que los musulmanes tenían en una abundancia abrumadora algo que a sus compatriotas se les estaba agotando muy deprisa. Ese algo era la fe. Es más, los musulmanes acataban un código moral que establecía con claridad la diferencia entre lo que estaba bien y lo que estaba mal.

Hasta la década de 1950, los niños estadounidenses tenían prisa por ser adultos. Cuando les llegaba el momento de ser adultos, adoptaban el papel con orgullo, dejando atrás la infancia y asumiendo el manto de la responsabilidad, el honor y la dignidad. Abrazaban y defendían los ideales de quienes les habían precedido al tiempo que abordaban con valentía las ideas y problemas nuevos que afrontaban sus familias, sus comunidades y su país. Aquellos tiempos habían pasado hacía mucho.

Ahora los estadounidenses rehuían la madurez y preferían permanecer en un estado de adolescencia perpetua. Al no lograr progresar con elegancia y dignidad, dejaban un vacío enorme en la sociedad norteamericana. Trataban a las personas con quienes se relacionaban como encendedores desechables, despreciaban el matrimonio cuando se quedaba sin gas. Se dejaba sin familia a los niños y, lo que era aún peor, se les dejaba sin adultos que pudieran ejercer de modelos de conducta responsable.

Dada la falta de voluntad para dar un paso adelante y abrazar la madurez, el país había perdido de vista sus valores e ideales centrales. Los había convertido a la mentalidad del «cada hombre y cada mujer por su cuenta», en la que prevalecía el materialismo sobre la espiritualidad y la sumisión a Dios.

Dodd lo consideraba una falta de respeto y una ausencia de orden en la sociedad estadounidense, y ahí residía el atractivo que el islam tenía para él. Aunque se mostró escéptico en un principio, cuanto más presenciaba la vida de los musulmanes devotos con los que entró en contacto en Afganistán, Pakistán y los demás lugares adonde le llevaron sus encargos, más apreciaba que el islam era la respuesta que iba buscando.

El islam confería honor. Otorgaba un código por el que vivir en paz y con dignidad. No era el problema; era la solución. Y era lo único que salvaría a Estados Unidos.