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Washington, D. C.

Aydin Ozbek, que medía exactamente un metro ochenta y tenía el pelo y los ojos negros, una mandíbula prominente y treinta y cinco años de edad, parecía más alguien salido de las páginas de la revista Esquire que uno de los agentes de campo más competentes de la Agencia Central de Inteligencia.

Ozbek, norteamericano de segunda generación y de origen turco, se había criado en un barrio elegante de las afueras de Chicago, en uno de cuyos institutos había sido atleta de lucha libre de cierto renombre. Con una inteligencia penetrante y unas calificaciones de acceso a la universidad sobresalientes, se matriculó en la Universidad de Iowa con una beca académica y allí se dedicó a luchar durante los cuatro años de carrera, por lo que le acabaron escogiendo como uno de los mejores luchadores del país y contribuyó a que su equipo se alzara con tres títulos de la Big Ten[1].

Deseoso de servir a su país al terminar la universidad, Ozbek, u «Oz», que es como le llamaban sus amigos, se enroló en el Ejército de Estados Unidos con la intención de alistarse en la Quinta Agrupación Aerotransportada de Fuerzas Especiales. Destacó en todo aquel lugar en el que se le destinó y batió varios récords en la Escuela de Rangers del Ejército de Estados Unidos.

Luego vinieron los cursos de cualificación y selección para las Fuerzas Especiales, una experiencia que se encontraba entre las más duras físicamente y las más exigentes mentalmente que había soportado. Cuando le premiaron con la Boina Verde, fue uno de los logros más importantes de la vida de Ozbek.

Antes del 11 de septiembre había servido como sargento médico, a los que se les conocía como 18 Delta, cuando había un presidente y una estrategia de defensa nacional que no permitían que la comunidad de Fuerzas Especiales desarrollara el tipo de misiones para las que había sido adiestrada. En resumen, no vio mucha acción.

Con su formación médica, su entrenamiento de las Fuerzas Especiales y sus conocimientos de árabe, no era difícil que Ozbek encontrara un empleo emocionante en algún otro lugar. Trabajó mucho tiempo para el Departamento de Estado, actuando en embajadas de todo el mundo, e incluso pasó un breve periodo con el legendario agente estadounidense Painter Crowe y su unidad de élite Sigma Force, antes de recalar en el Servicio de Operaciones Clandestinas de la CIA.

La definición de la misión del Servicio de Operaciones Clandestinas, anteriormente conocido como Directorio de Operaciones, consistía en coordinar las labores de espionaje, denominadas HUMINT, por el inglés «Human Intelligence», entre la CIA y otras agencias como el FBI, la Agencia de Inteligencia de la Defensa, el Servicio de Seguridad para la Defensa, el Mando de Seguridad e Inteligencia del Ejército de Estados Unidos, el Servicio de Inteligencia de los Marines o la Oficina de Inteligencia Naval.

Además de eliminar roces insustanciales con el FBI, el Departamento de Estado y el de la Defensa, la misión del Servicio de Operaciones Clandestinas incluía desarrollar operaciones encubiertas y reclutar agentes extranjeros. El Servicio de Operaciones Clandestinas supervisaba infinidad de unidades para llevar a cabo acciones políticas, económicas y paramilitares secretas. También albergaba un grupo responsable de asuntos antiterroristas conocido como División de Actividades Especiales.

La División de Actividades Especiales estaba compuesta y dirigida por antiguos soldados de operaciones especiales con adiestramiento especializado en armamento, fugas y evasiones, transporte secreto de hombres y materiales, guerra de guerrillas, utilización de explosivos, contrainsurgencia y contrainteligencia.

Ese era el territorio de la Agencia Central de Inteligencia al que Aydin Ozbek consideraba su casa. Su cargo estaba en el corazón de un programa de máximo secreto de Actividades Especiales del Servicio de Operaciones Clandestinas denominado El Club de los Poetas Muertos. Se centraba en capturar o eliminar a agentes de inteligencia descarriados.

Si un agente de inteligencia estadounidense o aliado actuaba por su cuenta o desaparecía, sobre todo si poseía información delicada para los intereses de Estados Unidos, la primera tarea de Ozbek era averiguar por qué. ¿Había sido capturado? ¿Se había corrompido?

Si el agente en cuestión había sido efectivamente capturado, el expediente pasaba a la unidad de «recuperación» de Actividades Especiales. Si se determinaba que se había torcido, el equipo de Ozbek abría entonces dos expedientes: uno azul y otro negro.

En el expediente azul había todo un programa de operaciones detallado para localizar el objetivo y devolverlo a Estados Unidos, o a cualquier otra instalación adecuada en el extranjero, para interrogarlo y evaluar los daños que pudiera haber causado.

El expediente negro contenía planes para localizar y eliminar el objetivo.

Ambos expedientes contenían indicaciones para minimizar los daños y realizar operaciones de limpieza adicionales que, a veces, requerían eliminar igualmente a las personas con las que el agente de inteligencia descarriado hubiera mantenido contacto.

No era un juego. A Ozbek no le gustaba matar a gente. Pero, a veces, era necesario.

Tras salir del ascensor en la cuarta planta del cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, Ozbek casi había llegado a su despacho cuando se encontró con su compañero Steve Rasmussen, un presuntuoso pelirrojo con ojos azules y de un metro ochenta que no había cumplido treinta años.

—Vaya, vaya, mira quién ha llegado por fin —canturreó Rasmussen.

A Ozbek no le apetecía charlar con él. Shelby, su perra labrador de quince años, tenía cáncer. Había pasado casi toda la noche dolorida. La medicación ya no le hacía efecto. Ni siquiera había servido de nada aumentar la dosis, así que Oz había despertado al veterinario y lo había convencido para que lo recibiera en su consulta a primera hora de la mañana.

Shelby representaba para Ozbek el mundo. Era la única mujer de su vida que no se quejaba por los horarios descabellados que llevaba. Por el momento, el veterinario quería tenerla en observación, pero Oz sabía que debía empezar a afrontar inevitablemente que había que sacrificarla. A Rasmussen no le iban los perros, y Oz dudaba de que lo comprendiera.

—En realidad —dijo Ozbek mientras pasaba rozando a su colega y entraba en su despacho—, la primera hora de la mañana parece el único momento del día en que tu esposa y yo podemos estar a solas.

Rasmussen le siguió y se sentó en el sofá.

—Eso no es cierto, Oz. Si te pasaras los sábados, tendríais todo el día para vosotros y yo podría ingresar en algún club de golf. Todos saldríamos ganando.

Aunque fueran agentes de la CIA, si Patricia Rasmussen oyera hablar así a cualquiera de los dos les pegaría una patada en el culo a cada uno.

—¿Qué pasa? —preguntó Ozbek para cambiar de tema.

Steve Rasmussen guardó silencio un instante y luego dejó caer sobre la mesa de café una carpeta negra.

—Tenemos que ocuparnos de alguien del programa Crucero.