Harvath aterrizó encima del tipo en el preciso instante en que explotaba el Mercedes que había enfrente de la cafetería.
Un humo acre y negro ocultó el cielo mientras llovían sobre la calle trozos de metralla incandescente.
La violencia de la explosión le hizo sentir como si le estuvieran aplastando el cuerpo entero con un tornillo de banco. Se le salió el aire de los pulmones y le pitaban los oídos con un zumbido tan penetrante que estaba seguro de que tenían que estar sangrando.
Alargó el brazo para palparse las sienes y se tocó las orejas. Por fortuna, no había sangre. Hizo una evaluación acelerada del resto de su cuerpo y, una vez convencido de que estaba bien, dirigió su atención hacia el hombre de la cazadora azul.
Le dio la vuelta con cuidado para ponerlo boca arriba mientras le sujetaba la cabeza y se aseguraba de no moverle el cuello. Sangraba por una herida próxima al cuero cabelludo. Le sacó el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la pechera y lo utilizó para ejercer una ligera presión sobre la herida. Sabía que debía hacerlo con precaución para no agravar una posible lesión vertebral.
—No se mueva —dijo Harvath en francés—. No se mueva. ¿Le duele en algún otro sitio?
El hombre le miró sin comprender.
Harvath estaba a punto de repetir la pregunta cuando Tracy se acercó corriendo.
—¿Estás bien? —le preguntó sin resuello.
—No estoy herido —contestó Harvath, que, a continuación, señaló al hombre de la cazadora y dijo—: Tenemos que inmovilizarle el cuello.
Tracy sabía que tenía razón, pero irrumpió en escena su adiestramiento en desactivación de explosivos.
—Podría haber un segundo artefacto. Tenemos que alejarnos de la zona antes de que lleguen los primeros servicios de emergencia.
Harvath era plenamente consciente de que los terroristas solían esperar a que llegaran las fuerzas de seguridad a la escena de un atentado para provocar otra explosión, más mortífera si cabe.
—De todos modos, necesita una ambulancia.
—No —contestó el hombre de repente, en inglés—. Nada de ambulancia. Nada de hospital.
Trataba de ponerse de pie.
—Quédese quieto —le ordenó Harvath.
—Scot, tenemos que salir de aquí ahora mismo —insistió Tracy.
Harvath bajó la vista hacia el hombre de la cazadora azul y tomó una decisión. Lo ayudó a ponerse de pie agarrándolo del antebrazo.
Tan pronto como estuvo levantado, le fallaron las rodillas. Harvath lo rodeó por la cintura y, con ayuda de Tracy, lo mantuvo erguido y empezó a alejarlo de la cafetería en llamas hacia la esquina de la calle. Mientras tanto, mantuvo los ojos bien abiertos para buscar a alguno de los árabes implicados en el atentado. Si eran inteligentes, se habrían marchado hacía mucho; pero Harvath tenía el mal presentimiento de que había mucho más de lo que se veía a simple vista.
Dispersos por la acera y en el interior de lo que quedaba de la cafetería había gran número de muertos y heridos. Aunque Harvath y Tracy querían ayudar a los demás, sabían que no podían detenerse.
Se abrieron paso hasta el extremo de la calle, doblaron la esquina y oyeron la algarabía de sirenas de las primeras unidades de emergencias, que se apresuraban hacia la escena del atentado.
Harvath y Tracy recorrieron la mitad de la manzana y encontraron un lugar en el que tender al hombre herido. Tenía un traumatismo generalizado por la explosión, los ojos vidriosos y seguía sangrando por el corte de la frente.
Lo acomodaron en un tramo de escaleras de piedra desgastadas, se aseguraron de que no iba a vencerse y lo dejaron mirando hacia la calle; a continuación se alejaron lo suficiente para poder hablar sin que los oyera.
—¿Cómo sabías que iba a estallar la bomba? —preguntó Tracy.
—El árabe que dejó allí el Mercedes estaba de pie al otro lado de la calle. Cuando el tipo de la cazadora azul se cruzó con nosotros, el árabe miró algo que parecía una fotografía y llamó por el teléfono móvil.
—Así que no ha sido un ataque indiscriminado. Estaban vigilándolo. Él era el objetivo.
Harvath hizo un gesto afirmativo.
—Pero ¿por qué? ¿Quién es?
—Eso quisiera yo saber —contestó Harvath mientras sacaba la cartera que le había arrebatado al hombre.
—¿Le has quitado la cartera?
—Llámalo curiosidad profesional —dijo mientras extraía el carné de conducir—. Al parecer, el blanco del atentado es Anthony Nichols, de Charlottesville, Virginia, y de cincuenta y tres años.
Tracy miró por encima del hombro para asegurarse de que Nichols no veía lo que estaban haciendo.
—¿De Virginia? ¿Es de la CIA?
—Según su tarjeta es profesor emérito del Departamento de Historia Corcoran de la Universidad de Virginia, donde también se aloja.
—Lo cual podría significar cualquier cosa.
Harvath siguió inspeccionando la cartera del tipo. Contenía todo lo esperable: tarjetas de crédito, diferentes carnés y un sobre de papel pequeño con la llave electrónica de una habitación de hotel y un número escrito en el dorso, además de tarjetas de visita ajadas de otras cuantas personas.
Harvath estaba a punto de abandonar cuando detectó algo en la última tarjeta. La separó del montón y la examinó con más detalle. Era de un agente de seguros de Washington, D. C, pero eso no era lo llamativo. Lo que le había llamado la atención era el número de teléfono.
Había visto antes esos diez dígitos. En realidad, estaba obligado a sabérselo de memoria.
—Conozco este número de teléfono —dijo.
—¿Para qué es? —preguntó Tracy.
—Es un buzón de voz privado que pertenece al presidente de Estados Unidos.
Y con eso supo que, quienquiera que fuese Anthony Nichols, era mucho más que un profesor de historia de la Universidad de Virginia.
Estaba a punto de decírselo a Tracy cuando ella miró hacia donde se había sentado Nichols y dijo:
—Se ha ido.