Tal vez en París robaran coches continuamente, pero Harvath jamás lo había visto. Tampoco había visto nunca un delincuente tan elegante.
Por mucho que tratara de huir de su antigua vida, su instinto todavía estaba atento al mundo que le rodeaba. Aun cuando un perro pastor se hubiera cansado de ahuyentar a los lobos, no quería decir que los lobos se hubieran cansado de alimentarse de ovejas.
—¿Qué pasa? —preguntó Tracy mientras seguía con la vista la mirada de Scot.
—Un tipo acaba de forzar la cerradura de ese Peugeot.
Ambos escucharon el despertar del ruido del motor y la cabeza del ladrón se apartó del salpicadero para mirar hacia atrás. Sin embargo, en lugar de sacar el coche, se quedó allí sentado.
—¿Qué hace? —preguntó ella.
Harvath estaba a punto de responder cuando vio acercarse un Mercedes plateado. El ladrón también debía de haberlo visto, porque accionó el intermitente de inmediato y se alejó del bordillo para dejar la plaza de aparcamiento al Mercedes.
Harvath había pasado demasiado tiempo en ciudades como Nueva York para saber lo que llega a hacer alguien para conseguir aparcamiento, pero ¿robar un coche? Era ridículo.
Cuando el Peugeot se marchó, el Mercedes ocupó su sitio.
En cuanto estuvo aparcado, otro árabe bien vestido abrió la puerta, miró a ambos lados de la calle, bajó del coche y se marchó caminando.
Tracy volvió a mirar a Harvath.
—¿Qué demonios era todo eso?
—No tengo ni idea —contestó—. De todos modos, no he visto que ese tipo conectara la alarma del coche. ¿Y tú?
Tracy negó con la cabeza.
Harvath examinó el Mercedes durante un par de segundos. Luego sacó un billete de veinte euros, lo dejó sobre la mesa y dijo:
—Vámonos.
Tracy no discutió.
Una vez en la acera, Harvath la cogió del brazo y aceleró el paso.
—¿No deberíamos hacer algo? —preguntó Tracy.
—Ya lo estamos haciendo —respondió Harvath—. Nos estamos marchando.
—Me refiero a denunciar lo que hemos visto.
Harvath trataba de pasar absolutamente desapercibido desde que se retiró de la lucha antiterrorista. Detestaba la burocracia más que nunca, y la policía de París tenía una de las peores.
Sin embargo, Tracy tenía razón. Lo que acababan de ver no tenía sentido. Podía no ser nada, como es lógico; pero Harvath lo dudaba.
—Llamaremos desde el primer teléfono que veamos —dijo Scot.
Delante de ellos se abrió la puerta de una librería pequeña, de donde salió apresuradamente un hombre de unos cincuenta años, con barba gris, pelo entrecano y una cazadora azul. Después de estar a punto de chocar con Harvath y Tracy, se disculpó en francés y prosiguió su camino, hacia la cafetería.
En condiciones normales, Harvath no habría pensado más en ello, pero luego vio al conductor del Mercedes parado en la esquina. Se fijó en que parecía estar observando una fotografía y, luego, se acercaba un teléfono móvil a la oreja.
El árabe no dijo más que dos palabras. Justo cuando movió la cabeza y colgó, Harvath se dio cuenta de repente de lo que estaba sucediendo.
Soltó el brazo de Tracy, se dio media vuelta y partió a la carrera tras el hombre de la cazadora mientras rezaba para llegar a tiempo.