París, Francia
Viernes
Scot Harvath, un estadounidense de treinta y siete años, estudiaba a la espectacular mujer que estaba sentada a su lado en la mesa de la cafetería. Le había crecido el pelo rubio por detrás y le llegaba justo hasta debajo de las orejas.
—Tenemos que tomar una decisión —dijo ella.
Ya estaba allí: el tema que él había tratado de evitar desde que matara al hombre que la disparó nueve meses antes.
—Solo quiero asegurarme de que estás completamente… —empezó a decir con una voz que se fue apagando.
—¿Recuperada? —preguntó terminando la frase por él.
Harvath asintió con un gesto.
—Scot, dejó de tratarse de mi recuperación desde el instante en que salimos de Estados Unidos. Estoy bien. No al cien por cien, pero todo lo bien que seguramente voy a estar.
—Eso no lo sabes con certeza.
Tracy Hastings sonrió. Antes de haber sido blanco de un asesino que quería vengarse de Harvath, Tracy había sido especialista del Grupo de Desactivación de Explosivos de la Marina y había perdido uno de sus resplandecientes ojos azul celeste cuando estalló antes de tiempo un artefacto que estaba desactivando. Pese a que le quedaran cicatrices importantes en el rostro, los cirujanos plásticos habían hecho una tarea encomiable para minimizar las huellas visibles.
Hastings siempre había estado en forma pero, después del accidente, se había entregado de lleno a la rutina del gimnasio. Tenía el cuerpo mejor esculpido que cualquier otra mujer que hubiera conocido Harvath. Consciente de la desfiguración del rostro y del ojo de cristal azul con el que los cirujanos habían sustituido el otro, a Tracy le gustaba bromear diciendo que tenía un cuerpo irresistible y una cara que cuidaba de él.
Era un chiste que Harvath había intentado que eliminara de su repertorio. Era la mujer más hermosa que había conocido y, poco a poco, el esfuerzo había surtido efecto. Cuanto más unidos estaban y más segura se sentía Tracy con él, menos necesario parecía el humor con el que se despreciaba a sí misma.
Lo mismo podía decirse de Harvath. Era diez años mayor que Tracy y había utilizado el sarcasmo, sobre todo, para mantener a raya al mundo. Ahora, lo utilizaba para hacerla reír.
Con el rostro apuesto y de facciones duras, el pelo castaño terroso, los ojos azules y la figura musculosa de un metro setenta y ocho de estatura que él aportaba, formaban una pareja llamativa.
—¿Quieres saber mi opinión? —preguntó ella—. Creo que está más en juego tu recuperación que la mía. Y eso está bien.
Harvath quiso poner una objeción, pero Tracy colocó su mano sobre la de él y dijo:
—Tenemos que dejar atrás lo que sucedió y seguir con nuestra vida.
Llevaban juntos menos de un año, pero ella lo conocía mejor que nadie. Sabía que Scot nunca sería feliz llevando una vida ordinaria. Gran parte de lo que él era y de la imagen que tenía de sí mismo provenía de su profesión anterior. Necesitaba volver a ella, aun cuando la joven tuviera que empujarle un poco.
Harvath sacó la mano de debajo de la de Tracy. No podía dejar atrás lo sucedido. Por mucho que lo intentara, no podía deshacerse de la imagen de Tracy en medio de un charco de sangre y con una bala en la nuca, ni del recuerdo del presidente que se había mantenido en sus trece mientras el responsable se fijaba como objetivo las personas más cercanas a Harvath. Una pareja de amigos le indicó que tal vez padeciera un trastorno de estrés postraumático, pero, en palabras de un coronel del Ejército con el que coincidió en el gimnasio en una ocasión, Harvath no tenía síndrome de estrés postraumático; lo producía.
—No podemos vivir siempre como gitanos —insistía Tracy—. Nuestra vida lleva demasiado tiempo en suspenso. Tenemos que regresar al mundo real, y tienes que pensar en volver a trabajar.
—Hay casi las mismas probabilidades de que vuelva a trabajar con Jack Rutledge como de que me aliste en una organización terrorista. Ya he tenido suficiente —concluyó.
Harvath, un miembro de los SEAL de la Marina que se había incorporado al destacamento del Servicio Secreto del presidente con el fin de contribuir a mejorar la capacidad de la Casa Blanca para evitar y responder a ataques terroristas, había acabado convirtiéndose en el agente antiterrorista clandestino número uno del presidente, y era excepcional en todo lo que hacía.
De hecho, era tan excepcional que el presidente creó expresamente para él una iniciativa antiterrorista secreta llamada Proyecto Apex. Su objetivo era allanar el terreno a la lucha contra los terroristas internacionales que trataban de atacar a los estadounidenses y los intereses de Estados Unidos en su país y en el extranjero. La labor se desarrollaba con una orientación muy sencilla: mientras los terroristas se negaran a respetar ninguna regla, tampoco se debía esperar que Harvath las respetara.
El Proyecto Apex quedó sepultado con el nombre de Oficina de Apoyo a la Investigación Internacional en una rama poco conocida del Departamento de Seguridad Interior. La misión explícita de la oficina era colaborar con las policías, los ejércitos y los servicios de inteligencia extranjeros con el fin de contribuir a evitar ataques terroristas. En ese sentido, el cometido de Harvath sintonizaba con el mandato oficial de la oficina. En realidad, era un perro de presa absolutamente hermético reclutado tras el 11 de septiembre, al que el presidente lanzaba contra los enemigos de Estados Unidos en cualquier parte del mundo, en cualquier momento y con todo lo necesario para hacer su trabajo.
Pero esa parte de la vida de Harvath ya había terminado. Le había costado años darse cuenta de que su carrera antiterrorista era incompatible con lo que realmente deseaba: una familia y alguien a quien ver al regresar a casa; alguien con quien compartir su vida.
Jamás había tenido problemas para establecer relaciones. Lo que nunca lograba era mantenerlas. Tracy Hastings era lo mejor que le había sucedido y no tenía la menor intención de dejarla marchar. Por primera vez, desde algún momento que no era capaz de recordar, Scot Harvath era auténticamente feliz.
—No tenemos que regresar de inmediato —dijo Tracy interrumpiendo sus pensamientos—. Podemos esperar hasta noviembre, después de las elecciones. Vendrá la Navidad y, luego, en enero, la investidura. A menos que hayan reformado la Constitución y Rutledge sea elegido para un tercer mandato, tratarás con un presidente absolutamente nuevo.
Harvath estaba a punto de responder cuando miró a la acera de enfrente y vio a un árabe bien vestido que sacaba una palanqueta de debajo de la cazadora.
Tras reventar la cerradura de un Peugeot azul desvaído, subió al interior, cerró la puerta y desapareció bajo el marco de la ventanilla.
No sabía por qué, pero algo le dijo en su interior que aquello no era el simple robo de un coche.