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Roma, Italia

Lunes por la noche

El Centro para la Reproducción, Encuadernación y Restauración de los Archivos del Estado de Italia, también conocido por las siglas CFLR, se encontraba en un edificio de oficinas posmoderno y sin pretensiones, a tres manzanas del río Tíber, en el número 14 de Via Costanza Baudana Vaccolini. Contaba con las instalaciones mejor preparadas del mundo para la conservación de documentos, así como con un joven subdirector llamado Alessandro Lombardi, ansioso por dar comienzo a su velada.

Dottore, mi scusi —dijo Lombardi.

El profesor Marwan Khalifa, un prestigioso especialista en el Corán que tenía poco más de sesenta años, un semblante bien parecido y una barba muy bien recortada, levantó la vista de la mesa en que trabajaba.

—¿Sí, Alessandro?

El italiano esbozó la sonrisa más amable de que disponía y preguntó:

—¿Terminaremos pronto esta noche?

El profesor Khalifa se echó a reír y dejó el lapicero.

—¿Tiene usted otra cita esta noche?

Lombardi se aproximó y mostró al erudito una fotografía en el teléfono móvil.

—¿Qué pasó con la rubia?

Lombardi se encogió de hombros.

—Eso fue la semana pasada.

Khalifa volvió a coger el lápiz.

—Supongo que en una hora habré terminado.

¿Una hora? —exclamó Lombardi mientras apretaba las manos esbozando un gesto de súplica—. Dottore, si no me marcho ahora mismo, todas las mesas buenas estarán ocupadas. Por favor. Cuando el tiempo es tan apacible, a los italianos no se nos permite trabajar hasta tarde. Es la política oficial.

Khalifa conocía la verdad. Con independencia de la climatología, en el edificio del CFLR siempre quedaba gente trabajando hasta tarde; quizá no en el Departamento de Investigación y Conservación, pero casi siempre había luces encendidas en algún otro despacho.

—Si quiere dejarme la llave, yo cerraré la oficina cuando me marche.

—¿Y mi tarjeta para fichar? —preguntó Lombardi tentando a la suerte.

—A usted le pagan por el tiempo que trabaja, amigo mío.

Va bene —replicó el joven mientras sacaba del bolsillo un juego de llaves del departamento y lo dejaba sobre la mesa—. Le veré por la mañana.

—Diviértase —dijo Khalifa.

Lombardi exhibió una vez más su sonrisa y, a continuación, se dirigió a la salida apagando todas las luces innecesarias que encontraba por el camino.

La mesa del profesor Khalifa era un tablero de dibujo grande iluminado por dos lámparas de pinza. Tanto a él como a Lombardi les pagaba la Autoridad de Antigüedades de Yemen.

En 1972, unos trabajadores de Yemen habían hecho un descubrimiento asombroso. Mientras restauraban la avejentada Gran Mezquita de Saná, de la que se decía que había sido uno de los primeros proyectos arquitectónicos del islam, encargada por el propio Mahoma, descubrieron una cámara oculta entre el techo y la cubierta del edificio. En su interior había un montón de pergaminos y páginas con textos árabes que, en algún momento, fueron escondidos allí, y que ahora se reunían tras siglos de exposición a la lluvia y la humedad. En los círculos arqueológicos se denominaba «mausoleos de papel» a este tipo de hallazgos.

Un examen somero indicaba que el conjunto de la sepultura contenía decenas de miles de fragmentos de, al menos, un millar de antiguos códices de pergamino del Corán.

Nunca se autorizó el acceso a la totalidad de lo hallado. Con el paso de los años se facilitaron fragmentos a un puñado de especialistas pero, por respeto al carácter sagrado de los documentos, jamás se permitió que nadie examinara el hallazgo en su conjunto. Nadie, hasta que se autorizó al profesor Marwan Khalifa.

Khalifa era uno de los especialistas coránicos más sobresalientes y había dedicado la mayor parte de su carrera profesional a forjar buenas relaciones con la Autoridad de Antigüedades de Yemen y a solicitar cortésmente que le permitieran examinar lo hallado. Al final, se produjo un relevo en la guardia y el nuevo presidente de la autoridad, un hombre notablemente más joven y progresista, invitó a Khalifa a escrutar el descubrimiento de los trabajadores de Saná.

Khalifa no tardó mucho en averiguar la magnitud del hallazgo.

Como Yemen no disponía de instalaciones adecuadas para preservar y estudiar los fragmentos, y como el gobierno yemení se oponía de plano a que Khalifa trasladara los documentos a Estados Unidos, se llegó a un acuerdo para que todo lo contenido en el mausoleo se trasladara al CFLR de Roma, donde se pudiera conservar y estudiar antes de ser devuelto a Yemen.

Con el beneplácito del nuevo presidente de la Autoridad de Antigüedades, Khalifa supervisó la totalidad del proceso, incluyendo los aspectos técnicos, que contemplaban la detección de contornos, el estudio de degradación de los documentos, el método del valor umbral, la segmentación de colores o el procesamiento de imágenes.

La idea que se fue formando iba adquiriendo relieve a medida que se iba registrando cada retazo, hasta que logró empezar a encajar las piezas del rompecabezas. Un porcentaje importante de los pergaminos databa de los siglos VII y VIII, los dos primeros siglos del islam. Khalifa tenía entre manos fragmentos de los primeros ejemplares del Corán que conoció la humanidad.

Mil quinientos millones de musulmanes de todo el mundo creían que el Corán que veneraban en la actualidad era la palabra perfecta e inmaculada de Dios: una copia fiel, palabra por palabra y exacta del libro original, tal como se conserva en el Paraíso y exactamente igual a la que transmitió Alá al profeta Mahoma, sin un solo error, a través del arcángel Gabriel.

Como historiógrafo, a Khalifa le fascinaban las contradicciones. Como musulmán moderado y amante de su religión, pero convencido sinceramente de que el islam necesitaba una reforma, estaba encantado. El hecho de que hubiera encontrado, y siguiera encontrando, anomalías que diferían del dogma islámico significaba que, en última instancia, se podría defender la necesidad de revisar el Corán a la luz de un análisis histórico.

Siempre había creído que el Corán era una obra redactada por el ser humano, no por Dios. Si se podía demostrar, los musulmanes de todo el mundo podrían revisar su fe desde una perspectiva moderna, del siglo XXI, y no desde el punto de vista anticuado y no ilustrado de la Arabia del siglo VIII. Y ahora parecía que acababa de encontrar la evidencia que necesitaba.

Era un hallazgo tan poderoso que Khalifa apenas podía conciliar el sueño por las noches. Encajaba tan a la perfección con otro proyecto en el que trabajaba su colega Anthony Nichols en Estados Unidos que le parecía que el propio Alá dirigiera la investigación, como si esa fuera su voluntad divina.

Lo único en lo que pensaba Khalifa cuando no estaba trabajando era en regresar a las instalaciones del CFLR a diario para seguir examinando los fragmentos.

Pese a que noches como aquella Khalifa perdiera la compañía de Lombardi, así como su pericia con el equipamiento tecnológico, lo cierto era que apenas apreciaba que el joven italiano se hubiera marchado. En realidad, solía estar tan absorto que no reparaba en Lombardi, ni siquiera cuando se quedaba junto a la mesa, enfrente de él.

Al volver a la voluminosa recopilación de información que había almacenado en su rudo portátil Toughbook, Khalifa abrió una de las treinta y dos mil imágenes que el CFLR ya había digitalizado. Aunque podía atravesar la sala para buscar el fragmento real, solía parecerle innecesario, pues era mucho más cómodo acceder a la imagen del ordenador.

Khalifa estaba trabajando en la alineación de seis esquirlas de texto escrito en la inscripción de los Hijazzi cuando una sombra atravesó su mesa de dibujo.

—¿Qué se le ha olvidado esta vez, Alessandro? —preguntó el sabio sin levantar la vista.

—No se me ha olvidado nada —respondió una voz grave y desconocida—. Es usted quien ha olvidado.

El profesor Khalifa levantó la vista y vio a un hombre vestido con una sotana larga y negra y un alzacuellos. Era una imagen frecuente por toda Roma, sobre todo cerca del Vaticano. Pero, aun cuando el CFLR desarrollara un número considerable de proyectos con la Santa Sede, Khalifa nunca había visto a un sacerdote en el interior del edificio.

—¿Quién es usted?

—Eso no importa —replicó el sacerdote mientras se acercaba—. Yo preferiría hablar de su fe.

—Debe de confundirse, padre —dijo Khalifa mientras se alzaba de la silla—. No soy católico. Soy musulmán.

—Lo sé —dijo el sacerdote en voz baja—. Esa es la razón por la que he venido.

De repente, el sacerdote se colocó detrás de Khalifa dibujando un remolino de paño negro. Una de sus manos grandes y toscas envolvió la barbilla del profesor mientras la otra atenazaba la cabeza por la sien.

El sacerdote quebró el cuello del profesor con un chasquido sonoro.

Se quedó allí un instante, abrazando con fuerza el cadáver contra su pecho, casi con un aire afectuoso; a continuación, dio un paso atrás y lo dejó caer.

La cabeza de Khalifa golpeó con violencia sobre el tablero antes de acabar descansando bajo la mesa.

El sacerdote arrastró el cuerpo por el suelo y lo colocó a los pies de un tramo de escaleras que conducía a una pequeña biblioteca de archivo. Desde allí, solo hicieron falta unos instantes para prender el fuego.

Dos horas más tarde, después de ducharse y cambiarse de ropa, el asesino estaba sentado en su habitación de hotel y examinaba el portátil de Khalifa. Al cabo de quince minutos había dado con la contraseña del especialista coránico conectándose a un servidor remoto. Desde allí, un correo electrónico le confirmó todo lo que tenía que saber.

Marwan,

¡Por fin, buenas noticias! Parece que hemos localizado el libro. Un anticuario llamado René Bertrand lo trae a París, a la Feria Internacional del Libro Antiguo. Me reuniré allí con él para negociar la compra. Como sabes, el dinero de que dispongo es limitado, pero tengo fe en que el libro sea nuestro si logramos evitar una guerra abierta de pujas.

Tal como planeamos, te veré el próximo lunes a las 9.00 en la Sala de Lectura de Oriente Próximo de la Biblioteca del Congreso; aunque, en ese momento, tendremos por fin el libro y podremos empezar a descifrar la ubicación de la última revelación.

Anthony

El asesino había estado vigilando a Khalifa el tiempo suficiente para saber quién era el remitente y a qué se refería. Se trataba de un proyecto paralelo y potencialmente más dañino que, hasta ese instante, permanecía embarrancado. Al parecer, la situación había cambiado; y no para mejor.

El asesino cerró el portátil y dedicó las horas siguientes a valorar las consecuencias de lo que había averiguado. Luego empezó a trazar un plan. Una vez analizados todos los ángulos y tras ensayarlo en su imaginación, reinició el ordenador.

Elaboró un informe al que adjuntó los correos electrónicos relevantes entre Khalifa y Anthony Nichols y lo remitió a sus superiores para que lo valoraran.

Al cabo de veinte minutos recibió una respuesta, oculta en la carpeta de borradores de la cuenta de correo electrónico que compartían. El asesino recibió el visto bueno para la operación de París.

Al final del mensaje, sus superiores le informaban de que se realizarían todas las gestiones que hicieran falta y se transferirían los fondos necesarios a París. Luego, le felicitaban por el éxito de Roma.

El asesino eliminó el mensaje de la carpeta de borradores y se desconectó del servidor. Cuando recitó sus oraciones, desconectó el teléfono móvil y colgó en la puerta el cartel de «No molestar». Partiría por la mañana temprano y tenía que descansar. Los días que se avecinaban iban a ser muy ajetreados. Sus superiores estaban de acuerdo en que la revelación desaparecida del profeta Mahoma debía seguir desaparecida… eternamente.