18

Y AHORA, A POR ESOS NIÑOS IMPERTINENTES

Mmm… ¿hemos ganado?

Queridos «Campeones». Bienvenidos. Para cuando oigáis esto, habré conquistado el mundo. Por favor, nos os alarméis.

Esto no puede ser buena señal. Los altavoces sisean, y la voz ya familiar del Doctor Imposible resuena en medio del silencio. Es una grabación.

Me zumban los oídos. Creo que un fragmento de metralla ha rebotado contra una de mis placas craneales. Noto en mi piel artificial una quemazón característica, como cuando una granada explota a escasa distancia, pero no recuerdo que haya ocurrido nada similar. La articulación de mi rodilla izquierda no responde. Estoy apoyada en la pared metálica de una habitación que no me suena de nada, intentando atar cabos, pero me siento aturdida y mi memoria RAM es fragmentaria. Estoy viviendo un momento puramente ciborg.

Pongo en marcha una rutina de diagnóstico y reparación con la que me dieron la paliza todos los días durante el período de rehabilitación. Mi ignorancia en materia de nuevas tecnologías es total, y por más que me esfuerce jamás lograré comprender cómo funciona mi cuerpo, así que me introdujeron una larga lista de comprobaciones que empieza por la cabeza. Los discos duros se comprueban a sí mismos. Lo único que tengo que hacer yo es asegurarme de que las tuberías, las cámaras y demás cachivaches funcionen correctamente, lo que significa meterme dentro de mí misma.

De forma instintiva, me vuelvo hacia la pared para tratar de ocultar el estropicio, ya que tengo media carátula craneal destrozada, y se ve claramente cómo el metal se incrusta en mi cráneo. Hay un boquete del tamaño de una pelota de golf a la altura del ventilador, y no quiero ni pensar en lo que había allí antes, ni dónde habrá ido a parar.

—Pues sí. Suerte que no estaba preparado. —Reconozco la voz de Arco Iris.

—¿Se ha despertado ya Fatale? —Y la de Lobo Negro.

—Aún se está reseteando. —Es Arco Iris de nuevo, en un tono apagado.

—Te he oído —intervengo—. ¿Qué ha pasado?

Debo de ser la última en recobrar el conocimiento. Siete celdas separadas puntean el perímetro de una habitación circular excavada en la roca. Cerca de cinco metros de roca separan cada una de las celdas de la siguiente. La última de estas, supuestamente destinada a Lily, se encuentra vacía. Por lo menos podemos vernos los unos a los otros. Hay un sistema de megafonía a través del cual el Doctor Imposible se dedica a hacer un interminable discurso victorioso. Lástima que esté demasiado lejos para aplastarlo de un golpe.

Cada una de nuestras celdas es distinta. La mía está cerrada por delante mediante barrotes normales y corrientes, pero cuando me acerco para tocarlos hay algo, algún tipo de bloqueo en mi software, que me lo impide. Se me agarrotan los brazos y las piernas, y hay un momento de vértigo en el que tengo la impresión de querer escapar de mi propia armadura, y estoy a punto de caerme de bruces cuando los giroscopios me enderezan. No podría salir de esta celda aunque me fuera la vida en ello, y da la casualidad —ironías de la vida— de que eso es exactamente lo que pasa.

Os felicito por vuestra intervención, espléndida, como de costumbre. Sin embargo, como sin duda os habréis percatado ya, nadie puede derrotar al poderoso Doctor Imposible. Gracias a un plan tan genial que solo yo podría haberlo concebido, he asumido el control de la órbita terráquea.

—¿Alguien conserva su transmisor? —Es la voz de Arco Iris de nuevo.

Hay un silencio, mientras todos lo comprueban.

—Joder.

Todo empezó de la mejor manera posible, dieciocho horas atrás. Salvaje seguía en el hospital, pero Triunfo del Arco Iris estaba allí, y por una vez no veía la hora de entrar en acción. Su estado de ánimo era contagioso. Nos apretujamos en el avión de despegue vertical, exaltados y armados hasta los dientes. Cada uno de nosotros tenía sus propios motivos para querer aplastar algo grande y frágil. Ya estaba bien de vagas conspiraciones, de merodear por los bares, las cárceles y las tiendas de magia. Aunque no tuviéramos a Fuego Esencial, seguíamos siendo los mayores superhéroes del mundo. Lo único que necesitábamos era una buena pelea.

La isla tenía el mismo aspecto que en nuestra anterior visita. Allí seguía estando la base en ruinas, ahora salpicada por unas pocas luces en funcionamiento. Había vuelto a ponerlo todo en marcha desde algún lugar bajo tierra al que no habíamos llegado la última vez.

Nos separamos para buscarlo mediante un despliegue táctico de lo más clásico. La última vez que los vi, Lobo Negro disparaba un lanzagarfios con inmejorable puntería y se disponía a escalar la pared del acantilado, mientras Triunfo del Arco Iris esperaba su turno para trepar por la cuerda. Damisela había arrancado de cuajo la puerta de una vía de acceso y Elfina se había adentrado volando en el vestíbulo principal. Místico se había desvanecido en el aire delante de mis ojos, exhibiendo su enigmática sonrisa. Me había quedado a solas, así que me metí en un túnel de drenaje de aguas residuales con la intención de subir por la red de alcantarillado. No me resultó difícil, ya que la mayor parte de las trampas del Doctor Imposible saltan a la vista si las miran unos ojos como los míos. Las trampillas, los rayos láser, las paredes correderas, todo aparece claramente perfilado cuando se mira con la frecuencia adecuada.

El lugar era enorme. Tras cerca de hora y media, empecé a oír lo que solo podía ser la batalla decisiva. Crucé a la carrera una galería metálica tras otra hasta dar con la sala de control central. Lo teníamos arrinconado, y la batalla llegaba a su fin. Al fin y al cabo, no era más que un científico. Parecía pesar poco más de cincuenta kilos.

Filmé la última batalla mientras sucedía con la cámara de mi ojo izquierdo. La vuelvo a pasar y revivo el momento. Cuando entré en la habitación, vi cómo todo se decidía a unos cincuenta metros de distancia. Los Campeones habían despejado un círculo en medio de un abrumador ejército de secuaces cibernéticos y se disponían a medirse con el Doctor en persona. Fui la última en llegar, y no tardaría en darme cuenta de que el destino del mundo dependía de mí.

* * *

Me detuve cerca de tres segundos a contemplar la escena. Damisela se había acercado al Doctor, y solo puedo describir su expresión como lo más parecido a la ira divina que he visto jamás. Cualesquiera que sean mis sentimientos hacia ella, nunca me había parado a pensar cómo sería tenerla de enemiga. Al ver la grabación, comprobé que Lobo Negro había esquivado una descarga de energía, y luego otra, retorciendo el cuerpo con increíble elasticidad, sin más poder que su prodigiosa constitución atlética. Míster Místico susurraba sílabas alienígenas, y su portentoso vozarrón resonaba entre los muros de la cámara.

Y entonces el Doctor los derrotó sin contemplaciones. Apenas si hubo una batalla propiamente dicha. Arco Iris cayó antes incluso de que mi sistema hubiese acabado de reunir la energía necesaria para un sprint. Si a algo me recuerda esta grabación es a las imágenes de archivo en las que Fuego Esencial aparecía machacando sin piedad a algún pobre desgraciado.

El Doctor Imposible parecía feliz. Más aún: parecía estar viviendo el mejor día de su vida. Tenía una nueva arma, una especie de maza que sostenía con la mano izquierda. Míster Místico invocó una fantasmagórica sombra andante, pero esta cayó hecha añicos, como si fuera de cristal, en cuanto la maza la rozó. Balas, golpes, rayos de energía, nada podía rozarlo siquiera, y parecía cien veces más fuerte que todos nosotros. Para cuando llegué yo, se valía del mango de la maza para aplastar a Damisela contra la pared, sujetándola por el cuello a varios palmos del suelo, como si fuera un cachorrillo travieso.

Lobo Negro parecía sinceramente estupefacto, y más cabreado de lo que nunca lo había visto. Se las arregló para encadenar dos movimientos —se replegó y echó a rodar hecho un ovillo— con los que esquivó una ráfaga de bláster y a punto estuvo de alcanzar al Doctor Imposible, pero este lo tumbó con una sola mano usando la culata de una pistola de rayos, como si ni siquiera se hubiese detenido a pensarlo. El bláster lo tenía en la mano derecha. Lo hizo girar entre los dedos y luego disparó una y otra vez a Elfina, que se movía como una posesa, rápida como el rayo, tratando de esquivar las descargas mientras su rostro de muñeca acusaba la tensión del momento.

Entonces el Doctor dejó caer a Damisela, que se desplomó en el suelo, medio asfixiada, y se las arregló para coger la lanza de Elfina justo por debajo de la hoja. «Aquí es donde entro yo», recuerdo haber pensado.

Todo se volvió borroso a mi alrededor mientras aceleraba hasta alcanzar la velocidad máxima y cruzaba a grandes zancadas aquella enorme estancia, esquivando a los robots enemigos con mil y una fintas. Me agaché para evitar los puños de acero de un ogro cibernético y luego me abrí paso a porrazos entre una horda de máquinas más pequeñas que se desplomaban con estrépito, como si una nevera se cayese desde lo alto de una grúa. Esquirlas de metal, plástico y cristal saltaban a mi paso, pero no me detuve. Oí el pitido de una alarma de proximidad y alargué un brazo hacia atrás para acribillar con balas de uranio empobrecido a un helicóptero teledirigido. Nada de munición de goma esta vez. Para bien o para mal, esto es lo que mejor se me da. Soy una máquina de guerra de última generación.

A unos veinte metros de distancia, Elfina había perdido su lanza y era la única de nosotros que seguía en pie, aparte de mí misma. Me cargué al último secuaz del Doctor Imposible, salté por encima del cuerpo de Lobo Negro, que seguía tumbado boca abajo, y me dispuse a zanjar la cuestión de una vez por todas. Elfina había caído de rodillas al suelo, fulminada por un derechazo. El Doctor Imposible la levantó del suelo como si fuera un saco de patatas. Estaba a punto de perder el conocimiento.

Yo estaba a diez metros de distancia, que pronto se convirtieron en cinco. Hasta Elfina se me quedó mirando perpleja cuando me vio, hipnotizada por el duelo que se avecinaba. Iba a vérmelas con mi creador. Mi ordenador de a bordo evaluó la situación y calculó que el desenlace se produciría en tan solo cinco segundos. Media docena de escenas de combate, a cual más truculenta, se sucedieron en mi pantalla interna. Hice crujir los nudillos en un gesto teatral.

—¡Doctor Imposible —bramé—, hasta aquí hemos llegado!

Apartó la vista de lo que estaba haciendo y me miró en el preciso instante en que emprendía el salto y mi tobillo izquierdo pivotaba en el suelo mientras mis caderas giraban en el aire, listas para propinar una patada lateral digitalmente calibrada, propulsada por una aleación de titanio y alimentada por un motor de fusión nuclear que no dejaría piedra sobre piedra.

En el último instante, levantó los ojos de nuevo y me miró de verdad por primera vez. Seguía sujetando a Elfina en el aire con la mano izquierda, pero se las arregló para arrancar de su cinturón un objeto de plástico con forma alargada y apuntarme con él. En la grabación, parece uno de esos pequeños mandos a distancia negros que suelen venir con las llaves del coche. Apretó el botón del mando y todo se acabó. Mi pequeño vídeo doméstico termina con un primerísimo plano del castigado suelo de mármol del laboratorio. Es un profesional. Sabía exactamente quién era yo y de qué pie cojeaba, y, a diferencia de mí, estaba preparado. Me derrotó en menos de un segundo y me dejó helada, como el Hombre de Hojalata bajo la lluvia.

Mi primera acción será exigir la rendición de todos los gobiernos de la Tierra a través del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. No tenéis alternativa. Los detalles legales de este proceso se pueden consultar en mi sitio web.

Al otro lado de la habitación veo a Elfina sentada en su propia celda especial, una plataforma de piedra baja de metro por metro. Rodea sus rodillas con los brazos. A excepción de la plataforma, toda la habitación es de frío hierro. Hay cruces de madera en cada pared, así como en la puerta, el suelo y el techo. Su lanza está fuera, apoyada en la pared junto con las espadas de Damisela. Elfina mira a su alrededor sin decir palabra, con sus enormes ojos muy abiertos.

—¿Qué plan tenemos? ¿Hay algún plan? —pregunto.

Lobo Negro me pide silencio con gestos, señala las paredes. Aparatos de escucha.

Pero llegados a este punto todo me da bastante igual. Le lanzo una mirada asesina.

—¡Creía que habías dicho que podíamos con él!

Lobo Negro se encoge de hombros.

—Esto se sale de lo habitual. Para empezar, puede no haber sido él. Puede haber sido alguien capaz de adoptar su apariencia.

—Esto no es obra de ningún metamorfo —discrepo—. He visto un esqueleto completo en su interior. Era él.

—Pero no es un guerrero —susurra Elfina, enfurruñada. Otra que ha dado señales de vida.

Se oye un ruido sordo a través de la roca, como de un sinfín de motores rugiendo en las profundidades. ¿Sería capaz de arrojarnos al Sol? ¿Hasta qué punto está loco? ¿Y cómo nos las arreglamos para salir de esta?

Dos celdas más allá de la mía se encuentra Míster Místico, atado y amordazado. Detrás de él hay una celda vacía, equipada con esposas reforzadas.

Sea lo que sea que están haciendo aquellas máquinas, están funcionando a pleno rendimiento. Damisela duerme en un rincón del suelo, hecha un ovillo, bañada por la luz ambarina de una lámpara. Triunfo del Arco Iris tiene la mirada perdida y no se mueve. Cada pocos minutos traga saliva, como si intentara deshacerse de un mal sabor de boca.

—¿Alguien sabe algo de Lily? —pregunto, rompiendo el silencio.

Lobo Negro se encoge de hombros, incómodo.

—No desde que se marchó. A no ser que tú sepas algo de ella. La he incluido en la lista de sospechosos habituales, pero ya sabéis cómo es… poco menos que invisible cuando quiere.

—Genial —interviene Arco Iris—. ¿Y quién dices que tuvo la brillante idea de que se uniera a nosotros?

Lobo Negro está sujeto por un sencillo collar metálico soldado a la pared. Ninguna cerradura que forzar, ninguna cadena que romper. Ni siquiera puede sentarse. Es como si el Doctor Imposible se riera de su carencia de poderes. Cualquiera de nosotros lo hubiese roto en un segundo.

—¿Quién dijo «separaos»? ¿Acaso fue idea mía?

Lobo Negro forcejea con el collar, pero no tarda en rendirse.

—Se acabó. Nunca podré vengar a mis hermanos. ¡Me cago en todo!

Damisela levanta la mirada sin mover un solo músculo.

—Tómatelo con calma, Marc. Estamos todos en el mismo barco.

—¡Hombre, Damisela! ¿Has descansado ya? ¿Estás lista para sacarnos de aquí?

No hay respuesta.

Arco Iris saca algo de una pequeña bolsa que lleva colgada al cuello y se lo traga.

—¿Qué pasa? Son mis medicinas. Las necesito cada doce horas. Por si a alguien le interesa, en setenta y dos horas me habré muerto.

* * *

Hay un silencio. Debemos de estar muy por debajo del laboratorio en ruinas. Distingo el rugido de las olas a lo lejos.

Al otro lado de la habitación, Elfina sigue sin moverse de su pequeña plataforma.

—¿Se puede saber qué miras? —Me ha pillado. Pero tengo que preguntárselo.

—Bueno… ¿por qué no lo hace Elfina?

—Es un hada. —Hasta Lobo Negro parece tener los nervios a flor de piel.

—No puedo romper los barrotes, Fatale. Estos símbolos me lo impiden, y tampoco puedo tocar el hierro frío. Nunca podré cumplir la misión que Titania me encargó.

—¿Qué misión? ¿De qué se trata? ¿Por qué no lo has hecho aún, si de veras llevas siglos en la Tierra?

—Aún no ha llegado el momento. Y además no sé… no sé exactamente en qué consiste la misión.

—¿Quieres decir que estas cruces te detienen realmente? ¿Y si fueran imágenes de Buda, o estrellas de David? ¿Te resultarían igual de molestas?

—He oído decir que el Doctor Imposible es judío —apunta Arco Iris.

—En serio, ¿qué daño podría hacerte bajar de ahí?

Quiero llevarla al límite. Aunque solo sea por una vez, quiero que se comporte como una persona normal, que se deje de cuentos de hadas y nos saque de aquí.

—No puedo —contesta en tono rotundo.

—¿Es como una fobia o algo así? ¿Te da miedo?

—Pertenezco a la Legión del Reino Occidental. Ignoro qué es el miedo, pero estoy sujeta a ciertas leyes.

Damisela interviene en tono cansino:

—Déjalo ya, Fatale…

—No. No pienso morir solo porque una falsa hada se niega a cruzar una línea imaginaria. Sé perfectamente qué me detiene a mí, y no se trata de algo que me haya inventado.

—No sabes de qué hablas. ¿Por qué no pruebas tú a salir de aquí, si es que puedes, doña Chatarra?

—¡Porque me lo impide una cerradura de software! Electricidad y metal. De eso estoy hecha. Soy la máquina de guerra más sofisticada que hayas visto jamás.

—Y yo llevo encima varias generaciones de guerra. ¿De qué estás tan orgullosa, si puede saberse? ¿Qué te hace ir por ahí pavoneándote de esa manera, como si fueras el no va más de la Creación?

—¡Soy un supersoldado!

—¡Tú no eres nadie!

—Cállate, Fatale —añade Lobo Negro en un derroche de amabilidad.

Me levanto y me vuelvo hacia los demás.

—¡No es un hada! No lo es y punto. Es un experimento genético, o una alienígena. Y estaría bien que, aunque solo fuera por una vez, Campanilla se quitara la careta antes de que el Doctor Imposible… ya sabéis, nos arroje a todos a las llamaradas del Sol.

Silencio sepulcral. Ya veo que no todos me apoyan en esto.

Una vez haya aceptado vuestra rendición, iniciaré el lanzamiento de la nueva Edad del Hielo, la Edad del Doctor Imposible. Una era marcada por la ciencia, los prodigios y, por descontado, mi absoluto dominio del mundo.

—Por Dios, ¿cuándo se callará? —Arco Iris suspira. No tiene muy buen aspecto.

Intento cambiar de tema.

—Lobo Negro, creía que habías dicho que el Doctor necesitaba una fuente de energía para llevar a cabo su plan.

—Podría ser un farol —contesta sin molestarse en mirarme.

—No parecía un farol cuando te dejó tirado en el suelo. —Arco Iris no parece dispuesta a cambiar de tema.

—Jolines… —Lobo Negro finge sentirse herido—. Creía que estabas de mi parte. —Arco Iris le replica haciendo un gesto obsceno con el dedo medio—. Tiene una nueva arma, maldita sea. ¿Es que nadie más ha visto la maza?

—Todos la hemos visto. Pero nadie sabe qué es.

—Parecía un objeto mágico.

—Eso mismo dijo Místico antes de perder el conocimiento. El Doctor se encargó de que fuera el primero en caer.

—Olvidadlo —interviene Damisela—. Ni siquiera pudimos salvar a Fuego Esencial.

Nuestra intrépida líder. En el resplandor ambarino de la lámpara que ilumina su celda desde arriba, Damisela permanece sentada con la espalda apoyada en la pared y las rodillas dobladas. Sin embargo, está libre allí dentro, no veo nada que le impida moverse a su antojo. El Doctor le quitó las espadas, pero aparte de eso no entiendo por qué no abandona su celda simplemente destrozándola de un puñetazo. Me da vergüenza preguntar qué problema hay. Sin las espadas, parece una persona distinta, una morena sorprendentemente joven de complexión menuda y tez verdosa. Su celda está al lado de la de Lobo Negro.

—Esto ha sido un error de principio a fin. Los militares se habrían preparado a conciencia, en lugar de subirse alegremente a un avión después de comer. Tendríamos que haber preparado un ataque terrestre.

—Venga ya, Ellen. Has visto lo que hace el Doctor Imposible con las fuerzas convencionales. Si alguien le podía parar los pies éramos nosotros.

—Si alguien le podía parar los pies era Fuego Esencial, dirás. Sin él, el Doctor Imposible nos ha derrotado dos veces en lo que va de semana. La primera vez, ni siquiera llevaba puesto su traje especial. Asumámoslo, los Nuevos Campeones es un nombre estúpido, y sospecho que una idea igual de estúpida. No sé ni por qué lo intentamos.

Damisela aporrea la pared con fuerza. El hormigón debería resquebrajarse, quedar reducido a polvo, pero solo se oye un golpe sordo.

—Eso lo dirás tú, que eres la hija de quien eres. Los demás no teníamos demasiadas alternativas.

—¿Y crees que yo sí las tenía? ¿Nunca te has preguntado por qué no me uní a los Supers?

Lobo Negro alza una mano enguantada.

—No empieces con eso.

—No puedo creer que nunca se te haya ocurrido. Fuego Esencial lo sabía. Supongo que presentía ese tipo de cosas. Lo dedujo enseguida en la única cita que tuvimos. Después de aquello nunca más volvió a acercárseme. Racista de mierda.

—Quizá no tendrías que haberte acostado con él. —Lobo Negro habla en un tono grave y amargo. Es listo. Sabe que los demás estamos escuchando. A lo mejor le da igual.

—¿Recuerdas lo que le pasó a mi madre? —Damisela habla como si realmente quisiera saberlo.

—¿Tu madre?

—La princesa alienígena, por si no lo recuerdas… —replica con sarcasmo—. ¿Te acuerdas de ella? Fue la primera esposa de Nube de Tormenta. Lo suyo fue el típico matrimonio entre superhéroes… Él salva su planeta, ella vuelve a las estrellas.

—Sí, lo sé. Pero…

—Piénsalo. Mi madre no era humana, aunque se pareciera un poco a nosotros. Ni siquiera era un mamífero. No sé cómo a nadie le extraña el hecho de que yo tenga un aspecto humano. Pero mis manos son un poco grandes, ¿lo ves? Y mis orejas, por eso llevo el pelo largo.

»Yo ni siquiera debería existir. El pueblo de mi madre posee conocimientos de genética muy avanzados, y mi abuelo materno aportó su sabiduría en la materia como regalo de bodas. Soy básicamente un clon de mi padre, aunque de distinto sexo, seguramente para que no se notara tanto. Se las arreglaron para añadir al cóctel algunas de las características de mi madre. De hecho, mi biología es menos humana de lo que parece. ¿Por qué crees que vomito a todas horas?

»Sé que poseo un sistema nervioso atípico, y un tipo de sangre único. También soy daltónica. Solo distingo dos colores, el rojo y el verde. ¿Lo sabías?

»Mi padre hizo cuanto estaba en su mano para ocultarlo. Me criaron como una niña humana, pero mi madre era una alienígena, y eso no había quien lo cambiara. Tenía la piel verde, por supuesto, y su aliento siempre olía a canela. Poseía unos ojos enormes, manos frías, y le encantaba nadar. Se marchó cuando yo tenía nueve años, cuando la llamaron para suceder a su padre en el trono. Hablábamos en inglés siempre que podíamos, a través del transmisor de hiperondas. Nunca llegué a aprender su lengua, solo unas pocas palabras sueltas. Resulta difícil de aprender para los humanos, pero creía que debía hacerlo.

»Al principio, pensaban que no tenía poderes. Mi padre me dio una educación bastante estricta. Hice toda la enseñanza primaria en una escuela privada, bajo una identidad secreta. Dios, cómo lo odiaba. Luego, cuando cumplí dieciséis años, salí al patio de Peterson y me puse a gritar. Destrocé varias ventanas. La imbécil de Regina se puso de los nervios.

»Después de aquello, por las noches me dedicaba a sobrevolar la ciudad envuelta en una estela luminosa, pero al alba volvía a mi trabajo de secretaria. Más tarde, después de lo de los Campeones, ya no había nada que me impidiera ser Damisela las veinticuatro horas del día, pero lo cierto, por absurdo que parezca, es que no tenía ni idea de quién era, excepto cuando me dedicaba a salvar vidas. Por entonces, lo que más deseaba en el mundo era formar parte del Superescuadrón.

»Aún conservo mi título. Sigo siendo una princesa. Mi madre es la soberana de un planeta cubierto por las aguas de un inmenso océano, lo pone en mi pasaporte. Pero el Superescuadrón no admitía alienígenas entre sus filas, y el puñetero análisis de sangre me delató.

—Eso no cambia nada, al menos en lo que a mí respecta —apunta Lobo Negro.

Parece más tranquilo de lo que sería de esperar, como si al fin hubiese comprendido algo, la pieza que faltaba en un rompecabezas. Con aquellos ojos suyos, Fuego Esencial debió verlo antes.

Damisela señala débilmente la lámpara que cuelga sobre su cabeza.

—La radiación del sol del planeta de mi madre aniquila mis poderes. Para eso sirve la lámpara, listillo. Supongo que el Doctor Imposible también lo sabía. Admitámoslo, soy un error.

Sí, en la era venidera yo gobernaré vuestro mundo, como me corresponde por derecho. Seré estricto pero justo y, por encima de todo, científico. Será un placer conservaros con vida para que seáis testigos de vuestra irremediable y absoluta derrota.

Entonces Elfina se remueve en su plataforma y hace el discurso más largo que le he oído jamás.

—¿Sabéis cómo me encontraron? Estaba tan muerta de hambre que me desmayé. Un par de cazadores dieron conmigo y pensaron que era su día de suerte.

—¡Por Dios! —exclamo, y Elfina se encoge instintivamente al oírme—. Perdona.

—Nací en el siglo doce de vuestro Cristo, y soy la última hada que queda en la Tierra. Cuando el pueblo de las hadas abandonó el mundo de los humanos, en el siglo diecisiete, yo me quedé atrás. Titania no pudo o no quiso explicarme por qué. Pero allí me quedé, la única hada de todos los bosques de Inglaterra.

Se acurruca en su celda y nos cuenta su historia.

—Año tras año y siglo tras siglo, la caza se iba haciendo cada vez más escasa, las bellotas perdían el sabor y el rocío de la primavera su capacidad para nutrir las plantas. Recorrí a solas los bosques, ahora desiertos de caballeros andantes y ociosas doncellas, mientras el largo siglo diecinueve languidecía. Y luego llegó el siglo veinte. Los bosques se vieron reducidos a unas pocas extensiones de terreno sin explotar, surcadas por pistas de tierra batida y cables eléctricos, sobrevoladas por aviones tres veces al día. Empecé a oír los coches que pasaban a toda velocidad por la autopista, allí donde antaño se extendía la silenciosa masa forestal cientos de kilómetros a la redonda. Me acostumbré a oírlos pasar, siempre por detrás del siguiente grupo de árboles. Las ardillas reemplazaron a los ciervos; los lobos se convirtieron en un recuerdo lejano. Un día, un chico con un anorak rojo me sorprendió a plena luz del día mientras me agachaba para beber de un tubo de desagüe.

»Vivía esperando el día en que por fin se desvelara el plan de Titania. Me fui desplazando cada vez más hacia el norte a medida que iba pasando el tiempo. Cruzaba las carreteras de madrugada, con el asfalto aguijoneando las plantas de mis pies descalzos, en busca del siguiente trozo de tierra virgen. En cierta ocasión resulté herida por un coche que me embistió. Había encajado más de un golpe al servicio de Titania, conocía el escozor de las heridas producidas por el hierro frío, y hasta había sentido el fogonazo caliente de una bala de mosquete, pero aquello, la luz cegadora y la fuerza de la máquina que me arrolló sin contemplaciones no se parecía a nada de lo que hasta entonces había experimentado. Me escabullí y me perdí entre la maleza antes de que quienes me habían atropellado reaccionaran, y me quedé allí temblando, sin poder moverme.

Miro alrededor y compruebo que los demás escuchan en silencio. Lobo Negro ya conoce la historia, tiene que conocerla. Triunfo del Arco Iris no, es evidente. Pero Elfina parece dirigirse a mí.

—Empecé a pasar hambre. Me fui quedando en los huesos, demasiado delgada hasta para un hada, una criatura de largas uñas y piel plateada bajo la que se adivinaba una frágil osamenta de pájaro. Los peces habían desaparecido. Masticaba ortigas y bebía agua contaminada de los arroyos, y en invierno asaltaba los graneros de las ardillas. En las noches de verano me sentaba a contemplar las pocas estrellas que se veían más allá del resplandor de las ciudades y soñaba con viejas cacerías. Corría el año mil novecientos setenta y cinco, una fecha incomprensiblemente tardía para la pervivencia de un hada en Inglaterra. Vagué por el bosque, aturdida, casi traslúcida bajo la luna. Me estaba consumiendo.

»Una mañana, recién llegada la primavera, perdí el conocimiento y estuve cuatro horas en el fondo de una alcantarilla, hasta que una inesperada tormenta me arrastró colina abajo. Los cazadores habían subido desde Berwickshire para pasar el día en el campo. Me encontraron tirada en el lecho de un arroyo, inconsciente.

»Era mediodía, y ya iban un poco borrachos cuando dieron conmigo, una muchacha en camisón, muy menuda, de metro treinta y cinco de estatura, y tan hermosa, incluso dormida, que no parecía humana. Uno de ellos le pasó el arma a su compañero y se acercó a echar un vistazo. No debió de fijarse en las alas, ni en las uñas.

»Según el informe policial, me vieron más tarde caminando desnuda por el arcén de la autopista, con el rostro y el cuerpo ensangrentados. No sabía qué había ocurrido. Pero cuando, después de trescientos años, una súbdita del reino de las hadas apareció caminando con los pies desnudos por la línea central de una carretera principal, fue un sacerdote católico el que reconoció la gravedad de la situación.

»Me sacó de la calle y me buscó ropa y una habitación sin crucifijos ni objetos de hierro. Llamó a su superior, quien se puso en contacto con un erudito del Vaticano especializado en la materia. La Iglesia católica posee lo que podríamos llamar una portentosa memoria institucional. El último hombre que se había encontrado en la misma tesitura había dejado escrito en latín del siglo doce cómo proceder y qué formas de tratamiento deberían emplearse para la comunicación entre hadas y hombres cristianos. Y aquel protocolo sigue vigente, pese a las reformas del Concilio Vaticano II. El sacerdote repitió las fórmulas que le enseñaron y, todavía aturdida, le contesté en el lenguaje de la antigua alianza con palabras que había aprendido durante el reinado de Enrique II.

»Dos tareas me han sido encomendadas: defender el honor de las hadas y, llegado el momento, cumplir la misión para la que estoy predestinada. Pero quienes firmaron la alianza entre las hadas y los hombres nada sabían del mundo en el que me hallo ahora, como no lo sabía Titania.

»Fui la gran atracción del momento, pero mi fama duró poco. La prensa acabó cansándose de mí. No podía salir todos los días en esos programas de entrevistas y en esas revistas. Tampoco podía volver al bosque, a pacer en las medianas de las autopistas. No sabía cómo alquilar un piso, ni ejercer ningún oficio, ni vivir en una ciudad. Soy un hada, pero no puedo seguir siendo la guerrera de Titania.

»Entonces Damisela me encontró y me ofreció un trabajo gracias al cual mi vida volvió a cobrar sentido. Descubrí que podía ser una superheroína.

* * *

—¿Y tú? ¿Cómo empezaste en esto?

Por una vez, Damisela me mira directamente, aunque no me es fácil estudiar la expresión de su rostro bajo aquella luz ambarina cuando me hace la pregunta para la que llevo tiempo deseando encontrar una respuesta.

—No creo que os interese oír hablar de eso.

De todos modos, tampoco estoy lista para hablar del tema.

—¿Qué te hicieron?

Lo pregunta en un tono que jamás le había oído, y durante un minuto entero no acierto a contestar. Pasan sesenta segundos hasta que recupero el curso de mis pensamientos.

—Yo también intenté vivir como una superheroína durante algún tiempo, pero trabajar para la ANS era sencillamente más fácil. Nada es como te habían dicho que sería. No es fácil montártelo por tu cuenta siendo un ciborg. Yo lo intenté. Peso unos ciento ochenta kilos. No encuentro ropa que me sirva. No puedo montar en bicicleta. No puedo comer en un restaurante normal, ni sentarme en una silla que no esté reforzada para soportar mi peso. Necesito comida especial, medicarme de por vida para impedir que mi cuerpo rechace los implantes, y caigo enferma a menudo por tener un sistema inmunológico debilitado.

»Y solo os hablo de lo que sé. Tengo sistemas que nadie comprende. No soy un coche que se puede devolver si resulta que uno de cada millón que se fabrica sale defectuoso. No hay dos como yo.

No quiero contarles todas estas cosas, pero estoy hasta las narices de ser la única que lo sabe. Las palabras brotan de mi boca sin que pueda impedirlo.

—Cuando me dijeron que no iban a seguir cuidándome, pensé que era el fin. La clínica de Ohio en la que me hacían el mantenimiento cerró sin aviso previo. Un día, fui hasta allí y me encontré una oficina vacía, y cuando intenté rastrear la empresa, descubrí que nunca había existido.

No puedo seguir hablando, pero hay más, mucho más que ni siquiera soy capaz de poner en palabras. No he tenido ningún novio en todo este tiempo. Ni siquiera puedo tener hijos, porque donde estaba mi útero hay ahora un reactor nuclear. Sé que suena absurdo, pero tenía la esperanza de que el Doctor Imposible me acogiera en su seno, o quizá incluso me arreglara, me dejara como era antes. Sé que es una locura, pero odio este trozo de metal que me metieron dentro con mi consentimiento. ¡Dios, cómo lo detesto! Como solo puedes odiar una parte de ti mismo que tú has creado.

Os dejo para que meditéis sobre vuestros errores. El error de enfrentaros… al Doctor Imposible. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

Damisela tiene mejor cara, pero aquella luz sigue anulando sus poderes. Lobo Negro y ella hablan en voz baja. No es la primera vez que se ven en apuros.

Lobo Negro se da cuenta de que los observo.

—No pasa nada.

—¿Cómo que no pasa nada? Estamos a punto de entrar en una nueva Edad del Hielo y todo el planeta está en manos del sociópata más vengativo del mundo, así que ¿cómo puedes decir que no pasa nada?

—Verás, tengo un plan B. Contamos con refuerzos.

—¿Refuerzos? ¿A quién te refieres, a Nube de Tormenta? ¿Al Superescuadrón?

Lobo Negro niega con la cabeza.

—Se nota que todo esto es nuevo para ti… Sabíamos perfectamente que el Doctor no tardaría en volver a las andadas.

* * *

Tras un chisporroteo de los altavoces, la voz del Doctor Imposible suena de nuevo, repitiendo el discurso que acabamos de oír.

Queridos «Campeones». Bienvenidos. Para cuando oigáis esto…

—¡Maldito capullo! —exclama Lobo Negro con inusitada vehemencia.

Contra todo pronóstico, Damisela esboza una sonrisa y se le escapa una risita. De pronto, todos rompemos a reír al unísono, casi como un equipo otra vez. Luego, en la distancia, oigo el trueno.