ÚNETE A MÍ Y SEREMOS INVENCIBLES
Solo quedan dos días. Dos días para tener el mundo bajo mis botas de charol rojo. Los Nuevos Campeones lo saben, y yo lo sé. Como se suele decir, la suerte está echada, y ahora debo volver a mi isla, o lo que queda de ella.
Un pequeño biplano de color rojo y dorado sobrevuela el océano Pacífico a mil doscientos metros de altitud, silencioso e invisible a los radares. El sol se oculta tras un perfecto mar de nubes. A solas en la cabina de mando, me concedo un minuto para ver aparecer la isla ante mis ojos. Allá abajo, una radioseñal se activa para guiarme y desciendo en espiral hacia la penumbra crepuscular.
Aterrizo en el patio en ruinas y me apeo entre los olores familiares de la selva y el combustible. Esto solía ser mi hogar.
Miro a mi alrededor, y el escenario de destrucción me trae dolorosos recuerdos de la última ocasión en la que me detuvieron, hace ahora dos años. La última batalla no dejó piedra sobre piedra, pero aun así sé que han vuelto. Las huellas no dejan lugar a dudas: reconozco el pie atlético de Lobo Negro, como el de un bailarín, junto a la huella metálica de la ciborg esa. Creo que es uno de los que construí yo, lo que no deja de ser una idea alentadora. Lo que pasa es que uno de los programadores de software a los que contraté me la jugó. De todos modos, fui yo quien la sacó del hospital, así que lo menos que puede hacer es mostrarse generosa conmigo.
Y Lily ha estado aquí con ellos, hurgando entre mis cosas junto a los demás superhéroes. Me pregunto si se acordaría de la última vez que pisó este sitio, aquella noche en que la traje en avión tras su pelea en París, y vimos juntos cómo la CNN cubría la noticia. Me pregunto si les habrá enseñado mi sala de control. Y me pregunto dónde estará ahora.
Con un suspiro, empiezo a comprobar los sistemas. Queda poca energía en los generadores de reserva. La puerta principal se abre al tacto de mi mano, y me adentro en el vestíbulo, donde percibo un olor a humedad. Ha entrado mucha agua durante la estación de las lluvias, pese a lo cual sigue resultando impresionante, aunque solo sea por la magnitud de la construcción.
Esta fue la primera fortaleza que construí, y a la que volví más tarde. Antes de la estación espacial, antes del dirigible, antes que nada. Era joven, deseaba que se me reconociera y me lancé a la aventura con tan solo un puñado de subalternos y mis primeros mil millones de dólares, depositados en una cuenta suiza. Llegamos en un helicóptero que allanó la hierba mojada. Mientras las aspas se iban deteniendo lentamente, bajé del aparato —ataviado para la ocasión con el traje completo, incluida la capa y el casco— y respiré por primera vez el aire cálido y bochornoso de la isla. Un grupo de jóvenes técnicos me siguieron y empezaron a descargar grandes cajas de material sobre el terreno cubierto de maleza.
Ya en el campamento, los robots se pusieron a excavar la tierra para echar los cimientos de mi fortaleza, el cuartel general de mi gran imperio criminal. Los primeros agujeros que cavamos se llenaron de agua, y en cuanto nos descuidábamos la jungla volvía a adueñarse del terreno que le habíamos ganado, pero poco a poco las torres se fueron elevando, lejos de las rutas marítimas, en un diminuto trozo de tierra que los satélites jamás sobrevolaban. Las aves tropicales revoloteaban entre las vigas.
Ahora, al caminar de nuevo bajo el techo destrozado, se agolpan en mi mente los recuerdos de aquel momento, con el halo romántico que siempre rodea el primer delito verdaderamente histórico que uno comete. Es algo que nunca se olvida.
Los centrifugadores funcionaban día y noche para llevar a cabo la lenta alquimia de la transformación genética. El penetrante olor de los conservantes químicos, el ambiente frío y silencioso de la cámara estéril, el ritual diario de la descontaminación. El repiqueteo de los teclados a primera hora de la mañana, cuando se sucedían los tests de comprobación, las hileras de pantallas con fondo verde que exponían los datos recopilados.
El laboratorio jamás dejó de ser para mí un lugar lleno de misterio, donde la ciencia se confundía con la religión, y esta con la nigromancia. Trabajaba hasta bien entrada la noche, y a veces tenía la sensación de que toda la Tierra había desaparecido más allá de aquellas paredes y no quedaba sino la oscuridad, el trabajo, la interminable búsqueda en el pasado. Luego llegaron las primeras señales de vida.
En aquella ocasión también me derrotaron. Pero volví.
* * *
El arma de destrucción total descansa en el suelo del laboratorio en toda su inmensidad. Se trata de una amenaza mundial de mil metros cuadrados, aunque nadie lo diría a simple vista. No es la mayor de mis hazañas (a no ser que incluyamos el rapto de la Luna), pero sí la más grandiosa (sobre todo si incluimos el rapto de la Luna).
El trabajo de Cara de Muñeca ocupa el corazón de la máquina. Su hombrecillo gordo emite un rayo gravitatorio apenas lo bastante fuerte para inmovilizar a un agente del FBI o sacar unos pocos lingotes de oro de una cámara acorazada. Pero la lente de Laserator lo atrapa, amplía y dirige hacia arriba, a unos trescientos ochenta mil kilómetros de distancia. La parte más voluminosa de la máquina es la fuente energética, una nueva versión de mi viejo generador zeta. Carezco del talento de Cara de Muñeca para la concisión, pero sé dotar a mis creaciones de un toque inconfundible: imponentes arbotantes, serpenteantes rayos eléctricos, tubos y luces cegadoras. Nadie me obliga a darle ese aspecto, pero funciona y me gusta. Por lo menos se ve claramente qué hace cada cosa.
Esta noche hay luna llena, muy llena, y unas mareas vivas inusualmente intensas. A medida que la Luna se va haciendo cada vez más oronda, distorsiona la órbita de la Tierra de un modo apenas perceptible. Aquí es donde entran las matemáticas, las ecuaciones en las que trabajó el Barón Éter décadas atrás para impedir que dicha presión acabara rompiendo el planeta en dos o alguna tontería por el estilo. El resultado es que me hallo en condiciones de controlar el movimiento del planeta.
Tal como ha quedado demostrado (véase Kleinfeld, 1928), diminutos reajustes en la posición de la Tierra respecto al sistema solar pueden tener efectos climatológicos de gran trascendencia. Los líderes mundiales no tardarán en captar el mensaje. Los cálculos matemáticos son mérito de Kleinfeld, pero tuvo que venir el Doctor Imposible para darles una aplicación práctica. Mejor dicho, Doctor y emperador electo.
Sin embargo —y me permito recalcar este aspecto—, todo eso no es suficiente. Puedes ser todo lo listo que quieras, puedes ser el hombre más listo del mundo, pero si te embarcas en una aventura como esta, sabes que habrá una respuesta por parte de las fuerzas especiales, y que no se andarán con remilgos. Si no lo has previsto, serás el hombre más listo del mundo que haya mordido el polvo y se haya quedado con dos palmos de narices. Tienes que estar preparado para afrontarlo, ahora lo sé. De ahí mi regreso al humilde hogar del Barón Éter.
—Sí, yo la fabriqué. ¿Nunca lo habías sospechado? —Está inmerso en el pasado, emperrado en demostrar algo que se me escapa.
—Barón… —intento interrumpirlo, pero su mente vuelve a divagar mientras trajina por los rincones oscuros del estudio, en su vieja y umbría casa de New Haven.
Intento no ponerme nervioso. Mi casco casi roza un enorme móvil que representa una concepción desfasada del sistema solar, un recordatorio de que los planetas siguen moviéndose, y de que el tiempo para llevar a cabo mi plan se agota.
—Fue la más perfecta de mis creaciones. Aquellos ojos verde esmeralda… Pero, ay, se ha perdido el amor por el método. Ya no se encuentran materiales puros. Estaba diseñada para explotar, ¿sabes? Pero no en Titán.
—Barón. Ya sabe lo que va a pasar ahora. Va a haber una pelea, y necesito protección. Necesito poderes.
—Poderes. Sí, por descontado que los necesitas. Lástima que sea un poco tarde para dejarte caer en una cuba y, ya sabes, darte un baño de radiación amiga.
—Sí, es un poco tarde. —Intento no contestarle con malos modos, pero me siento inexplicablemente tenso.
—Hay un anillo mágico en algún sitio, seguro que te suena. Y una profecía, aunque no logro recordarla. Quizá podamos localizarla…
Hace amago de dirigirse a uno de los estantes repletos de libros, pero lo corto en seco:
—¡Maldita sea, Barón! —Se queda helado. Nadie le habla así al Barón Éter, supongo, y menos un advenedizo de medio pelo que ni siquiera había nacido cuando su carrera alcanzó el apogeo, que no sabía lo que era vivir en un mundo sin Superescuadrón. Oigo a los niños que chillan y juegan a la pelota en la calle—. No podemos quedarnos con los brazos cruzados. En dos días, los Campeones van a aparecer y destrozarán todo lo que he construido, mis inventos científicos de incalculable valor, tal como le hicieron a usted. ¿Cuántas veces se repetirá la historia? ¿Hasta cuándo nos dejaremos pisotear?
Temo que alcance su bastón y presione el rubí o el diamante incrustados, pero en lugar de eso me contesta.
—Sí, por supuesto. Cuando se lleva tiempo viviendo así… uno se olvida. —Es imposible determinar la procedencia geográfica del Barón por su acento. A ratos suena germánico, pero me inclino más por alguna lengua balcánica. Su mirada se pierde en la oscuridad, en el inaprensible pasado—. Yo también tenía mis motivos, desde luego. Me expulsaron a causa de mi trabajo, el principio galvánico… pero regresé.
Su mano derecha, la de insecto, se cierra con fuerza.
—Les demostré quién mandaba.
Por un instante, vislumbro la ira que en tiempos atemorizó al mundo, y hasta yo me siento intimidado. Sea cual fuere el lugar en el que se crió el Barón Éter, seguramente era mucho peor que las afueras de una ciudad del Medio Oeste. Mi interlocutor guarda silencio de nuevo.
—¿Barón?… —aventuro—. ¿Hay algo más? ¿No tendrá por ahí algo olvidado? Hasta un rayo mortal me vendría bien ahora mismo.
De pronto, parece salir de su ensoñación.
—Sí, sí, una carta que llegó para ti.
—¿A qué se refiere?
El Barón se desplaza en la silla de ruedas hasta el lugar en el que estoy yo y cierra la ventana.
—Estaba sobre la mesa esta mañana. No sé cómo os las arregláis para entrar aquí siempre que os place. El Mecanicista debe de estar en baja forma.
Me enseña el sobre. Pone simplemente «Doctor Imposible». Dudo, pero el Barón lo abre por mí antes de que pueda reaccionar. Dentro no hay más que una tarjeta de presentación con una latitud y una longitud precisas, y un nombre: Nelson Gerard.
Al fin, un rayo de esperanza. ¡A lo mejor el Faraón ha decidido abandonar su retiro! Puede que le haya llegado la noticia de que he vuelto y quiera sumarse a la acción. Debidamente controlado, podría ser útil a la hora de la verdad. El Doctor Imposible y el Faraón. Cuando luchábamos espalda con espalda en la arena éramos poco menos que invencibles. Me sorprende comprobar lo mucho que lo echo de menos. Puede que hasta le dé Egipto como recompensa una vez que hayamos conquistado el mundo. No estaría mal tener compañía, para variar.
Pero esta no es su letra. Debajo de las cifras hay otro mensaje escrito a mano:
Suerte,
L.
El Doctor Imposible y el Faraón, juntos de nuevo, en una lucha cuerpo a cuerpo contra el mundo. ¿Podía ocurrir?
Jamás supe a ciencia cierta qué fue del Faraón una vez que nos separamos. Los archivos de Fuego Esencial me sirvieron de ayuda, y el Barón Éter se encargó de completar la historia. Al parecer, fue bajando tranquilamente por México y acabó recalando en Costa Rica, donde se instaló en una población surfera. Un hombre invulnerable puede permitirse el lujo de tomarse su tiempo, vivir a salto de mata y viajar haciendo autostop. Cuando el Faraón desapareció, nadie se molestó en buscarlo. ¿El regreso del Faraón? ¿La venganza del Faraón? A nadie le importaba.
Las coordenadas de la nota son precisas, pero en cuanto me acerco resulta evidente dónde murió, incluso desde una altura de trescientos metros. El mar está literalmente congelado en un radio de cien metros respecto a la costa, y la marea helada parece salir de una cueva en la pared de un acantilado.
Sigo sin entenderlo. Las luchas entre superpoderosos rara vez acaban en muerte, muy rara vez. Hasta Salvaje se atiene a esa regla. Pero esta lucha sí había llegado hasta el final, y además había liberado alguna fuerza extraña.
A medida que me acerco, la temperatura baja en picado. Dentro de la cueva hace un frío polar. Encuentro al Faraón sentado en una silla de hielo, con la piel de un tono azul blanquecino. La maza se agrietó, se le fundieron los plomos. La explosión debió de ser terrible, mortal de necesidad, pero el aire está inexplicablemente frío, muy por debajo de la temperatura de congelación, helado por la magia que irradiaba el arma que aún sostiene en su mano. Hasta yo percibo su poder.
El Faraón solía soltar expresiones tontas del tipo «¡Por las barbas de Ra!» o «¡Que Isis nos proteja!», como si fuera realmente un emperador egipcio que, casualmente, hablaba inglés. Sus jeroglíficos parecían copiados de una caja de cereales o de una camiseta de Tutankhamon, y solía canturrear aquella canción de Steve Martin en plena pelea o gritar «¡Soy un egipcio!» en el peor momento, con lo que me hacía perder los estribos justo cuando estaba desactivando una bomba o intentando forzar una cerradura especialmente complicada. Y luego estaba aquel tocado ridículo, como una gigantesca antena de televisión de papel maché.
Debió de ser la maza. Se le ven perfectamente las grietas. Fuera lo que fuera que lo mantuvo con vida durante todos estos años, le falló en el momento menos oportuno. Pero aquí está, el monarca solitario de un insólito y extravagante reino, entronizado al fin. Su piel está fría como el hielo.
Ahora sé por qué estoy aquí. La maza sigue emitiendo un ligero resplandor. Con delicadeza, la deslizo entre los dedos de su mano helada hasta sacarla. He visto lo que este artilugio es capaz de hacer, y sé perfectamente qué hacer con él. Alguien va a pagar por lo que ha pasado aquí, de eso no me cabe la menor duda. Y empiezo a sospechar quién es ese alguien. Vuelvo a mi isla, con la certeza de haber reunido todas las piezas de mi arma de destrucción total.
* * *
Los superhéroes se dirigen hacia aquí ahora mismo en un avión supersónico, y yo me lo juego todo a una carta, más concretamente a una maza mágica. Al Faraón le hubiese hecho gracia, pero a mí, la verdad sea dicha, me fastidia un poco.
Desde el punto de vista profesional, es injustificable que el éxito de mi plan dependa de un objeto que a veces, sin venir a cuento, susurra secretos que ninguna persona racional podría aceptar. Sinceramente, va en contra de todo lo que siempre he defendido.
Mi mundo es una esfera de roca que rodea un núcleo de fuego nuclear. La ciencia y yo la estamos empujando con todas nuestras fuerzas, y antes o después se moverá. De eso no me cabe la menor duda. En mi fortaleza de la isla guardo un colmillo de elefante de 32.000 años de antigüedad con unas muescas que señalan las fases de la Luna, hechas por la mano de un supergenio del Paleolítico, el progenitor de todo un universo y mi antepasado distante. Él, o ella, sabía algo de lo que yo estoy a punto de hacer. Quizá incluso soñaba con ello.
En otras palabras, puede que me vea obligado a reconocer que la ciencia no lo es todo, pero eso no significa que la idea me guste. Cada dos años, más o menos, aparece otro objeto de esos, algo que ha llegado hasta nosotros desde un pasado remoto y olvidado. Una piedra preciosa, un báculo, un zapato mágico. Objetos misteriosos procedentes de Troya, de la Atlántida, de Lemuria o del bosque oscuro que nos separa de la casa de la abuela, cosas cuyo comportamiento sencillamente no se atiene a las reglas establecidas.
Me pregunto si el hallazgo de la espada Durandarte o la lámpara de Aladín convertiría esas historias en verdaderas, o si, por el contrario, son las leyendas las que se han ido asociando a los objetos con el paso del tiempo. Los objetos en sí cambian de manos tantas veces que acaban por perder su trascendencia, convertidos en simples herramientas. Otrora fueron sinónimo de realeza o santidad para alguien, un sacerdote o un héroe de tiempos pasados, pero ahora, tanto tiempo después, no son más que antiguallas sin ningún valor especial. Sin embargo, queda su poder. Ese siempre permanece.
Lo único que sé es que el pasado remoto es un lugar extraño. Estas cosas aparecen y vuelven a perderse cada cierto tiempo, y, cuando te topas con una de ellas, tu vida cambia para siempre, como le pasó al Faraón.
Me viene de nuevo a la memoria la risa de Míster Místico, y lo que el Barón dijo antes de que me fuera, mientras las sombras se alargaban en su cocina de estilo campestre y los monovolúmenes regresaban a casa por las calles cada vez más oscuras. Años atrás, un chico encontró una antigua maza mágica y aprendió la palabra que lo convertiría en alguien invencible, un rey o emperador. Un faraón. Un disparate, un cuento de hadas, pero ahora lo sostengo en mis manos.
Para cuando terminé, se había hecho de noche. Al final, fue el propio Barón quien me susurró la palabra al oído.
—No funcionará —dije.
—Puede que no. Pero algo hará.
Puse un pie en el alféizar de la ventana, pero me detuvo de nuevo.
—¡Doctor Imposible! —llamó con un hilo de voz ronca.
—Dígame.
—Hazlo, hijo. Dales una paliza.
* * *
Los superhéroes se acercan por el horizonte. Hace ya una hora que mis aparatos han detectado su presencia. Los contemplo desde la torre más alta de mi fortaleza mientras mis dedos tamborilean sobre la barandilla dorada del balcón. Vuelan formando en V, casi a ras de un mar tropical sereno como una balsa de aceite.
Hace dos horas secuestré cuatro de los principales satélites de comunicación de la Tierra para proclamar mi soberanía universal. Y en efecto, he conquistado el mundo. Enfundado en mi viejo traje de ceremonia, sentado en un trono restaurado, como en mis mejores tiempos. Nadie podía ver las mellas que afeaban la pared a escasos centímetros de distancia, y que apenas quedaban fuera del alcance del objetivo. Lo único que queda ahora es hacer valer mi proclamación.
El sistema de espejos parece funcionar. La pérdida de señal es lo más cercana posible a cero. Una vez que lo tuve en mis manos, resultaba fácil de copiar, pero solo el trabajo de Laserator podía haber reflejado la luz de un modo tan fiel, tan perfecto. Salió perdiendo, y mucho, con el trato.
En el cielo reluce la luna llena. He tenido que esperar hasta que se colocara exactamente encima de la fortaleza. La Luna en sí es una especie de espejo, un espejo que apenas brilla. Miro en el reflector, y unas milésimas de segundo después mi imagen alcanza la Luna, enormemente ampliada. Entonces coloco en su sitio al hombrecillo gordo y risueño, la diminuta creación de Cara de Muñeca. Con solo tocarlo, sus ojos se iluminarán, empezará a mover la barbilla arriba y abajo, y la Luna se volverá más pesada. Bajo mi control, la Tierra se desviará ligeramente de su órbita en la dirección opuesta al Sol. Los cálculos matemáticos que lo hacen posible son harto complicados, pero al fin y al cabo no son más que cifras. El Barón Éter los desentrañó años atrás. A medida que la temperatura en la Tierra vaya bajando en picado, mi poder se hará evidente y las naciones se rendirán a mis pies.
Este no es mi primer plan, ni el décimo. Si las cosas hubiesen salido bien, estaría viviendo en Brooklyn con Lily. Y soy perfectamente consciente de lo que pensará la gente de todo esto: la fortaleza oculta, el casco, la capa, el ejército de robots. Soy listo —condenadamente listo, la verdad— pero a veces aún me hago la misma pregunta. Cuando me lo pregunten, no sé qué voy a contestar. ¿En qué podía estar pensando? ¿Cómo he acabado en el bando de los monstruos?
Los veo aterrizar por la cámara doce. Damisela y Elfina descienden suavemente y tocan el suelo con la delicadeza de dos ángeles en un cuadro renacentista. Los demás se apean del vehículo de aterrizaje. Lobo Negro sale de la cabina de mando con una elegante acrobacia marcial. Luce un traje de camuflaje en tonos de gris y negro. Esto empieza a parecerse a una reunión de antiguos alumnos de Peterson. Me preparo psicológicamente para ver salir a Lily detrás de él, pero eso no ocurre.
Damisela imparte instrucciones antes de que se separen. Los micrófonos parabólicos captan una pequeña parte de la arenga.
—Todos vosotros sois profesionales. Todos sois superhéroes. Sé que no tenemos a Fuego Esencial, pero os diré una cosa: el Doctor Imposible no es más que un científico, y esos tíos siempre acaban perdiendo.
Por lo menos ahora sé lo que piensan de mí. «¿Siempre acaban perdiendo?» Qué simpática. Ante el cuadro de mandos, no puedo evitar sonreír al oír sus palabras. El que ríe el último, ríe mejor.
Se separan para buscarme, pero las cámaras los mantienen localizados. Triunfo del Arco Iris se interna en la selva, mientras Damisela y Elfina alzan el vuelo. Lobo Negro avanza por lo que queda de mi pista de aterrizaje intentando pasar desapercibido, y la ciborg parte en la dirección opuesta. Míster Místico se desvanece entre las sombras. La cámara nueve capta un destello fugaz. ¿Un arma secreta?
Empiezo a presionar botones y los indicadores del cuadro de mandos se iluminan, rojos en su mayoría, aunque también hay alguna que otra luz verde. No lograron destruirlo todo la última vez, y he tenido cerca de cuarenta y ocho horas para darme una vuelta y hacer algunas reparaciones en las trampas, los robots, los sensores.
No servirá para detenerlos a todos, pero tampoco hace falta. Acaricio la maza, que noto pesada y reconfortante en mi mano. Siento la tentación de pronunciar la palabra y así ponerla a prueba, pero no sé cuánto poder le queda y no quiero malgastarlo. He tenido un ratito para inspeccionarla; está dañada, pero no inservible. Una parte de la fuerza que el Faraón poseía sigue allí, ya sea el poder de Ra o de Mickey Mouse. A él le funcionaba, así que quizá me funcione a mí también.
Ha llegado el momento de salir y enfrentarme a ellos. Para preparar el terreno, nada mejor que un recibimiento en condiciones. Bienvenidos a mi isla, capullos.