ORÍGENES SECRETOS
Sabía que esto pasaría. Que acabaría metiendo la pata hasta el fondo y nunca más volvería a tener nada que ver con los Campeones. Los Nuevos Campeones. Como demonios se llamen. Ya sabía yo que ni cien uniformes rutilantes iban a convertirme en uno de ellos. Me pregunto si mi sitio ahora mismo no será la isla del Doctor Imposible. A lo mejor hasta me aceptaría entre sus secuaces. Tal vez Lily me lo sepa decir.
Damisela debe de olerse algo. Lobo Negro se comporta con normalidad, es decir, hace caso omiso de mi presencia, pero yo me ruborizo cada vez que él entra en la habitación. Siendo como soy medio humana, medio máquina, casi sería de esperar que jugara con ventaja en aspectos como este. Quizá si fuera realmente un robot… A Dios gracias, Elfina no se da cuenta de nada, o a lo mejor lo que pasa es que vive felizmente ajena a todo aquello que no guarde relación directa con su extraño mundo de fantasía.
Para colmo de males, no tenemos una sola pista sobre el paradero del Doctor Imposible. Cada día que pasa sin que lo encontremos es otro día de ventaja que lleva sobre nosotros. Nos despertamos esperando oír cómo anuncia que nuestro miserable mundo está condenado, que muy pronto la Tierra será suya. Esté donde esté, anda tramando algo terriblemente diabólico, de eso estamos seguros. Me pregunto qué sentiré cuando lo vea cara a cara.
* * *
La caza y captura de artilugios mágicos sigue a buen ritmo, y la idea es que nos subdividamos en varios equipos, lo que no deja de ser un alivio para mí. Lobo Negro está en Los Ángeles, Salvaje se ha ido a Praga y Nube de Tormenta ha abandonado temporalmente su retiro para montar guardia en el satélite Phantom. Lily ha ido a ver a un supervillano amigo suyo. Pero en realidad ninguno de ellos confía demasiado en obtener resultados. Sospechan que el artefacto en cuestión es el Cetro del País de los Elfos, un objeto solo concebible en los cuentos de hadas que se ha colado en nuestro mundo. Damisela partirá esta tarde rumbo al lejano templo de Angkor Wat, pero antes de hacerlo me informa de mi misión.
Cuando nos reunimos en la Sala de Crisis para recibir instrucciones, ha recuperado su natural frío y mayestático. Me tiende un fajo de papeles impresos. Lo sabe. Tiene que saberlo.
—Quiero que busques todos y cada uno de estos artefactos mágicos. Comprueba que se encuentren en su sitio y no hayan sido manipulados de ningún modo, y advierte a sus propietarios de que el Doctor Imposible anda en busca de una fuente de energía. ¿Crees que podrás hacerlo?
Asiento en silencio porque en realidad no me atrevo a abrir la boca, ni siquiera a mirarla a los ojos.
—Bien. Elfina te acompañará y velará por tu seguridad. Podéis llevaros el campeojet, si queréis.
Genial. No pregunto dónde anda Míster Místico. Al parecer, nadie se atreve a hacerlo. Solo espero poder darle una paliza a alguien al final de este viaje.
No hay más comentarios. El Cetro del País de los Elfos aparece discretamente colocado al final de mi lista, sin comentario alguno, y me pregunto a qué viene esto. ¿Acaso me envían a enfrentarme a nuestro peor enemigo? Quizá, pero es como un secreto entre Damisela y yo. Voy a ver a la mujer que la crió tras la muerte de su madre, lo que no deja de ser un extraño detalle íntimo, sobre todo a la luz de los últimos acontecimientos. Por enésima vez, desearía comprender cómo funcionan los superequipos, a qué dinámica responden. ¿Se supone que debo acabar enfrentándome a Damisela? ¿Acaso ha empezado ya la pelea? Y de ser así, ¿quién va ganando?
El resto de la lista se compone de gente que pertenece al sector mágico del mundo de los superhéroes y que, en su mayoría, vive en el mismo Manhattan o en los municipios periféricos. Al parecer, los superhéroes mágicos son gente bastante peculiar, y nos toca hacer una visita guiada a lugares en los que jamás te esperarías encontrar a un superhéroe. De hecho, si no fuera porque me lo dijo la propia Damisela, pensaría que todo esto no pasa de una broma o una novatada. Entrevistamos a una médium enfundada en un ceñidísimo vestido nada acorde con la ocasión y a una descarada máscara griega que perora desde la sala de juntas de una empresa. Conocemos a un hombre de increíble musculatura que luce un traje rojo escarlata y vive en una buhardilla, y a un detective privado con pezuñas. Todos ellos contestan lo mismo: no tienen ni la más remota idea del paradero del Doctor Imposible.
En Newark, hasta me toca visitar un comercio dedicado a la magia, una polvorienta tienda de antigüedades que desde fuera parece abandonada. Por dentro, es más grande de lo que parece y está repleta de viejos relojes, tapices, maniquíes de escaparate y de modista, vestidos de noche, esmóquines y hasta un sable ceremonial que bien podría haber servido en la guerra de Crimea. Un anciano asoma tras la cortina situada al fondo del local, que en realidad no es más que un trozo de tela estampada clavado con tachuelas al dintel de la puerta. Tengo la impresión de que sería muy mala idea hacer un trato con él. Le enseño mi identificación y me retiro en cuanto me asegura que todo está en orden.
En cuanto a Regina, resulta que vive en Phoenix. Ahora entiendo por qué Damisela no quiso encargarse personalmente de esto, pero no sé muy bien si el hecho de que me envíe a mí en su lugar es un castigo o una señal de que empieza a confiar en mí. Debo reconocer que me pica la curiosidad. La vida familiar de Damisela siempre ha dado pie a toda clase de especulaciones.
Llamo personalmente para anunciarle que vamos a verla. Su verdadero nombre siempre ha sido un gran secreto, pero a estas alturas del campeonato ya me dejan acceder a algunos de los archivos confidenciales, archivos que se remontan a la lejana era del Superescuadrón.
Se hacía llamar Regina y luchó contra la actividad criminal hasta principios de los años setenta. Fue la primera componente del Superescuadrón que decidió retirarse. Era una mujer alta y morena de mirada imponente, lucía una corona y un manto que le conferían su fuerza. Empuñaba un cetro mágico que emitía un rayo de color rubí y permitía doblegar a las mentes malvadas, entre otras cualidades prodigiosas.
O eso decía. También decía ser la última superviviente de un grupo de niños que había accedido al poder monárquico en el régimen feudal de una civilización pseudomedieval en una dimensión paralela poblada por humanos, elfos y animales parlantes. Lo sospechoso del caso es que su supuesta biografía era calcadita al argumento de una popular colección de libros infantiles titulada Cuatro niños en el País de los Elfos. Era como si esperara que la tomaran en serio como representante de la ley gracias a su relación con Winnie-the-Pooh y Christopher Robin. No sería la primera superheroína que sucumbe a la inestabilidad mental en sus años maduros.
Poco después de que los Campeones se formaran, Regina se retiró y siguió viviendo bajo su identidad secreta, que trató de proteger por todos los medios. Luego sencillamente desapareció del mapa, como suelen hacer los superhéroes, y no volvió a dar señales de vida a excepción de una polémica entrevista rodeada de un gran secretismo y publicada más tarde en la revista The New Yorker. El Cetro del País de los Elfos sigue constando en los archivos como un artilugio mágico de primer orden.
Aparco el coche de alquiler delante de la casa, situada en un tranquilo barrio residencial de las afueras de Phoenix. Elfina no ha parado de hablar sin ton ni son desde que hemos aterrizado, sobre Titania y las batallas en las que ha participado, sobre el clima local y las distintas variedades de árboles, tema que al parecer le resulta fascinante. Ha olvidado por completo nuestro duelo amistoso del primer día.
Es media tarde, y las sombras cada vez más alargadas empiezan a cruzar la calle. Hay un par de diarios tirados en el jardín, pero Regina dijo que estaría en casa, y hay un coche aparcado delante de la misma.
Elfina mira alrededor con gesto confuso.
—¿Acaso no hemos venido a ver a una reina? ¿Dónde están los sirvientes?
Me lo temía.
—Mmm… estaba pensando que es mejor que te quedes en el coche. Ya sabes, por si acaso.
Elfina es un ser encantador y sociable como el que más, siempre que su interlocutor no se empeñe en mantener una conversación coherente durante un rato.
La dejo tarareando en el coche. Su lanza se inclina en un ángulo extraño hacia el asiento de atrás. Tiene un transmisor, así que oirá todo lo que se diga y podrá avisarme si hay algún problema. Con mi peso, rompo involuntariamente una de las losas de piedra del camino que conduce a la casa.
Es como visitar a la madre del matón de clase. Voy a sentarme cara a cara con la mujer que crió a Damisela, la superheroína más famosa de todos los tiempos. Ahora que Fuego Esencial ya no está, ningún superhéroe en el mundo puede hacer sombra a la líder de los Campeones. Me pregunto una vez más por qué me habrá elegido a mí. Supongo que porque nunca había trabajado con ella antes.
Me acuerdo de cuando Parangón se pasó al bando de los malos, de cómo lo encontraron. ¿Qué voy a encontrar yo aquí? Escaneo la casa con todas las facultades de las que dispongo. Dentro hay un ser humano del sexo femenino, absolutamente normal según la señal que recibo. Aun así, me preparo para cualquier imprevisto. Llamo al timbre, y Regina sale a recibirme.
Parece mayor sin su traje de superheroína. Más dulce, también, como una princesa de mediana edad entrada en carnes. ¿Es esta la mujer que tanto temía Damisela?
De pequeña, a mí también me encantaba la colección En el País de los Elfos, y en el fondo quizá esperaba que se pareciera más a la chica que eligieron para interpretar la saga cinematográfica. Hay una foto que circula por internet, supuestamente sacada de los primeros archivos del caso, en la que se ven cuatro niños envueltos en sendas mantas térmicas de aluminio reluciente, sonriendo felices. Regina bien podía ser uno de aquellos niños de pelo negro y tez pálida, muchos, muchos años después. Su verdadero nombre es Linda.
Paso al interior de la casa. Conocer a los Campeones no ha estado mal, pero los componentes del Superescuadrón pertenecen a una categoría superior. Están más cerca del mito, y tienen su origen en las estrellas o entre los dioses. Pero la sala de estar de Regina se parece a la de cualquier ama de casa de un barrio residencial de clase media, y me sorprende comprobar que soy más alta que ella. Me mira dos veces, y extiendo mi mano metálica para estrechar la suya. Enciende un cigarrillo sin molestarse en preguntar si me importa.
—¿Puedo ofrecerte algo? ¿Un cóctel? —pregunta.
—Mmm, no, gracias. A mi lado metálico no le va el alcohol.
—Supongo que te envía Damisela. Eres Fatale, la ciborg.
—Así es.
La verdad es que no estaba segura de que fuera a acordarse de mí.
—¿Sabes?, en mis tiempos no admitíamos ciborgs.
Llegados a este punto, la conversación se detiene. A lo mejor sí debería haberme traído a Elfina conmigo. Inspiro y voy directa al grano.
—Necesitamos saber… bueno, en qué situación se encuentra el Cetro del País de los Elfos, y si ha habido alguna novedad digna de mención en los últimos tiempos.
—Entonces, ¿no lo sabéis? —pregunta.
Me incorporo en el asiento. A lo mejor no hemos hecho el viaje en vano.
—¿Por qué no me lo cuenta?
—Supongo que, como ya no formo parte de su pequeño club de fantasía, puedo hablar de ello sin tapujos. De todos modos, nadie nos creyó jamás.
Le da otra calada al cigarrillo. He pasado suficiente tiempo entre superhéroes para reconocer esa expresión. Va a contarme sus orígenes.
—Ahora se me hace difícil recordar los detalles. He tenido que contar la misma historia tantas veces que en mis recuerdos se mezclan las salas de terapia, mis años de superheroína y luego, remontándome al principio de todo, algo que quizá no pase de un vago destello de luces en un bosque oscuro. Hace treinta y cuatro años de todo aquello, la mayor parte de los cuales los he pasado en una oficina, introduciendo datos de ventas en un ordenador. Así me gano la vida ahora. Es mi identidad secreta.
Me cuenta la historia de su viaje a aquel otro mundo, la misma historia que narra la colección de libros infantiles. Me explica cómo, sin comerlo ni beberlo, se encontró un buen día en otro mundo junto con sus hermanos y su hermana, y cómo vivieron incontables aventuras en aquella tierra mágica que ni la más fértil de las imaginaciones hubiese podido concebir.
—Nos topamos con lo que miles de personas han buscado desde entonces, un mojón de piedra de metro y medio de altura al pie de un sendero que nunca habíamos visto. Tenía algo escrito, un mensaje que ni nos molestamos en leer, y quizá fuera importante, pero ahora se ha perdido para siempre. Enfilamos el sendero sin pensarlo demasiado, suponiendo que en cualquier momento nos adentraríamos en el jardín privado de alguien y nos veríamos obligados a dar media vuelta. Estuvimos caminando durante diez minutos, y entonces, en algún momento que no sabría precisar, se produjo un cambio que todos recordaríamos de un modo distinto. Para mí, el cambio se produjo en la calidad de la luz, aunque nunca he acertado a describirlo de un modo más preciso. El bosque se hizo más oscuro, y luego más claro mientras caminábamos, y entonces nos encontramos con la primera de las hadas. Estaba allí de pie, real como un policía.
Y de pronto, un buen día, abandonaron aquel mundo mágico del mismo modo imprevisto en que lo habían descubierto. Mi interlocutor se levanta y se pasea por la habitación mientras habla y se prepara un combinado. No sé qué lleva, pero parece fuerte. Gesticula mucho al hablar y no me presta demasiada atención.
—No digo que fuera un juego, y tampoco digo que no lo fuera. Lo único que sabemos con seguridad es que estuvimos desaparecidos durante once días, tiempo suficiente para que nuestra ausencia se convirtiera en una noticia de alcance nacional. Nadie ha explicado de un modo convincente dónde estuvimos, ni cómo nos las arreglamos para volver a aparecer en aquel descampado después de que los voluntarios lo peinaran de cabo a rabo, en medio de todos aquellos perros, periodistas y personal de emergencias, vestidos de aquel modo tan estrafalario y a todas luces felices, más de lo que lo habíamos sido jamás. Desde luego no éramos doce años mayores que cuando nos habíamos marchado, aunque un momento antes nos lo hubiese parecido.
»Llovía el día que volvimos. Habíamos salido los cuatro a caballo aquella mañana de primavera para comprobar los estragos provocados por la inundación. El terreno dificultaba el avance de los animales, así que los atamos y seguimos a pie. Empezamos a oír el aleteo distante de los helicópteros y el ruido de los motores, y luego nos llegó el olor de los tubos de escape, y creo que todos nos dimos cuenta de lo que estaba ocurriendo más o menos a la vez. Fue como cuando te despiertas de un sueño, y a partir del instante en que te das cuenta de que te estás despertando ya no puedes volver a dormirte por mucho que quieras. Y entonces el ruido se nos echó encima, y a través de los árboles empezamos a ver los colores vivos de las tiendas de campaña y los cortavientos. Uno de los integrantes del equipo de rescate nos reconoció y avisó a voz en grito a los demás, que no tardaron en aparecer corriendo con mantas en las manos.
»Hay dos cosas que recuerdo con gran nitidez. Una es la mirada de reconocimiento de Sean, el Gran Rey, cuando volvimos. Creo que fue el primero en darse cuenta, lo que no es de extrañar, puesto que había vivido en casa más tiempo que ninguno de nosotros. El otro recuerdo se refiere a Wendy, que instantes antes de que nos alcanzaran se arrancó el amuleto que le había regalado la Reina Blanca, rompiendo la cadena, y lo arrojó con todas sus fuerzas al bosque. Nunca lo encontramos, ni la maza de Sean. No quedaba nada, excepto la ropa que llevábamos puesta y mi cetro. Sean siempre ha sostenido que los del equipo de rescate se lo quedaron todo, pero ellos jamás lo han reconocido.
»Yo seguía convencida de que, tras unas breves explicaciones y las despedidas de rigor, regresaríamos a nuestro reino mágico. Nunca se me habría ocurrido, ni a mí ni a ninguno de nosotros, que algo tan real y tangible pudiera desvanecerse para siempre en medio de una arboleda tan rala que dejaba entrever la parte de atrás de una casa.
Después vinieron años de psicoanálisis y teorías de todos los colores para explicar lo que les había ocurrido: cuevas ocultas, un súbito descenso del nivel freático, drogas.
—Aún hay cosas que nadie ha sabido explicar. Las ropas que llevábamos puestas. Los sonidos que oímos en el bosque aquella primera noche después de nuestro regreso. Wendy hablaba de un modo completamente distinto, y te miraba a la cara en lugar de bajar la cabeza. Y yo volví con una larga cicatriz en la cara interna de mi antebrazo derecho, que según mi madre ya tenía antes, pero yo nunca lo creeré, nunca jamás, hasta el día que me muera.
»La gente no podía resistirse al encanto de la historia, y cuando aquel médico salió por la cadena nacional de televisión, alcanzamos una popularidad insospechada. Luego vino lo de Cuatro niños en el país de los elfos, un trabajo científico que se convirtió en libro infantil, y las secuelas que escribió aquel otro señor. De pronto, nuestras caras llenaban camisetas. Me cambié el nombre cuando cumplí trece años, y volví a hacerlo a los veintitrés. Nuestros admiradores se vestían como nosotros, nos dedicaban páginas webs, celebraban convenciones. Ahora todos ellos me odian. Lo siento, pero me he cansado de defenderme.
»Intentamos volver, sabrás. La primera vez que lo intentamos fue tan solo una semana después, y volvimos a intentarlo el día que se cumplió un año de nuestra desaparición. Nos pasamos todo el día allí, hurgando entre la hierba húmeda con la esperanza de encontrar algún vestigio del hito de piedra. Yo habré vuelto una docena de veces en compañía de David. Lo hacíamos siempre que nos sentíamos especialmente deprimidos o aburridos, o cuando hacíamos novillos. Sé que Sean estuvo acampado allí durante dos semanas un verano. Pero el tiempo pasa mucho más deprisa en el país de los elfos, y ahora debe de hacer una eternidad de todo aquello.
Bajo los efectos de aquel último cóctel, mi anfitriona sigue hablando y gesticulando de un modo ligeramente más ostensible. El mayor de los cuatro había sido rey o emperador de algo e intentó hacerse con las riendas del grupo. Hubo una lucha sin cuartel. No todos se mostraban de acuerdo en lo que había ocurrido, ni reconocían siquiera que algo hubiese ocurrido. Se especuló mucho sobre los regalos que habían recibido, y sobre la posibilidad de que Linda hubiese robado uno de aquellos objetos. Al final, desaparecieron todos de golpe menos esta, condenada al destierro por un «decreto» algo absurdo.
¿Qué podía hacer entonces? Volvió a aparecer en público como Regina, reina, defensora del país de los elfos, una de las primeras y más poderosas superheroínas de todos los tiempos. Tras la muerte de la madre de Damisela, se casó con Nube de Tormenta y se retiró de la vida activa.
—Ni siquiera tendría que seguir yendo al psicólogo si tan solo pudiera olvidar todo aquello. Los bailes de palacio, las parejas deslizándose sobre el suelo de baldosas blanquirrosas del gran salón en las noches de otoño. Salir a la terraza para refrescarme, notar la caricia helada del aire nocturno en mi rostro, mirar la Luna y preguntarme si la Tierra sería real. Detenerme una mañana durante una hora junto a un puente de madera; David y Sean discutían sobre si nos habíamos perdido mientras Wendy y yo jugábamos sentadas con los dibujos tallados en la barandilla de madera del puente. Lo reconocería todo al instante si lo viera mañana. Podría dibujarlo ahora mismo, créeme.
—Pero… ¿y el báculo? —pregunto. No puedo resistirme—. El cetro, quiero decir. Funciona, ¿verdad? Lo que quiero decir es que es la prueba de que estuvo usted allí.
—La varita mágica de Ágata. A veces ni siquiera tengo claro si la vi en el país de los elfos o si es algo que saqué de un juego al que jugamos después, o de un sueño. Te la enseñaré. La guardo junto con los trajes.
Se marcha, y cuando vuelve sostiene una pequeña caja de madera de unos cincuenta centímetros de largo.
—En mi última aventura ya empezaba a perder energía. Se había convertido en otra cosa, un simple palo, pero tal vez nunca haya sido nada más. El rubí ya ni siquiera parece un rubí, sino un vulgar vidrio de color.
»A lo mejor es la maldición. O quizá sea culpa de Sean. Quizá su estúpido decreto fuera algo más que mera palabrería. Si sabe lo que hace, el Doctor Imposible no vendrá a buscarlo. Dile a Damisela que lo siento.
Fuera de su estuche, el cetro parece un simple objeto de atrezzo, y me pregunto si alguna vez habrá tenido poderes mágicos. Debió de tenerlos… supongo. Debo confesar que me siento algo perdida. Siempre había pensado en el Superescuadrón como una fuerza irremplazable, los superhéroes con mayúsculas. Y ahora resulta que solo estamos nosotros. Me pregunto cuánto hace que Damisela lo sabe.
Le doy las gracias y deshago el camino en silencio. Se ha hecho de noche. Mientras arranco el motor la veo en el umbral, mirándonos con ojos escrutadores, tratando de reconocer a Elfina a través de los cristales tintados. Piso el acelerador y arrancamos a toda prisa. Solo después me doy cuenta de que Elfina está llorando. Las lágrimas resbalan por su rostro sin que nada las detenga. Me las arreglo para fingir que no lo he visto mientras volvemos al aeropuerto, donde el campeojet nos espera para llevarnos hasta nuestra siguiente misión.
* * *
El plan de Lobo Negro no está funcionando. Son las 6.14 de la mañana según el reloj que parpadea sin cesar en mi retina, y ninguno de nosotros ha pegado ojo en toda la noche. Me repantigo en mi arnés, cansada de colgar del tejado del museo. La Estrella Nocturna descansa intacta en su vitrina de vidrio emplomado del Instituto de Pensamiento Avanzado. El Doctor Imposible no ha venido. No va a venir nadie. Y Lobo Negro se las ha arreglado para controlar toda la operación sin dirigirme la palabra ni una sola vez.
Furioso, se arranca el sombrero, lo arroja a la basura y se marcha, poniendo así punto final a su interpretación de un falso guardia de seguridad. Ha tomado la precaución incluso de ocultar sus facciones bajo una careta de goma de lo más verosímil. En unos minutos llegarán los trabajadores del museo, y más nos vale habernos marchado para entonces.
Los demás estamos escondidos por toda la sala. Lily, que posa cual estatua, baja los brazos con un suspiro audible y lo sigue, sacudiéndose el polvo de yeso de la cara y las manos. Los demás continuamos en nuestros puestos y los vemos marchar, presintiendo un enfrentamiento.
En efecto, la conversación entre ambos va subiendo de tono hasta que logramos oír a Lobo Negro desde el vestíbulo.
—Espera un momento. ¿Has dicho que lo viste?
—Siento haberte contado nada de todo esto. ¿Qué querías que hiciera? —replica Lily.
—Es un delincuente huido de la justicia. Si estás a prueba es precisamente porque temíamos que pasara algo así.
—Pero ¡si no estaba haciendo nada!
Miro a Damisela, que sigue encarnando a una escultura de la Virgen. Elfina, seguramente el único objeto artístico de aspecto convincente entre nosotros, también sigue apostada junto a la puerta, observándolo todo con gesto curioso.
—¡Nada excepto regodearse, excepto reírse en nuestras caras! —retruca Lobo Negro.
—Solo estuvimos hablando un segundo. No todo tiene que acabar siempre en una lucha a muerte.
—Se habría rendido.
—¿Estando Fenómeno allí? ¿Y Salvo? Habría sido un asesinato.
—Fuego Esencial fue asesinado. Puede que tú seas la siguiente de la lista. ¿No se te había ocurrido?
—Todo eso no son más que especulaciones. El Doctor Imposible estaba en la cárcel cuando pasó lo de Fuego Esencial.
—Pero tú no, ¿verdad? ¿Dónde estabas tú antes de que Fuego Esencial desapareciera, a todas estas?
—Por enésima vez, yo no he tenido nada que ver con eso.
—Esto sería mucho más fácil si pudiéramos establecer…
—¡Y una mierda! Sé a quién buscaba Fuego Esencial, y te aseguro que no era al Doctor Imposible.
—Escapó de la cárcel justo después de que Fuego Esencial desapareciera. Lo odia a muerte, de eso no hay duda. Y ahora está intentando dominar el mundo. ¿Te parece poco?
—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez en cómo os vemos nosotros? ¡No sois más que una panda de matones rodeados de alta tecnología, un hatajo de brutos y friquis! —Por una vez, Lobo Negro guarda silencio—. Ni se te ocurra seguirme.
Lo dice mientras se aleja entre taconazos que hieren el suelo pulido.
Lobo Negro vuelve, y su silueta uniformada se recorta en el arco de la puerta.
—Ya te dije que lo de Lily era un error.
Damisela, empolvada de yeso, parece la doble de Lily, a la que sigue con la mirada, el gesto pensativo.
—Me pregunto de quién.
Cuando llegamos a casa, Lily se ha marchado. Debe de haber pasado por la torre a la vuelta. Se ha quitado el transpondedor y lo ha dejado en su habitación. Lo encuentro sobre la que había sido la cama de Fuego Esencial.
Creía que íbamos a ser amigas, y ahora ya no sé qué somos. ¿Significa esto que tendremos que pelearnos? ¿Ha vuelto con el Doctor Imposible? Podría llevar semanas pasándole información, supongo. Eso es lo que cree Lobo Negro. Pero en ese caso, ¿cómo se explica que lo sorprendiéramos en el funeral? No me lo acabo de creer.
Vuelvo a sentarme delante del ordenador con la esperanza de encontrar algún detalle que se me hubiese escapado antes. Si Fuego Esencial no iba buscando al Doctor Imposible, ¿a quién iba buscando? ¿A su antigua novia, quizá?
Estoy repasando viejos archivos fotográficos cuando veo algo que no debería ver. No hará mucho más de un año que Fuego Esencial ha acabado la universidad, y está en una cena de gala, un acto benéfico de algún tipo. Lleva puesto su traje de superhéroe, lo que no deja de parecer un poco fuera de lugar, pero en realidad es la mujer sentada a su lado la que me llama la atención, una sonriente joven de pelo negro azabache que luce gafas y que, ante un bistec de aspecto suculento, parece dirigir un comentario malicioso al superhéroe, que sonríe a la cámara.
Lleva un vestido elegante, y la reconozco pese a las gafas y el maquillaje. Ahí está, carnal y visible, unos siete años antes de haber llegado del futuro y haber cometido su primer delito. Lily.
* * *
Mi transmisor suena y Damisela me interrumpe.
—Está pasando. Pon la tele.
Lo hago, y enseguida oigo la voz del Doctor Imposible. Por fin ha dado señales de vida para anunciar algo públicamente, y lo están retransmitiendo para todo el país. Seguramente para todo el mundo.
Empieza con un «¡Salud, insectos!», y suelta su discurso, que no oigo entero. No es lo que se dice un gran orador, pero el mensaje queda claro. Ha encontrado lo que quiera que fuese que necesitaba y pronto el mundo será suyo. Rendíos o seréis aniquilados. Supongo que, al final, no necesitaba la Estrella Nocturna.
En la torre, la tensión se palpa con los dedos. Oigo los motores del avión de despegue vertical acelerando por encima de mi cabeza.
Todo el mundo se vuelve hacia los Campeones, y yo noto una desagradable sensación en lo que me queda de tripas. Ha ido un paso por delante de nosotros todo este tiempo. Apuesto a que lo ha planeado todo, de principio a fin.
No he tenido tiempo de pensar detenidamente en lo que esto significa para mí. No estaba bromeando cuando le dije a Lobo Negro que podía ser una espía, o una traidora, o una bomba, y ahora quizá lo averigüe.
Me pregunto si esto convierte al Doctor Imposible en mi némesis, y qué debería hacer exactamente al respecto. Tal vez él lo sepa. Al fin y al cabo, no sería la primera ocasión que se encuentra en semejante tesitura. De hecho, una vez desaparecido su archienemigo de toda la vida, debería andar buscando a otro. Me pregunto si sabrá quién soy yo, si nos conocimos antes de la operación, si llegamos a hablar siquiera. Se lo preguntaré si tengo ocasión. Quizá sea la única persona del mundo que sabe quién soy. Es una oportunidad que no puedo dejar pasar.
Me siento algo mejor, ahora que tengo mis propias razones para viajar hasta la isla. Imagino nuestro gran enfrentamiento, cerebro contra músculo, mientras los demás nos observan sin salir de su asombro. Cuando lo tenga a mi merced, podré exigirle cosas, decirle cosas, hacer que se explique. Debería empezar a trabajar en mi discurso, por si acaso.