TAL VEZ NO SEAMOS TAN DISTINTOS, TÚ Y YO
A juzgar por cómo habla la gente de ello, parecería que cualquiera puede construir un arma de destrucción total. Pero tienes que recordarlo todo, catalogarlo todo y averiguar cómo encajar todas las piezas de un modo nuevo, un modo que lo resuelva, destruya o desbarate todo. Si fuera tan fácil, ya habrían descubierto qué estoy haciendo.
Esta es la última pieza, la joya de la corona, la fase final que he ido aplazando hasta ahora. No quería tener que volver aquí, y desde luego no quería hacerlo de este modo. Esperaba inventar algo más sutil y radicalmente nuevo. Pero esperaba tantas cosas…
También espero que nadie vea un submarino en miniatura remontando el río Charles en plena noche. Elfina, Damisela y esa ciborg cuyo nombre nunca recuerdo llevan una semana pisándome los talones, volando a ras de las aguas costeras. Pero tengo un escudo que me protege de sus ojos, y esta vez está cumpliendo su misión.
El edificio de Física solía ser mi segundo hogar, y colarme por la ventana es pan comido. De todos modos, nadie se molesta en vigilar nada de esto. Lo más que encuentro es un par de candados destinados a impedir la entrada a los estudiantes, y me deslizo de lado entre ambos sin apenas esfuerzo. Me dispongo a robar el que es prácticamente mi último trabajo como científico legítimo, pero para el caso bien podría tratarse de un oso polar disecado.
Dentro se respira un aire polvoriento, viciado. ¿Cuántos años han pasado? Me encuentro delante de la última puerta, y al otro lado alcanzo a ver la silueta familiar del aparato, envuelto en trapos de limpiar el polvo.
Pero hay una figura negra apoyada en el umbral de la puerta, serena y elegante. Tenía que haberlo visto venir, es el adversario lógico. El más peligroso de los Nuevos Campeones.
* * *
Míster Místico luce un bigotito fino y un pelo negro azabache propios de un ilusionista profesional. Tiene pómulos salientes y un rostro alargado y atractivo. Observa con gesto impasible el cañón de mi rifle de plasma como si fuera un ramo de flores. Sonríe y se toca el ala del sombrero a modo de saludo, con ademán desafiante y sin perder un ápice de elegancia.
—Sé qué has venido a buscar. Pero me han mandado a custodiarlo.
Entre sus largos y gráciles dedos aparece de pronto una alargada varita mágica lacada en negro, con un extremo blanco que no medirá mucho más de dos centímetros. Siempre se presenta enfundado en su traje de gala: un esmoquin, guantes de un blanco deslumbrante y una capa que ondea y se pliega con una elegancia incomparable, al margen de las condiciones atmosféricas. Es mayor que casi todos nosotros, o al menos lo aparenta.
Doy un paso adelante y lo golpeo, y la pelea ha terminado antes de empezar. Se arruga ante el primer puñetazo como cualquier ciudadano de a pie y se desploma en el suelo. La capa ondea en el aire y se posa sobre él. Yo la toco con el pie, medio esperando no encontrar nada debajo, pero hay un cuerpo caliente, y es el suyo. Sigue allí tumbado sin hacer nada aparte de respirar.
Pero Místico te la juega cuando menos te lo esperas. Paso por encima de él y cruzo el umbral, pero entonces todo deja de tener sentido. En lugar de la sala de actos que debería haber al otro lado de la puerta, hay una pequeña habitación con puertas idénticas en cada pared. Mierda, odio enfrentarme a la magia.
* * *
Míster Místico siempre me ha producido cierta incomodidad. En la base de datos de los Campeones aparece identificado como William Zard, ilusionista fracasado y granuja de medio pelo, nada de lo cual explica por qué se cree un superhéroe.
La verdadera historia de William Zard no es precisamente de las que infunden terror entre sus enemigos. No fue a la universidad, y a duras penas terminó los estudios secundarios. Durante dos años, viajó con la marina mercante. Estuvo en Europa primero, luego recaló en la India y más tarde en Extremo Oriente. Acabó desertando en Hong Kong, y hay una nota de la embajada de Estados Unidos en que lo tachan de maleante. Después se las arreglaría para viajar tierra adentro y vagar por el Tíbet, donde recibió las enseñanzas de un ignoto grupo llamado Los Siete, una secta new age de dudosa reputación. Cuatro años más tarde volvió a dar señales de vida en Estados Unidos, haciéndose llamar Míster Místico. Los primeros relatos de sus aventuras en la lucha contra la delincuencia datan de entonces.
En un primer momento pensamos que era tan solo un hipnotizador, uno de esos dominadores de mentes tranquilos y de voz profunda. Los testigos oculares se mostraban imprecisos al relatar sus intervenciones, o ni siquiera recordaban haberlo visto aunque acudieran de nuevo al lugar de los hechos.
Por aquel entonces, Míster Místico seguía recurriendo a los puños tanto como a la voz. El hipnotismo no era más que una extravagancia de hombre del espectáculo, la fachada tras la que se ocultaban anticuados reveses y estrategias detectivescas. Pero jamás abandonó el elaborado atrezzo del ilusionista profesional. Sus detenciones siempre culminaban con un elaborado golpe de efecto, una cortina que se corría de pronto para revelar al culpable encadenado y los bienes robados devueltos a su legítimo propietario. Tenía una habilidad especial, no exenta de morbo, para escenificar su propia muerte.
* * *
Retrocedo, preguntándome qué pasará a continuación, y me lo encuentro todavía tirado en el vestíbulo.
No me gusta la magia. Creo que ya lo he dicho. Hay demasiados impostores que se valen de ella, y se me antoja una desagradable mezcla de vodevil, espectáculo de masas y timo de la estampita. Es oscura y enigmática, recurre a la psicología y se parece demasiado al hipnotismo, y a nadie le gusta lo que parece implicar respecto al mundo. Va en contra de la principal premisa de mi… bueno, de lo mío: que vivimos en un universo regido por el orden. Que las estrellas y los planetas giran alrededor unos de otros en función de ciertas leyes. Y que un hombre lo bastante inteligente, un hombre dotado de una inteligencia muy superior a la de sus congéneres, puede aplicar dichas leyes en el momento y del modo adecuados para modificar la órbita de un planeta y lograr que se acerque tan solo unos cientos de metros a otro, convirtiéndose así en el amo de ambos, en el amo del universo. Si Míster Místico cree que vive en un mundo distinto a este, tengo el deber de demostrarle que se equivoca.
Las aventuras de Místico siempre se desarrollan en otras dimensiones, o bien tienen que ver con artilugios legendarios cuya mera existencia contradice de un modo rotundo la noción más básica de rigor histórico. Parece más cómodo en su propio medio, enfrentándose a hombres lobo y faquires indios —yo nunca los he visto—, amenazas místicas que ni siquiera se dejan ver a no ser que él ande cerca.
¿Qué poderes posee? Según a quien se le pregunte, domina las fuerzas cósmicas o no es más que un alfeñique enfundado en un esmoquin barato. Pero yo sé de buena tinta que ha escapado de situaciones en las que un hombre normal se habría dejado la vida. Vi con mis propios ojos cómo entraba en la clínica Mayfield justo antes de que se viniera abajo, y todos sabemos cómo acabó aquello. Si es un impostor, debe de ser un impostor muy valiente.
Lo ato con su propia capa, y luego lo sacudo hasta despertarlo.
—La magia no te va a salvar, Zard. Sea lo que sea que has hecho ahí fuera, ya lo estás arreglando.
—No es magia propiamente dicha. Al menos no el tipo de magia en que estás pensando.
Mi puñetazo no le ha dolido tanto como yo pensaba. Está tirado en el suelo, maniatado y con los ojos vendados, pero por su tono de voz se diría que es él quien me ha reducido a mí, y no al revés.
—Pues será un truco, entonces. Sea lo que sea.
—Quieres salir por esa puerta, ¿verdad? Pues adelante. Inténtalo. Al fin y al cabo, ni siquiera crees en la magia.
Me vuelvo para mirar la puerta y asiento con la cabeza en silencio. No puedo pasarme toda la noche aquí. Cojo un extremo de la capa y lo arrastro sin demasiado esfuerzo por el suelo de la habitación. Sea lo que sea que me espera ahí dentro, vamos a verlo los dos juntos.
* * *
Una segunda habitación, como antes. Luego otra, y otra más. Cuento los pasos. Ya deberíamos estar en el salón de actos. De hecho, ya deberíamos haber salido del edificio.
—Sé razonable, Zard, o Místico, o como quiera que te hagas llamar. Estamos en el siglo veintiuno. ¿Adónde demonios me llevas?
—Cuando estabas en octavo curso, tu orientador vocacional te dijo que eras un genio, ¿te acuerdas?
Eso no tendría por qué saberlo. Su tono de voz sube y baja con una cadencia seductora. Es la voz de un hipnotizador, pero a mí no me engaña con sus trucos.
—¿Y qué? —replico.
—Bueno, el mío también me lo dijo —contesta, y suelta una carcajada teatral, muy propia de un ilusionista.
Y entonces el encantamiento se precipita en el aire cálido, una nube de escarcha y bruma como un enorme copo de nieve que se va haciendo visible poco a poco. Hay una especial tensión dramática en el aire, como en el tercer acto de una función teatral, o como en un parque infantil bañado por el sol un instante antes de que este se ponga.
La capa yace en el suelo embaldosado, todavía con los nudos, pero no queda ni rastro de su propietario.
Me da igual. El teletransporte no se puede considerar magia. Cree que las reglas del mundo real no son aplicables a su persona, pero lo son. Son aplicables a todos y en todas partes, hasta en Harvard. En eso consiste la ciencia. Pero cuando cruzo la puerta lo que me encuentro no es el mismo edificio. No es ni siquiera Cambridge.
* * *
Esto no va bien. He visto este edificio antes, pero solo desde fuera. Es la casa de Míster Místico, una vivienda adosada de ladrillo rojo y aspecto sólido que da a la parte de atrás de Prospect Park, en Brooklyn. El césped crece a su antojo en el jardín abandonado, y hay bolsas de plástico retenidas en la cancela de hierro forjado que da a Ocean Parkway. Respiro el aire fatigado de uno de los últimos anocheceres de verano en la ciudad.
La casa parece llevar años abandonada. Desde el vestíbulo, distingo la sala de estar y el comedor, así como la escalera que conduce a la planta superior. Un manto de polvo cubre la mesa de centro, los detalles Victorianos, los ceniceros.
Supongo que está jugando con el tiempo. Intento recordar cuándo salí del submarino. Pero ¿de qué tengo miedo? ¿De los fantasmas? ¿De las brujas? Esto es absurdo. Sin embargo, hay pruebas documentales de extraños superhéroes llegados de Europa en los años de la guerra, desde Dresden o Varsovia, seres a los que alguien sacó de su eterno letargo. Hombres que se esfumaban como si tal cosa, que podían calentar objetos metálicos a distancia o chillar tan alto como para derrumbar un edificio entero con la potencia de su voz. Pero me veo obligado a hacer caso omiso de tales leyendas hasta que se demuestre su veracidad. En eso consiste la ciencia.
Un destello en la penumbra. Está aquí. No pienso correr ningún riesgo, así que aprieto el gatillo de mi pistola de plasma, pero lo único que alcanza el rayo es aire y cristal. El espejo se hace trizas, y sigo a solas en la casa cada vez más oscura. ¿Dónde están sus compañeros de equipo, aquella mujer medio alienígena, la ciborg que ha reemplazado a Galatea? A ella, y a los que son como ella, sí los entiendo.
Alumbro con la linterna una hilera de baratijas, recuerdos de Europa y del Extremo Oriente. A lo mejor se trajo algo de sus viajes, algún truco o artilugio del que nunca he oído hablar. Desde luego, espacio no le falta en esta casa. Un tigre disecado parece acechar en el ángulo que forman dos pasillos. Lo observo fijamente durante un minuto, pero no se mueve.
Salas de estar, salones de fumadores, una biblioteca, una sala de música. Pierdo la cuenta de las escaleras, que suben y bajan en grupos de tres y siete peldaños sin ninguna lógica aparente. Intento distinguir el ruido del tráfico, pero no se oye nada.
Me detengo en un pasillo con las paredes revestidas de madera, junto a un busto de Schiller. Tengo que lograr que salga de dondequiera que esté.
—¿Qué tal si das la cara, Místico? ¡Sé que eres un impostor, de lo contrario no necesitarías esconderte y recurrir a esta clase de trucos! ¡Sé tu secreto! ¡Sé lo de Los Siete!
Mi voz suena débil, se pierde en toda esta oscuridad.
Pero él me contesta, y su voz parece venir de todas partes y de ningún sitio a la vez.
—Crees que has descubierto algo. Crees que Los Siete Secretos me dieron algo, algún artilugio. ¿Es esa tu teoría?
—Un cachivache, un truco de alguna clase. No eres un mago, Zard. ¡No es posible!
—Relájate, Doctor. Disfruta del espectáculo. ¿Nunca has deseado creer en la magia?
Su voz suena como el instrumento perfectamente educado de un barítono, es una voz teatral, nada que ver con lo que uno esperaría de un estafador de medio pelo salido del extrarradio. Suena noble, y un poquito triste.
La sigo hasta otra habitación en penumbra. Empiezo a verlo todo borroso. ¿Habrá alguna sustancia estupefaciente en el aire, en las velas? ¿Vuelvo a estar en Harvard o sigo bajo las aguas del océano, en mi submarino? Busco a tientas el timón, y entonces lo recuerdo. Estoy en la casa de Míster Místico. Fuera ya es de noche.
—Puedo ver en la oscuridad, Doctor. ¿Lo sabías?
—No, no lo sabía —contesto entre dientes.
—Crees que puedes ocultarme tus secretos, pero también puedo ver en tu oscuridad, en lo más profundo de esa mazmorra que un día construiste. El fuego bajo el mundo, y el invierno mágico. La serpiente que se comió tu corazón.
* * *
Las luces se encienden, y por un momento resultan cegadoras. Entonces lo veo delante de mí. Llego justo a tiempo. Está sobre el diminuto escenario de la vieja sala de conferencias, la misma en la que nació Fuego Esencial, una enorme estancia con techo abovedado que lleva años vacía. Respirar este aire polvoriento es como empaparse de recuerdos.
Anticuadas candilejas lo iluminan desde abajo, y ha montado lo que parece ser un pequeño truco de magia. Hay un círculo dibujado con tiza a su alrededor, y sobre una pequeña mesa plegable se exhiben los accesorios típicos de un espectáculo de magia infantil: un sombrero, una baraja de cartas, una pajarera. Y en el interior de la pajarera, reluciendo de dentro hacia fuera, se halla la piedra zeta.
—¡Damas y caballeros, comienza el espectáculo! —anuncia, y un público fantasmal empieza a tomar forma. Quizá se trate de hologramas. Hasta me veo a mí mismo tal como era en la facultad, de pie delante de la máquina de rayos zeta, esperando ansiosamente que me digan cuándo debo entrar en escena. Casi parezco una caricatura, con aquellas gafas y la bata de laboratorio. Cerca de mí están Erica y el propio Jason, mirándome, tal como hacían en mis recuerdos.
Basta ya. Saco la pistola y le apunto con ella.
—Dame lo que he venido a buscar. —Le hago un gesto con la pistola al tiempo que avanzo hacia él, y los fantasmas desaparecen—. Última advertencia.
Místico menea la cabeza y cubre la pajarera. Le disparo a bocajarro, pero el rayo de plasma se detiene en el aire antes de alcanzarlo, justo por encima de la línea de tiza. Es imposible.
—Es un círculo mágico —dice, señalando el suelo.
Entonces toca la pajarera cubierta con su varita.
—Y esto es una varita mágica.
Levanta bruscamente la tela que cubría la pajarera, y la gema ya no está. En su lugar hay una paloma que se esfuma con una pequeña explosión. Cuando se vuelve para mirarme, sus ojos parecen enormes, negros.
—Mírame a los ojos…
No puedo evitarlo. Lo hago, y cuando me devuelve la mirada, compruebo que sus ojos son diáfanos y profundos, lo que me saca de quicio. Un mago debería tener la mirada torva, vidriosa, una mirada falsa, pero sus ojos parecen atisbar el fondo de las cosas, percibir algo que a mí se me escapa. Vuelve a soltar una de sus estentóreas carcajadas. La suya es una risa de quien sabe algo.
Señala algo con la mano, su capa revolotea tan cerca de mi cara que me hace parpadear, y de pronto vuelvo a estar a solas en el viejo edificio de Física. Miro a mi alrededor y vuelvo a cruzar el umbral de la puerta pendiente del siguiente truco, pero no ocurre nada. En el centro de la habitación hay un enorme artilugio, similar a un telescopio o una pistola de rayos láser, montado sobre una plataforma giratoria. En uno de los extremos se ensancha para acoger una esfera roja del tamaño de una pelota de béisbol que no es otra cosa que la piedra zeta. Mi primera creación y mi mayor error. Todo está tal como lo recuerdo, intacto.
Me lo tendría que haber olido. Todos los magos son unos fanfarrones.
* * *
Yo no pedí tener una némesis; él me eligió a mí. Fuego Esencial también estudiaba en Peterson, aunque yo lo recuerdo como Jason Garner, claro está.
Por entonces no sabía que se convertiría en mi némesis. Era tan solo Jason. Participaba en competiciones deportivas a nivel nacional, formaba parte del equipo de baloncesto, dirigía la revista universitaria Peterson Star y en tercer año ya era el portavoz de su clase. Tenía casi el mismo aspecto entonces que en su última aparición pública. Después del accidente, los años parecían no pasar por él.
Había entrado en Peterson un año antes que yo, y había causado verdadera sensación. Tenía una presencia cálida, abarcadora, genial. Mientras yo tenía que hacer un esfuerzo descomunal para ser entendido, su voz parecía llenar la habitación, audible y nítida incluso desde el extremo opuesto de un pasillo abarrotado. Mucho antes de que desarrollara superpoderes, parecía capaz de atravesar las paredes. Antes incluso de que viera a ningún ser humano capaz de irradiar luz propia, él parecía hacerlo.
Al principio, Peterson me parecía una oportunidad para empezar de cero, pero Jason y sus amigos no tardaron en ponerme en mi sitio. Hay ciertos detalles que prefiero omitir, pero lo más imperdonable de todo era su indiferencia hacia mí. No podía importarles menos. Para ellos, no era más que otra diana de sus burlas.
No recuerdo verlo a él ejerciendo personalmente una crueldad deliberada. Lo suyo no era tanto participar en el acoso a los demás estudiantes como consentirlo, pero sin llegar jamás a ensuciarse las manos. Era la norma, y él no era el único que se comportaba de ese modo. Damisela y Lobo Negro también estaban allí, algo más jóvenes que yo, rostros que veía por los pasillos, en los que me fijaba y a los que catalogaba, aunque a ellos jamás se les ocurrió aprender mi nombre. Ya entonces se comportaban como superhéroes.
Paradójicamente, cuando Jason y yo estábamos a solas, era como si fuera uno más de sus colegas. Nos sentábamos juntos en clase de Matemáticas Avanzadas o de Bioquímica, y hasta intercambiábamos una o dos palabras amistosas, como si nunca hubiese pasado nada. Tenía una buena capacidad retentiva que, aplicada al campo de las ciencias, se traducía en una media académica bastante aceptable. Nos sometíamos juntos a pruebas de nivel y series de problemas. Éramos los mejores de la clase, rivales ya entonces.
—Ahora sí que nos han jodido, ¿eh, amigo? —decía él.
—No lo sabes tú bien —contestaba yo en un tono de voz que nunca había empleado ni he vuelto a emplear jamás, un tono que me salió espontáneamente en respuesta a aquel inopinado y fugaz momento de camaradería—. ¡Estamos perdidos!
Lo cierto es que, en el fondo, hasta me caía bien. Por lo menos me trataba como una persona normal. Por supuesto, era consciente de que no podía aspirar a nada más. Jason Garner era amigo de todo el mundo, y sencillamente había momentos en los que la parte del mundo que tenía más cerca era yo. Una o dos veces, como mucho, me pregunté si ocuparía un lugar especial en su universo personal, si habría dicho alguna vez para sus adentros: «Ojalá lo conociera mejor, ojalá fuéramos más amigos». Pero si alguna vez lo pensó, lo disimulaba bien.
Yo lo estudiaba igual que habría estudiado una partícula anómala o una oscilación estelar. Siempre había visto mi impopularidad como un sacrificio, el precio de mi inteligencia, pero él no parecía tener que renunciar a nada. Había algo que él sabía sobre el mundo y que yo intentaba aprender.
Cuando se licenció, su nombre cayó en el olvido; otros estudiantes vinieron a ocupar su puesto. Pero yo no lo olvidé. Volvimos a coincidir en Harvard, y de nuevo mucho más tarde. Para entonces, ambos habíamos sufrido nuestros respectivos accidentes y llevábamos antifaz.
* * *
Para Jason, Harvard era lo más parecido a una carrera sin obstáculos por una pista que parecía haber sido expresamente diseñada para él. Cumplía puntualmente las expectativas depositadas en su persona respecto a las notas, las novias, las fraternidades estudiantiles, y todo le auguraba un brillante porvenir. Mientras tanto, yo había iniciado una lenta pero inexorable deriva que me empujaba cada vez más lejos del centro de todo.
Lo cierto es que bien podíamos haber ido a universidades distintas. Yo me pasaba los fines de semana encerrado en la biblioteca, poniéndome al día en las asignaturas extra en que me había matriculado. Me sabía de memoria a qué horas podía usar el ordenador central del campus y qué tenía que hacer para sacar un osciloscopio prestado. Él, en cambio, sabía… ¿de qué sabía? De fiestas y animadoras, supongo. Parecía salido de un folleto publicitario de la universidad.
Jason se matriculó en Física, y al principio de cada trimestre me estremecía al encontrármelo de nuevo en clase con su sonriente rostro de ojos azules, mi doble en versión rubia. Seguíamos compitiendo por ser los mejores de la clase, él con su pesado intelecto, yo con mi excéntrica genialidad, mis repentinos saltos y vueltas de tuerca mentales que me conducían en solitario a desconocidos planos de la especulación científica. Nos perseguíamos el uno al otro. El muy zoquete no tenía luces suficientes para rendirse o comprender que jamás podría alcanzarme.
No me habría sentado tan mal si se hubiese tratado de alguien como yo, o bien de un perfecto desconocido. Pero detestaba la idea de compartir mi nueva vida con alguien de Peterson, un lugar en el que todos me tenían por un bicho raro. Movía la cabeza a modo de saludo siempre que nos cruzábamos en el patio, reconociendo así la historia compartida. Seguía habiendo un vínculo entre ambos que —va siendo hora de que lo reconozca— ni yo mismo estaba dispuesto a cortar, tal vez porque, si bien de un modo fugaz, me había tratado como un amigo, como un miembro más de ese otro mundo al que nunca he podido acceder. Tal vez siguiera siendo una referencia para mí, la única persona a la que me sentía obligado a demostrar de lo que era capaz. Quizá en el fondo supiera, ya entonces, que no podría darle una lección de humildad al mundo hasta que se la hubiera dado a él.
El accidente de Jason ocurrió cuando estábamos en tercero de carrera. Hay algo que quiero dejar muy claro: el rayo zeta es un invento enteramente mío, y lo puedo demostrar, diga lo que diga el profesor Burke. Yo mismo hice las simulaciones desde el ordenador central del campus aprovechando las horas nocturnas de los fines de semana, cuando todos los demás estaban de fiesta, bebiendo, riendo y a saber qué más.
Al principio, pensé que se trataba tan solo de una forma de radiación que nadie había detectado hasta entonces. Pasaron varios años hasta que al fin comprendí que estaba ante una nueva dimensión, un espacio en el sentido literal de la palabra. También había descubierto un modo primitivo de canalizar y proyectar aquella energía.
Por entonces me había presentado al Premio Whittier-Feingold de Ciencia Universitaria y soñaba con ser entrevistado por Erica Lowenstein, la reportera de bella melena negra del Harvard Crimson por la que bebía los vientos. Erica y él también se conocían, aunque eso no lo descubrí hasta más tarde. Como no podía ser de otra manera, supongo, se sintieron atraídos el uno por el otro. Pasa a menudo.
Por absurdo que parezca, Jason se tomó la molestia de intentar leer e incluso valorar mi trabajo. En la que fue una de nuestras últimas conversaciones, creo que puso alguna objeción a las variedades de Calabi-Yau en términos poco respetuosos. Ahora, en retrospectiva, pienso que debería haberle escuchado. Aquella fue seguramente la última oportunidad que tuve de actuar de un modo distinto. Jason había hecho algunos cálculos —endebles, pero les había dedicado horas— a los que yo podría haber echado un vistazo, al menos. Pero solo podía pensar en mi momento de gloria, y ni loco le iba a dejar socavar mi autoestima. No estando Erica en juego.
—Esto es ciencia, no uno de tus partidos de rugby —le espeté al muy imbécil.
Por fin llegó el día de la demostración. El vestíbulo estaba abarrotado de estudiantes, docentes y periodistas. El New York Times había mandado a su propio reportero, al igual que las revistas Scientific American y Nature. El Departamento de Defensa, por su parte, había enviado a media docena de representantes. Jason también estaba allí, supongo que en nombre de nuestra vieja amistad, con su resplandeciente uniforme del Cuerpo de Capacitación de Oficiales Reservistas (años más tarde, descubrí que estaba becado por dicha institución), y la propia Erica, sentada en primera fila, con sus ojos grises fijos en mí.
El profesor Burke hizo una breve introducción sobre la teoría de la energía zeta mientras yo permanecía sentado frente a los mandos, interpretando a la perfección mi papel de alumno protegido. Ambos permanecíamos a la sombra de la enorme máquina de rayos zeta. Por una vez, yo era el centro de atención y Jason era uno más entre el público. Las luces se atenuaron. Encendí los controles con ademán teatral, y un zumbido llenó la sala mientras se empezaban a mover las tres astas del captador de rayos zeta.
Llegados a este punto, quiero dejar claro que, tal como me había colocado para controlar la maquinaria, daba la espalda al público. No podía haber evitado el accidente por mucho que lo hubiese querido. No tenía manera de saber que el escudo protector era insuficiente, que Erica iba a situarse inadvertidamente en la trayectoria de las partículas zeta, que habría vidas humanas en peligro.
Y si Jason no hubiese estado presente, no me cabe duda de que otro se hubiese lanzado a salvarla. Pero quiso el azar que fuera él quien estuviera allí, en el lugar ideal para hacerse el héroe y apartarla de un empujón. El rayo zeta lo alcanzó de lleno en el pecho, y un deslumbrante halo de partículas doradas envolvió su silueta y penetró en su cuerpo, infundiéndole el ilimitado poder de la energía zeta. Lo relataron como una gran hazaña, pero en realidad cualquiera de los allí presentes habría arriesgado su vida para salvar a Erica, tal como hizo él. El profesor Burke, yo mismo, cualquiera. Y entonces otra persona habría desarrollado los poderes de Fuego Esencial. Otra persona habría conquistado el corazón de Erica para siempre.
* * *
Nunca le pregunté qué había sentido en el momento en que la energía zeta sacudió su cuerpo con la potencia de un trueno. Lo último que recuerdo es ver a Erica entre sus brazos, sus rostros casi tocándose, bañados por el rojo resplandor de la dimensión paralela que yo había descubierto.
Aquella fue la última vez que vi a Jason como tal. Hasta entonces, había sido joven y atractivo; ahora, además, sabía volar y podía levantar un autobús sin esfuerzo alguno. Su fuerza era inigualable. Poseía una belleza anodina y predecible, acorde con su no menos anodina y predecible mente. Era el superhéroe perfecto. ¡Hasta tenía visión calorífica! Pasó directamente de Harvard al estrellato internacional, impulsado por una fuerza que solo yo podía haber descubierto.
¿Y qué hay de mí? ¿Qué pasó con el hombre que lo convirtió en superhéroe, su amigo, podría decirse, su colega de años atrás? Me convertí en una nota al pie de la leyenda, el torpe ayudante de laboratorio que, casualmente, controlaba la maquinaria en el momento de los hechos. «El tío del rayo zeta», en el mejor de los casos.
* * *
Cuál no sería mi sorpresa cuando, años después, Fuego Esencial llamó a mi puerta. Nadie conocía la verdadera identidad del Doctor Imposible, por lo que, al menos que yo supiera, nadie podía haber descubierto el vínculo que nos unía.
Estaba cambiado, pero al mismo tiempo seguía igual. El accidente no lo había cambiado demasiado. Ni siquiera aquel estúpido antifaz negro me hubiese impedido identificarlo al instante como Jason Garner. Lucía una reluciente malla blanca y una capa dorada. Pelo rubio y mandíbula cuadrada. La malla le ceñía el cuerpo, resaltando cada curva de una musculatura que no cabe definir sino como perfecta. Además, sabía volar. Flotaba en el aire como una etérea voluta de humo, pero en realidad no había nada más sólido que él sobre faz de la Tierra, y yo lo sabía.
—Parece que he venido al sitio adecuado —observó, sin dirigirse a nadie en particular.
Se adentró en el magnífico vestíbulo como si fuera suyo, y sus pasos resonaron en el suelo de mármol. Contempló con indiferencia la enorme estatua de estilo art déco que me representaba a mí mismo en pose triunfal, con el pie descansando sobre un globo terráqueo. Sí, tenía grandes planes, sueños, como cualquier otra persona. Era la primera vez que había dado rienda suelta a los delirios de mi mente. Todo lo que había garabateado alguna vez en mis viejos cuadernos había cobrado vida, vida dotada de un aliento malvado. En las profundidades de la Tierra había encontrado rastros de ADN de una antigüedad sin precedentes. Cada mes echaba abajo un nuevo paradigma, mis robots se volvían cada vez más sofisticados y en los laboratorios subterráneos se veían venir hazañas más importantes aún, nuevas dimensiones, viajes interestelares. Pensamientos tan geniales que el solo hecho de tenerlos ya constituía un delito.
Me había convertido en un supervillano, un supergenio, y no parecía que nadie fuera a detenerme. Iba a ser un nuevo Alejandro Magno, un Fu Manchú, un profesor Moriarty, todos a la vez. Por aquellas fechas había lanzado mi primera amenaza global, por la que exigía sumisión absoluta a mi voluntad, y Fuego Esencial llegó en respuesta a dicha amenaza.
Allí estaba yo, en mi sala de control, una maravilla de cristal y acero incrustada en la pared de un acantilado con vistas a un paisaje ártico cubierto de nieve. La había construido yo mismo, y no se me había pasado por alto el tema de la seguridad. Sabía que, antes o después, las autoridades se cansarían de repeler mis ataques y vendrían a buscarme. Estaría listo para cuando eso ocurriera.
Pero nadie me había dicho que iba a ser así. Las balas rebotaban en su cuerpo. Caminaba sobre las trampas del suelo como si fueran superficies de acero macizo. Los robots que lo embestían acababan hechos trizas. Echaba las puertas abajo de un puñetazo, derretía paredes con los ojos. Su cuerpo absorbía la radiación como un agujero negro, o bien la reflejaba. No solo no lograba detenerlo, sino que parecía ir ganando fuerza según avanzaba. Me estaba dando una paliza.
¿Sabía quién era yo? Para cuando arrancó de cuajo las puertas de la sala de control, ya me había puesto el antifaz y el casco, por lo que no habría podido reconocerme. Por entonces, lucía un traje azul pastel ribeteado de rojo, con cinturón y casco del mismo color. Aletas rojas en los antebrazos, y una larga capa roja. Sobre el pecho, mi viejo símbolo, la cresta imperial y un planeta rojo ceñido por un halo dorado. Por un momento, su presencia allí me resultó de lo más humillante, pues no dejaba de ser un intruso, alguien que había osado irrumpir en la estancia en la que almorzaba y cenaba a solas cada día.
Pero cuando nuestras miradas se encontraron, no tardé en confirmar lo que había sospechado. No me había reconocido.
—¡Atrás, supervillano!
De cerca, su presencia física resultaba más imponente aún. El rayo zeta había hecho lo suyo. Mis poderes son importantes, pero no son mi principal baza. Fuego Esencial era un ser de clase M, algo que mis ojos nunca habían visto. Parecía sobrenatural, y en el fondo de sus ojos había una fuerza cristalina que se diría a punto de explotar hacia fuera. Un olor en el aire, ozono, una tormenta que se acerca.
Lo cierto es que mis planes para una situación como aquella estaban todavía en fase de desarrollo. No esperaba que nadie llegara tan lejos y, la verdad, creía sinceramente que el rayo congelante era poco menos que infalible. No me había tomado la molestia de desarrollar un plan cabal para lo que vendría a continuación. Siempre estaba tan ocupado con mis inventos que todo lo demás quedaba en segundo plano, como el trono que nunca llegué a terminar.
Había dispuesto tres medidas de contención para una eventualidad como aquella. Por desgracia, Fuego Esencial había superado la primera, un campo de electrocución (algo así como un gigantesco atrapamoscas eléctrico), sin inmutarse siquiera. Estaba a punto de pulsar el botón que convertiría mi cuadro de mandos en una nave de escape propulsada por un cohete. En quince segundos, poco más o menos, podría ser una mota en el horizonte camino de las Azores, donde me instalaría bajo una nueva identidad. Pero no, pensé. Vamos a intentarlo. Yo también tengo superpoderes. ¿Qué es lo peor que podría pasar?
—Tu reinado del terror se ha terminado, Doctor Imposible. Te vas a venir conmigo.
En realidad, más que un reinado, lo mío había sido un fugaz principado.
El imposibláster era mi última oportunidad. Era el arma de bolsillo más potente que había construido, cabía fácilmente en la palma de la mano y era un auténtico lanzallamas en miniatura. Le apunté y mantuve el gatillo apretado durante unos cinco segundos mientras avanzaba hacia mí, envuelto en llamas, pero fue en vano. Siguió caminando como si tal cosa, y eso que yo notaba las vaharadas de calor que despedía su cuerpo.
—¡Tendrás que probar con otra cosa, Imposible!
Mierda. Esperé a que se encendiera la luz de arriba y lo arrojé contra él.
Llegados a este punto, no podía hacer otra cosa que levantar los puños, que parecían medir un tercio de los suyos. Tengo dedos largos, hechos para manejar botones de control y tubos de ensayo, no para golpear cosas. Soy un científico, me permito recordaros. Pero estaba determinado a no dejarme coger fácilmente, y sería consecuente con mis decisiones.
—¡Toma!
Nos encaramos un momento en silencio, y luego se abalanzó sobre mí. ¡Osó ponerme las manos encima, a mí, un científico genial! Recuerdo que hubo una breve persecución alrededor del cuadro de mandos. Puede que intentara devolverle los golpes una o dos veces, y justo antes de perder el conocimiento reuní fuerzas para informarle de que aquella no sería la última vez que nos veíamos las caras.
Cuando me desperté iba flotando en el aire colgado de mi capa. Fuego Esencial me llevaba en volandas, y se disponía a entregarme a las autoridades. Relajé el cuerpo, aparté el rostro y fingí seguir inconsciente durante las cinco horas que tardamos en llegar a Ottawa. No me quité el antifaz en ningún momento.
El juicio fue breve, afortunadamente. Se me acusaba de haber atracado varios bancos, de pertenecer al crimen organizado, de ejercer el chantaje y de haber cometido una interminable lista de infracciones administrativas y delitos urbanísticos. Pero no lograron averiguar mi verdadero nombre. Hace mucho que hice desaparecer mis huellas digitales, y hasta una ficha dental se puede falsificar. No me retuvieron durante mucho tiempo. Todavía no estaban preparados para mí.
Después de aquella primera fuga, la suerte estaba echada. Cuando nos volviéramos a ver seríamos viejos enemigos, lo que se conoce en el mundillo como némesis.
* * *
Lo más curioso del caso es que Erica me seguía gustando de verdad pese a todo. Incluso después de que el titular «Superhéroe desbarata los planes de aspirante a supervillano» apareciera publicado junto a su firma. Escribía muy bien, aunque su libro de relatos cortos nunca suscitó demasiado interés.
Después de aquello, apenas volví a verla. Se dejó seducir por el deslumbrante mundo de los superhéroes y las páginas de sociedad. Pero fui siguiendo su carrera y leí los perfiles de los Campeones que publicó en el Sun. Excelente trabajo. Hasta desveló en primicia el origen secreto de Lily.
Y sí, la cogí como rehén unas pocas veces, pero solo al principio, para conseguir que Fuego Esencial diera la cara. Nunca fallaba. La secuestraba en plena calle y salía disparado en un avión supersónico de diseño propio. Luego la ataba a las columnas de mi laboratorio mientras ponía en marcha mi última arma de destrucción total.
Mis ojos relucían con una intensidad y un anhelo especiales detrás del antifaz, esperando que ella me devolviera la mirada, que me reconociera, pero creo que nunca llegó a darse cuenta. Había algo en mi forma de abordarla que no acababa de convencerla.
Cierto es que, en años posteriores, nos fuimos distanciando. No puedes pasarte la vida secuestrando a la misma persona. Tampoco puedo decir que mis estrategias de seducción se hayan vuelto mucho más sofisticadas con el paso del tiempo, pero sé que Erica sigue ahí, y aún espero aquella entrevista.
* * *
La piedra zeta descansa en mi mano, fría al tacto. Es la última pieza del rompecabezas. Parece un cristal o un rubí, pero sé cómo construir una máquina capaz de extraer su energía, capaz de mover el mundo. Muevo la cabeza en señal de negación, ligeramente desconcertado aún por el numerito de Míster Místico, pero la mente se me va despejando mientras deshago el camino a pie sin que nadie me vea, y cruzo el Yard y las calles aledañas hasta llegar a orillas del río Charles. Dentro de tres días voy a conquistar el mundo, pero he perdido la oportunidad de derrotar a Fuego Esencial, que pasará a la historia como el hombre al que no pude vencer.
No puedo evitar sentirme un poco triste. Quizá se trate tan solo de orgullo profesional; al fin y al cabo, yo lo creé, y me gusta que mis creaciones sobrevivan al paso del tiempo. Pero además es cierto que teníamos una cuenta pendiente, él y yo. El mundo creía que todo había empezado en Nueva Escocia, pero en realidad lo nuestro tenía raíces profundas que se remontaban a un pasado mucho más lejano. Es posible que él también lo supiera. ¿Y si ambos fingimos no reconocernos en Nueva Escocia, cada uno por sus propios motivos, y luego ya no supimos o no quisimos dar marcha atrás?
Supongo que nunca lo sabremos. Iba a derrotarlo, y el día que lo derrotara iba a sacarme el antifaz y mirarlo a la cara para hacerle saber quién era. El mundo entero sabría que el Doctor Imposible había derrotado a Fuego Esencial pero, por encima de todo, Jason Garner sabría que yo lo había derrotado. Lo había aniquilado. Pero ahora nunca lo sabrá.