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POR FIN NOS CONOCEMOS

Lily y yo llevamos horas despiertas, hurgando entre los escombros de la batalla de ayer en busca de pistas sobre el paradero del Doctor Imposible y sus planes de futuro.

A mí me toca venir hasta aquí como castigo por haberme perdido la pelea (estaba siguiendo una falsa pista en Monongahela, Pensilvania). Lily también se las arregló para perdérsela —era su día libre, supuestamente— y nadie sabe dónde paraba Míster Místico. Damisela está de un humor de perros. Todos lo están, de hecho, desde el funeral.

Nos sería de gran ayuda si el resto del equipo se molestara en hablar de lo ocurrido ayer. La mayor parte de la información que poseo la he sacado de los diarios. Por lo que sé, Lobo Negro se topó por pura casualidad con el Doctor Imposible vestido de paisano y dio el aviso. Tras un breve intercambio de palabras, incluidas las pullas de rigor, el Doctor Imposible se aplicó a la tarea de propinarles una soberana paliza —que la televisión nacional se encargó de retransmitir en vivo y en directo— antes de escapar por medios desconocidos. Lobo Negro se enfrentó a él a solas y salió derrotado, mientras que Damisela, la incombustible Damisela, se vino abajo presa de una vulnerabilidad que ni siquiera figura en los archivos del ordenador central. Salvaje va a pasar semanas en el hospital. La prensa nos está poniendo a caldo.

Mientras el resto del equipo se dedica a lamerse las heridas en el cuartel general, Lily y yo inspeccionamos lentamente el campo de batalla. Ninguna de las dos ha hecho esto antes.

—Me pregunto si dejaron algún cristal intacto —comento, intentando romper el hielo.

—Sí, yo también me lo pregunto.

—Esto no tiene ningún sentido, me siento como una imbécil. Deberíamos largarnos al zoo, o algo así.

La inesperada tormenta de ayer ha escampado y empiezo a recalentarme.

Toda la manzana se encuentra acordonada con cinta amarilla de la policía, y los agentes no me quitan ojo de encima mientras me paseo en medio de la calle. Se estarán preguntando qué les ha dado a los Campeones para destrozar la manzana, dejar escapar al Doctor Imposible y, para postre, enviar a una famosa supervillana y una perfecta desconocida a averiguar qué demonios ocurrió.

Voy alternando modos de visión con la esperanza de que surja algo lo bastante interesante para justificar, al menos, que no hayamos dejado entrar a los equipos de limpieza.

Lo intento de nuevo.

—Así que Lobo Negro se topó con el Doctor Imposible, llamó a los Campeones…

—Excepto los que estaban fuera de la ciudad, algo que, dicho sea de paso, nadie les puede recriminar —añade Lily.

—¿Tú dónde estabas?

—Atracando un banco, vaya pregunta.

—Vale, así que…

Por lo poco que sé, esto podría ser un examen, y Lobo Negro podría estar observándonos desde algún lugar. En la cafetería, las huellas del zapatito puntiagudo de Triunfo del Arco Iris destacan sobre las de los mocasines del superdelincuente.

—El Doctor Imposible sale del Starbucks —apunta Lily. Hay trazas residuales de energía zeta que así lo sugieren.

—¿Qué hacía en una cafetería?

—Los genios son imprevisibles.

—Y hay una… pelea —sugiero, a falta de una palabra mejor.

Fuera, la acera se ha combado y hundido bajo golpes de fuerza incalculable. Aquí, los rastros de energía son más nítidos: el fulminante retroceso en el aire de Damisela, el característico amarillo verdoso de los trucos meteorológicos de Elfina, el derroche de colores y formas que dejó a su paso el báculo de poder del Doctor Imposible.

—Una gran pelea. Cinco contra uno.

Lily no alcanza a ver las huellas energéticas, pero salta a la vista lo que ocurrió aquí: los Campeones unieron todas sus energías para derrotar a un hombre que se negaba a dejarse vencer.

—Y supongo que se escapó por aquí.

El rastro energético del Doctor conduce a un registro de alcantarilla. Qué clásico. No me extraña que estén tan mosqueados. Lily levanta el registro con una sola mano.

—Qué asco. Oye, Míster Místico también se saltó la pelea; ¿por qué no lo mandan a él allá abajo?

—Ya bajo yo. Puedo hacer una espectroscopia del escenario de la batalla.

—Cómo te gusta fardar…

En cuanto me introduzco en la alcantarilla, el ruido cesa de forma abrupta. Las brigadas del ayuntamiento ya han pasado por aquí para comprobar que no hubiese daños estructurales, así que difícilmente hallaré ninguna pista, pero es un alivio no sentirme observada durante un rato.

—¿Has visto algo? —pregunta Lily desde arriba.

—Un momento.

Hay muchas baldosas rotas allí donde Lobo Negro se las vio con el Doctor Imposible. En algún momento, este lo cogió desprevenido y lo arrojó contra la pared. Hay una muesca que tiene toda la pinta de deberse al impacto de uno de los cuchillos de Lobo Negro, y por un momento siento el impulso de encontrarlo y devolvérselo, pero recuerdo que es millonario.

—Creo que tu novio le dio una paliza al mío —grito, dirigiéndome a Lily.

—No es mi novio.

—De acuerdo.

—Y tú no sales con Lobo Negro. Solo habló contigo.

—¡Vale, vale!

Le había comentado lo que Lobo Negro me había dicho. ¿A quién si no podía contárselo?

—¿Alguna pista, señora detective? ¿Has acabado ya? La policía me está mirando.

—Sí, supongo que ya está.

Justo entonces, mi radar rebota en otro objeto, pequeño, frío y metálico, apenas cubierto por el agua. Meto la mano y saco un puñado de monedas, una anticuada ficha del metro y una llave con una etiqueta en la que pone: motel Starlight, Queens, Nueva York.

* * *

Cuando el objeto de la investigación resulta ser un elemento metahumano, el allanamiento de morada es una actividad de lo más arriesgada. No hay modo de saber qué clase de extravagancia se va a encontrar uno al otro lado de la puerta, pero puede ser cualquier cosa, desde cucarachas genéticamente manipuladas a un agujero negro de bolsillo. Por un instante, me planteo llamar a los demás.

Pero decido que vale la pena jugármela ante la perspectiva de coger al Doctor Imposible yo sola y colgarme esa medalla. Me darían igual los titulares de los diarios, solo ver la cara que pondría Damisela me compensaría con creces.

La llave entra en la cerradura y gira sin esfuerzo. Abro la puerta tan sigilosamente como puedo, sin poder evitar sentirme un poco tonta. El Doctor Imposible podría estar esperándome al otro lado. Si es así, ¿qué le diré, exactamente? Pero las luces están apagadas y la sala desierta. Aguardo un momento en el vestíbulo, esperando no tener que arrepentirme de mi decisión. Son las siete de la tarde menos un minuto.

Dentro reina un silencio total, está oscuro y hace calor. Me quedo de pie en el umbral mientras mi visión orgánica se adapta a la penumbra. Distingo varios estantes y un sofá, bolsas de basura esparcidas por el suelo. Un teléfono de plástico blanco descansa sobre una mesita auxiliar que tiene toda la pinta de haber sido rescatada de la calle y cuyo único cajón está completamente abierto, dejando a la vista un revoltijo de placas base, planchas de plástico verde de grano grueso taraceadas con hilo metálico. Las baldas están repletas de objetos sueltos: una cabeza de muñeca, una tosca pieza de alfarería, una estatuilla de plástico que representa a un personaje de dibujos animados japoneses.

Una gruesa capa de polvo se ha asentado sobre todos los objetos y tiñe la parte superior de los cables eléctricos e interconectores que yacen en los rincones. Las paredes han sido pintadas con un gotelé blanco y pegajoso típico de los apartamentos baratos de Nueva York, que invade incluso los bordes de los picaportes, los interruptores eléctricos y los marcos de las ventanas. El aire huele a sudor, a comida putrefacta y a quemado. Este último olor procede del radiador.

Entro en la habitación. Del pomo de la puerta cuelga una bolsa de plástico que hace las veces de cubo de basura, rebosante de envases de comida para llevar y papel de cocina usado, una mínima concesión a la idea del orden doméstico. Alguien comió y durmió aquí durante varias semanas, como mínimo.

A mi izquierda, los últimos rayos de sol entran filtrados por los cristales sucios de las ventanas y se derraman en los trozos de moqueta dispersos por el suelo y las mugrientas baldosas de linóleo. Ante mí, un breve pasillo lleva hasta la puerta entreabierta del cuarto de baño y lo que debe de ser un dormitorio a la izquierda. Primero el salón, decido. Sobre la alfombra descansa un enorme tubo de metal pulido, oxidado por uno de los extremos, como si hubiese formado parte de un inmenso motor. La superficie presenta una pátina agrietada que sugiere un sobrecalentamiento. Este chisme solo puede haber salido de uno de los aviones cohete del Doctor Imposible.

El sofá, con su raída tapicería de cuadros escoceses, da la impresión de haber pasado semanas a la intemperie. En el suelo, casi enterrado bajo una montaña de cajas de cartón y material de embalaje, yace una mano robótica que mide más de un metro de ancho, tres dedos articulados y un pulgar, pintados todos ellos en llamativos tonos de rojo y azul. Allí donde debería estar la muñeca, sobresale una larga maraña de cables, como si alguien la hubiese arrancado de cuajo a su propietario con una fuerza descomunal. Toco uno de aquellos dedos anchos, fríos al tacto. La corriente de aire hace que la puerta se cierre a mi espalda, aislándome del ruido de la calle. Se oyen los pasos del vecino de arriba y la descarga de la cisterna de un váter en algún otro punto del edificio.

En el repentino silencio, percibo el zumbido de varios ventiladores en marcha, así como el runrún y los chirridos característicos de los discos duros. Siguiendo el sonido, enfilo el pasillo y entro en la habitación, donde los indicadores LED de color verde y rojo destellan en el aire polvoriento como extrañas luciérnagas junto a un futón desplegado directamente en el suelo. Soy consciente de hallarme en el centro de algo.

Debe de haber venido aquí como último recurso, cuando se le acabó el dinero para comprar castillos e islas, cuando descubrieron la última de sus cuentas abiertas en un paraíso fiscal y el último de sus tesoros enterrados. Y no hace mucho que estuvo aquí por última vez.

Echo un vistazo a la maraña de cables interconectados, tomando la precaución de no tocarlos. Debe de haber empezado con cinco o seis PC de serie, pero ahora mismo ninguno de ellos parece del montón. Parte de este cableado es sencillamente algo inaudito. Hay conexiones inexplicables pero a todas luces intencionadas, chips serrados por la mitad o puestos a remojar en alguna solución aprovechando los vasos del Burguer King. Me fijo en un superordenador. Seguramente compró todos los componentes en el primer mayorista informático que encontró y lo ensambló de arriba abajo con sus propias manos. Resulta fácil olvidar lo inteligente que es.

Ya debería haber dado la voz de alarma, pero quiero saber qué está haciendo. Me siento en el futón y busco en la parte posterior de uno de los ordenadores un puerto al que pueda enchufarme. Hasta mis conectores se están quedando desfasados.

La información se despliega a lo largo y ancho de mi pantalla en formato ASCII de color blanquiazul. Se trata de un trabajo de ingeniería extremadamente complejo que gira en torno a las fuerzas brutas y la inercia rotacional. Hay varios gráficos en los que se ve la Tierra envuelta en una red de líneas de fuerza compuestas por miles de diminutos vectores. Algo grandioso y sumamente sofisticado se simula o controla desde aquí, pero no dispongo de los conocimientos matemáticos necesarios para desentrañarlo. A decir verdad, la mayoría de las mentes capaces de entender esta clase de proyectos están en el otro bando. Media docena de líneas se entrecruzan y conectan en un punto en el que aparece un símbolo o diagrama apenas esbozado que parece representar un trueno. Junto a dicho símbolo hay un signo de interrogación. Quizá se trate de algo en lo que aún está trabajando. Las palabras «¡Más poder!», «¡Invencible!» aparecen subrayadas.

Páginas y más páginas de trayectorias orbitales, asteroides, planetas, cometas que se desplazan, columnas de cifras, y cosas más extrañas aún: ¿Un hombre gordo? ¿Una joya? Estrellas y gobiernos, superhéroes y supervillanos aparecen conectados por líneas de puntos que se extienden por el espacio, el tiempo y otras dimensiones. Así debe de ver el mundo un cerebro privilegiado. Reconozco a Damisela y a Lobo Negro, y también a los demás, dispersos entre sí. No me veo a mí misma, a no ser que sea la letra «F». ¿Acaso sabe de mi existencia? ¿Deseo que lo sepa?

Me lo descargo todo, pendiente de cualquier ruido de pasos procedente del vestíbulo. Pero no creo que vaya a volver.

Estoy a punto de salir cuando lo veo. Sobre la encimera de la cocina descansa una réplica de la gigantesca mano robótica que he visto antes, pero esta se ha fabricado a escala humana y está intacta. Una ingeniosa articulación esférica la remata allí donde debería ir el brazo. Allí donde debería ir mi brazo, podría decir, porque esta vez reconozco el diseño.

* * *

Vuelvo al cuartel general de los Campeones, y esta vez soy yo quien habla ante la pantalla gigante de la Sala de Crisis. Expongo mis hallazgos: la llave, el motel, los gráficos. Descargo los cálculos del Doctor en la pantalla grande, una página tras otra, mientras los demás escuchan mis conclusiones.

Lobo Negro toma notas como un poseso mientras hablo, pero no me mira. Se lo cuento todo excepto el último detalle.

Cuando termino, Damisela y él rompen a hablar a toda velocidad, pisándose las frases el uno al otro.

—Buen trabajo, Fatale —me felicita Lobo Negro, sin apenas despegar los ojos del papel.

—Excelente trabajo. Ahora sí que lo tenemos. —Por una vez, hasta Damisela sonríe, y hay un atisbo de maldad en su sonrisa—. Está claro: se ha pasado a la magia.

—Y está desesperado. No tenemos mucho tiempo.

En la pantalla, hay esferas dando vueltas sin cesar alrededor unas de otras y en torno al Sol. Hay una ventana que señala un plazo límite, y dicho plazo se agota en unos pocos días.

—Vale, pero ¿qué es eso? —pregunto, señalando el trueno.

—Sea lo que sea, no queremos que lo consiga.

—¿Qué aspecto tenía? —pregunta Lily—. La habitación, me refiero.

Me encojo de hombros.

—No sé… ¿como la habitación de un estudiante universitario sin un duro y con muy mala baba…?

Lily no parece demasiado feliz.

—Está desesperado, efectivamente. Creo que va a intentar conquistar el mundo.

Lobo Negro permanece inmóvil como una estatua, enfundado en su ceñidísima malla de cuero negro, moviendo los labios en silencio cada dos o tres minutos. Lo observo más de cerca. Está pronunciando la palabra «Apocalipsis».

No aparta los ojos de una pizarra blanca en la que apenas se ve el color de fondo, tantas son las notas y los gráficos garabateados en rojo, verde, azul y amarillo que se solapan. Bien mirado, no resulta demasiado distinto de los cálculos del Doctor Imposible, y por un momento me pregunto cómo habría sido Lobo Negro si hubiese decidido unirse a los malos, y qué le impidió seguir ese camino. Recuerdo el ambiente miserable del piso del Doctor Imposible, el olor a comida putrefacta. Cuando Lobo Negro vuelve a hablar, lo hace en un tono sombrío.

—Ningún supervillano logro derrotar jamás a Fuego Esencial. Pero ¿y si pudiera hacerlo un superhéroe?

—Conoces de sobra los superpoderes censados. —Damisela parece aburrida—. Yo habría podido hacerlo. Y tú también. ¿Quién más?

—Lily.

—No. Yo respondo por ella. —Damisela parece muy segura de lo que dice, y me pregunto por qué.

—Hay que ampliar la lista.

—Di lo que tengas que decir de una vez —lo urge Damisela, al tiempo que se levanta.

—¿Qué pasa si se trata del Cetro del País de los Elfos?

Lobo Negro se pasa la lengua por los labios antes de decirlo. Nunca lo había visto tan nervioso. Sus palabras dejan un pesado silencio. Tema tabú. La expresión de Damisela resulta difícil de interpretar, como siempre, pero si me la tuviera que jugar diría que la veo consternada y por lo menos dos cosas más… ¿aprensiva, quizá? Y acaso también un poco agradecida a Lobo Negro por haber tenido el valor de decirlo en voz alta. A lo mejor no le importaría demasiado tener que vérselas con su madrastra.

Cualquier enemigo mortal.

* * *

Sé que Lobo Negro tiene un laboratorio en algún lugar del piso de arriba. Es tarde, pero aun así me espero hasta las dos y media de la madrugada para salir a buscarlo. Todo el mundo está durmiendo y reina el silencio en el edificio, así que me paseo tranquilamente por toda la planta hasta dar con el laboratorio. La puerta tiene un teclado numérico y solo se abre al introducir el código correcto, pero como he dicho ya, estas cosas se me dan bien.

Dentro hace frío y está oscuro como boca de lobo, si exceptuamos las brillantes bombillas halógenas que alumbran la zona de trabajo. Está en mangas de camisa y lleva puesto el antifaz. Tiene varios morados de la pelea de ayer.

—Fatale.

Ni siquiera tiene que darse la vuelta. Está repasando la grabación de la pelea, plano a plano, en un gran monitor de pantalla plana. La imagen de Elfina se ha quedado congelada con la boca abierta en un silencioso grito de guerra.

—Sí. Hola.

Él sigue a lo suyo, pasando un fotograma tras otro. Alguien acaba de salir volando del encuadre, sacudido por una descarga del báculo del Doctor Imposible.

—Fíjate. No es el mismo báculo que tenía antes. Este es nuevo.

—Siento habérmelo perdido.

—No es culpa tuya.

Fuera, la ciudad parece dormida, y solo un puñado de luces centellean aún en los bloques de oficinas que nos rodean.

—Escucha, no sé muy bien cómo decir esto, pero… necesito que le eches un vistazo a mi chasis.

—Claro. ¿Tienes algún problema de hardware?

—Más o menos.

—Súbete al escáner. Ah, mejor quítate el traje. Viene con un escudo antiescaneos incorporado.

—Vale.

Dejo mi bolso a un lado y me subo a una especie de tarima con techo de cristal, algo así como un aparato de resonancia magnética pero vertical. Son muchas las cosas de mi cuerpo que no me gusta enseñarle a nadie, pero supongo que me lo he buscado. Tardo un minuto en quitarme el traje y quedarme solo con la camiseta de tirantes y las bragas que suelo llevar debajo de este. Una serie de indicadores LED se deslizan por encima de mi costado y luego recorren una de mis piernas de arriba abajo, brillando en la oscuridad. El contacto con el aire frío me pone la piel de gallina. Ahora mismo Lobo Negro estará viendo prácticamente todo lo que me han hecho.

—Galatea ayudó a construir este escáner. Aguanta un par de minutos más sin moverte y habremos terminado.

Lobo Negro toquetea algo en el teclado y el dispositivo de exploración se mueve en silencio, transportado por dos largos brazos mecánicos, y me rodea suavemente el estómago antes de desplazarse despacio hacia arriba y luego hacia abajo. Los resultados aparecen en dos de las pantallas gigantes.

Es un escaneo de todo el cuerpo. No me he visto de este modo desde que Protheon cerró sus puertas. Veo mi esqueleto y todo lo que le hicieron. En la pantalla, mi planta de fusión nuclear late como un segundo corazón. Una cascada de cables y puntos luminosos que parecen piedras preciosas me recorre de arriba abajo. Cuando me muevo, la cascada se mueve. Al verme en la pantalla, Lobo Negro me está observando de un modo que nadie lo había hecho jamás, con o sin superpoderes.

Entonces silba bajito.

—Eres una obra maestra.

—Me lo tomaré como un cumplido.

—Lo digo en serio. Es un trabajo alucinante. Algo nunca visto. Quienquiera que lo hizo, iba muy en serio.

Me pongo roja como un tomate, pero eso no se ve en la pantalla.

—Sí, bueno, verás… de eso quería hablarte, más o menos. Creo que… creo que he descubierto quién es esa persona. —Respiro hondo, meto la mano en el bolso y le lanzo la mano metálica que he llevado encima todo el día—. He encontrado esto en la habitación del Doctor Imposible.

Se la mira y remira, y sus largos dedos acarician las articulaciones, estiran los dedos metálicos. Es el mismo diseño de mi propio brazo, no hay más que mirar la pantalla, y casi noto el tacto de sus manos sobre mi cuerpo. Hay un largo silencio. Oigo el aire acondicionado, un par de máquinas pitando, el runrún de los discos duros.

Nadie sabe gran cosa sobre los orígenes de Lobo Negro, ni por qué se le dan tan bien ciertas cosas. Muchas personas, entre las que me cuento, creen que es el resultado de un proyecto de reproducción artificial llevado a cabo por el gobierno, pero eso no explica por qué se dedica a combatir la actividad criminal, ni su comportamiento obsesivo. Me muero por preguntárselo, pero me contengo.

—¿Alguien más ha visto esto? —pregunta.

—No, solo tú.

—También fue él quien hizo a Fuego Esencial, sabrás. O eso dicen.

Me coge la mano, la de verdad, y le da la vuelta, tanteando los huesos metálicos. Sus manos resultan cálidas pese al ambiente frío del laboratorio.

—¿Y si llevo una bomba dentro, o un micrófono, o un dispositivo de rastreo? —Una extraña euforia me invade al pronunciar estas palabras, y ni siquiera sé muy bien por qué.

—Seguro que en la ANS te miraron de arriba abajo. Yo también lo haré, pero no me cabe duda de que estás limpia.

Jamás existió ningún programa del supersoldado. Debo de haber formado parte de uno de sus planes para dominar el mundo, y ni siquiera sería un plan demasiado brillante. Nunca hubo intención de crear a otros como yo, a no ser que estuviéramos destinados a ser supersecuaces que atracaran bancos a las órdenes de un imbécil con capa y muy malas pulgas. Pero no soy ni siquiera eso. Soy un desecho. ¿O no?

Me bajo del escáner y aparto la mano con brusquedad.

—Quita eso de la pantalla.

—Fatale…

—Quítalo de una vez. Bórralo todo.

—Creo que estás haciendo una montaña de un grano de arena.

—A lo mejor soy uno de ellos —sugiero en un susurro—. ¿No se te había ocurrido? No tiene por qué ser una bomba. Podría ser una traidora. Podría llevarlo escrito en mi código.

Me lo acabo de inventar, claro está. Lo más probable es que el Doctor Imposible ni siquiera sepa que estoy viva. Pero cabe la posibilidad de que sí lo sepa, y de que me halle bajo su control. Quizá todo esto forme parte de su plan.

Lobo Negro se endereza ligeramente mientras me escucha, y afirma uno de los pies en el suelo. Sus pupilas se dilatan tras el antifaz, y su ritmo respiratorio cambia. Es como si se hubiese despertado de pronto y me observara como nunca hasta ahora lo había hecho. Como una amenaza.

—Podría ser yo. Él podría haber planeado todo esto hasta el último detalle. Yo ni siquiera tendría por qué estar al corriente.

Doy un paso hacia él. Sé que tengo razón, y eso me hace sentir poderosa de un modo que nunca hasta ahora había experimentado.

—Fatale…

No acaba la frase. Intenta averiguar la forma de echar por tierra mis argumentos. La verdad, no sé qué va a pasar ahora, pero algo tiene que pasar. Doy otro paso y alargo la mano hacia él.

Se mueve tan deprisa que las cámaras solo lo registran como una imagen remanente. Nunca había pensado en él como alguien potencialmente peligroso. Todos mis sentidos lo dan como humano, carne y hueso de arriba abajo, como todos los demás.

De pronto, todo sucede muy despacio. Intento ponerme en posición de combate, pero no bien empiezo a levantar los brazos me doy cuenta de que es demasiado tarde. No me golpea muy fuerte, pero se las arregla para afianzar un pie detrás de mí y tumbar mis más de doscientos kilos. Para cuando me desplomo en el suelo, ha sacado una porra de algún sitio y se ha sentado a horcajadas sobre mí. Con una mano me sujeta uno de los brazos hacia atrás, mientras con la otra sostiene la porra en alto, tembloroso. Estoy dispuesta a contraatacar y darle su merecido, pero Lobo Negro no va más allá. Me mantiene inmovilizada en una postura de sumisión, y si fuera humana estaría sufriendo lo indecible, pero no lo soy.

Puede que no vuelva a tener otra ocasión como esta. Podría empotrarlo contra el techo de un puñetazo, pero en lugar de hacerlo me incorporo ligeramente para besarlo. Su respiración se ha vuelto pesada. Ha pasado mucho tiempo desde mis días no metálicos, y apenas recuerdo cómo se hace, pero apuesto a que lo averiguo rápido. Mis nervios serán artificiales, pero se encienden como bombillas y responden mejor incluso de lo que esperaba. Noto los músculos tensos de sus antebrazos, incluso el temblor de su piel, pero mis manos son tan fuertes como las suyas, si no más. Quizá esté hecha de acero, pero no estoy muerta. Mis sistemas de control no paran de enviarme mensajes de error; no les gusta tener a nadie tan cerca. Se pasan todo el rato intentando electrocutarlo o romperle la muñeca, y una parte de mí está ocupada impidiéndoselo.

Nuestros labios se tocan, y por un instante es justo como pensaba que sería. El metal de mi mandíbula me produce una sensación extraña pero al mismo tiempo excitante, y él me devuelve el beso. Lo acerco a mí, noto su peso sobre mi cuerpo. Había olvidado lo que es desear algo con tanta fuerza. Él introduce una mano bajo mi camiseta, y la sensación es tan maravillosa que tengo ganas de llorar. Nadie me ha tocado ahí en mucho, mucho tiempo, si exceptuamos a los cirujanos.

Entonces cometo un error. Intento quitarle el antifaz, y él me coge el brazo con brusquedad, dispuesto a romperlo. Su rostro se endurece, y de pronto vuelvo a estar ante el Lobo Negro de siempre. Es como si una personalidad completamente distinta se adueñara de él, y por un instante alcanzo a vislumbrar eso que siempre está ocultando, un terrible duelo imposible de mitigar. Algo realmente espantoso debió de pasarle en algún momento de su vida.

Y la única mujer a la que eligió como compañera es lo más parecido a la perfección que ha existido jamás. Yo, en cambio, nunca seré más que una superdotada del montón, medio invulnerable, medio vulgar como cualquier otra veinteañera. Las aleaciones metálicas y la carne no tienen punto de comparación con la hija de Nube de Tormenta.

Antes de que pueda reaccionar, lo cojo por debajo del brazo y lo levanto en el aire al tiempo que me pongo de pie. Tal como lo tengo ahora mismo, podría romperle algún hueso, pero lo dejo en el suelo sin más.

—Lo siento —dice.

—Olvídalo —replico.

Cojo mi traje y me voy. Los pasillos están completamente a oscuras a estas horas de la mañana, pero no para mí.