13

RENDIRSE, JAMÁS

Estoy sentado en una cafetería y sigo llevando puesto el traje chaqueta con el que acudí al funeral. Mi maletín descansa en el suelo, a mi lado. Resulta arriesgado salir a la calle, pero la seguridad de la información es uno de mis fuertes. Mi rostro no es conocido, y llevo puestas mis fieles gafas de sol. Nadie sabe mi nombre. Veo pasar a los transeúntes: ancianos, vagabundos, hombres trajeados como yo, gente normal que cobra una nómina a final de mes. Vasos de plástico y envoltorios de caramelos, y la acera moteada por los chicles arrojados al suelo. Todo me parece increíble.

Cierro los ojos un momento. Hay días en los que sencillamente no te sientes tan malvado.

—Mmm… oye, cariño… creo que ese de ahí es el Doctor Imposible.

Mierda.

* * *

Así empieza una superbatalla. A todos nos ha tocado vivirlas, y hay que estar listo para ellas. Para muchos, estas peleas son lo principal, lo que da sentido a horas y horas de entrenamiento. Destrozar cosas, para eso sirven sus poderes. Para eso construí el báculo de poder, pero en realidad lo que me atrae es toda la labor científica que hay detrás. Si la parte científica funciona, nadie debería poder acercárseme siquiera.

Me levanto demasiado deprisa y vuelco la taza de café con leche que tengo delante. Está casi llena, y el ruido que hace al golpear el canto de la mesa y precipitarse al suelo es casi demasiado nítido para ser real. Unas gotas de café con leche manchan mis pantalones nuevos.

Lobo Negro está de pie en el umbral de la puerta y me mira directamente mientras habla a toda velocidad por el transmisor que lleva en la muñeca sin quitarme ojo de encima en ningún momento. A mi alrededor, unos pocos civiles empiezan a comprender lo que ocurre. Mierda, mierda y mierda. Es evidente que me ha reconocido, lo que significa que no tardará en llegar el equipo al completo. Y yo sin mi traje. Es su día de suerte. Van a darme una paliza. En momentos como este desearía saber volar.

* * *

«¿Recuerda a la primera persona que le pegó?» Esa era una de las muchas preguntas que me hacía Steve, el psicólogo. Pero no sé quién fue esa persona. Me disponía a salir de un banco y estaba llamando a mi helicóptero para que viniera a recogerme, y lo siguiente que recuerdo es levantarme del suelo con gran esfuerzo a media manzana de distancia, con un lado de la cabeza completamente dormido. Al mirar atrás, me di cuenta de que había resbalado en la acera nevada y me había golpeado con el borde de una columna a la salida del banco, dándome tan tremendo coscorrón que hasta había hecho saltar un trozo de su recubrimiento de mármol. Me zumbaban ligeramente los oídos. Los transeúntes me señalaban con el dedo. Llevaba la capa rasgada y manchada de barro por un lado. Alguien me había dado un puñetazo.

El tipo venía hacia mí, bromeando con alguien por el transmisor de onda corta, dispuesto a acabar conmigo en un abrir y cerrar de ojos. El típico superhéroe de fin de semana, embutido en un exoesqueleto de fabricación casera con revestimiento de plástico industrial amarillo y mugriento. La suspensión hidráulica chirriaba mientras avanzaba a grandes zancadas con su vistoso rifle de cañón largo cruzado sobre la espalda.

Se detuvo cuando me vio levantándome en la acera. No puedo describir con demasiada exactitud lo que pasó a continuación porque no lo recuerdo bien, pero sé que me abalancé sobre él antes de que pudiera empuñar el rifle, y que salió volando hacia atrás y se estrelló de espaldas contra la fachada de cristal del banco, en cuyo vestíbulo acabó aterrizando. Ahora que lo pienso, seguramente le daría unos cuantos porrazos antes de arrojarlo contra el cristal, porque recuerdo el olor a quemado que desprendía el material aislante de su armadura, que se había torcido y tenía dificultades para recuperar su forma original. Soy fuerte, no lo olvidemos.

Él reaccionó intentando propinarme un derechazo, y hasta llegó a darme, pero era evidente que le faltaba fuelle. Le veía los ojos y un trozo de la cara a través del casco de plástico. Él sabía que tenía todas las de perder, y yo también lo sabía.

Apoyé una mano en su hombro, logré introducir dos o tres dedos debajo del casco y se lo arranqué de cuajo. Tendría unos cuarenta y cinco años, pelo oscuro y bigote. Supuse que se trataría de un bombero dedicándose a su hobby preferido. Parecía aterrado y enfadado. Se oían sirenas, pero no me moví de allí. Lo sujeté con un pie mientras le iba quitando la armadura pieza a pieza, tomándomelo con calma, notando cómo se rompían las correas, arrancando cables. Menudo superhéroe. Le dije lo que pensaba de su armadura, porque estaba seguro de que la había construido con sus propias manos, y luego me marché.

* * *

Pero aquel tipo era un aficionado, un deportista entrado en años con nociones de ingeniería. Ahora me enfrento a los Campeones, o lo que queda de ellos. Superhéroes a escala global, que poseen sofisticados transmisores, un cuartel general y aviones de despegue vertical. Ojalá el Augur estuviera aquí, y estuviera sobrio. O Lily. Se le daban tan bien estas cosas… Bueno, yo también soy un profesional, o eso dicen los diarios. Cojo una servilleta del dispensador y me la pongo sobre la boca y la nariz mientras los civiles abandonan el local. Ante todo, debo proteger mi identidad.

Dejémonos de ceremonias. Cojo una taza de la mesa de al lado y, sin previo aviso, la arrojo con todas mis fuerzas a la cabeza de Lobo Negro. La ve venir, por supuesto, y la taza se estrella contra la pared a escasos centímetros de su rostro. Por lo menos he logrado que se aparte de la puerta.

Me cago en todo. Vale, veamos. Debían de andar cerca de aquí, zurrando a algún delincuente de poca monta, quizá, o sencillamente comprando mallas nuevas. Lo más probable es que la policía esté cortando el tráfico a petición suya y montando el escenario de mi derrota. Tengo sesenta segundos, como mucho. Intento no sucumbir al pánico. Se supone que los supervillanos sabemos improvisar. A falta de antifaz, me pego la servilleta a la cara con la cinta de embalar que encuentro detrás del mostrador, y luego despejo a patadas una zona entre las mesas.

La cosa no pinta tan mal como parece. Llevo parte de mi traje de supervillano debajo de la ropa de calle, y tengo a mano mi kit de emergencia. Abro el maletín, saco el báculo de poder y empiezo a montarlo. Funciona con energía zeta, por supuesto. Veinticinco años después de su descubrimiento, sigue siendo la mejor fuente de energía portátil que existe.

Echo un vistazo al exterior. Por lo menos aún no ha llegado todo el equipo, solo unos pocos pesos pesados. Y a decir verdad ya no forman un equipo propiamente dicho, aunque no he seguido los detalles del culebrón. Se despliegan sobre la acera formando un arco, tal como aparecían en los viejos carteles publicitarios.

Lobo Negro, «azote de criminales por antonomasia», juguetea con uno de sus cuchillos de combate. Damisela, «primera dama del país de los superhéroes», flota a un metro del suelo. No me lo va a poner nada fácil. Salvaje, «el indomable amo de la calle», apenas respeta la formación. Elfina, «la princesa guerrera», imperturbable como siempre, sostiene su ridícula lanza. ¿De dónde se supone que ha salido esta tía? Y por último está Triunfo del Arco Iris, «ídolo adolescente de armas tomar». Me cago en todo.

Pero hay algo en ellos que no acaba de funcionar. Hace tiempo que no trabajan en equipo, y mi ojo profesional los percibe un poco… desmadejados. Damisela y Lobo Negro solían luchar codo con codo, pero ahora han puesto a Salvaje entre ambos en la formación, y este parece más desquiciado incluso de lo habitual.

¿Podré derrotarlos? Quizá.

* * *

Damisela coge el megáfono prestado a uno de los policías.

—Doctor Imposible, ¿eres tú?

—¿Quién osa preguntarlo?

—Ya sabes quiénes somos, Doctor Imposible. Los Campeones. —Arco Iris le dice algo—. Los Nuevos Campeones —corrige.

—Sí, soy yo.

—Eres un delincuente huido de la justicia. Te ofrecemos la posibilidad de rendirte sin oponer resistencia. Esto no tiene por qué acabar en una batalla campal.

Semejante ofrecimiento no es más que una formalidad para un hombre con un báculo del poder y una servilleta a modo de máscara, y ella lo sabe. Estoy sudando, deseando tener mi casco a mano. En cierta ocasión me prometí a mí mismo que no saldría a la calle vestido de civil.

—No creeríais que la cárcel iba a detenerme, ¿verdad? He vuelto, y voy a conquistar el mundo.

—Somos cinco contra uno, Doctor Imposible. Igual que la última vez. Es nuestra última oferta.

Podría restregarles lo de Fuego Esencial en las narices, pero no lo haré. Están en horas bajas y lo saben. Saldré de esta, y estoy destinado a gobernar el mundo.

—Venid a por mí.

Sigue una breve pausa, un momento de tensión, como los que preceden a un tiroteo. Siempre es arriesgado enfrentarse a uno de estos personajes. Sea quien sea, te las verás con el producto final de una larga y estrambótica historia personal, un ser tan extraño y poderoso que no se atiene a las reglas convencionales que definen lo posible y lo imposible. Sea quien sea tu oponente, puedes estar seguro de que se trata de una persona excepcional: un boxeador de categoría olímpica, un engendro radiactivo, el predestinado heredero de una dinastía de superhéroes. Son vencedores natos. Lucen una flecha roja, un caballito de mar o la letra g a guisa de símbolo y avanzan imparables, dispuestos a hacerte la vida imposible.

Triunfo del Arco Iris da un paso adelante. Una de mis enemigas más populares, posando en toda su gloria de ídolo juvenil.

—Sé lo que vas a decir —empiezo.

—Quedas detenido. —Lo dice en el mismo tono que emplearía el clásico niño abusón para acusar a otro de estar ocupando su asiento en clase.

—Vamos allá, chicos —farfulla Lobo Negro.

Tiene aquella expresión nerviosa y autista que siempre pone en combate, cuando su extraño sistema neurológico se hiperacelera para resolver problemas en tiempo real.

Pero han olvidado lo rápido que soy yo. Con un golpe de muñeca, lanzo una de mis granadas sónicas. Los superhéroes se dispersan. Damisela salta para proteger a su ex marido con un escudo energético, pero Salvaje es una presa fácil. La granada explota con un estruendo considerable, haciendo añicos los cristales de toda la manzana y disparando las alarmas de los coches aparcados medio kilómetro a la redonda. Salvaje yace inerte como un gigantesco muñeco de peluche, y sé que puedo olvidarme de él durante cerca de un minuto. Eso sí, cuando se levante estará hecho un basilisco. La polvareda lo cubre todo.

Y entonces Triunfo del Arco Iris me asesta un puñetazo en el estómago, y me doblo en dos como una bolsa de papel. Es la hija de uno de los máximos ejecutivos de Gentech, y llevan años trabajando en ella, desde que tenía siete años y le diagnosticaron una enfermedad degenerativa de los huesos. Un tratamiento experimental salvó su vida, pero a cambio la convirtieron en un permanente conejillo de Indias del departamento de investigación y desarrollo. Tras la primera serie de implantes, siguieron introduciendo nuevas tecnologías en su cuerpo, año tras año. Luego el departamento de marketing le echó el guante.

Llevan preparándola para ser una superheroína desde que tenía once años, iniciándola primero en actividades de búsqueda y rescate, pasando luego a la lucha activa contra la delincuencia. En las imágenes del telediario da el pego, y de qué manera, pero en la distancia corta uno se da cuenta de que no queda demasiado tejido humano en su cuerpo. Una vez le saqué una muestra de sangre, mientras la tenía retenida como rehén, solo por curiosidad. Tenía un aspecto de lo más extraño, más naranja que roja, y olía fatal.

Digan lo que digan sobre Gentech y sus malas prácticas publicitarias, esta chica no se anda con chiquitas, y las aletas que sobresalen a los lados de sus guantes son afiladas como cuchillas. Empezaba a creer que esta vez no iba a tener ni que ensuciarme las manos, y ahora resulta que hay una adolescente dispuesta a darme una paliza de muerte. Vuelve a golpearme, y me desplomo en el suelo. No pesa mucho, pero tiene la picardía de afianzarse en el suelo antes de atacar, como si hiciera palanca. El hombre más inteligente del mundo tiene las horas contadas. Me revuelvo debajo de una mesa por unos instantes, tratando de levantarme.

Ella avanza en ademán de ataque, marcándose una elegante postura de wing chun, el gesto impasible, con aquellos inquietantes ojos que miran sin parpadear. Se mueve como uno de esos personajes de dibujos animados hechos de plastilina, pero en versión acelerada. Yo aguanto lo que me echen, pero debo reconocer que no estoy a su altura como luchador. El cuerpo a cuerpo sencillamente no es mi fuerte. Cojo una silla y se la arrojo, pero ella me la arrebata de las manos y la aplasta contra el suelo. Le vuelvo a atizar y la dejo un poco aturdida, pero se las arregla para propinarme una tremenda patada en giro que va directa a mi barbilla. El mundo da vueltas a mi alrededor, y noto el suelo contra mi espalda. Resbalo hacia la calle con las piernas en el aire. Un helicóptero de la tele sobrevuela el lugar, captándolo todo.

¿Quién es el siguiente? Salvaje recobra el conocimiento convertido en una masa peluda cubierta de polvareda y cristales rotos. Me levanto tambaleándome con el báculo en la mano, justo a tiempo para frenar el ataque de aquel gigante con cabeza de tigre. Mide más de dos metros y posee una fuerza prodigiosa, algo así como una furgoneta con garras. Nunca ha matado a nadie, al menos que yo sepa, pero tampoco se molesta demasiado en evitarlo. Ha acabado más de una prometedora carrera. Nunca lo he podido estudiar en el laboratorio, así que no sé si es un felino hiperdesarrollado, producto de la ingeniería genética o una hazaña especialmente desagradable de la cirugía veterinaria.

Salgo a su encuentro blandiendo el báculo con las dos manos y le doy en toda la cara. Es como si golpeara una pared de hormigón con un bate de béisbol. Su contraataque hace que salga volando. Recorro tres metros sin tocar el suelo y luego me desplomo sobre el asfalto. Cambio de táctica. Empuño el báculo de poder y rocío a Salvaje con gas somnífero. Se tambalea y se cae.

Alguien que nunca haya estado tan cerca de seres superhumanos no puede entender qué significa enfrentarse a ellos. Aunque tengas tus propios superpoderes, la sensación predominante es un estado de shock. Las fuerzas que se mueven a tu alrededor exceden con mucho la escala humana, y tu sistema nervioso no sabe cómo encajarlo. Es como sufrir un accidente de tráfico, una y otra vez: no notas el dolor hasta pasado algún tiempo.

De pronto, todo se ralentiza. Un relámpago centellea en el cielo, y le sigue un trueno. Apoyado en una rodilla, levanto el báculo justo a tiempo para absorberlo. Ha sido Damisela. Ahora el báculo de poder está totalmente cargado, con su campo energético zumbando y vibrando en mi mano. Hay alguien en la sombra. ¿Lily? ¿Míster Místico? No tengo tiempo para pensarlo. Aquí matas o te dejas matar.

¿Quién es el siguiente? Damisela sale de entre la humareda, dispuesta a embestirme. Arranco un parquímetro de cuajo y lo blando en el aire mientras con la otra mano sostengo el báculo de poder. Logro mantenerla a raya y me las arreglo para darle en el ojo. Vuelve a avanzar y le tiro el parquímetro. Soy más rápido que ella, pero esquiva el golpe anteponiendo el antebrazo. Me coge con una sola mano y noto que mi nuevo traje se rasga mientras forcejeamos y damos vueltas sin parar hasta empotrarnos contra una pared de ladrillo. Me levanto y avanzo tambaleándome como un borracho, con una manga colgando de la chaqueta, y Damisela desciende en picado sobre mí, pero me aparto en el último momento y me las arreglo para plantarle un fajo de explosivos en la parte baja de la espalda. Está intentando quitárselos cuando saltan por los aires. Damisela sale volando hacia atrás en una trayectoria semielíptica de la longitud de un campo de fútbol, sobrevolando las tiendas y los coches aparcados para aterrizar con un crujido distante y un estrépito de cristales rotos. ¿El siguiente?

Elfina, que baja como salida de la tormenta. Un rayo láser destroza la punta de su lanza, y entonces la empuña para atizarme directamente con ella. La lanza golpea mi báculo de poder con un sonido metálico. Le doy con el disruptor sónico de bolsillo y se tambalea.

Echo un vistazo alrededor y veo que la fachada del café está en ruinas. ¿Cuándo ha sido eso? Un estruendo hace vibrar las ventanas a uno y otro lado de la calle. El cielo se está volviendo negro por momentos, y los cumulonimbos se arraciman sobre Manhattan. Mi báculo se abre como por arte de magia y despide un nuevo fulgor. Los rayos de energía me envuelven como si de una celda se tratara.

Llueve. El tráfico se ha detenido en varias manzanas a la redonda. El campo energético empieza a perder fuerza, y las gotas de lluvia provocan chispas al caer sobre él. Damisela ha vuelto, y un fuego azul nos envuelve mientras forcejeamos con los dedos entrelazados. No podré aguantar mucho más. Salvaje sostiene un coche por encima de la cabeza con los brazos estirados, perfectamente centrado. Es un sedán bastante resultón. El coche chirría, y algo se desplaza en el maletero, pero él mantiene el equilibrio el tiempo suficiente para coger impulso y arrojármelo. Son demasiados. La luz que envuelve el extremo de la lanza de Elfina se vuelve cada vez más brillante, y retrocedo. Hasta yo noto el calor que desprende.

La batalla se detiene momentáneamente, como esos insólitos momentos de silencio que se producen a veces en un bar atestado de gente. Elfina levanta la lanza en el aire, tan arriba como puede. Entonces se produce un destello cegador. El latigazo del relámpago golpea una, dos veces. Olor a lluvia, vapor, el hedor veraniego del asfalto ardiente. Mi báculo de poder absorbe la descarga, pero el ruido y el impacto son demoledores. A mis pies, la acera se resquebraja, ennegrecida.

Ha llegado el momento de renunciar a una victoria limpia. Hay un submarino esperándome en el río Hudson. Si tan solo logro bajar unas manzanas por la calle Ochenta y Tres, todo esto no será más que un recuerdo.

Me vuelvo para dedicar una mirada fulminante a mis enemigos. Luego, mientras el báculo me envuelve en una nube de humo, me agacho, levanto la pesada tapa de una boca de alcantarilla y me sumerjo en su interior. Un rayo de mi báculo de poder sella la alcantarilla. Eso los retendrá unos instantes. La carga del báculo está casi al mínimo.

Mis ojos se adaptan a la penumbra, y distingo las antiguas baldosas que cubren el suelo y el techo. He estado aquí antes. Hay un silencio insospechado, y uno acaba acostumbrándose al olor. Nadie diría que puede haber un lugar tan silencioso en Manhattan. Hay casi un palmo de agua en el suelo, pero por suerte está bastante limpia. Unas pocas manzanas más abajo saldré a la luz del día, y a la libertad.

—¿Qué le pasó a Fuego Esencial?

La voz serena de Lobo Negro resuena en las galerías subterráneas. Cómo no, tenía que ser él. Ya lo había echado de menos arriba, en la batalla. ¿Quién si no podía haber previsto el desenlace del enfrentamiento, quién conocía las alcantarillas como la palma de su mano, quién habría venido directamente aquí, a esperarme? Avanza hasta donde lo pueda ver, haciendo crujir los nudillos con aire teatral.

—¡Yo no lo hice, Lobo Negro! Os equivocáis de sospechoso.

Ojalá no acabara de hacer saltar a su ex mujer por los aires.

Uno de sus cuchillos rebota en las baldosas y sale volando derecho a mi cabeza. Apunto el báculo e intento dejarlo fuera de combate con una buena descarga, pero me ha visto venir un segundo atrás. Ya está en el aire, blandiendo una cañería del techo, cubriendo la distancia entre ambos demasiado deprisa. Me asesta una tremenda patada en el pecho.

Sé que no posee ningún poder especial, pero eso no lo hace menos temible, y se mueve con tal agilidad que incluso en un momento como este me resulta difícil no detenerme a contemplarlo. Me pregunto qué lo hace ser como es, qué circunstancias primigenias lo marcaron a fuego con una obsesión que lo obliga a vestirse como un animal y lo ayuda a luchar. ¿A quién verá cuando me mira?

Intento levantarme una vez más. Las piernas me temblequean un poco, pero Lobo Negro me concede tiempo. Se limita a permanecer allí de pie, esperándome.

—¿Cómo lo hiciste? —pregunta en tono conminatorio—. ¿Cómo lo mataste?

Me golpea dos veces antes de que pueda contestar, o tan siquiera moverme de nuevo. Se supone que yo soy rápido, pero este tío se mueve como un demonio. Estamos a solas aquí abajo, no hay una sola cámara, y no va a reprimirse. Es de los que disfrutan con estas cosas.

—¿Fue el iridio? —vocifera.

—¡No lo sé! ¡Te digo que no he sido yo!

Me abalanzo sobre él, pero Lobo Negro ya ha visto esta película. Sus manos se cierran alrededor de mi muñeca y me hace dar varias vueltas en el aire antes de arrojarme contra la pared.

—¿Un agujero negro? ¿Magia?

Me asesta otra patada en la cabeza, y me desplomo sobre el suelo mugriento.

Otra patada, esta vez en el estómago, y la calderilla cae rodando de los bolsillos de mis pantalones. Se anticipa a todos y cada uno de mis movimientos. Tengo que despistarlo, si es que eso es posible.

—Pregúntaselo a tu mujer —farfullo con voz entrecortada, pero él me oye perfectamente.

—¿Qué has dicho?

Por un momento se queda estupefacto, sin sombra de su habitual aplomo. Lo tengo encima, pero logro zafar las piernas con un movimiento brusco, y le cojo un tobillo y lo retuerzo. La desesperación me da fuerzas para levantarlo en el aire, girar sobre mis talones y empotrarlo contra la pared. Creo que no sale de su asombro.

Avanzo a trompicones, chapoteando entre la basura, rogando a Dios para que Lobo Negro no se levante y venga a por mí, demasiado cansado para hacer nada al respecto si así fuera.

Esto explica por qué no estoy listo. Esta es la parte de la que nunca me acuerdo hasta que es demasiado tarde, el gran fallo del plan, la parte en la que te llueven las hostias. Un hombre menos reflexivo que yo podría no haberse dado cuenta del detalle, pero como sin duda os habré dicho ya, soy un genio.

Se acerca la última fase de mi plan, la fase que aún no se me ha ocurrido. Necesito ser invencible, y pronto… para cuando la luna se ponga en posición.

Veo una serie de peldaños empotrados en la pared, me encaramo a ellos y subo sin detenerme hasta respirar aire fresco. Estoy fuera, jadeando a cuatro patas en la acera. Solo me quedan dos manzanas. Los transeúntes pasan a mi alrededor sin inmutarse, hasta que de pronto todos dirigen su mirada hacia arriba.

Mis pies se alejan del suelo, y me quedo sin aliento. Esta vez es Damisela la que me coge por las solapas y me arrastra con ella hacia arriba. Subimos, piso tras piso, hasta dejar atrás el abismo de Broadway. Noto su aliento cálido en mi frente mientras seguimos ascendiendo a toda velocidad, más allá de los rascacielos, y por un momento me veo a mí mismo sobrevolando la cuadrícula de la ciudad, bañado en la luz del atardecer, resplandeciente como los héroes de verdad.

Luego se me pasa la conmoción inicial y me doy cuenta de que tengo las manos libres. En el interior de mi boca hay una cápsula que contiene una diminuta muestra de gas que le compré a un visitante alienígena, la atmósfera de una planeta oceánico a cuarenta años luz de distancia de la Tierra.

Rodeo sus puños con los míos, aprieto con todas mis fuerzas y me armo de valor para besarla en los labios. Es mi último truco, el que he estado reservando durante años. Damisela se queda estupefacta, boquiabierta, y sin saberlo inspira mi aliento ponzoñoso.

Pierde el conocimiento y cae en picado, mientras yo me las arreglo para flotar con la escasa energía que queda en el báculo de poder. En diez minutos se habrá recuperado, pero para entonces yo ya estaré a kilómetros de distancia. Me dejo llevar por la brisa, que me arrastra hacia el oeste y hacia abajo. Sobrevuelo los tejados de la Universidad de Columbia, la arboleda de Riverside Park y finalmente el río Hudson. Por una vez, he tenido suerte.

Desciendo hacia las oscuras aguas del río mientras mi submarino emerge hasta la superficie. Lo primero que hago es trazar mi siguiente destino. La próxima vez no será tan fácil. Le echo un último vistazo a Manhattan, esbozo una reverencia y me sumerjo.