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INVENCIBLE

Enfundado en un mono gris y luciendo una mascarilla desechable, friego el suelo de mármol del vestíbulo de los Campeones y limpio el polvo a la estatua de Galatea hasta asegurarme de que mis máquinas han desconectado las cámaras de seguridad. Luego me encierro en el cuartito de la limpieza, me cambio y me presento bajo la bóveda acristalada luciendo mis mejores galas, antifaz y capa incluidos. Ha llegado el momento de pasar a la segunda fase de mi plan de destrucción total, un plan que consta de tres fases, sin contar la destrucción total en sí.

Entrar por la puerta principal con mi traje de supervillano es una transgresión que me produce un enorme placer, otro detalle para la leyenda. Esta vez todo está saliendo a pedir de boca, casi demasiado fácil. No hay ni rastro de Fuego Esencial, y los Campeones se han marchado para llevar a cabo otra de sus inútiles misiones de reconocimiento. Estarán fuera durante horas, y aprovechando su ausencia no tardaré en hacerme con la siguiente pieza de mi arma de destrucción total. Gracias a mí, Cara de Muñeca alcanzará la gloria al fin.

El nuevo báculo de poder está ya completo y lo pruebo por enésima vez, asiendo la empuñadura y tanteándolo. Las piezas proceden en su mayoría de la ferretería de la esquina, pero el diseño… ese solo yo podría haberlo concebido. Los circuitos moleculares, los hologramas, el aparato portátil de resonancia magnética… en la cárcel tenía mucho tiempo libre. La piedra preciosa de la que procede su energía desprende un intenso fulgor rojo, y me paseo silenciosa e invisiblemente por los pasillos sin producir más que un centelleo de electricidad estática en los monitores. He memorizado la planta del edificio, cuyos pormenores reuní y seleccioné gracias a los planos del proyecto técnico, diversas fotos tomadas por satélite, revistas de fans e incluso aquel interminable documental.

Tengo que reconocer que es magnífico. Doy vueltas sobre mí mismo y contemplo boquiabierto lo que no puedo sino calificar como una muestra de arquitectura profundamente chabacana. Guy Campbell, el Centinela Plateado, se las arregló para entrar en el equipo a cambio del acondicionamiento del edificio como cuartel general de los Campeones tras haber desalojado al gigante de las telecomunicaciones que lo había construido. No duró ni seis semanas en el equipo, y creo que no pidió que le devolvieran la sede por pura vergüenza.

El edificio será una maravilla, pero huele como suelen oler estos sitios: una mezcla de sudor, ozono y desinfectante, olor de hospital. Ciertos dones, como la capacidad para alargar las extremidades a placer o segregar ácidos, no hacen muy buenas migas con el metabolismo humano. La línea que separa los superpoderes de una enfermedad crónica es muy fina.

* * *

Los Campeones se marcharon hace una hora, lo que significa que tengo tiempo para curiosear un poco. El vestíbulo es un auténtico museo del mundo de los superhéroes, plagado de souvenirs de los años dorados.

La boda de Damisela y Lobo Negro en los años ochenta fue el momento culminante de aquella era, la unión de los dos miembros fundadores del mayor superequipo que había existido jamás, ambos en la cúspide de sus carreras. El hecho adicional de que Damisela fuera la hija de Nube de Tormenta convertía la ceremonia en todo un acontecimiento dinástico. Eran algo así como nuestros Carlos y Diana. Cuando Nube de Tormenta colgó el zafiro estelar alrededor del cuello de Damisela, fue como si coronara a los Campeones, como si les cediera el testigo. Y pensar que fuimos a la misma facultad… aunque ninguno de ellos se acordará de mí.

Los demás lo contemplábamos todo desde la sombra, preguntándonos qué significado tenía. Yo también asistí a la ceremonia, oculto entre la muchedumbre, esperando mi momento. Nube de Tormenta se mantenía en un segundo plano con gesto solemne, casi digno de un estadista. Fuego Esencial era el padrino y pronunció un discurso que hasta yo encontré gracioso (alguien se lo escribiría, seguramente Lobo Negro). Cuando se besaron, el campo energético de Damisela se iluminó con un resplandor purpúreo y luego desapareció por completo mientras se alzaban juntos en el aire. Debí acabar con ella allí mismo, pero por entonces seguía siendo un poco sentimental.

* * *

La Sala de Crisis. Aquí es donde el elenco cambiante de robots, atletas, locos y dioses que conformaban el equipo se reunía para hablar de mí. Hay una mesa en forma de herradura, y frente al extremo abierto de esta, un terminal informático de forma alargada. Más allá, adosadas a la pared, veo tres enormes pantallas. Supongo que más de una vez me habré asomado a ellas con gesto amenazador y mirada lasciva, imponiendo mis condiciones. Espero que tuvieran un buen sistema de sonido.

Al grano. La seguridad de su sistema informático no es ninguna maravilla. Lo más probable es que sea obra de Lobo Negro, que no es tonto pero tampoco un genio, y peca de exceso de confianza en sí mismo. Los superhéroes como él no piensan demasiado en la seguridad. Dan por sentado que su reputación es suficiente para mantener a raya a los forasteros, y si alguien comete la imprudencia de intentar colarse en sus dominios, siempre pueden recurrir a la fuerza para solventar la cuestión. Eso sí, debo reconocer que tienen unas sillas de despacho fenomenales. Además, hay un ventanal con vistas fabulosas al centro de la ciudad, y el feng shui es inmejorable. Me paso unos minutos toqueteando el terminal informático de líneas amplias y diseño plano antes de pasar a la acción.

Podría hackear el sistema, pero no tengo que esforzarme tanto. Hacia el final de Los seis de Titán aparecen descartes de una visita televisiva a la fortaleza que se grabó al poco de que volvieran del espacio exterior. Damisela se dirige a la cámara con aspecto extremadamente cansado. Nadie parece estar haciendo nada productivo. Aquella fue su mayor victoria, pero parecen estar sumidos en una depresión colectiva. De hecho, faltan pocas semanas para que se produzca la ruptura definitiva.

En segundo plano aparece Lobo Negro sentado delante del ordenador. Al pasar las imágenes a cámara lenta, y ampliando esa sección de la pantalla, se ve perfectamente cómo teclea su clave de acceso. A partir de ahí, no resulta demasiado complicado averiguar sobre qué teclas descansaban sus dedos y, por consiguiente, qué palabra escribía. Solo hay que ponerse al día en estas cosas. Introduzco la clave: GALATEA.

Una vez dentro del sistema, no me resisto a curiosear un poco. Echo un vistazo a los archivos personales, las identidades secretas, los superpoderes. Damisela, Lobo Negro, Elfina. Sé de sobras quiénes son. A otros los recuerdo bastante bien, aunque ellos jamás se acordarían de mí. Y todo el mundo sabe quién eres tú, Fuego Esencial. Jason.

Registros de actividad. Lobo Negro se ha conectado no hace mucho, y ha estado repasando los archivos de Fuego Esencial. También ha dedicado algún tiempo a recorrer las hemerotecas, y ha estado viendo imágenes de archivo de Galatea en acción, su melena purpúrea flotando como siempre en una brisa intangible, la cinta violeta sobre la frente, por encima de sus anodinos ojos verdes. Proyectaba una energía plateada desde las manos, y ni siquiera yo sé qué demonios era, pero dolía horrores.

Lobo Negro también ha estado buscando información acerca de mí. Los datos recogidos en la entrada «Doctor Imposible» son sorprendentemente inexactos. Nunca he sido de los que lo confiesan todo en los interrogatorios, pero aun así es increíble lo mucho que he conseguido ocultarles. La ficha informa de mi edad (aproximada), lugar de nacimiento (incluida una pequeña nota sobre mi acento y los regionalismos que empleo) y una estimación de mi coeficiente intelectual (ridículamente baja, pero también es verdad que aún no les he demostrado de lo que soy capaz). Hay también unos doscientos megabytes de imágenes de mala calidad y especulaciones psicológicas tirando más bien a simplistas.

Aún no me conocen, después de tantos años. Hay cinco teorías vigentes sobre mi verdadera identidad, a cual más equivocada. Cuatro de esas identidades corresponden a personas desaparecidas en los años sesenta cuya apariencia y biografía no se alejan demasiado de las mías. Se trata de mentes privilegiadas y precoces con gran talento para las matemáticas y la ciencia, niños prodigio cuyos resultados académicos fueron empeorando progresivamente a medida que se hacían mayores. Hacia los once o doce años, todos habían manifestado patrones de conducta antisocial: un virtuoso del violín se convierte en drogadicto; al vencedor del campeonato nacional de matemáticas le da por prender fuego a su propia escuela. Tres de ellos habían sufrido abusos siendo niños, y todos desaparecieron entre los trece y los quince años de las ciudades de Portland, Shaker Heights, San Diego y Bridgeport. Me pregunto si se escabullirían todos de casa un buen día, con las primeras luces, para subirse a un autobús. ¿Se harían llamar de otro modo allá donde fueran? ¿Cómo se las arreglaría cada uno de ellos para desaparecer sin dejar rastro? ¿Y en qué se convertirían? Lo único de lo que estoy seguro es que ninguno de ellos se convirtió en mí.

El último rostro es el de Polgar, científico también conocido como Martin van Polk-Garfield IV que llegó a presidir una dimensión alternativa de Estados Unidos. Destronado y condenado al exilio, se fue en busca de nuevas Américas que conquistar, y de vez en cuando aún se deja ver, enfundado en su traje de estrellas, rayas y águilas, desesperado por recuperar la corona. Debo confesar que, en el fondo, hasta me cae bien. Demostró tener valor, y la imaginación necesaria para ir más allá de las ideas preconcebidas. No lo tuvo nada fácil, pero se las arregló para montar su propia dimensión paralela y conquistar el mundo a su manera. Casi deseo que lo que dicen de Polgar sea cierto; su historia es infinitamente mejor que la mía.

* * *

En mi caso, nada hacía sospechar que acabaría convirtiéndome en lo que soy, o al menos no manifestaba la clase de señales que suelen buscar. Mis primeros sueños eran sobre mi propio cerebro, una nube iluminada por fogonazos de relámpagos azules y morados. Mi ficha académica no indicaba nada fuera de lo común. Observaba en silencio los aparatosos trastornos de otros chicos, sus precoces fallos cognitivos o brotes de agresividad compulsiva, y sabía que lo mío era algo distinto. Nadie me observaba en busca de una señal de alarma. Fui pasando de un curso al otro de la enseñanza secundaria sin que nadie se fijara en mí, y me enviaron a Peterson sin la más mínima sospecha, convencidos de que sería otro éxito del sistema.

A la edad de dieciséis años me sentaba en silencio en un aula vacía y resolvía los problemas planteados con semanas de antelación. Avanzaba todo lo deprisa que me lo permitía la mano con la que escribía. Tenía un sistema por el que la mente me iba tres o cuatro preguntas por delante del bolígrafo. Ya estábamos en mayo y el curso se acercaba a su fin. Fuera, el tórrido sol de Iowa convertía en bochorno la lluvia de la noche anterior. Sabían que era listo; en septiembre, en lugar de empezar el tercer curso, me lo saltaría de principio a fin para empezar el último curso.

Otro estudiante con un don similar se habría hecho popular, habría vendido las respuestas o las habría intercambiado por favores de todo tipo, o como mínimo habría procurado destacar de vez en cuando. Yo jamás hablaba en clase ni ayudaba a los demás en sus estudios. Nunca traté de congraciarme con nadie.

De todos modos, lo que hacía en clase no era mi verdadera ocupación. Guardaba en mi taquilla una caja en cuyo interior se iban acumulando libretas de espiral repletas de picudos garabatos. Trabajaba a todas horas, incluso durante las interminables horas de clase. Hacía años que dominaba el cálculo matemático de tercer año.

Así que me dedicaba a desentrañar los misterios de los agujeros negros, los sistemas de locomoción robótica y la informática cuántica, encajando mis investigaciones entre los deberes diarios sobre la mitosis, El guardián entre el centeno o los papeles federalistas. Luego trazaba esquemas de circuitos para máquinas imposibles, ideaba mecanismos compuestos por engranajes y poleas que subían y bajaban pesos descomunales o dibujaba dragones cuyas colas cubiertas de escamas se enroscaban alrededor de columnas de cifras y fechas de batallas, haciéndose cada vez más ahusadas, tanto como me lo permitía el lápiz con el que las dibujaba, para terminar en una ancha punta de flecha.

También codificaba videojuegos que luego ejecutaba en el primitivo ordenador central de la escuela, juegos de ajedrez e incluso uno de mazmorras en el que guiaba a un diminuto espadachín o mago por una interminable sucesión de niveles que lo conducían en espiral hasta las entrañas de la Tierra, pasando de los salones de baile, las salas del trono y las cámaras del tesoro a las cuevas, grutas y océanos sin luz, y las cuevas aún más profundas que se abrían bajo estos.

Añadía nuevos niveles sobre la marcha, mientras jugaba, y cuanto más descendía más raro se volvía todo, desde los duendes y los lobos a las hormigas gigantes, los dragones, los demonios y los castillos subterráneos. Aún juego de vez en cuando, en mis ratos libres. Nunca se me ocurrió plantearme quién había excavado tanto, ni por qué, ni cuándo iba a tocar fondo de una vez por todas, pero me costaba parar de jugar, pues sabía que me esperaba una gran recompensa, ya fuera un reluciente tesoro de siglos pasados o una revelación secreta, enterrada a gran profundidad bajo la roca y la tierra. Una reliquia del pasado más remoto, valiosa como la vida misma y antigua como los recuerdos de infancia.

De pronto, sonaba la campana anunciando la hora de la cena. Yo reunía mis libros y papeles, y enfilaba apresuradamente el largo y oscuro pasillo a ambos lados del cual se sucedían las taquillas, cuyas puertas se cerraban con estrépito mientras yo me abría paso a empujones entre los demás estudiantes, que por lo general me superaban en estatura. Incluso de adulto sigo siendo un poco más bajo que la media. No era más joven que los demás estudiantes de mi curso, pero lo parecía. De pronto, un objeto rebotaba en mi mochila y caía al suelo, un pequeño fajo de papel. Silbidos y risitas mal disimuladas a mi paso. No me daba la vuelta, pero lo memorizaba todo en silencio.

Más tarde, me sentaba en la tapa del váter del baño de nuestro dormitorio y me cortaba lenta y deliberadamente el antebrazo. Solo un par de delgadas líneas rojas, no más de lo que podría hacer un gato con sus zarpas. Las heridas tardaban algún tiempo en cicatrizar, y durante días notaba cómo las costras me tiraban de la piel cada vez que flexionaba los brazos. Lo notaba bajo la ropa, como un recordatorio secreto de quién era en realidad.

En cierta ocasión, se me ocurrió algo nuevo. Llevé la cuchilla hacia arriba, hasta el cuero cabelludo. Primero cayó un mechón de pelo, luego otro, dejando a la vista la piel del cráneo. Me afeité la cabeza centímetro a centímetro. Me hice algún que otro rasguño y sangré un poco, pero me daba igual. El pelo cortado cubría el suelo y se apilaba sobre mis hombros como ceniza. Vi cómo me transformaba en otra persona. Un buen día te despiertas y te das cuenta de que el mundo puede ser conquistado.

Algún día se lo demostraría, a todos ellos. Sacaría un conejo de la chistera. Echaría llamaradas por la boca. Recogí una bandeja y me sumé a la cola del comedor.

—Invita el pelado de ahí atrás —anunció una chica alta y caballuna que tenía delante a la señora que servía la comida.

Sus amigas se contuvieron unos instantes y luego rompieron a reír a carcajadas.

Voy a ponerme un antifaz y a grabar mi nombre sobre la faz de la Tierra, voy a levantar ciudades de oro, voy a volver, y entonces aplastaré este lugar hasta convertir los ladrillos en ceniza, así que ya os podéis ir callando. Todos vosotros. Voy a mover el mundo.

—¡Marica! —farfulla alguien disimuladamente.

Risitas. Jason Garner y un par de amiguetes suyos. Peterson era igual que la escuela secundaria, o peor aún. Tenía que haber algún modo de salir de allí, de dejar atrás todo aquello. En mi cabeza sonaba cada vez más alto y triste el canto de sirena de la ciencia.

* * *

Curiosamente, me aparece un segundo nombre en el ordenador al mirar las consultas más recientes. Fuego Esencial también estaba buscando a alguien.

NOMBRE: EL FARAÓN (2)

¿Por qué el Faraón? Como supervillano no era gran cosa, poco más que un friqui, un incordio con antifaz. Creo que antes de conocerme se hizo llamar la Momia durante algún tiempo. Asaltó algunos bancos a finales de los setenta y aseguraba ser la reencarnación de algún Ramsés. Su característica más notable era el hecho de compartir nombre con un superhéroe bastante más famoso que él, el cual ni se tomó la molestia de enfrentarse a él por ese motivo. Algunos supervillanos hacen que me avergüence de ser uno de ellos.

ALIAS: NELSON GERARD

Nelson el Faraón, emperador del Nilo. Nunca averigüé su verdadero nombre, y me pregunto cómo se las arreglarían ellos para conseguirlo. Hasta me sorprende un poco que tenga ficha. Si no fuera por aquella maza suya, habría sido un fiasco total.

LUGAR DE NACIMIENTO: TUCSON, ARIZONA

CÓMPLICES CONOCIDOS: SRTA. DOBLEGAMENTES, EMBRIARCA, DOCTOR IMPOSIBLE

Cómplice conocido. Se me hace raro. Supongo que no estoy acostumbrado a tener amigos. Pero sí es verdad que podíamos estar en la misma habitación sin pelearnos. A los demás no los conozco.

NOTA: POSIBLE INESTABILIDAD MENTAL

Tal vez. Pero además era listo, y esa era su gran fuerza. Lo malo es que no lo parecía. Lo irónico del caso es que realmente albergaba un gran poder en su interior, un poder cuya grandeza jamás alcancé a calibrar en su justa medida. Lo que pasa es que no creo que él lo supiera.

OBJETIVOS: DOMINACIÓN GLOBAL; FUNDACIÓN DE UN ESTADO MUNDIAL NEONILÓTICO; AUTORREENCARNACIÓN DE RAMSÉS IV

Yo solía echarle broncas monumentales por su falta de ambición, pero no parecía importarle demasiado. Era perezoso, y además le faltaba paciencia para hacer planes a largo plazo o a gran escala. Toda esa historia de resucitar el Imperio nilótico y levantar pirámides en el Potomac no era más que una cortina de humo. Y por lo que respecta a su «autorreencarnación», jamás se molestó en averiguar cuál de los Ramsés había vuelto a la vida gracias a él. Cuando entramos a robar en el Museo de Bellas Artes de Boston, ni siquiera fue capaz de leer las que supuestamente eran sus propias inscripciones.

PODERES: ARMA DE LUCHA CUERPO A CUERPO (MAZA DE RA); INVENCIBILIDAD (MAZA DE RA)

La brevedad de este apunte es de lo más elocuente. La invulnerabilidad del Faraón era un misterio absoluto, algo que escapaba por completo a toda lógica. Nunca encontraron nada que pudiera romperla, y nadie sabía cómo funcionaba, aunque me jugaría el cuello a que no era gracias al poder de Ra. El Faraón cogía aquella maza, farfullaba una palabra mágica de su propia invención y un instante después se había convertido en uno de los supervillanos más fuertes del planeta. Entonces solía proclamar a voz en grito: «¡Temblad, aquí llega la maza de Ra!» solo para ponerme en evidencia, el muy cabrón.

No es solo que fuera invulnerable. Cualquiera que fuera su don, parecía devorar la inercia. Ni se inmutaba ante las balas. Cuando alguien como Batallón le arrojaba una viga, una carroza de carnaval o un vagón de tren, estos se limitaban a envolverlo, si es que no los hacía trizas antes. En cierta ocasión, le cayó encima un obús de cuarenta centímetros, del tipo que disparan los acorazados para abrir una brecha en las fortificaciones enemigas; pues bien, el Faraón apareció vivito y coleando en el fondo del enorme boquete que el proyectil abrió en el suelo. La suya es la clase de tecnología que no debería existir, y en más de una ocasión intenté arrebatarle la dichosa maza, pero él se limitaba a reírse.

¿Qué había debajo de toda aquella pintura dorada con la que había embadurnado la maza? ¿Alta tecnología? ¿Un artilugio del futuro? Producía un efecto poco menos que mágico, y no respondía a ninguna lógica aparente. Pero lo había hecho invencible, o casi. No me vendría mal su ayuda.

FUENTE DE PODER: DESCONOCIDA

SITUACIÓN: EN LIBERTAD. POSIBLEMENTE INACTIVO

ÚLTIMO PARADERO CONOCIDO: CANCÚN, MÉXICO

Cancún. Yo también le perdí la pista, pero eso no es extraño entre gente como nosotros. Nos conocimos en Tailandia, y nunca logré averiguar de dónde era. Por su modo de hablar, se diría que tenía estudios superiores. La mayor parte de los supervillanos son personas más bien extravagantes, pero hay una fina línea que separa esa condición de una verdadera inestabilidad mental. El Faraón se perdió en un laberinto de drogadictos y unidades de pacientes externos, o a dondequiera que vaya la gente así. Pero no me cabe duda de que Lobo Negro sabrá seguirle la pista.

La alarma del báculo de poder suena débilmente. La impronta energética del avión de Lobo Negro está más cerca de lo que debiera. Basta de hacer el tonto. Una última consulta para asegurarme de que estoy en el lugar adecuado. Lo estoy. Las pertenencias de Cara de Muñeca siguen donde siempre.

* * *

Si el vestíbulo principal es un monumento al heroísmo, la sala de los trofeos es todo lo contrario. Me detengo unos instantes, sobrecogido. La estancia está repleta de vitrinas, placas conmemorativas y campos energéticos que custodian souvenirs de las imaginaciones más retorcidas del siglo y sus inventos más desquiciados. Aquí están el oboe del Solista, así como los guantes y el monóculo de Caballero, que cuelgan juntos frente a un maniquí a escala real con la armadura de Abominación; una llave dorada de diseño elaborado se expone en solitario, y una parte de su recubrimiento metálico se ha levantado para dejar a la vista un circuito miniaturizado del siglo XXX.

El valor de las piezas aquí expuestas es incalculable, y ni siquiera yo sabría identificarlas todas. Una pluma estilográfica, un sombrero de fieltro, un lienzo cuyos colores chillones cambian mientras lo contemplo. Un vestido que lució Anne de Siècle, uno de los guantes izquierdos de Sinistra. Reconozco uno de los viejos relojes de bolsillo del Barón Éter y me siento tentado de cogerlo para devolvérselo. Amuletos, escudos, pistolas de rayos. Estatuas de gesto malévolo. Un diminuto castillo encerrado en una redoma de cristal. Una caja de música. Un estante repleto de libros y planos. Podría salir de aquí con las manos llenas, pero eso llamaría la atención.

Una década atrás, los Campeones se enfrentaron a una mujer que se hacía llamar Cara de Muñeca. Construía diminutos juguetes malvados —un vaquero, un tigre, un carruaje— que poseían distintas habilidades y funcionaban a la perfección pese a su reducido tamaño. Podría decirse que era una supervillana original, pero además conservaba una especie de ingenuidad a toda prueba. ¿Por qué se dedicaba exclusivamente a los juguetes? Sin duda tendrían un significado especial para ella.

Los encuentro al fondo de la sala, una polvorienta feria ambulante en miniatura tras la vitrina de cristal. Su creadora aparece erróneamente citada como «Mujer Muñeca». Sic transit gloria mundi. Un diminuto carrusel, una diminuta noria, diminutos elefantes y un diminuto organillo sobre ruedas, cada uno de ellos con su propia y siniestra función. Un trabajo de miniaturización absolutamente genial. Ya no existen artesanas como ella. Tienen todas las figuras de la feria, pero rompo la cerradura y me llevo solo la que necesito.

Según a quien se le pregunte, la gravedad es una onda, una partícula, una fuerza. Para Cara de Muñeca, la gravedad era la mirada luminosa de un diminuto hombrecillo gordo y sonriente, un finísimo rayo que podía hacer a alguien más pesado o más ligero. Nadie ha podido desvelar el funcionamiento de su mecanismo secreto, ni siquiera yo.

De mi mano, Cara de Muñeca ocupará finalmente el lugar que merece. Laserator y ella nunca se llegaron a conocer, pero formarán un gran equipo.

* * *

El báculo de poder vuelve a sonar, esta vez más fuerte, y entonces me doy cuenta de que he cometido un error. He apurado demasiado. Apenas tengo tiempo de volver a ponerme el uniforme de empleado de la limpieza antes de que el vuelo de una capa proyecte su sombra, larga y afilada en la luz crepuscular, sobre el suelo del vestíbulo principal. Veo a tres personas allí de pie. Bueno, más bien flotando: Damisela, Lobo Negro, Lily. Esto va a resultar extraño, como mínimo.

Ha pasado mucho tiempo. Desde aquella noche en el bar. Me siento como si toda la sangre se me agolpara en el pecho, y no puedo moverme. La tengo a escasos metros de mí. Mierda. Con solo dar dos pasos podría alargar la mano y tocarle la espalda, justo por debajo del omóplato.

No sé qué hacer. Esto es poco profesional. Debería atacarlos mientras creen que están a solas. Un segundo más y me verán de todos modos. ¿Se enfrentará a mí? ¿Delante de sus amigos?

No puedes dejar que estas cosas te afecten, no si pretendes llegar lejos. No había previsto esta situación hasta más adelante, pero da igual. Puedo hacerlo. El báculo de poder está cargado. Me las he visto con los padres de toda esta gente hasta alcanzar un empate, en los días del Superescuadrón, y me enfrentaré a ellos también. Salgo a la luz, listo para lo que venga.

Pero no me miran a mí. Hay una pantalla de televisión encendida en el vestíbulo, así que lo oigo al mismo tiempo que ellos. Han encontrado a Fuego Esencial.

* * *

Aquella mañana, por un instante, pensé que volvía a estar en la cárcel, despertándome bajo una docena de cámaras, esperando que vinieran los guardias a quitarme las correas. Pero no había nadie en la habitación, solo el despertador y el discreto encanto del motel Starlight. Han pasado cuatro días desde entonces.

Me visto para la ocasión despacio, a conciencia. Aún no me he acostumbrado a llevar ropa normal, y las solapas, pliegues y bolsillos de un traje chaqueta se me antojan absurdamente complicados después de la sencillez de mi atuendo imperial. Me peino hacia atrás y me recorto la barba, que me da el aspecto de un Lucifer pálido y ligeramente hastiado. Me voy haciendo mayor, poco a poco, pese a mis poderes. Cuando termino, retrocedo un poco para contemplar el resultado. Parezco una persona de la que me había olvidado, el maltrecho estudiante de posdoctorado al que dije adiós veinte años atrás. Parezco un hombre normal y corriente. Parezco un pringado.

Ya en la calle, me siento desnudo por llevar la cara al descubierto. Ni siquiera me he puesto gafas de sol. Me la estoy jugando de verdad. Han pasado once años desde la última vez que salí a la calle sin antifaz, o desde que estuve tan cerca de un ciudadano de a pie sin que este se encogiera de miedo o llamara a la policía enseguida. Cojo el metro y cruzo el río, repitiendo el trayecto que hice en dirigible tiempo atrás. El Doctor Imposible llega a Manhattan.

Subo a la calle y avanzo despacio por la avenida Amsterdam en dirección a la calle Ciento doce. Nadie pestañea siquiera mientras dejo atrás la esquina en la que solté por primera vez a los antitrones. Un pordiosero se me queda mirando con gesto insolente, y cierro un puño con fuerza dentro del bolsillo de los pantalones. Nadie me conoce.

Cuando por fin llego allí, la ceremonia fúnebre está a medio acabar, y la multitud es tal que desborda la catedral y se derrama sobre la escalinata. Algunos de los presentes lloran, y son muchos los que llevan fotos dedicadas del héroe, pero también los que solo han venido hasta aquí para contemplar a los dolientes más famosos, para ver siquiera fugazmente a Damisela, Lobo Negro o Elfina, los superhéroes televisivos. Me pregunto si Erica está también allí dentro. Lleva mucho tiempo recluida, aunque de vez en cuando firma algún que otro artículo, en su mayoría relacionados aún con Fuego Esencial. Mantiene su paradero en secreto estos días, lo que seguramente es culpa mía.

Me ha costado mucho llegar hasta aquí, pero cuando por fin logro abrirme paso entre la muchedumbre que asiste a la ceremonia y alcanzo el interior umbrío y resonante de la catedral de Saint John ya no estoy seguro de lo que he venido a hacer. Mientras avanzo con dificultad, distingo la tribuna reservada al fondo, tras la cuerda de terciopelo. Está claro que no me van a dejar llegar hasta allí, pero quiero ver quién ha venido.

Intento no buscarla. Tendría que estar en la tribuna de las capas y los antifaces, entre el derroche de formas y mitologías de la zona VIP. Pero en realidad es mucho más fácil de lo que parece. Bajo esta luz, su aspecto es el de un grupo de pequeñas chispas que se encienden allí donde se reflejan las velas. Solo tengo que buscar un asiento aparentemente vacío.

En efecto, allí está, sentada entre Salvaje y otra superheroína a la que no reconozco, una chica con un caballito de mar tatuado en el pecho. Escucha en silencio, la cabeza ligeramente inclinada hacia delante. No puedo evitar quedarme mirándola. ¿A quién cree que engaña? La he visto arrancar de cuajo la puerta de un furgón blindado con sus propias manos, o arrastrar por la camisa a un soldado de la Guardia Nacional sin parar de reírse. Yo estaba allí cuando se sacó las balas de uranio empobrecido que se habían incrustado en el lado derecho de su clavícula. En aquella ocasión, escapamos de Manhattan sobre el tejado de un vagón del metro mientras Metaman seguía buscándonos por todo Broadway, y cuando por fin nos encontraron saltamos juntos desde el puente de Manhattan. Luego nadamos hasta la orilla de Williamsburg, donde los asistentes a una fiesta en la azotea de un edificio cercano nos recibieron con aplausos etílicos. Bajo la tenue luz de la catedral, parece una sombra entre la marea roja y azul de los bienhechores.

* * *

Yo no lo maté. Pero no es de muy buen gusto presentarse en el funeral de alguien al que se ha intentado matar en incontables ocasiones, y el buen gusto es algo de lo que me gusta jactarme. Antes o después, alguno de los que ocupan la tribuna reconocerá al Doctor Imposible, por muy de incógnito que vaya, y aunque doy por sentado que tampoco se consideraría de buen tono intentar matarme mientras presento mis condolencias, la elegancia se me antoja un escudo cada vez menos eficiente frente a la artillería pesada con que los VIP serían capaces de atacarme.

Nunca comprendí a Fuego Esencial, ni me caía especialmente bien. Si alguien debería saber qué lo impulsaba, soy yo, pero no lo sé. He reunido toda la información que he podido sobre sus hazañas a partir de las noticias de la tele, archivos informáticos hackeados y testigos oculares. Sabía volar, lo que era motivo más que suficiente para detestarlo. Ni siquiera tenía la decencia de currárselo, de agitar un par de alas o al menos emitir un ligero resplandor cada vez que echaba a volar. No, él no. Parecía volar sencillamente porque creía tener derecho a hacerlo, y algo en su actitud daba a entender que el resto de los mortales habíamos sucumbido bajo el peso de la gravedad. No lo maté, pero ojalá supiera quién es su asesino, porque se supone que debería ser yo.

* * *

La imagen dominó los telediarios durante días, una columna de humo del tamaño de toda una manzana que se elevaba desde el océano Índico hacia el cielo. Los helicópteros y las figuras más pequeñas de los superhéroes voladores se recortaban sobre un fondo neblinoso mientras intentaban descubrir qué se había estrellado en el agua con tanta potencia y a una temperatura tan elevada. Resultaba difícil decir de dónde había venido. No tenía sentido alguno, protestaban los científicos, que un objeto lo bastante grande para realizar semejante trayectoria no hubiese estallado en pedazos al entrar en contacto con la atmósfera. Cuando lo sacaron parecía ileso, y su aspecto era tan perfecto como siempre. En el momento del impacto, llevaba miles de kilómetros desbaratando patrones meteorológicos.

El alcalde de Nueva York tomó la palabra. Fuego Esencial tenía muchos amigos en la ciudad. Era más rápido, fuerte y duro de pelar que ningún otro ser viviente. Jamás había dejado de acudir a una llamada de auxilio, jamás había puesto rostro a ninguna campaña publicitaria y, al menos que yo sepa, jamás había perdido una batalla. Hasta el anciano Barón Éter acudió al funeral, escoltado por dos de los engendros con acabado de bronce viejo del Mecanicista, que empujaban su silla de ruedas suavemente por la rampa para discapacitados.

* * *

Sigo discretamente amparado por la multitud, aferrado al báculo, sin apenas escuchar las palabras de un representante del Departamento de Estado que se dedica a enumerar la retahíla de buenas acciones y servicios prestados a la comunidad por Fuego Esencial. A mi izquierda, una mujer de mediana edad empieza a llorar incontrolablemente. Tengo tiempo de sobra para repasar los nombres y rostros que me resultan familiares. A algunos los conozco de Peterson, auténtico caldo de cultivo de superpoderes.

Antes de que le echaran el cierre, Peterson formó en sus aulas a nada más y nada menos que once individuos superdotados. No es casual. Había algo en el ambiente que nos empujaba en esa dirección. Por lo menos seis de aquellos antiguos alumnos están ahora aquí. No es que me apetezca ir a saludarlos, pero tampoco puedo evitar quedarme mirándolos, comprobando en qué nos hemos convertido aquellos de nosotros que desarrollamos ciertos poderes.

Recuerdo a Lobo Negro. Era un estudiante de primer curso delgado y brillante que se esforzaba un poco más de la cuenta por hacer reír a los demás. Estaba en todas partes: en el equipo de lucha, el de gimnasia, el club de la electrónica. Además, publicaba sonetos bastante ingeniosos sobre los líderes de la asociación de estudiantes y se convirtió en el jugador más menudo del equipo de rugby. Ha venido con Damisela y el resto de los chicos más populares de la facultad. Asiste a la ceremonia con gesto grave, pero no ha perdido el hábito de observar a cuantos lo rodean, así que procuro por todos los medios mantenerme apartado de su trayectoria visual. Todos ellos entraron en la universidad cuando yo estaba en tercer año, incluida Damisela, que utilizaba una identidad falsa, pero la recuerdo de todos modos: una morena reservada y estudiosa que lucía una larga melena lisa. Estaba en el equipo de debates y capitaneó el grupo de estudiantes encargado de hacer el anuario.

También ha venido Jeff Burgess, que se convertiría en Naga, mercenario y agente parapolicial. Luce un traje chaqueta de mala calidad y mueve los ojos con el nerviosismo de un boxeador. Luego está Rareza —alta, ojos claros, pelo ensortijado y una sonrisa fría y pagada de sí misma—, que se fue a África con una beca Fullbright, encontró una piedra preciosa llamada Nefalis a la que se atribuyen propiedades mágicas y la tocó. Y por último tenemos a Mechria, que entró en la universidad cuando yo estaba ya en el último curso; me parece volver a verla inclinada sobre el torno del taller de chapistería con su cara de sapo eternamente sonriente.

Coincidí con muchos de los presentes, entonces y más tarde, pero todos hemos cambiado radicalmente a lo largo de los años, ya sea a causa de un accidente laboral, un extraño don o la voluntad de algún dios. Nos hemos convertido en adivinos y lanzadores de cuchillos, pícaros, fanáticos religiosos, payasos y delincuentes. Ninguno de ellos me reconocería ahora mismo, ni tan siquiera se acordaría de mí aunque yo así lo quisiera.

Si lo pienso, supongo que Fuego Esencial también debió de tener una historia personal, algo un poquito más elaborado que la mera transformación de un musculitos sobrado de autoestima en un popular superhéroe igualmente pagado de sí mismo. Nadie puede tener una existencia tan aburrida como aparentaba ser la suya.

Al concluir la ceremonia, se forma una fila india frente a un improvisado altar. Me sumo a la cola y deposito mi corona funeraria junto a las demás.

* * *

Intento abrirme paso para salir cuando Lily me descubre.

—Hola, Lily.

La multitud va y viene alrededor de nosotros. Se fijan en ella, por supuesto, pero a mí nadie me mira dos veces.

—Tienes buen aspecto.

—Gracias.

No quiero pensar en esto. Ni siquiera estuvieron juntos tanto tiempo.

La gente se marcha. Veo que Lobo Negro empieza a buscarla. En cualquier momento nos verá y se armará la de Dios.

—Oye, siento que…

—No pasa nada —me interrumpe.

—Siento que…

—No pasa nada, Jonathan. Vete.

* * *

Nunca hasta entonces había tenido una novia propiamente dicha, ni la volví a tener después, huelga decir. Nos conocimos en la época de la Legión del Mal, aquel fiasco organizado por Mentiac que en su día se nos había antojado a todos una excelente idea. Durante meses, el concepto fue tomando forma a través de una red que se nutría de cotilleos de patio de cárcel, chismes sobre el traslado de bienes robados, revelaciones hechas a media voz en sórdidos antros de los bajos fondos, mensajes telepáticos interceptados, etcétera. La idea resultaba atractiva. Al final, uno se cansa de las batallas siete contra uno que siempre acaban igual, de tener todas las de ganar para que al final venga algún adolescente prodigio a robarte las llaves del depósito de armas.

En cierta ocasión coincidí con el equipo de supervillanos original, los Cinco Delictivos, cuando viajaron hasta el presente para saber qué les depararía el futuro. Sus métodos estaban desfasadísimos, pero en su tiempo eran auténticos genios. ¡El Siniestro Sirviente de Atlantis! ¡El Diabólico Doble del Sol! Sus planes se han convertido en puras leyendas, aunque solo sea por la audacia, la capacidad de visión, los descabellados presupuestos que manejaban. A su lado, hasta mis propias aventuras se ven empequeñecidas. Pero vinieron buscando la ayuda de sus propios yoes futuros, a los que imaginaban sanos y poderosos, los amos y señores del planeta. Cuando descubrieron que el mundo seguía en manos de los gobiernos y los superhéroes mantenían la delincuencia a raya, se marcharon en silencio, humillados. Es muy posible que aquello fuera el principio del fin para ellos.

Mentiac era casi una leyenda en el mundo de la delincuencia. Un superordenador con muy mala idea construido allá por los años sesenta por un clarividente trío de estudiantes de posgrado a los que se les fue un poco la mano. Mentiac logró escapar y, según cuenta la leyenda, sobornó a una carretilla elevadora y se perdió en la laberíntica red de alcantarillas de Chicago. Echó raíces, y desde entonces no ha dejado de crecer ni de tirar furtivamente de los hilos de la delincuencia a través de las líneas telefónicas. Hay un reducido grupo de hackers que le rinden culto y entusiastas del hardware que le regalan ventiladores y placas de memoria RAM.

Nos invitaron, tanto a Lily como a mí, a unirnos al club. Yo recibí una llamada telefónica a través de una línea extremadamente privada, en la que el sintetizador de voz que Mentiac había creado hacia el año 1977 graznaba la fecha y hora de la reunión que tuvo lugar en una oficina alquilada en un bloque de pisos del centro de Los Ángeles. Allí se produjo una curiosa concatenación de los poderes más oscuros del mundo, una docena de psicópatas, peligrosos delincuentes y amos de los bajos fondos, unos de pie, otros sentados o encaramados a lo poco que quedaba del mobiliario de oficina de una extinta agencia de modelos. Por supuesto, no llegamos a ningún acuerdo, ni siquiera sobre quién tenía derecho a hablar primero. Nadie se molestó en dar su verdadero nombre, y resultó que dos de los presentes se hacían llamar de modo casi idéntico («el Infame algo»). La amenaza de la violencia se palpaba en el aire. La capacidad de liderazgo de Mentiac dejaba bastante que desear, y se nos fue la tarde viendo cómo, uno tras otro, los señores del crimen se marchaban dando un portazo.

Yo no podía apartar los ojos de Lily. Estaba de pie, dando la espalda a una serie de ventanas encaradas a poniente en las que se recortaban los edificios de Los Ángeles sobre el fondo azul del cielo, que se convertía en gris y marrón al fundirse con la línea del horizonte. Los colores se fueron haciendo más intensos a medida que pasaban las horas y la luz adquiría tonalidades de naranja y violeta, la misma luz que se combaba y ondulaba al posarse en el rostro y el cuerpo de Lily. Había oído hablar de ella, claro está, sabía que se dedicaba sobre todo a atracar bancos y que era de las mejores en lo suyo.

Nunca sabía cuándo me estaba mirando. Sus ojos son como el resto de su cuerpo, canicas de cristal claro, inexpresivos como los de una estatua. En cierta ocasión le dije que debería ser ciega. Los ojos transparentes no deberían funcionar, ya que el nervio óptico debe reflejar la luz. Emitió un sonido grosero por toda respuesta.

Hay una foto en la que aparece cargando contra una brigada de policías parisinos, abriéndose paso a puñetazos tras haber atracado un banco. Una señal roja y azul de estacionamiento prohibido se refleja en su abdomen, ligeramente distorsionada. Se abalanza sobre ellos; su brazo derecho no es más que un pequeño borrón que justo ahora empieza a blandir en el aire. Se ve cómo la policía va rompiendo filas allí donde se acerca ella. Nunca se anduvo con remilgos, no tenía por qué hacerlo.

El último de los Napoleones del Crimen se había marchado y solo quedábamos nosotros dos, a solas en aquella habitación cada vez más oscura. Lo de ir a tomar una copa juntos salió espontáneamente, una vez que encontramos un local dispuesto a servírnosla. Así que la Legión nunca llegó a materializarse como tal, aunque unos pocos de los robots allí reunidos habrían de volver a la carga como la Coalición de la Inteligencia Artificial, que supongo sigue conservando su asteroide en algún lugar del espacio. Y yo conocí a Lily.

Aquella noche cenamos en la fortaleza, en la sala de control, bajo el largo arco del cuadro de mandos. Los grandes generadores que había instalado para alimentar mi penúltima arma de destrucción total hacían que la ondas eléctricas se arremolinaran sobre nuestras cabezas. Aun así encendí unas pocas velas, y todo relucía bajo aquella luz inusualmente cálida. Los robots nos prepararon una comida digna de reyes. Después, los programé para que hicieran un baile cómico que se me había ocurrido, y nos desternillamos de risa.

Lily y yo pusimos en marcha un ambicioso plan. Yo superaba en inteligencia a cualquier superhéroe que se me pusiera por delante, pero además sabía urdir las confabulaciones más complejas y construía artilugios imposibles de imaginar. Ella era poco menos que invencible en la lucha cuerpo a cuerpo, y parecía tan ilusionada como yo con nuestro plan.

Yo vivía escondido cuando me enteré por los diarios de lo suyo con Fuego Esencial. Los habían visto abandonando juntos uno de los bares londinenses más frecuentados por los superhéroes (resulta que Gran Bretaña es uno de los países en los que Lily sigue siendo legal). Salían juntos desde hacía unas pocas semanas. Él siempre había tenido ese extraño encanto que poseen los héroes solitarios con un lado oscuro, y supongo que eso fue lo que la atrajo. Quizá fuera también el modo que encontró Lily de salir a la luz y dejar atrás su pasado. Mi nombre no se mencionó en ningún momento. Tampoco tenía por qué.

Supongo que se aburrió de mí. Las noches en la isla podían ser preciosas, con el cielo cuajado de constelaciones tropicales, los sonidos de la jungla y los peces luminosos, pero cuando son las cinco de la mañana y estás encerrado en tu guarida sin poder dormir mientras la CNN sigue atascada en otra cumbre económica, bueno, las cosas se ven de otro modo. Estás a oscuras y no puedes trabajar porque a algún equipo de superhéroes le ha dado por surcar los mares del Sur, el calor es insoportable y todavía queda una hora para que salga el sol, para el lento amanecer tropical sobre las aguas de la laguna, y te da por pensar en lo lejos que estás de casa, y que quizá todo esto no haya sido tan buena idea como habías pensado en un primer momento, pero que es demasiado tarde para volver atrás.

Mi forma de trabajar requiere mucha preparación. Construyo cosas y las pruebo. Tengo que encargar diversos componentes, o bien fabricarlos yo mismo. Tengo que pasarme noches despierto para depurar las rutinas de búsqueda de caminos de mis robots antes de una invasión, lo que no siempre resulta tan apasionante para los demás como para mí.

* * *

Me marcho justo cuando empiezan a llegar los camiones. Lo van a enterrar en un vertedero de residuos nucleares, me temo, por si las moscas. Nadie sabe a ciencia cierta qué lo ha mantenido en activo todos estos años, qué albergaba exactamente en su interior. Ese algo podría desestabilizarse, explotar bajo tierra. No se puede enterrar esa clase de objetos en el Cementerio Nacional de Arlington.

Me pregunto quién lo hizo, quién si no fui yo. Bajo con mucha cautela por la avenida Amsterdam entre los asistentes al funeral y aprieto el paso hasta que me pierdo entre los miles de personas que llenan la calle, personas que no saben volar, ni teletransportarse, ni convertirse en agua, que solo se dirigen a algún sitio, hasta tener la sensación de que podría ser una de ellas. Lily les dirá que he estado allí. Ahora pertenece a ese mundo, y en el fondo lo entiendo. Ellos son sus nuevos amigos. Supongo que podrían venir a por mí, pero no me importa. Se me da bien escapar. A lo mejor me meto en las alcantarillas, como en los viejos tiempos. Sigues adelante pese a todo. Sigues intentando conquistar el mundo.