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BIENVENIDOS A MI ISLA

Primero la Edad de Oro, luego la Edad de Plata, y después la de Hierro. Tiene que haber también una Edad de la Herrumbre, una edad en la que incluso los metales de baja ley de los que estamos hechos habrán vuelto a cambiar. A causa de qué, para convertirse en qué, eso no puedo saberlo. Todos los ciborgs se ven obligados a pensar en la herrumbre; sean o no aleaciones de alta tecnología, mis partes metálicas acabarán oxidándose algún día. Dicen que vivimos en la Era de la Información, la Era de la Silicona, la Era Nuclear, pero yo creo que se equivocan. Es una cuestión de temple. Cuando el metal del mundo se convierte en hierro, cambia por última vez.

Me desplomo sobre uno de los sillones de piel del dirigible de Lobo Negro, un artefacto hecho a la medida de sus deseos y la prueba tangible de que ya no soy una cualquiera.

Al acercarnos desde arriba, vemos los vestigios de un esplendor perdido, un esqueleto de arcos de metal oxidado que se yerguen majestuosos hacia el cielo, señalando lo que fue y ya no es. En sus mejores tiempos, la base albergaba maravillas sin par. Ahora, el metal y el hormigón se pudren bajo el sol.

La costa norte está punteada por una hilera de enormes pilones de hormigón veteados de herrumbre, la herrumbre de sus propios refuerzos internos, puesto que estaban destinados a ser los cimientos de un laboratorio de física de partículas que nunca llegó a construirse. Una vía férrea, ahora devorada por la maleza, avanza tierra adentro hasta el edificio principal, una joya enclavada entre el acantilado y la selva gracias a la mano de obra de los robots. Una cúpula central destaca entre la arboleda, aunque solo sus cuatro jácenas se mantienen intactas. La silueta curva de la cúpula aún se adivina gracias a un enrejado medio comido por la herrumbre, pero la mitad de los cristales se ha caído hacia dentro y ha quedado hecho añicos en el reluciente suelo del laboratorio. El musgo y las enredaderas se cuelan por los agujeros.

El agua lo ha empapado todo. Cuando Fuego Esencial hizo su entrada triunfal abriendo un boquete en el muro de contención, toda la estructura se desplazó respecto al eje, los cristales de las ventanas estallaron, el ambiente estéril se perdió y los cierres herméticos saltaron por los aires. Los suelos de los otrora impolutos laboratorios están cubiertos de polvo que el viento trajo consigo y de huellas de animales que campan por sus respetos, contaminando cuanto encuentran a su paso. Entre las baldosas resquebrajadas asoman gruesas raíces de árboles. Las verjas de hierro han empezado a oxidarse, mientras que las escaleras de piedra se han agrietado y desmoronado.

Bajo la cúpula del laboratorio, un gigantesco artilugio esférico yace en estado de avanzada descomposición. El haz de alguna mirada con infrarrojos le hizo un diminuto orificio por el que se ha colado la humedad, y su delicado mecanismo interno, tan sutil y perfectamente equilibrado que hasta un niño podía ponerlo en marcha con la mano, se oxidó hasta convertirse en una masa compacta. Y Phathom-5, un superordenador concebido para proyectar los arcos de los átomos rotos, permanece mudo. La lluvia tropical empapa su corazón estéril, en el que antes no hubiese osado entrar ni la más diminuta partícula de polvo. Los rifles de plasma expuestos a lo largo del muro oriental guardan silencio, y el acelerador de partículas, pintado de un color chillón y coronado por una cresta hecha con aletas de radiador, permanece inmóvil, señalando hacia arriba en un ángulo de setenta grados. Una familia de águilas pescadoras ha anidado en el interior del cañón.

—Y lo llamaban loco… —murmura Damisela, que está junto a mí.

Lily aparta un cartucho de una patada. Lobo Negro ordena silencio.

Damisela señala algo.

—Aquí fue donde lograron abrir una brecha en su reducto. Para entonces, tú habías perdido el conocimiento.

—Estaba fingiendo —farfulla Lobo Negro—. Puedo hacerlo, por si no lo sabías.

El Doctor Imposible construyó esta fortaleza a finales de los años setenta, en los albores de su carrera, aquella era dorada en la que cada seis meses volvía a aparecer en escena, alzándose como un gigante ante los ojos del mundo. Nadie sabía qué esperar; el peligro podía llegar del cielo, o en forma de robot de metal blindado que emergiera de las profundidades de la bahía de Hudson, o quizá como un rayo intercambiador de mentes, con lo que podíamos tener a un extraño entre nosotros, aparentando familiaridad y espiándonos con ojos hiperinteligentes. El Doctor Imposible hasta había salido al espacio exterior, y había domesticado a un dios alienígena. Ningún reto parecía resistirse a su polifacética e insaciable inteligencia.

Aquí, en aguas internacionales, trabajaba día y noche. Su deslumbrante ciudadela habría resultado visible desde el espacio de no ser por un artilugio que refractaba la luz a su alrededor. Se había enfrentado a Nube de Tormenta hasta llegar a un empate, había derrotado al Superescuadrón y dejado en evidencia al Doctor Mente en su propio terreno. Sus combates con Fuego Esencial llenaban los titulares, y corría el rumor de que había inventado —y algún día construiría— una máquina que lo haría del todo invencible.

Entonces los tres superhéroes unieron sus fuerzas como amigos y compañeros de armas, y el mundo volvió a tener un superequipo de indiscutible supremacía. El Doctor Imposible tenía ahora un adversario a su altura, y los Campeones se encargaron de frustrar sus planes en incontables ocasiones. En la última, fueron ellos quienes iniciaron las hostilidades.

Hay un par de zonas que siguen cerradas. El Doctor Imposible excavó lo suyo; hay ocho o nueve plantas bajo el nivel del suelo, algunas destinadas a vivienda, otras a laboratorios especializados. Y los escáners muestran perforaciones que descienden hasta profundidades insondables, más allá del suelo oceánico. Una de ellas la hemos clasificado como pozo geotérmico, pero las demás siguen siendo un misterio. Lobo Negro pasa unos instantes mirándolas, y al cabo mueve la cabeza en señal de negación.

* * *

Los gigantescos restos mortales de un Antitrón de última generación ocupan buena parte del patio y uno de los muros contiguos. Su mano sigue aferrada a un enorme cañón bláster. Luchó hasta el último aliento pero ahora, despojado de su malévola fuerza vital, posee una suerte de belleza primitiva y su rostro me recuerda una máscara inca. El pecho se le hunde hacia dentro allí donde Damisela le asestó el golpe final.

Nos reunimos los ocho a la sombra de la gigantesca arma de destrucción total, ahora volcada sobre uno de sus costados y parcialmente enterrada en el suelo arenoso. ¿Cómo habría sido aquel día? ¿En qué estaría pensando? El casco, la capa, el ejército de mutantes. Por fuerza tenía que saber que iba a perder. Pero se suponía que era inteligente. Se suponía que era un científico.

Voy seleccionando distintos modos de visión y observo la escena primero con infrarrojos, luego con ultravioletas, hasta que de pronto un extraño silbido sónico me produce náuseas. Resulta que puedo hacer rebotar los ultrasonidos y obtener así una visión de rayos X limitada. Todo el mundo se ve distinto con este tipo de visión. Lobo Negro aparece como un hombre normal y corriente, aunque a lo largo de los años se le han ido alojando en el cuerpo pequeños trozos de metal y hubo que reconstruirle una rodilla. Salvaje es completamente orgánico, carne y hueso, mucho más densos de lo habitual, eso sí, y por supuesto no es humano; su esqueleto es un híbrido de hombre y tigre de Bengala. Damisela aparece toda negra; los ultrasonidos rebotan en su piel, como todo lo demás. En cuanto a Triunfo del Arco Iris, sus entrañas están repletas de implantes, cables y órganos supletorios. Su tecnología es distinta a la mía, más biomimética, el ideal de colegiala de H.R. Giger.

No sabemos con seguridad en qué consistía exactamente aquel artilugio. Una serie de globos con acabado metalizado, unos dentro de otros, como una sucesión de conchas ahora abiertas, rotas y expuestas al aire. La arena se ha depositado sobre la máquina, empañando inevitablemente su superficie suave y pulida. Recuerdo haber visto al Doctor Imposible en la tele, jurando que aquel aparato destruiría la Tierra si lo encendía. Míster Místico apoya la mano en él y se estremece. Dice que la obra del Doctor Imposible es demasiado compleja para que la pueda descifrar, que posee un estilo hipercomprimido. Pero cree que probablemente sí hubiese funcionado.

* * *

He repasado una y otra vez las imágenes de la última vez que alguien lo vio, un fragmento que salió en las noticias tras una escaramuza con Embriarca. En un primer plano, su rostro aparece rebosante de vitalidad pese a las rayas horizontales que deterioran la imagen. Va caminando y hablando con alguien que no se ve justo antes de que se corte la imagen. Un nombre.

Místico se halla en el centro de la estancia, los brazos abiertos, los dedos extendidos. Está captando rastros de energía que flotan en el aire que nos envuelve. Si Fuego Esencial ha estado aquí, habrá dejado una huella inconfundible. Míster Místico posee dedos excepcionalmente largos.

—Fuego Esencial estuvo aquí, pero solo un minuto. Aterrizó allí y permaneció inmóvil durante un rato, creo que usando su sensor de rayos zeta. Luego estuvo unos minutos dentro. No tocó nada.

—¿Y qué? —Triunfo parece aburrida, impaciente. Está acostumbrada a luchar ante las cámaras.

—Aún no lo sabemos. —Lobo Negro tiene algo en mente, pero no va a soltarlo.

Empieza a hacer frío a la sombra. Elfina se posa en lo alto del muro externo a ver cómo se pone el sol sobre un mar tropical y cristalino, tiñéndolo todo con una pátina dorada y proyectando largas sombras desde las torres y las vigas que asoman entre las ruinas. La enorme mole permanece sumida en un silencio y una quietud abrumadores.

* * *

La puerta de servicio está blindada, mide medio metro de grosor y se halla empotrada en la roca, lejos del edificio principal. La gente tiende a creer que los ciborgs sabemos abrirlo todo, como si el hecho de llevar un chip en la cabeza te convirtiera en un cerrajero mágico. Pero veo que Triunfo y Salvaje intercambian una mirada como diciendo «¡Ahí viene la aficionada!», así que me arrodillo, arranco un panel y hago lo que puedo. Cualquier ciborg con un porcentaje de reemplazo del 57 por ciento sabe algo de electrónica militar. Me dedico a toquetear el sistema durante cerca de quince minutos bajo un sol abrasador que me recalienta la coraza metálica hasta que oigo el característico zumbido y el chasquidito que producen los pernos al retroceder. Salvaje y yo abrimos la puerta entre los dos. Sus brazos anchos y peludos se alargan por encima de mi cuerpo para tirar con endemoniada fuerza mientras yo hago lo propio sin incorporarme del todo, lo que resulta en una postura algo rara. Noto su aliento en mi nuca. Es tan fuerte como yo, si no más.

Entramos todos en el edificio y bajamos por una escalera de mano adosada a la pared de una cámara subterránea, un espacio de aire industrial con muros de roca. Elfina baja en vuelo rasante, sosteniendo la lanza en alto, los pies bien alejados del suelo. No se rebajará a tocar el frío hierro. ¡Por Dios, pero si hasta arrastra un poco las piernas como Campanilla! Lobo Negro se desliza hasta abajo con los pies apoyados en la parte externa de los largueros. A continuación es Salvaje quien se lanza boca abajo, como una ardilla bajando de un árbol. Damisela espera un momento bajo la luz del sol, y es la última en entrar.

A lo largo de catorce años, este fue su bastión, un claro desafío al mundo. El interior es grande y oscuro como una caverna. Hay una pasarela metálica que cruza una profunda falla, muros de roca que se alzan hasta tocarse en las alturas. La luz se cuela por lo que podrían ser aspilleras, ahora desguarnecidas. El Doctor Imposible construyó máquinas para atacar el mundo, máquinas para hacer temblar de miedo las ciudades, y lo construyó todo a una escala correspondiente. Los infrarrojos delatan la presencia de una colonia de murciélagos que ha anidado junto al techo.

—Hay corriente eléctrica —señalo inútilmente.

Unos pocos haces de luz rasgan la penumbra. Más abajo, se ha visto un fogonazo y han saltado chispas entre las torres metálicas ahora deshabitadas. Damisela y Lobo Negro están hablando entre sí, y apenas miran alrededor.

—No, no te das cuenta. Solo porque no sepa volar no significa que…

—Por Dios, déjalo ya, Marc.

Pero entonces la puerta que hay al otro lado del puente se abre de par en par. Lobo Negro lo ve primero, pero espera a Damisela.

—Eeeh… cariño…

—¿Qué?

—Contacto.

Nunca había trabajado con verdaderos profesionales hasta ahora, y la reacción es impresionante.

—¡Voladores, arriba! —grita Damisela, y todo el mundo se dispersa.

Elfina se mantiene inmóvil junto al puente, batiendo las alas y produciendo un característico zumbido. Los robots —arañas metálicas que se mueven con agresiva inteligencia— llevan la inconfundible marca del Doctor Imposible. Uno de ellos ha perdido una pata en alguna escaramuza anterior. Salvaje salta hacia delante, agachándose y rodando bajo una lluvia de balas. Lo había visto luchando en vídeo, pero las imágenes grabadas nunca le harán justicia. No te permiten saber lo que es estar cerca de alguien así de grande que puede moverse así de rápido.

Me lanzo a la carrera para alcanzarlo, y mi esqueleto metálico se activa para darme treinta centímetros más de longitud en cada pierna mediante una extensión que sale de las pantorrillas. Lobo Negro esquiva una ráfaga inicial con insultante facilidad, dando una voltereta sin apenas despeinarse para luego aterrizar sobre el caparazón del robot principal, cuyos cables sensoriales empieza a arrancar de cuajo.

Elfina se acerca a otro robot y, al grito de «¡Titania!» le clava la lanza en el costado. Mientras alcanzo a Lobo Negro, veo cómo lo levanta en volandas haciendo palanca con la lanza y lo arroja al abismo, al tiempo que Salvaje se emplea a fondo con el cableado del otro. Estoy demasiado cabreada para andarme con sutilezas, así que para cuando Damisela y Lily se unen a la fiesta, ya le he roto la espalda a uno.

—No está mal.

Lobo Negro me da una palmadita en el brazo que produce un ruido sordo al toparse con la coraza metálica, pero por dentro sigo notando el tacto de su mano hasta mucho tiempo después. Míster Místico aparece como salido de la nada y se encoge de hombros.

La segunda puerta de contención cede antes que la primera. Damisela se adelanta para reconocer el terreno. Oigo una explosión, y vuelve resbalando por el suelo de metal pulido, ilesa pero con la parte delantera del traje hecho jirones. Aparto la mirada mientras se lo gira para cubrirse el pecho. Si algo no necesito es buscarme problemas.

Lobo Negro se detiene para ayudarla, pero Damisela lo rechaza con brusquedad.

—No me seas ridículo.

Pese al antifaz, juraría que veo en su rostro un gesto dolido. Pero deben de ser imaginaciones mías.

* * *

Llegamos al vestíbulo, construido a una escala gigantesca, con techos altísimos cuyos arcos y arbotantes se adivinan en la distancia y que dejan entrar la luz del sol allí donde los elementos han hecho mella. Hasta Salvaje parece apabullado por el imponente silencio reinante. Elfina gana altura, impulsada por el aire cálido, mientras los demás nos desplegamos por aquella inmensa estancia del tamaño de un estadio de fútbol, medio esperando un contraataque que debería haber llegado dos años antes. El ambiente es bochornoso y la hierba se las ha arreglado para arraigar aquí y allá, en los puntos donde se ha ido acumulando el barro.

Un delgado hilo de agua cae desde una grieta del techo, formando un charco en el suelo antes de escurrirse hasta algún nivel inferior. Las galerías que se abren a derecha e izquierda permiten vislumbrar los laboratorios y salas de audiencia en los que la batalla vivió su momento álgido, dejando a su paso incontables marcas de explosiones y caparazones de robots hechos añicos. Unas pocas vitrinas que han resultado milagrosamente intactas albergan aún algunos de los trofeos del Doctor Imposible: un casco, una pistola y una extraña pieza antigua de hueso. En el otro extremo del vestíbulo hay una inmensa puerta de doble hoja que alguien arrancó de sus goznes y abrió a la fuerza. Más allá se encuentra la sala del trono, donde lo detuvieron.

Las estancias superiores siguen presentando boquetes por los que asoman jirones de cielo. Azotados por la lluvia, la tierra y las hojas se han colado por estos agujeros, y las aves marinas han construido sus nidos en las grietas de las monumentales estatuas. Avanzamos despacio por las salas de paredes metálicas, atentos al sonido de nuestros propios pasos, sin abrir la boca. De las paredes asoman grandes pantallas con monitores de televisión desconectados y paneles con indicadores luminosos —rojo, naranja y verde— ahora apagados, como gemas sin brillo.

Míster Místico se concentra en captar viejos pensamientos, pero ha pasado mucho tiempo desde la última vez que el Doctor Imposible estuvo en esta habitación. Los demás nos dedicamos a curiosear por los alrededores, incluidas las estancias dedicadas a vivienda y despacho. El Doctor usaba escritorios de madera prensada y sillas ergonómicas de la marca Aeron, como cualquier pequeña empresa de alta tecnología en sus albores.

Lobo Negro apoya una mano en mi hombro para no perder el equilibrio mientras se ajusta las mallas. Damisela no parece darse cuenta.

Una de las alas del complejo sigue funcionando gracias a su propio generador eléctrico. Oigo a Lobo Negro diciendo desde arriba:

—¿Ves?, ahí está la sala de control. Lo recuerdo de cuando intercambiamos cerebros.

Sigo sus pasos. Aquí las habitaciones siguen limpias y bien iluminadas, llenas de vida que se manifiesta en los zumbidos de los diversos aparatos. La sala de control en la que desembocamos da al gran laboratorio en forma de cúpula. En la parte de arriba se entrecruzan las pasarelas. El techo retráctil de la cúpula se ha abierto un poco y nos permite vislumbrar una rendija de luz crepuscular.

Me asomo a la barandilla y veo a Lily observando algo en el suelo del laboratorio.

—¡Sube! —le digo—. Está todo el mundo aquí.

Vuelvo dentro, no sin antes cruzarme con Salvaje, que está de guardia junto a la puerta y ocupa buena parte del vano, por lo que no puedo evitar oír su ruidosa respiración y percibir el calor animal que desprende su cuerpo.

Lobo Negro teclea sin cesar en un ordenador pero no parece demasiado interesado en lo que hace. Un holograma animado en forma de globo muestra los cambios experimentados por la Tierra desde la formación de Pangea, el supercontinente original, hasta el presente y más allá, con un futuro hipotético en el que vuelve a existir una sola masa continental, denominada Pangea Última, precedida y seguida de sendas eras glaciares. En los gráficos de colores que acompañan la presentación, las temperaturas y los niveles de CO2 cambian demasiado deprisa para seguirlos.

—¿Y ahora, qué? —pregunto mirando a Damisela.

—Seguid buscando. No puede pasarse el resto de la vida escondido.

Sobre el terreno, todos buscan las directrices de Damisela y Lobo Negro, nuestros supuestos líderes, que no parecen querer mirarse el uno al otro.

Finalmente, Lobo Negro se pronuncia.

—Tenemos otras opciones. Alguien debería rastrear esos isótopos de iridio.

—Creía que Damisela y tú os habíais deshecho de esa porquería hace diez años. —Salvaje ha vuelto a entrar, visiblemente satisfecho por la ausencia de malhechores en las proximidades.

—Eso fue hace diez años. Desde entonces, he venido barajando unas cuantas posibilidades, entre las que se incluyen la transmutación de la materia y un par de alienígenas no identificados. Luego están también las opciones mágicas. —Lobo Negro va contando las alternativas con los dedos.

—La verdad, ni se me había ocurrido —replica Damisela—. Fuego Esencial odiaba la magia —prosigue, con la mirada fija en el suelo del laboratorio. Parece estar recordando algo, o intentándolo.

La miro, envuelta en el resplandor de su famoso campo energético, y casi sin querer me pregunto si podría derrotarla, llegado el caso. Lobo Negro me mira de reojo, y tengo la incómoda sensación de que me está leyendo la mente.

—Es imposible. —Damisela se desploma sobre una de aquellas sofisticadas sillas con ruedas y da media vuelta, mirando al techo. Su campo energético parpadea, emitiendo destellos azules.

—¿Qué pasará ahora? —pregunto—. ¿Qué podemos esperar?

Lily me mira y contesta lo que todos están pensando:

—El fin del mundo.

* * *

Nadie abre la boca mientras volvemos arriba, ni siquiera cuando cometo un error propio de novatos y desperdicio un cargador en un holograma del Doctor que se ríe a mandíbula batiente. Me pongo roja como un tomate, pero Lobo Negro me guiña un ojo.

De vuelta en su sofisticadísimo dirigible, la fuerza de la aceleración me empotra contra el respaldo del asiento y la isla se queda atrás, pero no puedo evitar pensar en ella. Antes tenía una vida real, era la clase de persona que se va de vacaciones a Brasil. Podía salir a pasear por la calle sin convertirme en el blanco de todas las miradas, y acostarme en una cama, y hablar con un hombre sin sentirme escrutada.

Mentiac predice que, en un futuro muy, muy lejano, una vez que las estrellas hayan pasado por todas las fases posibles de sus fusiones nucleares, desde el hidrógeno, el helio y todos los demás elementos de la tabla periódica hasta llegar al hierro, habrá una verdadera Edad del Hierro, cuando todos los átomos del universo se hayan convertido en dicho elemento y el paso inexorable de los siglos lo haya transformado absolutamente todo al menos noble de los metales, incluso las aleaciones fruto de la alta tecnología, incluso los diamantes. Todo. En mi imaginación, estrellas de hierro orbitadas por planetas de hierro flotan en una galaxia de hierro y en un vacío de hierro. Pero ni siquiera entonces se habrá acabado todo. Siempre habrá una Edad del Óxido.