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MI PLAN MAESTRO SE REVELA

Laserator era un científico brillante, pero desperdició su trabajo compartiéndolo con pensadores convencionales. Tiene que haber una semilla de transgresión en toda teoría, o no es ciencia de la buena. Tienes que romper las reglas para llegar a alcanzar resultados tangibles, es una de tantas cosas que no te enseñan en Harvard.

No había vuelto desde que me licencié. Respiro hondo y repaso el equipo. Compruebo que el antifaz esté bien puesto, la capa suelta. Me he vestido para la ocasión, como corresponde al estudiante más famoso de mi promoción. Nunca he acudido a ninguna reunión de antiguos alumnos, ni siquiera disfrazado. Jamás había tenido un motivo para volver.

La primera etapa de mi conquista del mundo empieza esta noche, pero estas cosas hay que hacerlas con calma si no quieres que te pillen. El Instituto para el Pensamiento Avanzado se halla rodeado de estrictas medidas de seguridad. Espero en un callejón de enfrente el cambio de turno de los guardias de seguridad; dejo que la luna se eleve en el cielo y la marea baje hasta exponer los canales de desagüe del río Charles. Entonces tenso todo el cuerpo, doy un salto y me agarro al peldaño inferior de una escalera de incendios.

La luz de la luna ilumina toda la ciudad, y también mi silueta, pues estoy de pie sobre la superficie de gravilla de la azotea. Cualquiera que mirara hacia arriba podría verme, pero aunque solo son las once, el mundo parece dormido. Reconozco monumentos de años atrás, el Memorial Hall, Thayer Hall. El candado del tragaluz es el mismo que había veinticinco años atrás. Busco en mi cinturón multiusos y me las arreglo para forzarlo en silencio pese a los guantes.

Veo pasar abajo a uno de los guardias de seguridad del campus. Podría verme con tan solo alzar la vista. Me detengo y espero a que se vaya mientras un cuadrado de luz de luna se desplaza lentamente en el suelo. He estado aquí arriba con anterioridad, y recuerdo que se podía subir desde la sala de ordenadores. Me lo enseñó un estudiante de último curso de ingeniería informática. Es un rincón al que podías venir a pensar o a fumarte un porro sin que nadie te molestara. Después de que él se licenciara, solía subir aquí arriba de madrugada a oír el ruido de las farras que se celebraban en los dormitorios los fines de semana, o tan solo a refrescarme durante las largas noches de verano que pasaba en vela, codificando.

* * *

Si hay alguien remotamente parecido a mí leyendo esto, que tome nota: estoy rompiendo una regla que me había impuesto a mí mismo regresando al lugar del crimen. La primera vez que vine aquí, tenía una misión muy distinta en mente: estaba en octavo curso y mi orientadora vocacional me dijo que era un genio. Quería saber qué significaba eso.

Cuando uno oye la palabra «genio»… bueno, se imagina a alguien como Mozart o Einstein. Alguien que sabe hacer algo mejor que ninguna otra persona. No solo «algo», sino un campo concreto del saber, como las mates o la música, un tema específico para el que parece haber nacido.

Yo esperaba descubrir algún día mi vocación. Ver algo —un tablero de ajedrez, las leyes de la física, un baile, una pintura— y reconocerla. Era un extraño en el mundo. Esperaba el día en que vería algo y lo sabría, y diría: «Este soy yo». Y lo sabría sin sombra de duda cuando llegara el momento, cuando llegara ese día en que se acabarían todas las vacilaciones, los pasos en falso, los tímidos intentos que siempre acababan en rotundos fracasos. Imaginaba el momento, la indescriptible emoción, el pronto y seguro reconocimiento, el gesto estupefacto en el rostro del profesor. Habría un silencio, y por un instante me sentiría como si ocupara el centro del universo.

Leí libros, biografías de hombres y mujeres de otros tiempos que habían experimentado esa misma sensación, y supe que algún día me pasaría a mí también. Esperaba el momento en el que sería elegido. Era un niño tímido y hogareño, y a no ser que algo cambiara radicalmente, me convertiría en un cerebrín regordete que jamás conocería el tacto del fuego. Me preguntaba qué forma tomaría mi vocación, porque no acababa de verla.

Pero aquella mujer había dicho que yo era un genio. No lo sabía ella bien…

* * *

Un microcabrestante de mi propia invención va soltando el cable desde el cinturón multiusos. Allá arriba, el tragaluz rectangular se va haciendo cada vez más pequeño, y mis botas de cuero rojo oscilan en el aire mientras desciendo poco a poco hasta plantarme con una pierna a cada lado del cuerpo dormido del guardia, único testigo de mi regreso. Solía imaginar que me invitaban a pronunciar el discurso de la ceremonia de graduación y volvía, ya sin el antifaz, para revelarles a todos la Verdad.

Hay partes del instituto que permanecen abiertas al público. Un letrero en el vestíbulo anuncia las exposiciones que se pueden ver actualmente: «El genio de Leonardo», «La magia de las geodas» y «¿Qué determina el clima?». La cafetería está cerrada y a oscuras, pero aun así alcanzo a ver la mesa que solía ocupar mientras esperaba a Erica Lowenstein. El olor de este lugar a una hora tan tardía me trae a la memoria lo que sentí la primera vez que lo pisé, cuando tenía todo el futuro por delante. Dejo un billete de mil dólares en la caja de donaciones que hay en la entrada y paso al otro lado del torniquete.

Mi primer año coincidió con un invierno extraordinariamente riguroso. Yo era un estudiante de primer curso delgado y tímido, y la facultad era un nuevo paisaje para mí, paredes de ladrillo visto y madera oscura, como una enorme mansión georgiana propiedad de un pariente lejano en la que me habían dejado pasar una larga tarde de domingo. Solía comer a solas en el comedor, con las gafas empañadas por el calor corporal de tantos estudiantes felices y contentos.

No tenía nada que decir a mis compañeros de habitación. Eran chicos encantadoramente vulgares, dos de los cuales habrían de convertirse en médicos y el tercero en abogado, y que no tienen ni la más remota idea de la suerte que ha corrido su antiguo y olvidable compañero de habitación. Por las noches solía dormir, mal que bien, mientras los demás se daban a la vida social en la sala común, desde la que llegaba una luz fluorescente y risas cerveceras que se colaban por debajo de la puerta. Solía pasarme días enteros sin abrir la boca fuera de clase, donde mi impaciencia ante las escasas luces de los demás estudiantes parecía romper un acuerdo tácito por el que nadie debía parecer demasiado listo ni esforzarse más de la cuenta, un acuerdo que no me interesaba en lo más mínimo. Yo quería deslumbrar.

Acudía de oyente a los seminarios de los últimos cursos, hacía el doble de asignaturas que el resto de los estudiantes y mis habilidades pronto empezaron a dar que hablar en varios departamentos universitarios.

En sueños, me veía en una inmensa sala de conferencias con techos abovedados, y de mi espalda sobresalían grandes alas de cuero o similar que se desplegaban en el cálido y saturado ambiente del aula mientras hablaba de una maravillosa sabiduría muy alejada del saber ortodoxo. Y me despertaba temblando en mi propia e irreconocible piel, tratando de salir a flote entre estudiantes de secundaria petulantes y pagados de sí mismos.

Sabía que Jason seguía un camino paralelo al mío, aunque yo le llevaba cierto adelanto, pero su convencional belleza y su inexplicable confianza en sí mismo lo llevaban a superar las complejidades reales del trabajo. Su natural bondadoso y campechano se hacía extensible incluso a mi persona. Las pocas veces que nos cruzamos en el patio, me dirigió su característica sonrisa benévola, acompañada de un gesto de asentimiento igualmente amistoso, como si su mirada, que parecía no acabar de enfocar lo que veía, no reconociera como tales las humillaciones infligidas en el pasado.

Gané el premio Putnam sin esfuerzo (inexplicablemente, Jason alcanzó el tercer puesto, pero le gané por un margen respetable). Recuerdo el día que recogí el galardón, el primer sábado de diciembre. Aquella misma mañana había suspendido por tercera vez consecutiva el examen de natación obligatorio y mi piel aún conservaba el olor a cloro de la piscina. Mis ideas sobre la dimensión zeta no eran más que unas cuantas notas garabateadas en un cuaderno, y no había nada que hiciera sospechar mi posterior ruptura con el profesor Burke, solo la sensación de tener un potencial inimaginable.

* * *

Una vez que logro entrar en el recinto del museo, la seguridad es de risa. Un oso polar disecado, osciloscopios y modelos obsoletos del átomo se alzan lado a lado en la oscuridad.

El espejo de Laserator está guardado en la parte de atrás, en la sección de investigación, ubicada en el ala de alta seguridad. Lo vi en una ocasión, y tenía el aspecto típico de un estadounidense del Medio Oeste, el rostro afable. Lo único que quería era que sus teorías cosecharan un mayor reconocimiento.

Me la estoy jugando, pero una pieza como esta es algo único. No adivinarán para qué la quiero hasta que sea demasiado tarde. Lobo Negro tiene algo de formación técnica, pero no hay un solo científico entre sus filas, lo que no deja de ser triste, porque nunca podrán apreciar del todo lo que me dispongo a hacer.

Incluso a medio acabar, el nuevo báculo de poder es una maravilla, una varita mágica dotada de un potente sistema de circuitos y cargada de sorpresas desagradables. Leonardo da Vinci me sonríe desde su réplica a escala real, la viva imagen del científico equilibrado y lleno de buenas intenciones. La placa que acompaña la reproducción enumera sus muchas contribuciones al progreso de la humanidad y alaba su desinteresada consagración al estudio y la sabiduría. Menudo imbécil.

* * *

Por aquel entonces, creía que sabía todo lo que iba a ocurrirme en el futuro. Jamás se me pasó por la cabeza que pudiera enamorarme.

No sé por qué empezó Erica a salir conmigo. Supongo que algo de lo que dije le parecería gracioso. Ella estaba en primer año y hacía un seminario de Cálculo en el que me habían invitado a hablar sobre la aplicación de las ramas de las matemáticas puras en la teoría del juego que estaban estudiando. La acompañé hasta su siguiente clase y sudé profusamente mientras peroraba sobre las diferencias entre las subastas al estilo holandés y al estilo inglés. Erica estudiaba Ciencias Políticas, tenía ojos de color avellana, una voz grave y ronca, y una mirada firme que sostenía la mía sin vacilar. Es muy posible que fuera la primera persona con la que mantuve una conversación digna de tal nombre desde mi llegada a la universidad.

Leía sus artículos en el Crimson y me sentaba junto a ella en el comedor de Cabot House. Al principio ella solía buscarme para charlar unos minutos, y luego, cada vez más a menudo, se sentaba a mi lado y depositaba su bandeja de comida junto a la mía.

Yo tenía la sensación de haber cruzado un umbral, de que por unos instantes podía convertirme en una persona normal y salir de la trampa, de la dimensión zeta en la que vivía. Veía en aquella relación la posibilidad de cambiar, acaso mi última oportunidad de convertirme en alguien similar a Jason Garner.

Durante algún tiempo, quizá un semestre o dos, almorzábamos juntos en el comedor al empezar la tarde, hablábamos de tonterías y nos reíamos a la vez. La oía hablar de su familia, su colegio privado. Era lista, y tenía la suficiente seguridad en sí misma para codearse con gente como Jason. Pero lo que más me gustaba de ella era su perspicacia, cierta cualidad crítica que le permitía ver más allá de las apariencias. En el fondo, tenía la esperanza de que pudiera ver más allá de mi coraza.

Años más tarde nos convertiríamos en el hazmerreír de todos, la eterna damisela en apuros y el diabólico supervillano enamorado. Hasta los otros supervillanos se carcajeaban de mí. Supongo que lo que estaba pasando resultaba evidente para todos excepto para mí, pero yo no formaba parte del círculo de amistades de Jason. Ni siquiera sabía que ellos dos se conocían.

Aquel verano el profesor Burke, el decano del departamento, me invitó a trabajar en su laboratorio de Física de Partículas. La invitación en sí era un gran honor, puesto que Burke era el candidato al Nobel del departamento y solo los mejores estudiantes podían acceder a su seminario de Física de Altas Energías. Yo era el más joven de cuantos lo habían cursado jamás. Se lo dije a Erica porque no tenía nadie más a quién contárselo, aparte de mis padres.

Incluso se me permitió reservar algún tiempo de utilización del acelerador de partículas para realizar mis propios tests. Me concedieron justo la libertad de movimientos que necesitaba para descubrir la dimensión zeta y provocar el accidente que pondría fin a mi carrera académica y lanzaría la de Fuego Esencial como superhéroe.

* * *

Nada más entrar en el laboratorio percibo algo raro. El suelo se ha elevado unos milímetros respecto al del pasillo, lo que significa que es sensible a la presión. Aprieto un botón del báculo de poder y me alzo siete centímetros por encima del suelo. Lo vuelvo a tocar y me desplazo lentamente hasta el centro de la estancia. Los cables trampa de láser se comban en silencio a mi alrededor.

El espejo de Laserator reluce en una vitrina con puertas de rejilla al fondo de una de las salas del laboratorio. ¡Los muy idiotas se han olvidado de él por completo! Dicen que era capaz de devolver la luz visible como una fuerza sólida, y que reflejaba hasta la gravedad. Con el espejo en mi poder, doy por cumplida la primera parte de mi plan.

Al final, para detenerlo, tuvieron que unir sus fuerzas los Campeones, el Batallón y el mismísimo Nube de Tormenta. El espejo se conserva tal cual estaba el día que se le cayó de las manos en pleno Broadway, más concretamente en la calle Cuarenta y siete. Ahora yace olvidado en una balda, preñado de resplandor y perdición.

* * *

El accidente de Jason lo cambió todo para mí. Fui desterrado para siempre del laboratorio de experimentación de alta energía. No fue culpa mía, y se lo dije. Él entró en la zona de pruebas. De nada me sirvió que las ideas subyacentes al experimento fueran perfectamente válidas; nadie, ni siquiera Burke, quiso volver a saber nada de mí, aunque nadie resultara herido. De hecho, alguien desarrolló superpoderes gracias al accidente.

Resulta sorprendente lo fácil que es pasar de ser un genio en potencia a ser un apestado. El problema del rayo zeta me quitaba el sueño y, en mi empeño por resolverlo, empecé a descuidar gravemente mis estudios. En el séptimo semestre de mi estancia en la universidad seguía siendo un estudiante de segundo curso y recorría los senderos helados de Harvard Yard con el único jersey que poseía, hablando entre dientes. Personas a las que no conocía de nada parecían reconocerme y evitarme. Para entonces, Jason se hacía llamar por un nuevo nombre de lo más resultón e iba camino de convertirse en una estrella, olvidada ya la universidad. Erica no tardaría en seguirlo como la intrépida reportera y novia del flamante superhéroe que el mundo acababa de descubrir.

Yo empezaba a convertirme en toda una leyenda en el campus. La gente me señalaba cuando me veía en la cafetería sin ventanas de la cuarta planta, sorbiendo café y comiendo chuches. Me pasaba la vida en las bibliotecas de la universidad, donde llevaba a cabo mi propia investigación, hurgando entre las manoseadas fichas de cartón de los libros inventariados. Todas las noches, los guardias de seguridad me echaban a las doce y volvían a encontrarme todas las mañana a primera hora, cuando se disponían a abrir las puertas de cristal. Vivía rodeado por el zumbido de los fluorescentes, el crujido seco del papel y el estruendo de las estanterías correderas. Empecé a sacar de la biblioteca libros cada vez más antiguos, libros cuyas fichas de préstamo no se habían sellado desde hacía décadas, libros con extrañas pero instructivas notas garabateadas en los márgenes por estudiantes universitarios de los años veinte y treinta. Fue así como me familiaricé con el nombre de Ernest Kleinfeld. Pero ninguno de los autores catalogados en las bibliotecas de la institución de enseñanza más antigua y prestigiosa de Estados Unidos había contestado jamás a las preguntas que yo me planteaba.

Abandoné el campus, pero no fui demasiado lejos. Encontré un piso en un sótano de Davis Square, en Somerville, y frecuentaba las cafeterías y librerías cercanas. En cierta ocasión, iba por la calle cuando oí que alguien me señalaba ante un grupo de estudiantes de primer año como «el loco del rayo zeta».

Por la noche, acostado en mi litera, me sentía como si yaciera en el fondo de un río de aguas negras. ¿Adónde se había ido todo mi potencial?

Pasado algún tiempo, se me sugirió desde la rectoría que me tomara algún tiempo libre y se me recomendó que acudiera a terapia psicopedagógica. Me negué. Seguí yendo a la biblioteca como hasta entonces, y allí pasaba todo el día, estudiando y leyendo. A medianoche se cerraban las puertas de la biblioteca y yo me sentaba en los escalones de la entrada. El largo invierno pasó y llegó una cálida y neblinosa noche de mayo. Aquí y allá, los estudiantes se apresuraban a volver a sus dormitorios, riendo y hablando sobre cosas triviales que yo ya no alcanzaba a imaginar.

* * *

Debo hacer una última parada en el anexo del museo que queda al otro lado de la calle, pero voy a tener que darme prisa. Afuera suenan las sirenas. Uno de los guardias se habrá despertado y me habrá visto. Ahora saben que se las ven con alguien que oculta su identidad bajo un antifaz, por lo que no tardarán en recurrir a las fuerzas posthumanas, que acudirán prestas desde cualquier punto de la costa Este.

En efecto: aquí llega Damisela. La veo planeando por encima de mí, su silueta negra recortada contra el cielo, como la diosa de una pesadilla, asombrosamente ingrávida, los rayos láser de sus ojos refulgiendo en la oscuridad. El absorbedor de campos energéticos debería evitar que me viera. Aprieto el invento de Laserator contra el pecho.

El agua de la lluvia me está empapando el traje, colándose entre las fibras de acero y nailon hasta llegar a mi piel encallecida. Ojalá estuviera en cualquier otro lugar. Ojalá estuviera en casa. Pero soy un supervillano, así que no tengo hogar, sino tan solo una estación espacial, o una celda en la cárcel, o una base de operaciones, o una alcantarilla. No poseo una identidad secreta. Ahora mismo soy el Doctor Imposible a todas horas, o poco menos.

El anexo no es más que un gran almacén, en su mayor parte subterráneo. Las escaleras de incendios están en la parte de atrás del edificio, bloqueadas, pero me agacho y apunto el espejo de Laserator a la chapa metálica. Con la luz de las estrellas tengo suficiente; reflejada, ampliada y enfocada, funde el metal como si fuera mantequilla. La escalera de aluminio retumba bajo mis pies mientras desciendo cinco tramos a toda velocidad sin ni siquiera apoyar los brazos, la capa ondeando a mi espalda. Sé perfectamente a dónde me dirijo. Esté donde esté, Fuego Esencial ya no puede detenerme.

* * *

Me fui a terminar la carrera a la universidad de Tufts, en el departamento de Física. Entré por los pelos, pero conseguí una beca gracias a mis primeros trabajos y al hecho de que, cuando me lo proponía, seguía siendo el rey de las matemáticas puras. Recuerdo la tarde en la que me encaminé desganadamente a la sala de actos para someterme al examen final, y me sorprendió lo jóvenes que parecían todos los estudiantes de último curso, y lo despacio que contestaban a las preguntas. Cuando enfilé el pasillo con el examen terminado en la mano, me preguntaron si quería hacer una pausa para ir al cuarto de baño.

Mi tutor en Tufts era un químico de avanzada edad, un hombre que no aspiraba a comprender mi trabajo y que no hacía preguntas sobre mis progresos. La investigación no iba por buen camino. Los experimentos no producían resultados, o lo hacían de un modo azaroso. Tenía la sensación de estar a un paso de descubrir algo que se negaba a materializarse. Los artículos de Kleinfeld me atormentaban; sus conocimientos pertenecían a una década anterior, pero aun así estaban fuera de mi alcance.

Por extraño que parezca, Erica sacaba tiempo de vez en cuando para salir a comer conmigo cuando venía desde Nueva York, donde ya empezaba a labrarse una reputación como escritora. Pero aparte de aquellos esporádicos atisbos de sol, mi contacto con el género humano se limitaba a los ayudantes de laboratorio y los administradores de sistemas informáticos. Boston es una ciudad lluviosa cuyo contorno se desdibuja hacia la periferia, dando paso a grandes zonas comerciales que abastecen las urbanizaciones de las afueras y complejos de oficinas, entre los que florecieron los laboratorios de alta tecnología. Encontré trabajo en uno de ellos, y la libertad suficiente para sacar adelante mis ideas. En los largos trayectos en autobús que me llevaban y traían desde las afueras, daba rienda suelta a mis ensoñaciones.

Y nadie sabía lo que me había sido confiado. Por las noches, me sentaba delante de la tele con la sensación de que las estaciones pasaban a una velocidad excesiva. Notaba que me iba haciendo cada vez más viejo y gordo, que mi poder se consumía, vacilante, mientras la dimensión zeta se hacía cada vez más evidente, y su radiación roja brillaba justo al otro lado del mundo visible. A veces me sentía muy cerca de ese hallazgo una vez más, el hallazgo que me haría famoso, que demostraría que todos se habían equivocado conmigo. Un genio languideciendo a solas y en el anonimato.

* * *

Bajo tres, cuatro, cinco tramos de escalera, y me adentro en los archivos secretos. Luego dejo atrás las zonas precintadas por el gobierno y llego a la sección prohibida, cuyas cerraduras no tardo más de unos segundos en abrir. Abajo, las estanterías se suceden sin solución de continuidad. Contienen sobre todo cajas de cartón con los objetos más variados, fruto de donaciones o bien adquiridos en subastas. Estoy buscando una pieza perteneciente a una colección privada que fue trasladada a Estados Unidos y desmantelada tras la Segunda Guerra Mundial. Por suerte, sé orientarme entre los archivos.

Lo que busco se encuentra justo donde decía el catálogo. Climatología táctica, edición en dos volúmenes de 1927, editorial Neptune Press, con profusión de ilustraciones, en un razonable estado de conservación. Su distribución fue oficialmente prohibida por un consejo de generales, senadores y científicos en tiempos de guerra, y solo hay cuatro personas con vida que sepan de su existencia, lo que lo convierte en uno de los trabajos más famosos de Ernest Kleinfeld, también conocido como Lianne Stekleferd o Lester Lankenfried. Barón Éter para los amigos.

En su interior, gráficos de exquisita factura ilustran lo que tiene que ocurrir. Columnas de meticulosas ecuaciones demuestran su eficacia. «¿Qué determina el clima?», en efecto. Yo lo determino a partir de ahora, y no tardará en hacer un frío que pela. El libro descansa ya en mi cartera; dos objetos en una sola noche y medio plan cumplido. Resulta casi demasiado fácil. No juego limpio, o al menos no según el concepto de juego limpio de los superhéroes, pero tampoco es que escatime recursos. Cualquiera podría hacer lo que hago yo, cualquier persona que se lo propusiera, si tan solo hiciese los deberes primero.

* * *

Al final, incluso los demás estudiantes de posgrado empezaron a evitarme. Era bastante mayor que ellos. Durante el primer semestre hubo una fiesta de bienvenida y me horrorizó comprobar lo jóvenes que parecían. Me presenté allí con mi chaqueta de tweed y aguanté el tipo durante una hora antes de escabullirme para meterme en el cine. Creía que durante el curso de posgrado conocería al fin a gente como yo, pero mis compañeros de clase parecían monitores de esquí, y bebían y bailaban como la gente que salía en la MTV. Unos pocos de ellos hasta sabían quién era yo: el raro, el loco del rayo zeta.

Mis compañeros de habitación de la facultad se habían convertido en abogados especializados en el mundo del espectáculo, directores teatrales, físicos. Yo siempre había pensado que el hecho de ser inteligente compensaría todo lo demás: los míseros once mil dólares que ingresaba al año, el sombrío piso sin ascensor en Somerville, los sueños aplazados.

Quizá no hubiese otras personas como yo, ni siquiera en el mundo de la ciencia. No sé qué esperan de ella, cómo pueden darse por satisfechos con las nimias recompensas de las becas y las subvenciones, la publicación de sus estudios y los premios. A diferencia de todos ellos, yo siempre lo he sabido; en el fondo siempre lo he sabido.

Pasé horas sin fin entre aquellas estanterías, buscando sin esperanza el libro que me indicaría el camino a seguir, que me abriría las puertas de la dimensión zeta. Quería cosas que apenas alcanzaba a ver, líquidos que brillaban en la oscuridad y corrientes eléctricas que serpenteaban y bailaban como seres vivientes. Quería tener la ciencia en mi interior, quería que me cambiara, que utilizara mi cuerpo como un generador, un reactor, un crisol. Transformación, trascendencia. Y por eso, claro está, me tildaron de loco.

Se rieron de mí, y eso jamás se lo iba a perdonar. Tendrían su merecido. Descubriría la dimensión zeta, y no por el bien de nadie más. ¿Salvar el mundo? Ni hablar. Tengo mis razones. El mundo ya estaba condenado desde hacía mucho tiempo, y eso no creo que nadie pueda cambiarlo, ni siquiera la ciencia.

¿Y qué si de veras encontré algo rebuscando en aquellas estanterías, entre legajos olvidados, un libro tan antiguo que ni siquiera figuraba en el catálogo, que llevaba años acumulando moho en lo más recóndito de los archivos bibliotecarios, en las profundidades de un sótano dos plantas por debajo del nivel del suelo? Lo cogí de la estantería, me senté en el suelo y me puse a leer. Lo encontré. Miré donde a nadie se le había ocurrido mirar. Leí un libro que a nadie más se le había ocurrido leer.

Un libro singular. Un libro de hojas, un libro de lluvia, un libro de aparcamientos y patios universitarios y todos los largos paseos y solitarias tardes de mis días y noches. ¿Qué es un genio? Leí y leí y leí, hasta que en aquel paisaje veraniego de centros comerciales, grandes aparcamientos y salas de actos de institutos se desplegó ante mí un inmenso patrón, como un circuito impreso en la hierba y el asfalto, como unas extrañas runas de origen misterioso que relucían y contaban la verdadera historia del lento cierre de la última gran era.

* * *

Salir es pan comido. Como jamás adivinarían mi objetivo, ni siquiera me han seguido hasta los archivos. Los superhéroes no se detienen a pensar en naderías como las bibliotecas y el trabajo de investigación. Una vez han adquirido sus poderes, no vuelven a intentar usar el cerebro, sino que se limitan a revolotear de acá para allá. Los libros, los inventos, los hallazgos, todo eso nos lo dejan a nosotros.

Damisela ya habrá salido zumbando hacia el sur, a su lujosa suite de la Torre de los Campeones. Robo un coche del aparcamiento de una empresa de alquiler de vehículos y deposito mis trofeos en el asiento de al lado. El coche tiene lunas tintadas, así que ni siquiera me molesto en cambiarme.

Otra cosa que solía hacer: cuando volvía a casa desde el laboratorio a altas horas de la madrugada, me desviaba de mi camino y me metía en la autopista solo para tener la sensación de que me dirigía a algún sitio. Esta vez el viaje dura cuatro horas. Me aseguro de no sobrepasar el límite de velocidad en casi todo el trayecto, y hacia el final le echo una carrera al sol naciente. El libro y el espejo descansan en el asiento del copiloto. Ya falta menos para poner en marcha mi plan maestro.

Dicen que uno nunca olvida sus orígenes, pero apenas recuerdo nada de lo que pasó aquella noche, por mucho que lo intente. A veces me vienen fogonazos, imágenes sueltas, en los momentos más extraños.

Había estado cenando con Erica, hasta ahí lo recuerdo, y después estuvimos charlando mientras volvíamos caminando a mi piso, pero la mayor parte de lo que ocurrió aquella noche sigue siendo un misterio para mí. Volví al laboratorio y estuve trabajando hasta tarde. Cuando crucé la calle a la carrera desde la parada del autobús, había un olor a lluvia flotando en el aire. Mientras esperaba para cruzar la vía rápida, me fijé en el halo de niebla que envolvía las farolas y los faros de los coches. Por entonces seguía viajando cada día desde mi piso a un complejo de oficinas en Lexington, trabajando más horas que un reloj y ocupado en el último de una serie de experimentos fallidos.

Llovía a cántaros en el aparcamiento. Era viernes por la noche, el mejor momento de la semana para trabajar en mis propios experimentos, y el aparcamiento era un páramo desierto en el que destacaban las farolas con su fulgor anaranjado y las rayas blancas de las plazas de coche pintadas sobre el asfalto, como el esqueleto de una tira de cómic. Más allá de las últimas plazas de aparcamiento no hay nada más que un pantano, juncos, hierba crecida, ranas, insectos cantarines y el cielo negro de las afueras de Massachussets. Estuve un rato contemplándolo a través de los cristales tintados, respirando el aire climatológicamente controlado del coche mientras pensaba en el enésimo plazo de entrega que iba a incumplir. Me estaba quedando sin fuentes de financiación. Aquella era mi última oportunidad.

La solución objetivo era un fluido de características únicas. Una revolucionaria nueva fuente de combustible nacida de la radiación zeta que solo yo comprendía, un cóctel fluorescente de extraños venenos, isótopos inestables y metales exóticos que, al removerlo en el vaso de precipitados, generaba remolinos de color morado y verde. La palabra «tóxico» no bastaba para hacerle justicia; era algo portentoso, casi dotado de vida propia. Una sola gota hubiese bastado para abastecer de energía a un trasatlántico durante mil años. Una noche, sin pensarlo, me quité uno de los guantes y toqué una muestra. Era fría al tacto, luminosa, y la yema de mi dedo se volvió insensible al instante.

La temperatura seguía subiendo. Como una inmensa telaraña, las grietas invadieron el vidrio de la cámara de contención segundos antes de la explosión. Me dolía como si me quemara o me estuviera ahogando, y aquel dolor siguió yendo a más hasta hacerse insoportable. Quería desmayarme, abandonar mi cuerpo. Cuando no soportas el dolor pero este no desaparece, la persona que sobrevive ya no eres tú. Te conviertes en otro, una nueva persona, la que sí aguantó el dolor pese a todo. La fórmula saturó mi cuerpo, y me cambió.