LOS ENEMIGOS DE MIS ENEMIGOS
Saco mi traje de la caja de seguridad donde lo dejé bajo un nombre falso. Cuando por fin me decidí por esta identidad, encargué dos docenas de trajes iguales a partir de un diseño mío. Este lleva esperándome desde 1987, y la tela metálica está fría y limpia tras su largo descanso en la oscuridad. De vuelta en el piso, dispongo las prendas sobre la cama. Rojo para el efecto zeta, dorado para el oro. Mallas rojas (los pantalones no cuelan, por desgracia). Tengo piernas flacuchas, pero la capa me las disimula. Guantes rojos, blindados y lastrados a lo largo de los dedos, con aletas que recorren el borde externo, como un cohete espacial de los años cincuenta.
Mi casco rojo con cresta, al estilo grecorromano, está hecho de una aleación de metales ligeros y gomaespuma, y lleva incorporados una docena de sistemas cibernéticos. La túnica está ribeteada en rojo y dorado, y se hizo a partir de una tela que yo mismo inventé, a prueba de fuego, agua, balas, sonidos, ácidos y rayos cósmicos, y también de radiaciones gama y zeta. Nada más ponerme el casco, noto que me yergo un poco más recto.
La capa es puro teatro, un golpe de efecto, inútil a la hora de luchar pero indispensable para hacer una entrada triunfal. Vale por minutos de tedioso discurso. Nadie que vea su ancho vuelo escarlata ondeando a mi espalda mientras invado un espacio que tenían por inexpugnable va a molestarse en hacer demasiadas preguntas tontas. Un simple antifaz es cuanto basta para mantener mi identidad en secreto y convertirme en supervillano.
Vestido de civil no sería más que un delincuente. Lo soy, por descontado, pero con el traje puesto también soy algo más. Llevo la bandera de un país que jamás ha existido y el uniforme de su glorioso ejército, que algún día marchará sobre el mundo extendiendo los dominios del imperio invencible que lleva mi nombre: ¡Doctor Imposible!
* * *
Hace mucho, mucho tiempo, en la época del Barón Éter y el Doctor Mente, los supervillanos se dedicaban a lo suyo en medio de una maravillosa mezcla de glamour y peligro. Un tipo con cierto encanto y pocos escrúpulos podía acceder a selectísimos clubes nocturnos clandestinos situados en el corazón de Londres, o a fastuosos bares ilegales de Chicago en los que el jazz y el esmoquin eran obligados, y en los que caballeros de aire mefistofélico y damas de una belleza gélida tramaban sus escandalosas intrigas. Pero eso era antes de que la informática lo invadiera todo, antes de que nos congelaran los bienes y nos rastrearan las huellas digitales gracias a las bases de datos globales.
No obstante, aún hoy, para obtener cierta clase de información, solo hay un lugar al que acudir. Me pongo un par de ridículas gafas de sol y al atardecer me subo a un Greyhound que me llevará hasta el corazón de la Pensilvania rural. Estoy solo y soy intocable. No hay un superhéroe en el mundo que no se muera por echarme el guante, pero andan muy despistados. Qué bien sienta ponerse en la piel de un gángster de los de toda la vida, aunque solo sea por poco más de una hora. En el motel, mi báculo de poder empieza a tomar forma. Nick Napalm ha cumplido su misión.
Según mis informantes, debo buscar una obra abandonada, un centro comercial que se quedó a medio construir, el tipo de lugar en el que se reúnen los adolescentes de extrarradio a fumar porros y arrojar piedras contra botellas vacías. Allí es donde nos conocemos los unos a los otros, y al igual que los adolescentes de las afueras, siempre estamos pendientes de las sirenas de la policía o del estruendo sónico que delata la llegada de un superhéroe. Este local lleva en activo cerca de tres semanas, así que no creo que dure dos más. Los superhéroes no tardarán en enterarse de lo que aquí se cuece por algún aficionado de los muchos que siempre andan merodeando. Vendrán avasallando y cogerán a unos pocos rezagados, pero para entonces ya tendremos otro local en el que reunirnos.
Todo se acaba sabiendo, y nos vemos para intercambiar relatos de nuestras últimas hazañas, victorias y fugas milagrosas. Siempre hay alguna novedad que comentar —quién está entre rejas y quién ha salido de la cárcel, la historia secreta del enmascarado de la semana— y estas reuniones nos brindan la oportunidad de ver nuevas caras (o tan solo nuevos antifaces) después de semanas o meses de reclusión en el laboratorio, asteroide o submarino de turno. Nos emborrachamos y nos sentimos hermanados, supongo. Compartimos el humor ácido propio de nuestra condición. Es lo más parecido a la camaradería que llegamos a experimentar.
En los buenos tiempos, yo solía llegar en un helicóptero invisible a los radares que funcionaba con energía nuclear y apenas emitía un ligero ronroneo. Era la envida del mundo criminal. Esta noche, me toca caminar. Me apeo del autocar delante de un restaurante de la cadena Roy Rogers y los siguientes seis kilómetros los recorro en autostop, con el traje de supervillano metido en una bolsa de deporte. Esta reunión podría solucionar todos mis problemas. Hay cosas que necesito y que no puedo dejar en manos del Augur. Si consigo alguna pista sobre el paradero de Laserator o Cara de Muñeca, o incluso del Faraón, es muy posible que la balanza se incline a mi favor. Estoy demasiado acostumbrado a trabajar en soledad. Necesito una alianza, un cónclave, una asociación de algún tipo. La proverbial hermandad criminal.
Es casi de noche cuando llego a mi destino. Me cambio de ropa entre la maleza y me dispongo a hacer una entrada triunfal. Los promotores inmobiliarios que emprendieron la construcción del centro comercial acabaron en la bancarrota hace unos años, y las obras se detuvieron en seco. El edificio se quedó en un esqueleto de vigas a la vista y cubiertas de plástico, pero en algunas zonas hay incluso techos en buen estado. Los chicos han improvisado una barra de bar con tablones y bloques de hormigón, y han montado un dispositivo de camuflaje para que a ningún superhéroe que pase cerca se le ocurra venir a husmear. También han plantado un gran poste de la luz en lo que iba a ser el vestíbulo del edificio. En conjunto, el lugar tiene el aire de un plató de rodaje o un camping. Hay un generador a gas que nos proporciona electricidad y un equipo de música en el que suena Thelonious Monk.
Me cuelo por una rendija en la lona de plástico y me adentro en el espacio iluminado. Esta noche la cosa va en serio: veo a treinta o cuarenta de los nuestros pululando por aquí, la habitual miscelánea de tipos medio brillantes, medio gafes, sentados en grupos de dos y tres. Un hombre de piedra. Algo parecido a una mujer demonio, con cuernos y cola. Un tipo enfundado en una armadura metálica que sostiene un hacha, otro de color azul pálido, traslúcido. Media docena de señores con leotardos de colores chillones, algunos de ellos con auras doradas o rojas, o con ojos que brillan en la oscuridad, luciendo símbolos de calaveras, relámpagos, animales. Perdedores, genios y atletas de categoría olímpica, sin gran cosa en común más allá de la necesidad absoluta de ser los amos indiscutibles de sus personales infiernos. Y luego está esa sensación de amenaza constante, esa extraña vibración que te dice que estos no pueden ser los buenos de la película.
Unos pocos de los presentes levantan la vista pero enseguida fingen no haberme visto. Oigo susurros. Noto que me ruborizo. Ojalá hubiese podido tener mi báculo del poder a punto para este momento. Oigo que alguien menciona al Faraón, y luego una carcajada, y caigo en la cuenta de que nunca he acabado de encajar en estas reuniones. Cuando era el rey del mambo, cuando era una amenaza para la seguridad mundial, no me molestaba en hacer vida social. Los demás venían a mí cuando los convocaba, o se enteraban de mis proezas por la prensa.
Había olvidado lo que se siente al estar entre los peces chicos, gente como el Faraón o el Enigma, cerrando tratos a cambio de unos pocos granos de plutonio o una ballesta de última generación. Soy poco sociable por naturaleza, y además hay diferencias abismales en la educación que hemos recibido unos y otros. Miro a mi alrededor con más detenimiento. Los supervillanos también se pelean entre sí.
—¡Doctor Imposible! ¡Eh, Doc!
Quien me saluda luce un traje rojo que me resulta familiar. Está sentado junto a la barra con unos pocos individuos a los que no conozco, pero a Sanguino lo recuerdo perfectamente de los tiempos de Tailandia. No se conserva mal, para tratarse de alguien cuya armadura bebe sangre.
—Sanguino. Cuánto tiempo.
—Doctor Imposible, aquí unos amigos.
Los aludidos asienten en silencio. Tres de ellos llevan el rostro cubierto: uno con una máscara de halcón, otro con el clásico antifaz de satén negro y el tercero con un casco que le oculta toda la cara y en el que asoman dos ojos que despiden luz. Nadie parece tener ganas de presentarse por su nombre.
—He oído decir que has mandado a Fenómeno al hospital. —Quien esto dice es el tipo del antifaz de satén negro. Luce perilla rubia y posee la musculatura de un virtuoso de las artes marciales. Detrás del antifaz, me parece adivinar unos ojos acuosos. ¿El Augur, quizá?
—Gajes del oficio.
—Nada que ver con enfrentarse al Superescuadrón, ¿no? Apuesto a que echas de menos aquel dirigible.
—Cumplió su función, ¿no? —Nunca me dejarán olvidarlo.
El del casco decide intervenir.
—¿Sabías que Damisela acaba de dar una rueda de prensa? Quieren que te entregues.
—Pues ya pueden ir esperando.
—Te relacionan con la desaparición de Fuego Esencial. Han cogido a Nick y a los otros dos en Rusia. Dicen por ahí que eres un hombre señalado. —El casco amortigua ligeramente su voz, como si no le vinieran mal unos cuantos orificios de respiración más.
—Es cosa de nacimiento —replico, en una bravuconada típica de supervillano, pero los demás me ríen la gracia y me dedican un brindis especial. Al igual que ellos, nací en un hospital de las afueras de una gran ciudad y fui un bebé sano al que nadie hubiese augurado un destino especialmente complicado.
—¿Alguno de vosotros ha visto a Laserator últimamente? —pregunto, esforzándome por darle a mi voz un tono informal.
Me pregunto si debería decirles que no sé dónde está Fuego Esencial. Quizá sea preferible que piensen que yo lo rapté.
—¿El que da clases en Harvard? Había conseguido un puesto fijo en la universidad, el muy cabrón. Menuda suerte. Un seminario de posgrado en la…
El tipo del casco no acaba la frase, y de pronto mis cuatro interlocutores parecen encogerse instintivamente y se apartan de mí en el preciso instante en que algo me empuja violentamente hacia delante. Casi me caigo de la silla, y mi bebida se vuelca. Es como si una furgoneta de reparto se estrellara contra mi silla haciendo marcha atrás.
—Hola. —Una voz grave, procesada electrónicamente.
Noto un frío metálico a mi espalda. De pronto, estoy solo en este extremo de la barra.
—¿Quién te has creído que eres? —pregunto, al tiempo que me levanto. Tienes que hacerles saber con quién están tratando.
Es Zarpa Cósmica, un ucraniano que vivía como mercenario hasta que encontró una armadura con superpoderes en una nave espacial accidentada. Mide más de tres metros, es todo él de acero negro y tiene uno de los brazos mucho más grueso que el otro y con forma de guadaña, como si se tratara de una enorme pinza de cangrejo.
—Damisela acaba de destrozarme el Kosmicoche. Dice que están buscando a Fuego Esencial. Dice que te buscan a ti.
Lo tengo ante mí, medio agachado, mientras la pinza descansa en el suelo, delante de él.
—Lo siento, Zarpa —le digo, abriendo los brazos en señal de impotencia—. Es terrible.
Levanto la cabeza con la intención de mirarlo a los ojos, pero no hay mucho que mirar, solo tres diminutos diodos luminosos montados en la parte delantera del casco. Me cuesta imaginar en qué estará pensando. Dicen que no se quita la armadura ni para dormir.
—La recompensa es de las gordas, por lo que he oído. A lo mejor voy y te entrego yo mismo.
—¿Me estás amenazando, Zarpa? —replico con toda la altivez de la que soy capaz, mirando de frente a donde creo que se encuentra la cámara.
Noto que todas las miradas convergen en nosotros. Hay ganas de marcha. Esto se me empieza a escapar de las manos.
—Tú a mí no me das miedo. ¿Quieres volver a la cárcel? O mejor acabo contigo aquí mismo, ¿qué te parece?
En un abrir y cerrar de ojos, me atrapa con su estúpida pinza de cangrejo metálico. El acero es frío al tacto y me impide mover los brazos. Los demás se han ido congregando a nuestro alrededor.
—¿Cómo te atreves a tocarme, a mí, un hombre de ciencia?
Ojalá tuviera la ciencia necesaria para saber qué hacer ahora, para calcular mis posibilidades pese a tener los brazos pegados a los costados. Visto de cerca, el acero de la armadura está todo lleno de muescas y arañazos, y me pregunto cómo será de viejo. Intento zafarme, pero no cede ni un milímetro, y ahora todo el mundo me ve forcejeando, impotente. Tengo la mano a escasos centímetros de mi cinturón multiusos, pero mis dedos apenas pueden acariciarlo. Una descarga electromagnética zanjaría el problema.
Sanguino intenta mediar.
—Venga, Zarpa…
Pero lo único que hace el interpelado es levantarme más en el aire.
—Eres un listillo. Te crees más inteligente que yo, ¿verdad?
Se oyen risas.
—¡Acaba con él! —dice alguien a voz en grito—. ¡Hazlo por el Augur!
—¡Callaos! —grito, volviéndome hacia la multitud—. ¡Os aplastaré a vosotros también! ¡A todos vosotros!
Maldita sea.
Tengo los pies colgando a dos metros del suelo y mi capa se está manchando de aceite de motor. Finalmente, Zarpa Cósmica se decide y me arroja hasta el otro extremo de la barra, donde aterrizo sobre una pila de bolsas de basura. Todo el mundo se ríe, y hasta oigo algún aplauso.
—¡Os presento al Doctor Imposible! ¡Estará entre nosotros toda la semana!
Me despido agitando la capa con gesto suficiente y me marcho. Me tiemblan un poco las piernas.
Hay un buen trecho hasta la estación de autocares, pero nadie me llevaría en su coche con estas pintas. Me cambio delante del edificio, entre los arbustos. Aquí fuera, bajo las estrellas, reina una gran paz. La luna nueva no es más que una delgada esquirla. Veo todo el sistema solar dando vueltas como un carrusel o las manecillas de un reloj. El tiempo se agota.
* * *
El Barón Éter se hace viejo. Ha perdido un ojo luchando con Parangón, y lo ha reemplazado por un artilugio mecánico de su propia invención. Lo que quiera que fuese que le concedía superpoderes se ha ido marchitando, y apenas queda nada a excepción de la alargada forma de su cráneo y un brillo como de ascuas en el fondo del ojo bueno. Le pesan los años —en realidad, nadie sabe qué edad tiene— y lleva demasiado tiempo ejerciendo de supervillano. Empezó asaltando trenes, se enfrentó a aventureros Victorianos y niños prodigio, llevó mostacho y tenía un bastón cuya abultada empuñadura encerraba un sinfín de artilugios secretos.
A finales de los años cuarenta se vino a Estados Unidos y fundó la primera Liga del Mal. Luchó contra el Superescuadrón mucho antes de que lo hiciera yo, por no decir que viajó en el tiempo y se enfrentó al Escuadrón a tres mil siglos del presente. En cierta ocasión, sacó a su otro yo de una dimensión paralela para que lo ayudara a robar una fortuna en oro, y luego acabó traicionando a su doble para quedarse con el botín. Todo un clásico.
En los años cincuenta, su nombre se convirtió en sinónimo de infamia. Lo hizo todo: robó la memoria a los integrantes de la Alianza para la Libertad, usurpó sus cuerpos, se clonó a sí mismo. Perdió un conjunto de poderes y ganó otro, se quedó a la deriva en el continuum espaciotemporal y pasó seis años en el Cretácico antes de construir su propia máquina del tiempo. Volvió de aquella aventura veinte años más joven, un efecto secundario de los cronones.
En los años sesenta volvió a reinventarse a sí mismo como un diabólico maestro de la ilusión y logró pasar algún tiempo alejado de la cárcel. No hace tanto, en el año 1978, todos lo dieron por muerto el día que robó un transbordador espacial y este desapareció en el vacío, separándose del plano de la eclíptica en un peligroso ángulo. Pero un año más tarde regresó, aunque se vería de nuevo derrotado en los últimos días del gobierno Carter. Jamás perdió su elegancia, eso sí, y hacia el final usaba hardware con engranajes mecánicos y accesorios de bronce contra mutantes cuyo funcionamiento dependía de la fusión nuclear.
Debería haber acudido a él en primer lugar. Solo nos hemos visto unas pocas veces, pero en el fondo lo considero algo así como mi mentor, o un espíritu afín. A decir verdad, me inspiré en su traje para diseñar el mío. Es un caballero y un genio, no como aquellos miserables del centro comercial. Supongo que he cometido un error al pensar que eran dignos de mi compañía. El Barón es el mejor, sin ningún género de dudas. Si alguien puede ayudarme, es él.
Vive solo en una mansión de estilo gótico de New Haven. Cuando lo cogieron por última vez, le concedieron el arresto domiciliario como deferencia hacia su avanzada edad. Lo malo es que no podrá volver a poner un pie en la calle. Su viejo enemigo, el Mecanicista, ahora ya jubilado, se asegura de que así sea.
Así que no es fácil llegar hasta él. La casa permanece oculta tras una hilera de árboles y se eleva sobre un pequeño promontorio rodeado de robles y olmos que la convierte en un rincón umbrío del barrio, incluso en los días soleados. Nadie corta el césped. Esferas de plata mate circulan sin cesar por el jardín a escasos palmos del suelo, atentas a cualquier movimiento. Entro por arriba, flotando a la altura de las copas de los árboles gracias a un pequeño generador de gravedad y bloqueando a mi paso todas las frecuencias que puedo. La casa es una monstruosidad victoriana con tejado a dos aguas. Desciendo sobre este, y por un momento mis botas escarlata resbalan en la afilada arista, hasta que al fin recobro el equilibrio y me deslizo hacia abajo hasta una ventana abierta.
Había oído decir que no estaba pasando por su mejor momento, pero aun así me sorprende su mal aspecto. Lleva meses sin apenas salir de su casa, y dicen las malas lenguas que uno de sus últimos experimentos, un rayo causante de mutaciones, le había salido rana. Es la primera vez que tengo ocasión de comprobarlo. Su brazo derecho termina en una pata de insecto, y la piel de la parte derecha de todo su cuerpo se ve arrugada e irritada. En la zona fronteriza, se nota cómo su metabolismo lucha contra los efectos de una transformación a medio acabar.
Me introduzco en la habitación desde el alféizar de la ventana e intento aparentar un aire digno. Hace tiempo que no nos vemos, y me pregunto qué opinión tendrá de mí, posiblemente su sucesor en el reino de la supervillanía. Resulta extraño pensar que, por una vez, puedo no ser el hombre más malvado de la habitación.
—Doctor Imposible. He oído que había salido usted de la cárcel. —Su voz es un jadeo sibilante que surge de lo más profundo de su silla de ruedas.
—Barón Éter.
Acaricia su bastón con la mano buena mientras piensa. Nunca sabes qué va a pasar cuando te encuentras con otro supervillano. Todos tenemos estilos diferentes. Yo intento mantener un ambiente cordial, de respetuosa camaradería.
—Siempre he admirado su obra —digo tras un instante de duda.
—Me complace oírlo, Doctor Imposible. Resulta agradable saber que alguien admira mi trabajo.
Estamos en algo similar a un estudio, una habitación repleta de libros, globos terráqueos de distintos tamaños, algunos de ellos muy antiguos, llenos de códigos alquímicos. Hay recortes de diario enmarcados, en su mayoría tabloides londinenses de sus días de gloria: «¡EL BIG BEN, DESAPARECIDO!», «¿EL PRÍNCIPE ÉTER?», «LA REINA, HIPNOTIZADA, DESPOSA A UN SINVERGÜENZA». En una instantánea de la época, un joven Barón Éter (Kleinfeld es su verdadero apellido) diabólicamente apuesto luce esmoquin y guiña un ojo a la cámara furtiva que atrapa su imagen mientras se lo llevan esposado. Su vestuario revela un gusto exquisito. Los coches que aparecen de fondo sugieren que la foto se tomó en los años treinta. Una de las paredes de la estancia está completamente ocupada por un minucioso dibujo de un androide.
El barón se levanta con dificultad y finge examinar uno de los globos. No puedo imaginar siquiera qué le estará pasando por la cabeza. Estoy ante un hombre que afirma haber desencadenado la guerra de Corea. Una puerta mosquitera se cierra de golpe. Allá afuera, en el mundo real, la gente entra en su casa para coger un sándwich y una Pepsi light.
Al cabo de unos minutos, mi anfitrión vuelve a tomar asiento y hace girar la silla de ruedas para mirarme a la cara.
—¿A qué ha venido? —pregunta.
—Verá, Barón —empiezo, las palmas de las manos unidas en señal de reflexión—, esperaba pedirle consejo sobre una cuestión técnica.
—Es usted consciente, espero, de las restricciones que me impone el arresto domiciliario.
—Por descontado.
—Bien. Adelante, entonces.
—Necesito una fuente de energía. De gran potencia, muy compacta. La necesito para dentro de tres semanas.
El Barón Éter suspira y se toma su tiempo antes de responder.
—Debo confesar que me sorprende un poco que venga usted a pedirme ayuda, Doctor. Le tenía por una persona autosuficiente.
—Ya sabe que fabrico robots, pero para eso hace falta tiempo. Me están buscando.
Mi interlocutor prosigue como si yo no hubiera abierto la boca.
—He oído lo de Fuego Esencial. Ha elegido usted un momento sumamente inoportuno para escapar de la cárcel.
—No es tan fácil como antes.
—¿Ha sido usted?
—¿Cómo?
—¿Ha sido usted?
—No, no he sido yo —contesto.
—¿Sabe usted quién lo ha hecho?
—No. ¿Y usted?
—No. —Uno de sus ojos despide un resplandor rojizo—. ¿Tiene que ser portátil? —pregunta entonces.
—Bueno, no es necesario. Pero el tiempo es un factor importante.
Se levanta despacio, se dirige a la librería y se la queda mirando un buen rato pero no saca ningún libro. Echo un vistazo fuera: mis trucos no lograrán engañar al Mecanicista durante mucho tiempo más.
—También estoy buscando a un hombre que se hace llamar Laserator. ¿Lo conoce?
—Laserator. Llevaba un sombrero con una especie de… —Concluye la frase con un ademán impreciso.
—Una especie de espejo, sí. Ese es.
—Está retirado. Un tipo brillante. Resultó ser profesor de Harvard. Lo tienen retenido en McLean. —Sigue dándome la espalda, pero añade—: ¿Ha tenido usted noticias de su amigo el Faraón recientemente?
—No sé nada de él desde hace años. Se ha retirado. ¿Por qué?
—Simple curiosidad.
Hay otra pausa, y luego veo que el Barón menea la cabeza lentamente.
—No puedo ayudarle. Me he hecho viejo, amigo mío. Estas cosas —señala vagamente la ventana— me vigilan día y noche. Tuve mi gran oportunidad, y me estalló en la cara. —En la penumbra, no acierto a distinguir su expresión—. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Un nuevo báculo del poder? ¿Buscará el modo de hacerse invencible?
—Voy a desplazar la… —Empiezo a revelarle mi plan, pero me interrumpe bruscamente alzando la mano buena.
—¡No me lo cuente! No me hable de sus intenciones. Solo conseguirá deprimirme. ¿No fue usted el que desarrolló una especie de… cómo se llamaba… energía zeta? ¿Qué pasó con todo aquello? ¿No salió bien?
—Todavía no.
—Olvídelo, hijo. Nunca sale bien. Siempre ganan ellos, ya lo habrá deducido.
El Barón empieza a toser y llama por señas a sus sirvientes. Me marcho. De pronto me veo encaramándome al alféizar para salir por la ventana ataviado con mis leotardos y pienso que debo de parecer un Peter Pan entrado en años. Aún no tengo barriga, pero algo empieza a asomar por esa zona.
Me elevo en el aire, dejando atrás las sombras. Las casas y sus calles flanqueadas por árboles se van haciendo cada vez más diminutas. Aterrizo a medio kilómetro de distancia, en el parking de un restaurante de la cadena Applebee, me pongo las gafas de sol y me dispongo a volver a casa en coche. Así que estoy solo en esto. En el fondo, siempre lo he sabido.