EMPIEZA EL JUEGO
Los cristales de las ventanas han quedado hechos trizas en varias manzanas a la redonda. En las noticias de la tele se ve a Nick Napalm luchando, rodeado de llamaradas. Han evacuado la zona a primera hora de la mañana, y ahora reina en el barrio una calma fantasmagórica. Damisela y yo hemos cruzado el primer perímetro de seguridad. Ella se limita a enseñar algún tipo de identificación a los policías de las barricadas, que se nos quedan mirando con los ojos a punto de salírseles de las órbitas, como si fuéramos peces venenosos de escamas relucientes.
Damisela va delante, sin hacerme el menor caso. Nos conducen a un almacén que queda a tres manzanas de allí, donde lo tienen encerrado. Caminando por las calles con mi traje me siento como si acabara de llegar de otro planeta. Nuestros pasos resuenan en medio del silencio. Las fachadas desiertas y tiznadas por el humo enseñan sus entrañas. El aire parece retener el eco de los golpes y contragolpes que aquí se repartieron. Hay varios camiones de bomberos aparcados delante del almacén.
Al llegar a la puerta me dispongo a enseñar de nuevo mi tarjeta de identificación temporal, pero Damisela entra directamente sin molestarse en presentarse, y yo la sigo.
—Esta viene conmigo —farfulla, refiriéndose a mi persona. Qué detalle por su parte.
Dentro, la escena me resulta familiar. Reconozco los apresurados protocolos de contención adecuados a las excepcionales características de cada caso que surgen siempre que se detiene a un metahumano hostil, y que nada tienen que ver con el procedimiento de detención habitual. Nick Napalm está tumbado boca abajo en el suelo de cemento, en una zona que se ha despejado a propósito en el centro del almacén. Tiene las manos esposadas a la espalda. Un policía sostiene una manguera a escasa distancia de su cuerpo y lo riega sin cesar para impedir que vuelva a lanzar llamaradas.
Han trazado un círculo de unos cinco metros de diámetro alrededor de él con pintura roja, y hay ocho o diez policías con chalecos blindados controlándolo al otro lado de una trinchera de neumáticos apilados. Parecen exhaustos y cabreados. Han tenido una mañana de las que no se olvidan fácilmente, y todo porque dos tipos con superpoderes decidieron salir de juerga la noche anterior. Hay un par de tiradores en una pasarela, apoyados en la barandilla.
Nick Napalm está tumbado justo en medio del charco de agua, que se va escurriendo por una rejilla del suelo. Es un hombre menudo con pelo oscuro y piel cetrina, y luce un traje naranja y negro que lo cubre de la cabeza a los pies. Supongo que, estando seco, el traje debía de crear un vistoso efecto ondulante, pero ahora no parece más que una pila de ropa mojada. No se mueve. Desde aquí veo que tiene un lado de la cara muy magullado.
Nick Napalm es exactamente lo que sugiere su nombre, un lanzallamas humano. Siempre que sale a divertirse le cogen unas neuras tremendas y le da por quemarlo todo. Su mirada perdida y su tono de voz ausente sugieren algún tipo de problema esquizoide, pero cuando no se encuentra en pleno arrebato pirómano es un tipo bastante sensato que necesita ganarse la vida, como cualquier otro hijo de vecino, y posee una astucia innata que comparte con todos los locos. Se ha escapado de unas cuantas celdas supuestamente ignífugas a lo largo de los años.
Algunos de los agentes de policía se nos quedan mirando fijamente cuando llegamos. No parecen demasiado amistosos, pero tampoco pueden evitar un gesto de alivio al reconocer nuestros trajes. Estas sí están acostumbradas a tratar con bichos raros, pensarán. Venimos a solucionarles la papeleta. Un agente joven nos conduce hasta el otro lado de la barricada de neumáticos.
—Nick Napalm. Se pasó toda la noche luchando con Piel de Oso. Uno de los dos ha robado un diamante y se han peleado por ver quién se lo quedaba. Hemos logrado reducirlo a eso de las seis de la mañana. Nos dijeron que os llamáramos.
Damisela parece acostumbrada a este tipo de diálogos, y se muestra cortés pero distante.
—Gracias. ¿Qué ha pasado con el diamante? ¿Se sabe algo?
—De momento no hay ni rastro de él. ¿Dónde estabais anoche?
—Teníamos otros asuntos que tratar.
Lo cierto es que se había liado de nuevo en una discusión a grito pelado con Lobo Negro. Lo oí desde la otra punta del pasillo.
Entramos en el círculo mágico y avanzamos hasta el punto en que Nick Napalm permanece tumbado. Nadie nos sigue. Me arrodillo para hablarle.
Siguen regándolo con la manguera, y solo de estar allí agachada junto a él empiezo a mojarme yo también. Sigue sin moverse. Así termina la gente como Nick Napalm, así acaba tanto talento y ambición…
—Nick —susurro.
—¡La Mujer de Hojalata! —Su voz suena un poco distorsionada por las contusiones y por tener la mejilla pegada al cemento. No ha perdido el conocimiento en ningún momento—. Sácame de aquí. Van a matarme. Les he oído decirlo.
No resulta inverosímil. Siempre podrían decir que intentó darse a la fuga. Nadie iba a echarlo de menos.
—Tenemos que preguntarte algo sobre Fuego Esencial.
—Primero sácame de aquí. Haz que me lleven a un centro de detención especial. Sé que puedes conseguirlo.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Lo he visto. Al Doctor Imposible. Hace cuatro días. Te diré dónde.
—Mierda. —Me vuelvo hacia Damisela—. Y ahora, ¿qué?
—De acuerdo. Lo acompañaremos nosotras. —Parece impaciente.
—Lo que pasa es que los polis se van a mosquear.
Lo hacemos. El sargento de policía empieza a protestar, pero una mirada de Damisela basta para hacerlo callar. Está meando fuera de tiesto, y lo sabe. Sin embargo, no puedo evitar sentir las miradas de los tiradores clavadas en mi nuca. No soy como Damisela, y una bala en el lugar adecuado puede acabar conmigo, como lo haría con cualquier otro mortal. Ella, en cambio, no parece inmutarse. Lleva toda la vida siendo una superheroína, y es evidente que no podría importarle menos lo que piense la policía.
Ayudo a Nick a levantarse, aunque tengo el detalle de mostrarme brusca, y lo acompaño hasta el otro lado del círculo de seguridad, aunque soy consciente de que nos estamos saltando a la torera todos los procedimientos de detención y no puedo evitar sentirme nerviosa. Nick tampoco se esfuerza por darle una apariencia más legítima a toda la escena, pues se apoya en mí como un borracho y me habla al oído.
—Sé lo que escondes en tu interior, Mujer de Hojalata. Lo veo ardiendo. Él también lo tenía.
Se refiere a Fuego Esencial.
—No podemos llevarlo en el coche —dice Damisela en tono hastiado— ¿Puedes llamar a Lobo Negro por ese chisme tuyo?
—Sí, claro.
—Dile que venga a recogernos en su barco, y avísale de que tenemos un pasajero. A veces, sus juguetes resultan útiles.
* * *
Paso algún tiempo en la Sala de Crisis aprendiendo cómo funciona el sistema informático mientras Lily me observa. La pantalla es enorme y proyecta una luminosidad blanca sobre nuestros rostros mientras desplazo ventanas y datos de aquí para allá, buscando un patrón. Lobo Negro está de pie a mi espalda, y va señalando algunas peculiaridades del sistema. Se trata de un ordenador central personalizado que su empresa construyó a partir de un diseño suyo.
—Se hacen pasar por solitarios, pero esta gente se conoce.
Lobo Negro me está dando una clase magistral. Solo habla como Clint Eastwood en público. En privado tiene una voz más aguda, y tan nasal que resulta casi inquietante.
Me pregunto cómo puede saber todo esto. Tenía ocho años cuando se perdió en un camping de Nuevo México, durante una excursión a la que se había apuntado con sus dos hermanos. Se alejó demasiado y pasó cinco días vagando por el bosque. Lo encontraron sentado en una piedra, tan tranquilo. Nunca fue al colegio, pues le diagnosticaron autismo. Supongo que el hecho de llevar la foto de un animal en la pechera le sirve de ayuda.
—Un supervillano como el Doctor Imposible genera ondas concéntricas a su alrededor. Siempre está construyendo algo, y necesita un equipo muy especial. Ni siquiera alguien como él puede hacerlo todo solo. No se puede construir un robot de treinta metros de altura a partir de la nada. Necesita que le pongan cosas en órbita, o que le hagan un corte molecular perfecto, o que le traduzcan algo escrito en antiguas runas. Siempre hay rumores en circulación, pistas que nos pueden conducir hasta él, y hay también una economía sumergida en la que se mueve toda esta gente.
De esto último sí sé algo. De hecho, se parece al mundo de los grandes señores de las drogas y los traficantes de armas con los que me vi obligada a tratar durante mis tiempos de agente especial, solo que en este caso todo resulta mucho más extraño. Compruebo cómo la influencia del Doctor Imposible se extiende por los mercados monetarios, los contrabandistas y los superdotados de poca monta como Nick, que venden sus poderes al mejor postor. Alguien le encargó que robara el diamante, y alguien se presentó después para arrebatárselo.
* * *
—Aquí estoy.
En un almacén de Chicago, Míster Místico aparece de pronto entre las sombras, arrastrando su inseparable capa. Lo sigo con atención, tratando de averiguar de dónde ha salido, pero el muro que había a su espalda permanece en total oscuridad incluso bajo los rayos ultravioleta.
Llevamos casi una hora merodeando por aquí. Alguien ha entrado a robar en un almacén. Salvaje tenía sintonizada la frecuencia de emisión de la policía y oyó que se trataba de un almacén de suministros químicos. Damisela observa con ojos achinados algo que a mí se me escapa por completo. ¿Hay algo que no sepa hacer?
—Genial —contesta a Místico sin molestarse en volverse—. La microvisión no me da ninguna pista. Comprueba que no haya resonancias.
—Emanaciones.
—Lo que sea.
Místico cierra los ojos y extiende los brazos al tiempo que mueve los dedos. No veo que ocurra nada más, excepto que el amuleto le brilla un poco. Parece un niño jugando a la gallina ciega. Miro de reojo a Damisela, que está esperando su respuesta con cara de pocos amigos.
—Sí, hubo una presencia aquí. Una mente… muy difícil.
Salvaje gruñe.
—Era él. Lo sé. Todo esto es típico de un friqui como él.
El Doctor Imposible no encaja demasiado en la definición de superdotado. No puede volar, se esconde en los tejados y roba cargamentos de droga. Habrá estado en la Luna, pero cada vez que se topa con un malhechor le arrebata la navaja de una patada. Lo que pasa es que en el fondo detesta la delincuencia.
Desde aquí puedo acceder al inventario. No falta nada excepto un conjunto de diamantes de precisión para aplicaciones ópticas. Hemos entrevistado a parte del personal de seguridad, pero nadie recuerda absolutamente nada. No recuerdan siquiera si se habían presentado a trabajar esta mañana. Nick Napalm ha hecho esto, pero no estaba solo.
Lily se apoya en una pared.
—¿Por el amor de Dios, es esto lo que hacéis normalmente? ¿Dejar pasar las horas aquí sentados? Creía que teníais ordenadores y todas esas cosas.
—Y los tenemos. —Lobo Negro levanta la vista de lo que quiera que sea que observa en cuclillas.
—Fatale, ¿puedes comprobar esta huella en tu base de datos? No creo que sea una muy normal.
Los supervillanos tienden a fabricar sus cachivaches desde cero, ya que poseen una tecnología muy adelantada respecto a lo que se encuentra en los comercios, así que en sus artefactos todo se sale de la norma —el tamaño de los tornillos, los voltajes—, como cuando un estadounidense viaja a Europa. Escaneo la huella y la contrasto con mis archivos, pero en vano.
Salvaje no se lo está tomando demasiado bien.
—¿Así que hemos tirado otra noche por la borda? El Doctor Imposible sigue ahí, haciendo de las suyas, y las cinco personas más poderosas del planeta no hacen más que dar vueltas en un almacén.
Sé lo que se siente. Todos querríamos golpear algo.
—Escucha, todos nos sentimos frustrados…
—Lily… —Las orejas de Salvaje, que hasta entonces se mantenían erectas, caen a ambos lados de su cabeza—, ese hombre era tu amante, ¿verdad?
—Más o menos —contesta Lily con evidente hastío.
—Tiene que haber algo que no nos hayas contado.
—Oye, que he sido amnistiada, ¿de acuerdo? Si no me crees, pregúntaselo a Damisela.
—¿De veras? No recuerdo haber firmado nada.
Por un momento, toda la escena parece haberse congelado, y nada se mueve a excepción de la cola de Salvaje, que va dando latigazos a un lado y a otro. Lobo Negro hace amago de intervenir, y una vez más, casi sin moverse, Damisela le indica por señas que no lo haga. Entonces Salvaje salta en el aire al tiempo que saca las garras, y casi en el mismo instante, con increíble sutileza, Lily da un paso a la derecha y le asesta un golpe muy medido en la sien. Salvaje se tambalea, tratando de recuperar el equilibrio, y justo entonces ella le golpea en la barbilla. Nada que hacer.
—Pobre gatito… —murmura.
Nadie abre la boca durante unos segundos. Lily mira directamente a Damisela por un momento, quizá desafiándola a expulsarla del grupo allí mismo.
Damisela se encoge de hombros.
—Creo que has dejado claro tu punto de vista.
Lobo Negro la mira de reojo y arquea una ceja. Me parece ver que Damisela reprime una sonrisa.
En el vuelo de regreso a casa me toca sentarme junto a Lily.
—No puedo creer que hayas hecho eso.
Lily suspira y suelta una pequeña carcajada.
—Es la cola. La mueve dos o tres veces antes de atacar. Me lo dijo el Doctor Imposible.
Más tarde proyecto la escena grabada por la cámara de mi retina y compruebo que está en lo cierto. Lo tendré en cuenta.
* * *
Cinco superhéroes entran en un bar de Green Bay, Wisconsin. Allí estoy yo de nuevo, junto a Damisela, Triunfo del Arco Iris, Salvaje y Lily. El bar se llama Mephisto, y es un club nocturno con fama de reunir a los grandes potentados del mercado negro y también a los personajes más populares y superficiales de la comunidad de superdotados. Yo había venido hasta aquí en una ocasión, y confieso que no me dejaron entrar.
Aterrizamos en un solar desierto, a pocas manzanas de distancia, y nada más hacerlo noto cómo los demás se meten en sus respectivos papeles. Damisela nos da cuatro datos por el camino, más que nada para mi información.
—Esto va a ser entrar y salir. No empecéis nada que no podamos terminar.
—Ahí dentro hay sobre todo aficionados —añade Lobo Negro, al tiempo que comprueba si lleva los guantes bien calzados.
—Vaya por Dios, y yo que solía venir cada noche… —me susurra Lily al oído con una risita.
Dos enormes gorilas custodian la puerta, pero en cuanto ven a Damisela se hacen a un lado. Dentro, el silencio se impone al instante. En los últimos días me ha resultado fácil olvidar que Damisela es una celebridad de fama mundial, sobre todo entre esta clase de gente. La sala está a oscuras, pero eso no supone ningún obstáculo para mí. Empiezo a percibir rastros de radiación, emisiones de partículas distintas, quizá incluso trazas de azufre.
Damisela se dirige a una zona despejada, bajo una de las lámparas del techo. Debo reconocer que posee una confianza y autoridad innatas que superan al mejor campo energético. Es intocable como una diosa desde hace años, y también la hija de uno de los hombres más poderosos de la Tierra. Luce el traje como un uniforme, no como un disfraz. Basta mirarla para saber que su madre es una princesa.
—Tranquilos. No tenéis por qué preocuparos. Solo hemos venido a tomar una copa.
Su voz se expande hasta el otro extremo de la sala. Sonríe con desenfado, como suelen hacer los famosos, pero recorre la estancia con mirada dura. Todo el mundo ha oído hablar de lo de Fuego Esencial. Hay una segunda reacción cuando Lily entra en el espacio iluminado, un silbido apenas perceptible cuya procedencia es imposible de determinar.
—Judas… —susurra alguien desde las mesas de billar.
Debe de haber cuarenta o cincuenta personas aquí dentro, demasiadas para controlarlas a todas. Un gigante con media cara cubierta de tatuajes tiene la ocurrencia de cruzarse en mi camino.
—¿Qué pasa, robonena? —dice, o algo similar. Lo escaneo al instante y, por supuesto, me salen valores fuera de lo normal. Es un superdotado.
Y, como no podía ser de otro modo, han visto en mí a la desconocida con la que pueden meterse. Es una sensación que me resulta familiar, que he vivido en mis propias carnes antes incluso del accidente por culpa de mi metro sesenta y cinco de estatura, mi sobrepeso y mi color de pelo, de un rubio mortecino, que me convertían en la persona más anodina de cualquier habitación. Lo golpeo con fuerza, empleando el dorso de la mano. Suena como un puñado de pesadas bolas de acero arrojadas contra una pared. El hombretón se tambalea y retrocede hasta quedar sentado de nuevo en su silla, y yo doy un paso adelante con la intención de rematarlo.
Algunos de los presentes se levantan, y de pronto soy consciente de los puntos débiles de mi coraza blindada. Miro en busca de una columna, algo en lo que apoyar la espalda. Una garra peluda se apoya en mi hombro.
—Tómatelo con calma, Fatale. ¿Acaso ves verdaderos poderes aquí?
La voz de Salvaje me trae de vuelta a la realidad. Nosotros somos los superhéroes y ellos los delincuentes, una chusma cobarde y supersticiosa. Y además, ahora tengo compañeros.
Despliego todos mis sentidos. La sala se vuelve blanca y verde en mi ojo derecho, con trazos de color rosa y violeta que corresponden a varios picos de energía. Noto que mi disco duro rueda a toda velocidad mientras someto todos los rostros presentes a un programa de reconocimiento facial que me pasó un contacto de la policía.
La base de datos metahumanos arroja media docena de nombres. Uno de ellos es el Augur, uno de los viejos amiguetes del Doctor Imposible. Lo veo medio escondido en un reservado del fondo y le lanzo una mirada dura. Lleva puesto un mono azul pastel, el uniforme de la supuesta academia del futuro lejano por la que afirma haber pasado, pero lo cierto es que, con su calva abombada, más parece un extra de Star Trek que un superhéroe. No creo que sea tan estúpido como para atreverse con nosotros. Levanta las dos manos, con las que sostiene sendas copas, y brinda al tiempo que simula su rendición.
Nos dispersamos entre la multitud, buscando a nuestro hombre. Han cesado todas las conversaciones, casi como si los presentes se sintieran intimidados por la reputación de un equipo legendario. Salvaje se abre paso entre ellos, mirándolos desde su estatura de ogro, asintiendo de vez en cuando al toparse con algún conocido. Lily se hace la valiente, pero no se aparta demasiado de las puertas de salida. Las cosas podrían ponerse feas para ella.
Hay una escaramuza al otro lado de la sala, y oigo a alguien suplicando. Triunfo del Arco Iris tiene acorralado a un hombre que luce una chaqueta de terciopelo morada y tiene el pelo todo alborotado. Parece un hippy que se ha mezclado con malas compañías. Triunfo lo agarra por una de las solapas de la chaqueta y, con un rápido movimiento ascendente, lo coge en volandas con una sola mano. Es como en las películas: lo sostiene en el aire con el brazo extendido y sonríe como una colegiala malvada. Yo he levantado del suelo y arrojado a un montón de gente, y no se hace así, por muy fuerte que seas. Hay que usar las caderas, los hombros. Triunfo lo eleva más en el aire, y casi me parece oír un cable tensándose y chirriando en su interior. He visto cosas mucho peores, pero presenciar esto me pone enferma. Es tan flaca que estoy por creer que es incluso menos humana que yo.
El hippy caído en desgracia se llama Galápago y jura y perjura que no sabe nada. Yo no dudo de su palabra. No es más que un traficante de armas exóticas con limitados poderes de emisión de energía. La multitud observa la escena, y la tensión va en aumento. No aguantarán muchas más humillaciones. La mayor parte de esta gente no tenía nada personal contra Fuego Esencial. ¿Y quién lo tendría, a decir verdad? Solo el Doctor Imposible parecía capaz de albergar un rencor tan persistente.
Nos dirigimos a la salida entre el gentío, que se aparta lentamente para dejarnos pasar, y cuando llegamos a la puerta Lobo Negro se detiene y se da media vuelta.
—Si alguien ve al Doctor Imposible, si alguien sabe dónde está, que nos lo diga cuanto antes o que se atenga a las consecuencias.
Un murmullo de indignación recorre la multitud.
—¡Nunca lo cogeréis! —grita alguien.
—Venga, vámonos. Ya no tenemos nada que hacer aquí —dice Damisela, al tiempo que nos indica por señas que salgamos.
Yo soy la última en abandonar el local. Casi he salido cuando alguien intenta estrellar una botella de cerveza contra mi nuca. Una estupidez como la copa de un pino, dicho sea de paso, porque en esa zona la coraza metálica tiene más de dos centímetros de grosor. Además, tengo un sistema de respuesta automático para esta clase de situaciones, y lo primero que noto es que mi cuerpo se vuelve de pronto y mi brazo izquierdo se levanta para detener la botella y atrapar el brazo que la sostiene, al tiempo que mi brazo derecho se eleva en el aire listo para golpear y destrozar costillas, para abrir un boquete en cualquier coraza blindada.
Pero resulta que mi atacante no es lo bastante fuerte ni para enfrentarse a un humano. Los fríos dedos de Lily se cierran en torno a mi muñeca justo a tiempo de impedir que mate al Augur.
* * *
En una calle adoquinada de Irkutsk, la nieve se deposita en mi chasis y se derrite; la temperatura está bajando. Estoy en una azotea, agachada en un suelo de tela asfáltica y gravilla. Lily está arrodillada junto a mí, aparentemente ajena a las inclemencias del tiempo.
El Augur acabó cantando. No costó demasiado. Alguien les había pagado, a él y a Nick Napalm, para que robaran el diamante. Esa persona es un contrabandista ruso de poca monta, un simple intermediario, pero ¿para quién trabaja ese intermediario? Nos han mandado a Lily y a una servidora hasta aquí para averiguarlo. Los demás se han marchado para cumplir, supongo, cometidos más importantes. Me siento un poco nerviosa, temo meter la pata, y me gustaría que Lily fuera un poco más habladora. Nada de esto parece inquietarla lo más mínimo.
—¿Habías estado en Rusia antes?
Vaya birria de pregunta, pero al menos lo intento. Al fin y al cabo, ella es la que debería tener espíritu de trabajo en equipo. Yo solo estoy acostumbrada a trabajar por mi cuenta.
—Supongo. En aquella época estuve en todas partes, ya sabes…
—Yo he estado aquí unas pocas veces. Quizá más de las que recuerdo. La ANS no siempre me decía a dónde me mandaba.
Hay un silencio.
—¿De veras, mmm… de veras naciste en el futuro?
—Ajá.
—¡Qué cosas!
—Sí, es una larga historia.
Nuestros tres objetivos se encuentran en un bar al otro lado de la calle. Sostengo un fusil sin retroceso que he enchufado a mi sistema operativo. La cámara de la mira telescópica del arma envía la señal directamente a mi monitor interno. Veo la imagen ampliada y teñida de verde pálido de las calles adoquinadas y la silueta de una catedral que se alza más allá de las azoteas. La aplicación Visiontotal.exe está cargada y se dedica a rastrear las fuentes de calor, metal y objetos o personas que se mueven deprisa. Los coches me proporcionan toneladas de información, como las biografías de los conductores o sus itinerarios pormenorizados. Los cables eléctricos se extienden por el mundo como auténticas líneas ley.
Bajo los infrarrojos, las tres personas que ahora salen del bar parecen una hoguera en medio de la noche fría. Una mujer y dos hombres. El aliento de la primera humea en el visor como si respirara fuego. Les apunto con el fusil y hago un zoom con el teleobjetivo, solo para echarles un vistazo. Los oigo riendo y hablando en la noche silenciosa, y la lejanía de sus voces me causa extrañeza, pues contrasta con la imagen ampliada que tengo de ellos, que hace que parezcan lo bastante cerca para tocarlos. A un lado de la pantalla, una ventanita arroja cifras y texto: distancia, velocidad del viento, y la traducción automática a un inglés más que dudoso de su conversación de borrachos.
Suena un disparo. Es lo que he estado esperando, un poco de emoción en el último eslabón de la cadena de suministros del Doctor Imposible. Tal vez hayan averiguado que el Augur se fue de la lengua. Uno de los hombres se tambalea, pero la otra mitad de mi cerebro ya está procesando cifras, proyectando su personal filmación de Zapruder y trazando una línea recta hasta una ventana del edificio de enfrente.
—Espera aquí. —Le paso el fusil a Lily.
Bajo corriendo por la escalera de incendios, cruzo la calle, y escasos minutos después me planto delante de una puerta metálica. Tomo aire y le asesto una patada tremenda, copiando literalmente cada movimiento de una vieja película de Bruce Lee, la perfección de las artes marciales trasladada al acero. Estoy ejecutando una patada lateral del verano de 1972, pura magia grabada digitalmente, y lo puedo hacer siempre que quiera. La puerta se astilla por la cerradura y se abre de par en par.
El francotirador se ha apostado en el salón de alguien, en un edificio de pisos encarado al oeste. Se ha hecho un hueco apartando las plantas de interior y una mesa de centro para montar un trípode entre bolitas de pelusa y trozos de piezas de Lego. También hay una hilera de cargadores dispuestos sobre el parquet. Ha estado aquí arrodillado, fumando los cigarrillos de los dueños de la casa mientras esperaba el momento de disparar. Entro por la puerta y cruzo la habitación sin darle tiempo siquiera a girar el cañón del rifle. Parece salido de una peli de ciencia ficción: un rifle bláster, aletas a lo Buck Rogers y una funda para llevar el arma al hombro que no tiene desperdicio: curvilínea, pintada de rojo y dorado y profusamente ornamentada. Ya puestos, el Doctor Imposible podía haberle estampado su nombre en la frente.
* * *
Nos espera un largo viaje de vuelta en el avión de despegue vertical, toda una hazaña de la alta tecnología al servicio del lujo. En realidad, es el prototipo de una de las líneas aeroespaciales de Lobo Negro que nunca llegó a las cadenas de montaje. Lily se acomoda amigablemente junto a mí, mientras Salvaje ocupa toda una fila de asientos para echar una cabezada. Los pies le cuelgan por el extremo del pasillo. Míster Místico estudia un libro con tapas de cuero, el cinturón de seguridad meticulosamente abrochado. Lobo Negro y Damisela van delante, ocupando los asientos de piloto y copiloto, respectivamente, en silencio.
Damisela sabe adónde nos dirigimos. Estaba allí hace ahora exactamente dos años. Sentada junto a la ventana tras haberme abrochado yo también el cinturón de seguridad, pienso en lo mal que lo deben de haber pasado en Titán, cuando el ejército alienígena los rodeó de improviso, decenas de miles de extraterrestres engendrados con la única finalidad de convertirlos en guerreros perfectos. Galatea dio la vida por sus compañeros, resplandeciendo como una estrella. Cuando regresaron a la Tierra, nada volvió a ser lo mismo.