LIBRE AL FIN
«Cuando salga de aquí…» Lo habré pensado un millón de veces mientras estaba en la cárcel. Y ahora aquí estoy, acostado sobre un colchón desnudo y con la tele encendida, sin pensar en nada. Es media tarde. He pagado la habitación con dinero en efectivo, robado de un cajero automático que saqué a rastras de una tienda abierta las veinticuatro horas. Lo cargué hasta el aparcamiento de atrás y lo abrí a porrazos. Luego eché a correr tan deprisa como pude. Reconozco que no ha sido el más elegante de mis golpes, pero no están los tiempos para filigranas.
El piso lo componen tres reducidas estancias y una cocina a gas. Desde el piso de abajo sube el olor a comida. Fuera, una mujer con un cardenal en la mejilla discute con un hombre mayor que tiene pinta de indigente.
Seguramente he visto este edificio antes, lo he sobrevolado en un avión orbital o a bordo de un dirigible. El estuco de la fachada es de un rosa mugriento. Jamás se me pasó por la cabeza que llegaría a alquilar una habitación aquí, con dinero en mano y sin referencias. He pagado seis meses por adelantado. Hube de caminar durante once horas siguiendo la autopista en dirección oeste hasta dar con una ciudad y una muda limpia. Entonces alquilé un coche y me fui hacia el este, tomando la precaución de no sobrepasar el límite de velocidad en ningún momento. Hace un par de horas que me he desembarazado de él. Necesito un lugar en el que descansar un rato, un lugar al que no vendrán a buscarme.
Ha llegado el momento de volver a empezar. En mi mente comienza a tomar forma un nuevo plan maestro, un buen plan. Lo he ido perfilando durante mi estancia en la cárcel, definiendo los detalles mientras contemplaba las paredes blancas de mi celda. Pero empiezo a tener la sensación de que la historia se repite.
¿Cómo se conquista el mundo? Lo he intentado todo. Armas de destrucción total de todo tipo: nucleares, termonucleares, nanotecnológicas, artilugios que caben en una caja de zapatos y son visibles desde el espacio. He intentado el control mental de las masas, he robado las reservas de oro de Fort Knox y las he vuelto a perder. He viajado al pasado para cambiar la historia, al futuro para escapar de ella; he detenido el tiempo para vivir en un mundo de estatuas. He dirigido ejércitos de robots, insectos y dinosaurios. Un ejército de hongos. Otro de peces. Otro de roedores. He probado con una invasión alienígena. Una invasión alienígena interdimensional. Una invasión de dioses alienígenas. Hasta he probado con una absorción empresarial, a través de Industrias Imposible, S. L., pero, una y otra vez, mis planes acaban del mismo modo. He estado entre rejas doce veces.
Dadme un punto de apoyo, y moveré el mundo, dijo Arquímedes. Pues yo tengo la sensación de que me he apoyado en todas partes, incluyendo el centro de la Tierra, la Torre Eiffel y la superficie lunar.
Aunque nunca hasta hoy había buscado un punto de apoyo en la habitación número 316 del motel Starlight de Queens. He pergeñado mis planes desde siniestros casinos, castillos malditos, fortalezas diabólicas, cuevas. Esto es peor, no me preguntéis por qué. Quizá por el olor a desinfectante que lo impregna todo, o esa sustancia marrón que rezuman las paredes del cuarto de baño, pintadas de amarillo pálido. Yeso en lugar de acero pulido; melamina en lugar de madera, conglomerado en lugar de visores parpadeantes. Un televisor RCA en color con pantalla de diecisiete pulgadas y tres canales de pornografía en lugar de monitores de doce metros de altura; un mando a distancia atornillado a la mesilla de noche en lugar de protocolos de mando activados por voz. En lugar de serviciales robots, Debbie al frente de la recepción.
En la CNN, los superhéroes dan una rueda de prensa sobre mi fuga. Lobo Negro hace un discurso plomífero sobre la justicia. Sugieren que me entregue.
Se dedican a pasar una y otra vez las imágenes de mi última captura, empezando con un primer plano captado con teleobjetivo, seguramente desde un helicóptero, en el que estoy en el puente de mando de mi dirigible con la capa ondeando al viento. Luego hay una grabación cámara en mano en la que se me ve bajando a toda velocidad por una avenida de Manhattan sin poderes que me valgan, corriendo en zigzag entre los coches, volviéndome para frenar a mis perseguidores rociándolos con gas paralizante. Se ven los lamparones de sudor. Mi traje no estaba diseñado para las carreras de fondo, y aquella capa pesaba como si fuera de terciopelo. Nuevo cambio de plano: ahora ya aparezco encadenado y con grilletes de titanio en los pies, sin casco, todavía aturdido por la paliza que me propinaron antes de reducirme, la misma imagen que aparecería en todos los diarios al día siguiente.
Hace ahora cuatro años estuve sobre este mismo lugar, pero a mil metros sobre el nivel del suelo, contemplando el mundo, la escoria, desde las alturas. Pensaba en cómo llevar a cabo mi venganza, qué ciudades rebautizar en mi honor.
—¡Terrícolas!
Las alarmas de los coches saltaron a la vez, y su sonido estridente se elevaba entre los edificios. El dirigible se deslizó hacia delante una distancia equivalente a la longitud de varios coches. Miré hacia abajo y vi cómo su larga forma oval engullía las calles Main, Lansing, Dean y Church.
El zepelín militar me costó un ojo de la cara, pero no hay duda de que me dio visibilidad. El sol relucía en la barandilla de latón, el viento agitaba mi traje imperial. Quería mucho más que el dinero de aquella gente. Quería que miraran al cielo y me vieran como algo extraordinario, algo amenazador y magnífico a un tiempo.
Fabriqué la bolsa de aire de tal modo que pudiera desinflarse en cuestión de horas y caber en un par de contenedores de mercancías, para así poder aparecer y desaparecer sin previo aviso. Nadie sabía cuándo iba a verme flotando sobre su cabeza al timón de un enorme globo dirigible y riéndome como un loco por los altavoces. Nadie que lo viera podría olvidarlo jamás. El zepelín eclipsaba el sol y proyectaba su sombra a lo largo de más de un kilómetro, sumiendo en la oscuridad bancos, semáforos, escuelas, bibliotecas y comisarías.
* * *
En el cuarto de baño, la palanca de la cisterna del váter se me queda en la mano. Una parte de mí nunca se ha acostumbrado a esta fuerza sobrehumana. Un profundo cambio bioquímico en mi interior, un fuego interno. Y una sensación de ingravidez algodonosa en las extremidades que me hizo pensar que jamás volvería a sentir de un modo tan intenso.
A estas alturas de mi carrera, aquella mañana inaugural es un recuerdo que apenas logro evocar. La polvareda se fue asentando sobre mi cabeza una vez pasados el calor y la presión de los primeros instantes. Estaba tumbado boca arriba. Veía el cielo estrellado. El laboratorio había saltado por los aires, y los equipos de emergencia habían venido y se habían marchado sin verme. No había duda de que mi formación académica había concluido. Aquello fue lo último que el mundo supo de mí, un estudiante de posgrado cuya licenciatura no constaba en ningún sitio, un torpe ayudante de laboratorio que había tenido un trágico final, el principio del largo e imposible doctorado del Doctor Imposible.
Me llevé un gran chasco al descubrir que no podía volar. Tampoco podía volverme invisible, ni mover objetos con la mente, ni disparar rayos láser con los ojos. No podía comunicarme por vía telepática ni leer las mentes ajenas, aunque no estaba muy seguro de desear esto último. A medida que pasaba la noche, agoté todas las posibilidades de frío y calor, expansión y encogimiento. Tras una larga serie de saltos, muecas y esfuerzos mentales, me convencí de que no poseía ninguno de los superpoderes más deseados.
Era rápido, eso sí. Mis reflejos se habían agudizado hasta límites insospechados, y nada podía apartarme de mi objetivo una vez que me había propuesto algo. Aún no he logrado esquivar las balas, pero he estado a punto.
Mis ojos se fueron ajustando a nuevas longitudes de onda que empecé a percibir poco a poco. La noche se tiñó de profundos infrarrojos, de los tonos terrosos de la radio y del resplandor sobrenatural de las frecuencias por encima del violeta. A mi alrededor, el mundo adquiría un nuevo aspecto. Ya no era exactamente humano. Era fuerte, muy fuerte. Podía hacer cualquier cosa que me propusiera. Convertirme en una estrella del deporte, por ejemplo. Imaginé lo que pasaría si alguien se metiera conmigo ahora. Lo imaginé con todo lujo de detalles, regodeándome en la escena. Ya no era un hombre de a pie, tenía superpoderes. Era un súper… ¿superqué? Pero en el fondo lo sabía. Cuando adquieres poderes, aprendes mucho sobre ti mismo. Mis profesores me habían llamado loco. Pues bien, había llegado el momento de dejar de castigarme a mí mismo y empezar a castigar a todos los demás.
* * *
Todo fue tomando forma en mi mente. Los planes e inventos —químicos, biológicos, metalúrgicos, cibernéticos, arquitectónicos— se desarrollaban antes de que acertara a ponerles nombre. Esto es lo que me habían impedido hacer. Esto es lo que permanecía latente en mi interior, lo que yo mismo había reprimido, como una bomba que estalla bajo tierra una y otra vez. Aquel último y fallido experimento había supuesto un cambio. Tenía una fuerza sobrehumana, sí, pero mi imperio se levantaría sobre los pilares del cálculo puro y la ira contenida. Un tenebroso perfil empezaba a tomar forma. Robé ropa de la lavandería de una residencia de estudiantes cercana. Luciendo unos vaqueros y una camiseta demasiado grande para mí, eché a andar hasta que salió el sol.
El día amaneció gris en el Medio Oeste, el mismo color que la estación de autobuses. Había dormido junto a un contenedor de escombros en la parte de atrás de un supermercado. Había abierto varias cabinas telefónicas a golpes hasta reunir el dinero suficiente para el billete de autobús y una chocolatina Milky Way. Un joven malvado y superinteligente, agotado y sin blanca, vagando por Estados Unidos sin rumbo fijo.
Cuando llegó, el autobús venía casi vacío. Me senté en uno de los asientos de atrás, a la izquierda, y me puse a mirar por la ventana. Las carreteras, casas y gasolineras se iban sucediendo, y sabía que no podría vivir ni trabajar en ninguno de aquellos lugares. Tenía un billete hasta Reno, Nevada, un destino elegido al azar.
Sabía que necesitaba establecerme en algún lugar menos poblado, a ser posible con un desierto en el que pudiera construir bajo tierra. Levantaría muros de hormigón, con mis propias manos si fuera necesario, y los llenaría de generadores y sofisticados sistemas electrónicos. Al principio, mi base de operaciones tendría un aspecto algo tosco; las bóvedas altísimas y los relucientes acabados metálicos vendrían más tarde. Para empezar, montaría un complejo sistema de circuitos sobre armazones de madera y metal para fabricar el superordenador que ya había diseñado en mi mente. Luego iría aumentando mi potencia gradualmente, potencia informática, potencia eléctrica, superpotencia. Pronto estaría trabajando con teraflops y utilizando energía derivada de la fusión nuclear. Durante mucho tiempo, vi cómo el paisaje cambiaba de los prados verdes a los matorrales pedregosos, y cómo las nubes se oscurecían y descargaban sobre las montañas. Quizá lloviera en algún otro lugar, pero no donde estaba yo.
Recuerdo aquellas noches, en las que me dedicaba a planear tecnologías que aún no existían, una ciencia al margen de la ciencia, ensoñaciones futuristas, medio mágicas. ¡La de cosas que podía hacer fuera del ámbito universitario, ahora que no tenía que esperar a todos aquellos pedantes e imbéciles de la facultad! Estaba construyendo otra ciencia, mi propia ciencia: salvaje, con robots y rayos láser y cerebros incorpóreos. Una ciencia que emitía zumbidos y relucía en la oscuridad, que quería hacer cosas. Que sabía levantarse y caminar, volar, luchar y reproducirse en los lugares más remotos del planeta en forma de deslumbrantes y estridentes creaciones, cúpulas, torres y alucinaciones arquitectónicas. Y que tenía mala leche. Una ciencia desquiciada.
* * *
Uno no se convierte en un supervillano de importancia mundial de la noche a la mañana. Pasé mucho tiempo dando tumbos hasta convertirme en el Doctor Imposible. La primera vez que salí del país fue para mí una revelación. Empecé a abrirme a nuevas influencias, a convertirme en una nueva persona, un individuo excéntrico y peligroso. Los mejores supervillanos de todos los tiempos han tenido siempre un halo de exotismo, algo que evocaba el Lejano Oriente o los bosques de Transilvania. Tiene que haber misterio.
Durante aquellos años hice algunas incursiones a los lugares más insospechados. Caminé durante tres días por el norte del Sáhara, arrastrando las provisiones de agua y dormitando durante el día, a la sombra, hasta que llegué a Jartum. La soledad era inmensa; el calor hizo que me despellejara de la cabeza a los pies. De noche, soñaba con faraones que me susurraban al oído, con espíritus inmensos que rondaban las dunas bajo la luz de la luna.
Me peleé por dinero en los garitos de lucha clandestina de Bangkok, y sudé la gota gorda bajo los focos de aquellos sótanos con colchones esparcidos en el suelo. Allí iba a parar la escoria de los superdotados: discretos talentos locales, fugitivos, seres extraños que no tenían nada a lo que aferrarse más allá de un toque de poder que los diferenciaba del resto de los mortales. Un estadounidense con una armadura de fabricación casera se enfrentaba a tres chamanes pigmeos de Australia; un maestro del kárate se las veía con un hechicero francés o con un mutante ruso, superviviente de Chernóbil. Aventureros de medio pelo, monstruos y marginados se enfrentaban, uno a uno o en grupos, hasta bien entrada la noche entre los ensordecedores chillidos y abucheos del público. El ruido era tan abrumador que ni siquiera nos inmutábamos cuando nos hacían un corte profundo o una quemadura de primer grado. Yo luché como Barón Benceno, como Conde Crápula, como quiera que les diera por anunciarme. Espartáculo. Doctor Fiasco.
Aprendí unas cuantas reglas básicas: cómo dar un puñetazo superpotente sin perder el equilibrio, y cómo encajarlo. Cómo descubrir las secuelas que dejan los superpoderes: el paso tambaleante de alguien que se ha sometido a una operación del sistema nervioso o los híbridos alienígenas, de ojos altairianos y manos enderrianas. Cómo saber, con solo observar el modo de caminar de un superhéroe, o sus ojos, sus manos, los cambios que sufrió su cuerpo tiempo atrás. La mayoría ha pagado un elevado precio a cambio de sus poderes, un precio que muchos han acabado considerando demasiado elevado. Si sabías qué buscar, lo veías en cuanto daban dos o tres pasos en la arena.
Salía a luchar tres o cuatro veces por semana, y los días que libraba me despertaba en las mañanas grises y bochornosas de Bangkok magullado y con quemaduras por todo el cuerpo, en un piso por encima del mercado que alquilábamos entre media docena de luchadores, como el Faraón, Shylock y un elenco siempre cambiante de buscavidas. Yo solía dormir acostado en un colchón sobre el suelo, y podía ocurrir perfectamente que alguien con cabeza de insecto se hubiese desplomado en el sofá cercano.
Fue allí donde conocí al Faraón, y también donde entré en contacto por primera vez con gente como yo, individuos que habían desarrollado poderes pero habían dicho no a la capa y el antifaz, a interpretar un papel. Huelga decir que apenas si tenía algo en común con ellos. Eran, en su mayoría, meros delincuentes sin estudios universitarios, y los había incluso que ni siquiera habían pasado por el instituto. Pero, al igual que yo, habían dicho «no», y tampoco habían encontrado nada por lo que valiera la pena decir «sí». Es lo más cerca que he estado nunca de sentirme integrado en algo.
Recuerdo la noche en que Argonauta se presentó de incógnito y se enfrentó a todo el que se atrevió a retarlo hasta quedarse sin contrincantes, la noche en la que Colonia perdió la vida en el ring, y lo que salió de su interior. Me recuerdo a mí mismo sujetando a un extraño por el pelo, el brazo alzado en un saludo a la multitud, y las celebraciones etílicas financiadas con el dinero de los premios, que nos llevaban a recorrer las calles con paso torpe y ánimo sentimental, haciéndonos solemnes votos unos a otros en nombre de los valores comunes —aunque nunca nombrados— del silencio, el exilio y la larga derrota.
Y me parecía increíble que nadie más se diera cuenta del alcance de lo que estaba ocurriendo, de las cosas que nos estaban pasando, de los cambios que habían sufrido nuestros cuerpos, del destino que poco a poco iba desvelando sus planes para aquellos ninjas sin oficio ni beneficio, marcianos, hechiceros desterrados que algún día tendrían que buscar sus distintos caminos de vuelta a casa. Una noche, tras un combate con una criatura mágica y pétrea del que había salido especialmente maltrecho, el Faraón y yo nos sentamos a orillas del océano, a contemplar las extrañas aguas del golfo de Tailandia. Las costillas me crujían, y me juré a mí mismo que jamás me rendiría, jamás.
Trabajé como guardaespaldas para un grupo de traficantes de droga de Hong Kong, enfundado en un traje oscuro y plantado noche tras noche detrás de un magnate de los estupefacientes que vivía sumido en la embriaguez. Para ellos, era el blanco esmirriado que sabía detener las balas y dejar inconsciente al más fuerte de los matones. Hasta que una noche un grupo de competidores entró por la puerta, demasiados para detenerlos. Me perdí en la noche de Hong Kong, llevando encima tres millones de dólares en un maletín, el traje empapado en sangre. A la mañana siguiente, cogí un avión de vuelta a Estados Unidos. Había llegado el momento de que el mundo conociera mi verdadero rostro.
* * *
Por lo menos tengo un teléfono a mano. Los recuerdos de aquellos días me hacen pensar en mis antiguos contactos. Tengo una amplia, si bien algo dispersa, red de conocidos a los que podría llamar. Que no me fueran a ver a la cárcel no significa que haya dejado de existir esa red. Hay cosas que necesito para poder echar a andar de nuevo. Podría hacer un par de llamadas. Pero… ¿a quién? Con la que se ha liado a raíz de la desaparición de Fuego Esencial y la reunión de los Campeones, no es buen momento para los supervillanos.
Empiezo a confeccionar una lista. Hay un montón de gente que ya no está, que anda escondida o está entre rejas. El Augur anda suelto, y puede resultar útil, suponiendo que esté sobrio. También está Nick Napalm, todavía en libertad. Uno de ellos me dirá dónde se hacen las reuniones estos días, y puede que incluso quieran echarme una manita. En cuanto a Lily, aún no estoy preparado para pensar en ella.
Luego está el Faraón. Podría serme muy útil, pero primero tendría que dar con él. No me refiero al verdadero Faraón, el del Superescuadrón, sino al otro, el supervillano de tres al cuarto. Tenía una gran maza que le gustaba blandir a diestro y siniestro, y que según él lo hacía invulnerable cuando pronunciaba cierta palabra mágica. Se había hecho una armadura, la había pintado de dorado con pintura en aerosol y luego la había adornado con unos jeroglíficos propios de un niño, todo ojos y líneas sinuosas. Afirmaba ser la reencarnación de Ramsés, aunque no siempre acertaba a pronunciar correctamente su propio nombre. La maza en sí era una enorme cachiporra de piedra, el arma de segunda o tercera mano de alguien que, evidentemente, se había retirado. La llamaba «la maza de Ra». Me hubiese gustado tenerla en mis manos para ponerla a prueba, pero su propietario jamás me lo consintió.
Manteníamos el tipo de amistad, entre colegial y recelosa, que pueden tener dos supervillanos. En cierta ocasión, nos vimos obligados a escondernos juntos durante dos días en un cobertizo lleno de goteras de Nueva Jersey mientras los superhéroes surcaban el cielo, sobrevolándonos sin saberlo. Pasamos el rato compartiendo anécdotas y fardando de nuestras mayores hazañas. Él también conocía a Lily. Intenté dar algún que otro golpe con él, pero nuestra sociedad nunca llegó a cuajar.
No se puede decir que el Faraón haya llegado muy lejos como supervillano. Una tarde, en pleno centro de Chicago, logró arrinconar a Serpenteante y dejar inconsciente a Bloqueo. Si hubiese sabido aprovechar sus oportunidades, podía haber llegado a ser alguien. El verdadero Faraón ni siquiera se ha molestado jamás en pedirle explicaciones por haberle copiado el nombre.
Pero también él se ha esfumado, lo ha dejado hace ya algún tiempo. Lo cierto es que nunca se lo tomó demasiado en serio, y la delincuencia es un asunto serio, maldita sea. Se lo tenía dicho.
* * *
El nombre se me ocurrió durante mi primer trabajo de verdad en Estados Unidos. El viaje por la autopista de peaje de Nueva Jersey se me hizo eterno: cuatro horas en penumbra, de cuclillas y apoyado en la caja de la rueda. Dormité un poco durante el trayecto. Resultaba extraño viajar en un vehículo conducido por un robot que yo mismo había construido, y el suave traqueteo me trajo recuerdos de los viajes en coche de mi niñez. Estaba soñando con el efecto zeta, su titilante campo rojo y sus tentadores misterios cuando me desperté y vi ante mí los rostros moldeados en plástico de los robots que se balanceaban junto a mí en la larga y desierta caja de la furgoneta, como una hilera de soñolientos maniquíes para pruebas de colisión.
Noté cómo recorríamos el Holland Tunnel y nos incorporábamos al denso tráfico del centro de la ciudad. El robot que iba al volante era de los buenos, lo bastante convincente para pasar por humano en una inspección no demasiado rigurosa. Lo único que tenía que hacer era conducir, pagar los peajes y sonreír sin demasiado afán a los demás conductores. Nunca llegaría a apearse de la furgoneta, mientras que los cuatro robots que me acompañaban detrás entrarían conmigo en el banco.
La sucursal bancaria se encontraba en pleno centro. Era pequeña pero adecuada a mis necesidades. No podía seguir dependiendo de la ingenuidad ajena y el hurto. Necesitaba capital. Y necesitaba salir al exterior, que supieran que había vuelto. El robot doblaba a derecha e izquierda con suavidad mientras nos dirigíamos a nuestro objetivo, y tuvo incluso la osadía de hacer sonar el claxon al ver a un camión que estaba deteniendo el tráfico.
Conecté los robots. Eran listos y fuertes, pero se notaba que no estaban a punto de enamorarse o solicitar la nacionalidad. Comprobaron sus pistolas aturdidoras; yo comprobé mi equipo. Gateé de nuevo hasta la puerta trasera y me senté. La furgoneta se puso en el carril de la derecha y aparcó en doble fila justo delante de la puerta acristalada de doble hoja.
Abrí de una patada la puerta trasera de la furgoneta y bajé a la calle. Caía una nieve ligera que escarchaba los bordes de las cosas y oscurecía el asfalto. Había pasado meses diseñando y montando los robots, cosiendo el traje, fabricando el equipo que colgaba de mi cinturón. Y ahora allí estaba, en una céntrica calle de Manhattan, bizqueando a causa de la repentina luz, en medio del ajetreado tráfico de la mañana, mientras los transeúntes empezaban a reaccionar. Eran las diez y media de un martes de finales de enero, y en los rascacielos que se alzaban ante mí los oficinistas iban y venían, enfrascados en sus tareas de la mañana, hojeando papeles y conversando en sus escritorios. Yo tenía veinticuatro años.
Un hombre corpulento y uniformado me miraba desde la ventana con gesto de enfado y me ordenaba por señas que me marchara. Tuve un momento de vértigo, un terrible momento de vergüenza propio de una pesadilla. ¿Qué estaba haciendo? Debería estar allí arriba con ellos. Debería estar trabajando. Llevaba puesto un disfraz. Solo podía estar anunciando algo, haberme adelantado al carnaval o haber sucumbido a un ataque esquizofrénico. Había llegado el momento de la verdad, peor que ningún enemigo al que pudiera enfrentarme, que ninguna arma secreta. Tenía el estómago encogido.
Haciendo de tripas corazón, me obligué a avanzar hasta la fachada de grueso cristal cilindrado del banco. A mi espalda, los robots empuñaban sus pistolas aturdidoras y mis tapones de oídos se activaron automáticamente. El hombre que estaba junto a la puerta alzó la mano para indicarme por señas que me detuviera, que me marchara. Aquel fue el momento decisivo. Negué con la cabeza. ¿Detenerme? ¿Marcharme? De eso nada. Ni hablar. Una sonrisa poco familiar se adueñó de mi rostro.
Empuñó la pistola, demasiado tarde. Porque yo no necesitaba detenerme. Cogí la puerta y tiré con tanta fuerza que se salió de uno de los goznes y se quedó allí colgando. No iba a detenerme y no iba a pagar daños y perjuicios, y tampoco iba a decir que lo sentía, porque nunca jamás tendría que volver a hacer lo que me dijeran otros. Hubo un estruendo a mi espalda segundos después de que cruzara el umbral, y de pronto ya eran muchos más los daños y perjuicios de los que no pensaba hacerme cargo.
—¡De rodillas!
Señalé el suelo, y en un segundo toda aquella gente se había arrodillado a mis pies. La mayor parte de los presentes no oiría nada hasta que hubieran pasado unos treinta segundos, y además tenía que transmitir una sensación de autoridad. Levanté la vista y me di cuenta de que seguía sujetando en el aire al guardia del banco, que había perdido el conocimiento. Lo arrojé sobre una maceta con una palmera. Solo varias horas más tarde, ya en casa, me di cuenta de que me había dado de lleno en el pecho. Se oyó un estruendo cuando los robots abrieron un boquete en la cámara acorazada. Dos de ellos blandían sus pistolas ante los clientes y los empleados del banco mientras los demás llenaban sacos de dinero. Yo no tenía nada que hacer, excepto pasearme por el vestíbulo del banco con aspecto amenazador y seguro, pero aquel rato se me hizo eterno.
Seguí hablándoles a voz en grito. Les chillé, pero no recuerdo qué les dije. Me proclamé emperador de Manhattan, de Estados Unidos, del mundo. Estaba temblando. Afuera, el tráfico se había detenido. Había gente al otro lado de la calle espiando todos mis movimientos.
Empecé a oír sirenas, pero la última fase de mi plan ya estaba en marcha. Había excavado el túnel dos semanas antes. Envié a dos robots a la puerta del banco para atraer a la policía. Los demás ya estaban metiendo el dinero en el túnel, que se encargarían de cegar tras mi fuga.
Solo me quedaba una cosa por hacer. Me volví para mirar una de las cámaras de seguridad. Había llegado el momento de decirles quién era yo, y lo que sabía desde hacía años. Había preparado un discurso que no recuerdo, pero entonces se me ocurrió otra cosa. Las humillaciones se van acumulando, y sabes que nunca podrás devolverlas, aunque en el fondo, en algún rincón de tu ser, seas mejor que quienes te han humillado. Tu verdadero yo está en otra parte, es alguien invisible, alguien al que nunca llegarás a ver. Alguien imposible de conocer.
—Soy el Doctor Imposible —vociferé—. ¡El Doctor Imposible!
Ahora sabrían quién era yo. No les quedaba más remedio. Di la espalda a la cámara y bajé por el pozo excavado en el suelo.
El túnel desembocaba varios kilómetros al sur, y allí me esperaba un camión alquilado. Me puse una muda de ropa normal. En el viaje de vuelta, tuve un último momento de debilidad. Ahora no había marcha atrás. Había dejado de ser tan solo una persona desaparecida o un excéntrico inventor. Me había convertido en un supervillano. ¡Por el amor de Dios, acababa de atracar un banco a plena luz del día! Me vi obligado a salir de la calzada y detenerme en el arcén. Me sentía mareado. ¿Qué había hecho? No había manera de ocultar lo ocurrido. ¿Cómo pretendía salir airoso de algo así? Aquella gente sabía volar, sabía ver a través de los objetos. Me darían caza como si fuera un animal salvaje.
Pensé en entregarme, en darme por vencido. Si devolvía todo lo que había robado, todo el dinero y el oro, no podrían hacerme gran cosa. Unos pocos años y estaría de vuelta en la calle. Podría regresar al trabajo de laboratorio. Los proyectos de robótica que había hecho en los últimos ocho años me valdrían una beca de investigación y me ayudarían a limar asperezas en la universidad. Podría seguir trabajando, e incluso investigando, si lograba cerrar un buen trato. El hecho de tener poderes no me obligaba a montar aquella clase de numeritos. Aquel ridículo incidente no tardaría en caer en el olvido, al igual que aquel estúpido disfraz y mi alias. Fuera todo.
Me llevé las manos al casco, dispuesto a quitármelo. ¿Y luego, qué? ¿Qué tenía que hacer? ¿Presentarme en una comisaría de policía? ¿Llamar al FBI? ¿Ir a la cárcel? Aunque me entregara, nada cambiaría.
Entregándome no lograría convertirme en uno de ellos. Lo vi claro cuando adquirí mis superpoderes, pero en realidad lo sabía desde antes. Lo aprendí siendo un niño, en mi primer día de escuela, lo aprendí en las cálidas y lluviosas calles de Bangkok, lo aprendí en la universidad. Siempre lo sabes cuando eres diferente, y eso es algo que no puedes cambiar por mucho que quieras. ¿Qué haces cuando descubres que tienes una predisposición innata al mal? Pues lo aceptas y te conviertes en la clase de héroe a la que puedes aspirar. La clase de héroe que tu frío y anómalo corazón te permite ser.
* * *
Ha llegado el momento de volver a empezar. Quizá esta vez todo sea distinto. He aprendido de mis propios errores. Ahora que Fuego Esencial está fuera de juego, tal vez me halle ante mi gran oportunidad.
Creo que voy a quedarme unos días más por aquí, en mi suite del motel Starlight. No podré acercarme a las ruinas de mi antigua base durante algún tiempo. He comprobado todas las idas y venidas de superhéroes que puedo monitorizar y creo que he logrado escapar sin dejar rastro. Hay un RadioShack a una calle de aquí, montones de alambre de cobre y un sinfín de restaurantes de comida para llevar. Ahora tengo planes, ideas que fui perfeccionando en la cárcel. En unas pocas semanas, estando en libertad, alguien como yo puede conseguir grandes cosas.
Repaso una vez más mi nuevo plan, pero la idea que lo sostiene es de una sencillez apabullante. Para dominar el mundo no necesito más que cuatro objetos: un espejo, un libro, un muñeco y una joya. Es un truco, una artimaña que se me ocurrió en mi celda. Cuatro cosas por las que nadie daría demasiado, elegidas entre los incontables objetos que atiborran el mundo, pero que combinadas del modo adecuado pueden cambiarlo todo. Aún no sé dónde están, y necesito hacerme con ellas sin dejarme coger. Además, todavía hay muchas variables que pueden afectar a mi plan: ¿dónde está Fuego Esencial? ¿Y si vuelve?
Soy cuidadoso. Llevo gafas de sol incluso de noche, y hablo impostando la voz. Pero el hombre árabe de la camisa rosa que estaba en la tienda abierta las veinticuatro horas me ha visto. El dependiente de la lavandería me conoce por otro nombre. Las dos personas que atienden la recepción del motel, el anciano propietario del mismo y aquella adolescente con acné y mirada perdida, también me tienen visto. Y luego está el chico que trabaja para el restaurante chino repartiendo comida a domicilio. No sé a qué pensarán que me dedico. Cualquiera podría adivinar mi secreto.
El tráfico no cesa al otro lado de la ventana. He arrinconado todos los muebles de la habitación, y mi nuevo y mejorado báculo de poder —o más exactamente su esqueleto— descansa sobre una sábana encima de la alfombra. De momento no es más que un armazón metálico envuelto en circuitos eléctricos y cables, pero estoy esperando unos paquetes. Nick Napalm me conseguirá lo que necesito, cosas que no se pueden comprar en RadioShack. Lo he rediseñado en la cárcel, en mi mente, en la oscuridad, mientras al otro lado de la puerta los guardias recorrían el pasillo arriba y abajo.
* * *
Recuerdo la penúltima vez, el dirigible escorándose, escupiendo humo negro al cielo despejado mientras yo me enfundaba en un traje de vuelo suborbital. Me temblaban las manos mientras llenaba el depósito, y aún me parece oler el combustible del cohete espacial. Aquel fue el último de cinco planes de fuga, la pieza final de un elaborado rompecabezas que había diseñado en mi base.
Y allí estaba Fuego Esencial, junto al gigantesco Batallón, dos toneladas y media de metal flotando inexplicablemente en la brisa veraniega. Les había atizado con todo lo que tenía, y Fuego Esencial seguía fresco como una rosa y sin un solo rasguño, como si acabara de apearse de un yate. Allá abajo, Queens empezaba a desplegarse ante mis ojos con inquietante nitidez; perdía altitud y buscaba con la mirada los lugares en los que podría aterrizar sin matarme. Pronto me encerrarían de nuevo en la cárcel «para siempre» por décima vez.
—¿Qué, te rindes? —preguntó Fuego Esencial.
—¡Jamás! —repliqué.
Y lo mantengo. Llevo mucho tiempo soñando con el día en que uno de mis planes llegue por fin a materializarse, ejecutado sin percances hasta el último detalle, cuando la última pelota ruede por su rampa hasta el último receptáculo, que a su vez activará la última palanca de la máquina de Rube Goldberg más grande que se haya visto jamás. Ese día llegará cuando acabe de construir mi nueva arma de destrucción total, cuando tenga a punto el láser de lanzamiento, cuando haya logrado poner en órbita el satélite de control meteorológico y los cielos obedezcan mis órdenes. Días soleados, oscuras y atronadoras tormentas o una llovizna de media tarde con solo mover un dedo. He pasado todos estos años bajo tierra, soñando con un lugar en el que pudiera elegir el tiempo que hacía.
—¡Rendíos o morid!
En el puente de mando de mi dirigible el viento se agita, portando un nuevo perfume. Ha llegado el otoño.