SUPERAMIGOS
Tres días más tarde me llega un e-mail de admin@campeones.com. Me resisto a abrirlo, pues sé de sobras qué contiene. Pienso en media docena de cosas que hacer antes, sabiendo que lo de ayer fue flor de un día y que ahora, de vuelta en casa, en mi piso, será como si nunca hubiese ocurrido. Que la vorágine en la que estoy inmersa desde hace tres años ha tomado demasiado impulso para detenerse ahora.
Cuando me puede la vergüenza y abro el mensaje, paso unos segundos mirando la pantalla hasta que por fin me obligo a leerlo. Resulta que me han aceptado. Es un apaño temporal, solo estoy a prueba y todo es provisional, pero me han aceptado. Me espera una tarjeta de identificación con la que puedo entrar en la Casa Blanca o en Cabo Cañaveral. Lo normal sería que me pusiera a chillar o a bailar o algo por el estilo, pero me quedo allí sentada, con los ojos cerrados, durante casi un minuto. Creía sinceramente que me habían quitado los conductos lacrimales.
Me sirvo un vaso de agua y me siento a leer el mensaje con más calma, tomándome mi tiempo. En él se nombran los componentes del equipo, todos los que estaban presentes en la reunión de ayer. No se han asignado tareas, pero ahora entiendo cómo encajamos en el grupo. Damisela es la líder y el puntal del equipo aunque, llegado el caso, Lily es tan fuerte como ella, si no más. Lobo Negro es un brillante estratega, y sus habilidades en combate lo igualan al mejor de nosotros. Elfina es una guerrera nata y un personaje mitológico de carne y hueso, perfectamente capaz de arreglárselas en la lucha cuerpo a cuerpo y dotada de extrañas fuentes de poder. Míster Místico tiene sus propias esferas de influencia, el mundo de lo sobrenatural y lo ultraterreno, aunque debemos dar por sentados casi todos sus poderes. A mí me toca encargarme de la tecnología y la vigilancia, y aporto mis propios superpoderes al conjunto. Salvaje va un poco por libre, pero contamos con sus músculos y sus contactos en la calle. Triunfo del Arco Iris es menor de edad, así que deberá acompañar a Lobo Negro.
El e-mail dice que puedo alojarme en el cuartel general durante el tiempo que quiera, y es entonces cuando caigo en la cuenta de que me marcho. No estoy muy segura de que sea una buena idea, pero… sí tengo una vaga noción de lo que supone luchar contra enemigos diabólicos: conversaciones tensas, serias, celebradas a bordo del avión privado de los Campeones, bromas que nadie más entendería y bulliciosas sesiones de entrenamiento, victorias, camaradas que darían la vida por ti. Cualquier cosa menos que te disparen antiguos compañeros de armas, cualquier cosa menos quedarse en casa sintonizando la frecuencia de la policía e intentando no atravesar la pared de un puñetazo. Cualquier cosa menos lo que tengo ahora mismo.
Meto un par de mudas en una bolsa de deportes y empiezo a empaquetar el resto para llevarlo todo a una tienda de compra y venta de objetos de segunda mano, pero al final me rindo y acabo dejando la mayor parte de las cosas en la acera. No he acumulado demasiados trastos desde que me fui de la ANS, y la verdad es que, salvo contadas excepciones, no me importa demasiado deshacerme de ellos. Ya volveré más tarde a por el coche. De pronto, no soporto la idea de pasar allí ni un segundo más.
Esta vez cojo un tren de alta velocidad, cuatro horas de viaje al sur con las rodillas empotradas en el asiento de delante y convertida en objeto de todas las miradas. A primera vista, y con mi larga cola de caballo plateada, parezco una princesa salida de un cuento fantástico, pero solo hasta que la gente se fija en lo demás: la estatura, el brillo metálico de la muñeca, la mandíbula, el cráneo que asoma bajo el pelo. Eso sí, siempre logro encontrar asiento.
Me apeo del tren con alivio. Inspiro el aire viciado de Penn Station y luego recorro a pie las veinte manzanas en sentido noreste que me separan de mi nuevo hogar, avanzando a grandes zancadas entre los peatones como si fuera una neoyorquina más. También aquí la gente se me queda mirando, pero estamos en Manhattan, y eso hace que casi me dé igual. Aquí solo soy parte del espectáculo, y hasta voy por la calle atenta a cualquier delito que pueda frustrar de pasada. Siempre he querido vivir en Nueva York.
* * *
—¿Nombre? —Han cambiado al recepcionista.
—Fatale. —Su cara es un poema—. Fa-tale, terminado en «e». —Por enésima vez, desearía haberme decantado por «Ciberchica», que además era uno de los primeros nombres de la lista.
Saco el mensaje impreso. Él lo coge y le echa un vistazo sin apenas molestarse en mirarme. La puerta de metal gris que hay a su espalda está cerrada a cal y canto, y blindada de tal modo que ninguno de mis sentidos logra captar nada en absoluto. Debe de ser diseño de Lobo Negro. Estoy impresionada. El recepcionista me entrega una tarjeta plastificada sin pronunciar palabra.
Inserto el documento de identificación provisional en la ranura del ascensor y se ilumina el botón de la suite de los Campeones. No sé qué clase de bienvenida esperar cuando llegue arriba. En mis tiempos de agente de la ANS trabajaba a solas, un privilegio más que dudoso. Yo era algo así como el séptimo de caballería, el ciborg que se apeaba de un helicóptero y les sacaba las castañas del fuego siempre que una operación se torcía. Parte de mi trabajo consistía en pasar desapercibida. No tengo huellas dactilares, y la mayor parte de mis compañeros de trabajo ni siquiera tenían acceso a mi nombre en clave. Hasta mi huella cerebral se ha ocultado. Se me daba muy bien hacerme la invisible, hasta que me cansé.
En el ascensor casi sucumbo a un ataque de pánico por temor a que la realidad no esté a la altura de mis expectativas, o a que todo esto sea un gran error, aunque sé que es demasiado tarde para volver atrás. Pero Lobo Negro viene a recibirme nada más salir del ascensor. Lleva puesto su traje de superhéroe, como siempre. Le saco quizá un par de dedos. Nos estrechamos la mano con firmeza. En cierto sentido, me alivia que haya venido él. Resulta agradable saber que hay otro… bueno, dejémoslo en «humano» a bordo.
—Bienvenida a la Torre. —Dios, menuda sonrisa.
—Gracias.
—Te guiaré hasta tu habitación. La primera reunión estratégica tendrá lugar mañana, así que tienes tiempo para dar una vuelta.
Me conduce a través de una especie de vestíbulo hasta el ala residencial. Hay trofeos de guerra colgados de las paredes que me suenan vagamente de los titulares de prensa de hace diez o quince años. Algunos los reconozco: el núcleo magnético, similar a una gema, de un sofisticado robot, el casco que el Doctor Imposible inventó para controlar las mentes ajenas, el mismo que utilizó con el embajador ruso. Otros no me dicen nada, como la cabeza de un gorila mecánico. Sabía que los Campeones tenían dinero de sobra, pero empiezo a darme cuenta de hasta qué punto es así.
—Hay ocho pisos. Tenemos un gimnasio, una biblioteca, varias salas de reuniones y apartamentos. También tenemos un refugio de seguridad en Hawai, y otro en la Luna.
—Es broma, ¿no? —¿Lo dirá en serio? Sabía que tenían acceso a tecnología alienígena, pero aun así…
Lobo Negro sonríe y me guiña un ojo. Estoy hecha a las jerarquías y los protocolos de actuación, pero los superequipos tienen más que ver con la conjunción de distintas personalidades. ¿Cómo encajará la mía? Pasamos por delante de la que solía ser la habitación de Fuego Esencial, un constante recuerdo de que falta una de esas personalidades. El grupo se fue distanciando progresivamente desde la ruptura que se produjo a mediados de los noventa, pero todos seguían en contacto con Fuego Esencial. Lo siguieron estando incluso cuando empezó a dar ruedas de prensa en solitario, como un jugador resentido con el resto del vestuario.
—Es aquí. La tarjeta de identificación te servirá como llave.
—Gracias.
—El resto del equipo está fuera, pero irá llegando por la tarde. Para cenar, arréglatelas como puedas con lo que encuentres en la cocina. Yo tengo patrulla.
Me deja a solas para que deshaga la maleta. Mi habitación se parece mucho a la de un hotel. Quienquiera que la ocupara antes que yo, no se molestó demasiado en decorarla. Más tarde caigo en la cuenta de que aquella debía de ser la habitación de Galatea, el famoso robot viviente. Todo encaja.
No me gustan los robots. Odio confraternizar con ellos, incluso con los más listos, que saben pintar cuadros y hablar sobre religión. Una vez coincidí con ExCátedra en Washington, en una recepción organizada por la industria de la alta tecnología. Allí estaba, pegando la hebra con ejecutivos cibernéticos que revoloteaban en torno a ella como los siete enanitos alrededor de Blancanieves. La habían pintado a rayas blancas para la ocasión, como los coches de carreras. Sin querer, me quedé mirando las articulaciones de sus hombros y preguntándome si compartiríamos tecnología. Cuando nuestras miradas se cruzaron sentí una intimidad que me resultó muy incómoda.
Me resulta extraño pensar que dormiré en su cama o me lavaré los dientes en un cuarto de baño que perteneció a toda una leyenda, aunque lo cierto es que jamás dormía, ni necesitaba usar el baño. Era una androide, muy sofisticada, eso sí. Una androide capaz de llorar, reír y, según dicen, hasta de enamorarse. Todo el mundo quería a Galatea, y hasta yo entiendo por qué: aquellos enormes ojos verdes, la silueta perfecta, la voz cálida y sensual. Parecía diseñada para que la adoraran; hasta sus armas eran hermosas. Me miro en el espejo y resulta evidente que quienquiera que me diseñó a mí tenía otras prioridades.
Empieza a anochecer. Tengo tiempo para darme un paseo por las instalaciones y empaparme de su olor, los relucientes acabados, el glamour. Es como la suite de un hotel de lujo y un cuartel general de ciencia ficción todo en uno, y no quiero marcharme jamás. Desde el jardín de la azotea, en el que pueden aterrizar los aviones, veo cómo el sol se pone sobre la línea del horizonte.
La cocina, sin embargo, se parece a la de cualquier colegio mayor. Damisela está apoyada en la encimera, hojeando carpetas de viejos casos, cuando entro yo en busca de café. Lleva pantalones de chándal y una camiseta de la facultad de Derecho de Yale y parece mucho más pequeña de lo habitual, más pequeña incluso que yo. Tampoco veo sus inseparables espadas por ningún sitio. Su campo energético despide una suave y homogénea luz ambarina, y en el silencio de la cocina se percibe el leve zumbido que produce.
Cuando me oye entrar, se baja el antifaz apresuradamente antes de darse la vuelta.
—Perdona —digo, o más bien farfullo.
—No pasa nada. Hay té recién hecho.
—Gracias.
No soy muy amante del té, pero me sirvo media taza.
—Vivías en Boston, ¿no?
—Sí. Cerca de la universidad.
—Es una zona agradable.
No demasiado, pienso para mis adentros. Recuerdo que ha visto mi piso, el parquet que crujía y resonaba bajo mi peso. El casero me obligó a poner alfombras y a firmar un sinfín de cláusulas por las que lo eximía de cualquier responsabilidad. Poco menos que me suplicó que llevara antifaz. Nadie quiere tener a un superhéroe como inquilino.
—Bueno, nos alegramos de tenerte a bordo. Nunca había trabajado con un ciborg. —Se toca el antifaz para asegurarse de que lo lleva bien puesto. Conserva una identidad secreta.
—Mientras no me pidas que te programe el vídeo, no habrá problemas.
Esboza una media sonrisa por educación, pero las comisuras de sus labios no llegan a moverse. No sonríe demasiado. Se me da bien captar este tipo de cosas. Es algo que a las máquinas, en general, se nos da bien.
—¿Preparas la reunión de mañana?
—Solo estoy repasando las fichas de algunos sospechosos habituales.
—¿Puedo hacer algo? Empiezo a sentirme un poco inútil.
—No te preocupes. Antes o después, todos nos estrenamos.
Supongo que sí, aunque algunos nacen con la capacidad de volar y un campo energético propio, mientras que otros acabamos empotrados en el asfalto brasileño. Pero así es la vida.
Me dirijo de nuevo a mis aposentos, pero Lily me detiene.
—Ven conmigo. En el gimnasio es donde se cuece todo.
Todos parecen haber convergido allí. Al otro lado del cristal, veo a Triunfo del Arco Iris absorta en su sesión de entrenamiento. Es demasiado joven para haber pertenecido al equipo original de los Campeones, y por muy famosa que sea eso debe de dolerle como una espinita clavada. Ejecuta una compleja rutina de ejercicios, con tres pesados sacos de boxeo que utiliza a la vez. Cuando alcanza la velocidad máxima, no es más que un borrón de colores.
Lily la observa junto a mí.
—¿Qué tal lo llevas? —pregunta.
—Bien, supongo. Muy comunicativa no es la gente por aquí.
—Pues tú lo tienes fácil, créeme.
Arco Iris golpea los sacos a un ritmo constante. Es más rápida que yo, me doy cuenta. Lily menea la cabeza.
—Menuda zorra. Esas aletas que tiene en los guantes esconden cuchillas.
—¿Cómo podéis… cómo pudisteis llegar a pelearos? —pregunto.
—Esa parte no se vio por la tele. Venga, vamos a entrar.
El gimnasio está repleto de accesorios hechos a medida, diseñados para desafiar la psique superhumana, así como pesas mastodónticas y una carrera de obstáculos controlada por láser. Aquí dentro huele a cuero y a gimnasio. Es la única estancia que tiene pinta de ser usada con asiduidad. La mayor parte de la acción tiene lugar en las colchonetas. Lobo Negro y Salvaje celebran un combate amistoso, e incluso Damisela se detiene para observarlos.
Salvaje le saca una cabeza a Lobo Negro, pese a su metro noventa de estatura, pero eso no parece molestarle lo más mínimo. Se diría que es un Beowulf enmascarado luchando contra un Grendel peludo. Cede terreno muy a conciencia, y en una ocasión corta el paso a Salvaje tensando los dedos ante sus ojos, casi como quien no quiere la cosa.
Salvaje no se limita a disfrazarse de engendro; el pelo y los dientes son reales. Tener el aspecto de un enorme gato puede no parecer un gran superpoder a primera vista, pero se mueve con una rapidez asombrosa para ser tan grande. Se pone a cuatro patas unas pocas veces, y en una ocasión salta por encima de su adversario sin esfuerzo aparente. Sus garras dejan agujeritos en la colchoneta.
Salvaje ha visto el arma de su contrincante, un trozo de cuerda deshilachada con un contundente gancho metálico atado a un extremo. Lobo Negro la mece distraídamente con la mano izquierda. Se lo ve suelto, relajado. Según su agente publicitario, ha cumplido treinta y ocho años, pero si los años empiezan a pasarle factura lo disimula muy bien. Se mueven un poco los dos, manteniendo las distancias, y luego se produce el choque. Hay un movimiento tan rápido que no acierto a seguirlo, y de pronto veo a Lobo Negro literalmente en el aire, un pie apuntalado en la corva de su adversario mientras intenta coger su largo brazo izquierdo.
Salvaje lo arroja al otro extremo de las colchonetas, pero Lobo Negro rueda suavemente sobre sí mismo y se reincorpora sin esfuerzo, adoptando de nuevo la posición de combate. Intercambian unas pocas pullas del tipo «Te estás ablandando, abuelo». Lobo Negro empieza a soltar cuerda, blandiéndola en lentos y largos arcos. Hay que reconocer que tiene arte. Salvaje, por su parte, es capaz de levantar un coche en volandas o saltar por encima de media manzana de edificios. Además, sus dedos terminan en garras.
Salvaje va a por todas e intenta pegarle un tajo, pero Lobo Negro lo esquiva replegándose sobre sí mismo. El gancho se arquea perezosamente y Salvaje cae hacia delante bajo su peso. Lobo Negro deja que la cuerda se enrolle en tres movimientos rápidos, uno de ellos alrededor de la garganta de Salvaje, y ahí se acaba todo. Dicen que puede prever los ataques con una antelación de once movimientos, como si se tratara de un jugador de ajedrez dotado de una extraordinaria velocidad mental. Salvaje se levanta meneando la cabeza.
Elfina busca mi mirada en lo que solo puede ser una invitación o un desafío.
Me señala la colchoneta, como si no estuviera segura de que hablamos la misma lengua. No sé qué se ha creído que soy. ¿Un caballero con armadura de patchwork? Me pregunto si se lo han contado, lo del accidente, las operaciones y todo lo demás.
Me encojo de hombros.
—Vamos allá —respondo.
—Jamás os haría daño.
Lo que me faltaba.
Los demás aplauden y se disponen a contemplar el espectáculo.
—¡Carne fresca! —grita Salvaje, destrozando las consonantes con los colmillos—. A ver qué te han enseñado los federales.
—Sí, veamos de qué pasta estás hecha.
Lobo Negro me observa atentamente, con la concentración de un experto en tecnología. Quiere hacer una evaluación de sistemas. Pulsa un botón y parte de los accesorios se empotran en la pared para darnos más espacio, despejando así el suelo para la batalla que se avecina. Veo cómo se enciende una videocámara instalada en el techo.
Esto no me gusta. Se parece demasiado a una prueba, y creía que íbamos a evitar todo ese rollo. ¿En esto consiste formar parte de un equipo de superhéroes? ¿Tendré que pelearme con toda esta gente?
No es que tenga miedo, se me da muy bien pelear. Lo que pasa es que nunca me he enfrentado a una superheroína de fama mundial. Nunca he luchado con nadie que tuviera su propio calendario de fotos subidas de tono, por no hablar de su marca de infusiones herbales. Lo cierto es que en parte deseaba poder vérmelas con la mismísima Damisela. Hay unos cuantos trucos que me apetece probar con un campo energético.
Los demás retroceden y nos observan con auténtica curiosidad. Damisela me ha visto en vídeo, pero los demás están deseando comprobar qué tal se desenvuelve la nueva. Lily se ha apoyado en la pared negra. La miro de reojo y asiente con ademán alentador.
Vamos allá. Me sacudo la melena y la vuelvo a recoger en una cola de caballo. Me coloco sobre las colchonetas en una postura de kárate modificada, el pie izquierdo adelantado, la pierna derecha reforzada para soportar todo el peso adicional. Soy demasiado pesada para estas colchonetas. Nunca me acostumbraré a la sensación que me producen las prótesis al prepararse para entrar en combate. Noto cómo la energía se agolpa en lo más profundo de mis entrañas mientras todo el sistema se concentra en responder al nuevo desafío. Mis piernas adquieren una fuerza y una elasticidad sobrehumanas. Esto es lo que fabricaron especialmente para mí. Un par de expertos me han comentado que ni siquiera el gobierno posee nada tan avanzado desde el punto de vista tecnológico, aunque ninguno de los dos tenía la autoridad suficiente para resultar creíble. Seguramente me colaron en la partida presupuestaria de I + D de algún departamento de operaciones clandestinas, camuflada como ayuda económica a algún país inexistente.
Activo un comando para informar al sistema de que estamos en modo de entrenamiento y que, por tanto, no debo golpear con demasiada fuerza. A plena potencia, puedo abrir un boquete en una pared de ladrillos con una sola patada, y Elfina no parece ni la mitad de resistente que estos muros. Podría romper su estrecha cintura con una sola mano.
El programa del supersoldado hizo un buen trabajo con el ayudante táctico de abordo, el ordenador insertado en mi cerebro que siempre se anticipa a los acontecimientos: traza trayectorias, predice los movimientos del enemigo, adivina mis intenciones y las mejora.
Elfina se coloca frente a mí, sosteniendo la lanza con ademán tranquilo. Está en los huesos. Esto es ridículo, me digo a mí misma. Me dispongo a batirme con una anoréxica en camisón. Pero cuando se mueve parece ligera y pesada a la vez, y emite un resplandor. Pese al aire acondicionado, creo percibir el perfume de las noches de verano en el bosque, y las bombillas fluorescentes proyectan algo que se parece demasiado a la luz de la luna. Es una de las guerreras de Titania, si su historia es cierta, y tiene novecientos años frente a mis poco más de veintisiete, de los cuales hay una parte que no recuerdo demasiado bien.
El tiempo empieza a pasar más despacio mientras el ordenador acelera mi velocidad de respuesta. En el visor estratégico la lanza chispea, envuelta en electricidad estática. Sea lo que sea, a la cámara de mi ojo no le gusta mirarlo, y me está fastidiando las proyecciones de combate. El ordenador no logra decidir dónde cree que está. No tengo manera de decirle que voy a enfrentarme a un hada. Seguramente cree que me las veo con un pigmeo que sostiene un largo cayado. Ya soy alta comparada con una mujer de estatura normal, pero al lado de Elfina soy una torre.
Nada de esto parece inquietarla en lo más mínimo. Se adelanta para ensayar una estocada que resuena con fuerza en mi antebrazo izquierdo, metal contra metal. Contraataco y me detengo a escasos milímetros de su naricilla respingona, para que vea que no soy tan lenta como parezco. Intento asir el asta de la lanza, pero no retengo más que aire entre los dedos. Ella tampoco es lenta.
Vuelvo a acortar la distancia entre ambas, pero lo último que le interesa es el combate cuerpo a cuerpo. Bloqueo la punta de la lanza y me lanzo a por su muñeca, aprovechando la ventaja de mi estatura, pero se aparta dando volteretas sobre sí misma y se coloca a mi espalda. Llego a acariciar con las yemas de los dedos la vaporosa estela de su blusa. Entonces algo rebota con fuerza en la chapa de mi cráneo. Me doy la vuelta, pero ya está fuera de mi alcance, frotándose los nudillos, doloridos por el golpe.
Aplausos a ambos lados del ring. Elfina hace girar la lanza entre los dedos, y a juzgar por su expresión agradecería un poco más de apoyo.
Se mueve en círculos, sin apartar los ojos de mí. Si pudiera acortar la distancia que nos separa y arrastrarla a la lucha cuerpo a cuerpo, esto se acabaría en menos que canta un gallo. Confieso que deseo derrotarla con todas mis fuerzas. Quiero vencer a uno de los Campeones. Intento recordar todo lo que sé sobre las hadas. Me pregunto si será alérgica al hierro (¿o era la plata?). En mi base de datos no hay nada al respecto, pero algo debería quedar en mi cerebro biológico, recuerdos de mis lecturas juveniles, de la clase de literatura en la universidad. ¿Qué demonios es un hada, para empezar? ¿Acaso me enfrento a Campanilla? ¿O más bien soy el incauto caballero que se adentra en el bosque siguiendo a una misteriosa doncella y que pagará su imprudencia con cien años de profundo letargo? La bella dama sin piedad.
Miro de reojo a los espectadores. No pierden detalle, y me pregunto por qué tengo que procurar no herir a esta mosquita muerta, con su peinado tan chic, tan anacrónico. Yo, en cambio, tengo energía sónica. Tengo un gancho. Tengo gas lacrimógeno. Y tengo una pistola. Siempre tengo una pistola.
Entre superhéroes, se supone que todo el mundo puede encajar un par de balas sin mayores consecuencias, y sea como fuere hoy he cargado balas de goma. El cañón de la pistola, oculto en mi antebrazo izquierdo (por eso lo tengo tan grueso), se desliza hacia fuera. Dejo que crea que quiero acercarme a ella de nuevo, y entonces le disparo una ráfaga de dos segundos, sin más esfuerzo que pensar en ello. Bienvenida al siglo XXI, bonita. En el espacio cerrado del gimnasio, el disparo produce un estruendo inesperado. Más aplausos, pienso, pero el ruido me ha dejado medio sorda.
En un abrir y cerrar de ojos ha desaparecido, a una velocidad que ni siquiera yo puedo seguir. La mayor parte de las balas han ido a parar al cristal blindado que había tras ella. ¿Dónde demonios está? El olor a pólvora impregna la habitación cerrada. Empiezo a retroceder, y el ordenador señala con una flecha intermitente la dirección que ha tomado Elfina, el punto hacia el que se supone debería mirar yo. Allí está, pegada al techo, frotándose un verdugón en el muslo con un mohín de enfado muy propio de un hada. Touché. Algunos de mis compañeros de equipo aplauden. Sin prisas, vuelvo a alzar el brazo para disparar de nuevo. A esta distancia, es imposible que falle.
Elfina da una voltereta en el aire, y cuando termina veo que ya no sostiene la lanza. Demasiado tarde, me doy cuenta de que la ha arrojado, y lo hago desde el suelo, porque es donde me encuentro de pronto, tumbada boca arriba. Intento levantarme pero algo me lo impide. La pantalla del ordenador se llena de electricidad estática, y noto la mano de Lobo Negro en mi hombro, advirtiéndome que no me incorpore. A mi espalda suenan los aplausos, y no van dirigidos a mí.
—Déjame que la saque —me dice, y de fondo oigo la risa de Elfina. Es entonces cuando me doy cuenta de lo que ha pasado, aunque no comprendo cómo ha podido hacerlo.
La lanza no ha ocasionado más que daños superficiales, que yo misma puedo reparar. Me ha atravesado el torso de lado a lado, en una zona en la que no hay más que falsa piel y material aislante, aunque se supone que nadie lo sabe. El arma salida de la forja lunar de Titania ni se inmutó ante mi coraza blindada, y eso que se supone que resiste hasta al uranio empobrecido. No me explico su puntería, no a menos que supiera lo que estaba haciendo. Y no podía saberlo, porque ni siquiera comprende qué soy, qué es un ciborg.
Me incorporo como puedo, deslizándome a lo largo de la lanza, roja como un tomate. Todos se ríen de la novata. La lanza asoma a través de la colchoneta desde el suelo de hormigón en el que se ha clavado. No sin esfuerzo, la saco hacia fuera y le tanteo el peso, la extensión, considerables ambos. Es fría al tacto y parece reflejar una luz destemplada que no procede de la habitación. De cerca, se observan letras grabadas, pero justo cuando estoy a punto de leerlas Elfina me la arrebata de las manos, y se aleja con su risa de agua cantarina. Salvaje me da una palmada en el hombro con su zarpa peluda.
—¡Bienvenida al circo! —gruñe, mirándome con su cara atigrada de aspecto psicótico.
* * *
Justo entonces se encienden los focos rojos, los que van conectados a los sistemas de alarma del Pentágono, la Agencia Nacional de Seguridad, la Secretaría de Asuntos Metahumanos y la NASA. La luz roja con la que soñaba cuando interceptaba las llamadas al 911 solo para poder seguir alguna pista.
Salimos todos pitando hacia la Sala de Crisis, donde el ordenador ya está encendido y hablando, y esta parte es tal como me la había imaginado. Un alto cargo de la cárcel de Illinois aparece en pantalla para explicar que, en resumen, han dejado escapar al Doctor Imposible. Nos estamos enterando cuarenta minutos antes de que lo haga la prensa.
Me sigue resultando extraño estar en compañía de tantos superhéroes de fama mundial. Sus rostros y caracteres me lo recuerdan a cada segundo, y por si eso no fuera suficiente está la peculiar indumentaria de esta gente, empezando por Damisela, con su máscara gatuna y ese implacable dominio de sí misma, o Lobo Negro, con su clásico antifaz negro recortado alrededor de los ojos y el ademán lánguido con el que apoya el musculoso antebrazo sobre una caja de embalar. Me descubre observándolo.
—Vale, ¿hay alguien que no esperara algo así? —Lobo Negro está de buen humor.
—¿Qué es esto del Pacto del Caos? —Damisela asume el control, alzando la voz por encima de todas las demás—. ¿Amigos tuyos, Salvaje? La han cagado bien cagada. El novio de Lily vuelve a estar en la calle.
—No es mi novio.
—Ese lenguaje, por favor.
Míster Místico siempre se materializa de pronto, como salido de la nada, cuando nadie está mirando. Una vez intenté comprobarlo a través de la grabación de una cámara de seguridad, pero había interferencias y no se veía nada.
Salvaje se encoge de hombros, o lo intenta.
—Pues, verás… esos tíos… les debía un favor. He trabajado con ellos antes. Creía que estaban a la altura de las circunstancias, pero al parecer el Doctor era demasiado para ellos.
—¿Tú crees? —replica Damisela en tono irónico. Puede que seamos un equipo, pero ella va a llevar la voz cantante, de eso no me cabe duda—. Ya tenemos un sospechoso. ¿Está todo el mundo al corriente de la evolución del Doctor Imposible? Supimos de su existencia cuando cometió su primer asalto a un banco, y a partir de ahí lo suyo ha sido la clásica historia del genio malvado. Casi podría decirse que es un supervillano de manual.
—¿Es tan listo como se cree? —Lo pregunto sin pensarlo, como buena novata que soy.
—Podría serlo —contesta Lobo Negro—. Ha pisado otras estrellas, otras dimensiones. Ha resuelto problemas en el campo de la robótica y los materiales que nadie más ha osado abordar. Si fuera una persona normal, sería Einstein, como mínimo.
—Siempre ha odiado a Einstein —puntualiza Lily, pensativa. Nunca se me había ocurrido que alguien pudiera odiar a Einstein.
—Y además está loco —añade Lobo Negro.
—Se llama «Síndrome de Hipercognición Malévola». Vamos, que es un genio con muy malas pulgas. Lo suyo es una enfermedad.
Me pregunto si Lily está de broma, pero entonces me guiña un ojo.
Salvaje nos devuelve a la realidad:
—No es más que un delincuente. Lo hemos derrotado en otras ocasiones. Algunos de nosotros hasta lo hemos derrotado solos. Fue Damisela quien lo cogió la última vez.
—Fuego Esencial también estaba allí —señala remilgadamente—. Sugiero que nos vayamos a dormir. A estas alturas, el Doctor Imposible ya estará fuera de alcance. Siempre sigue el mismo patrón, por lo que no tardará en poner en marcha su nuevo plan. En tres o cuatro días tendremos noticias suyas, seguramente en tu área, Salvaje.
—Contrabando, hurto.
—Necesitará dinero y materiales. Ya sabes qué hacer.
Todos parecen conocerlo. Para mí, el Doctor Imposible es un supervillano de la tele, demasiado poderoso para inquietarme siquiera. Lo suyo era otra dimensión, nada que ver con el común de los mortales. Siempre estaba en alguna isla secreta o en el espacio exterior, experimentando con complejísimos y descabellados inventos tecnológicos mientras yo perseguía camellos y guerrilleros tercermundistas. Pero ahora eso puede suponer una ventaja. No está de más que alguien sepa cómo se lleva a cabo el trabajo policial, cómo se rastrea una tarjeta de crédito o un contenedor de mercancías. Cómo funcionan las cosas a ras de tierra, entre los humanos.
Todos nos retiramos a nuestros aposentos, pero nadie se va a dormir enseguida. Lo sé porque los tabiques son lo bastante finos para que, por la noche, cuando despliego mis sentidos utilizando los espectros adecuados, pueda ver a través de ellos sin apenas esforzarme. Me siento un poco culpable, desde luego, pero no puedo resistir la tentación. He oído muchas leyendas y rumores sobre esta gente, este grupo que se mantuvo unido como una piña durante tantos años. La realidad resulta extraña y también un poco decepcionante.
Triunfo del Arco Iris ocupa la habitación justo debajo de la mía. Cuando entra, deja que la puerta se cierre a su espalda y se queda de pie un momento, con los ojos entornados, respirando profundamente. Luego se dirige al cuarto de baño, cierra la puerta y echa el pestillo. Entonces abre un maletín metálico y empieza a sacar frascos y cajas de medicinas de los que salen catorce comprimidos, cápsulas y suplementos dietéticos que va alineando junto al borde del lavabo de mármol que tiene ante sí. Repite la operación cada doce horas. Seguramente lleva haciendo esto desde que tenía siete años. A lo mejor lo necesita para arreglar lo que quiera que sea que no le funcionaba desde el primer momento, y me jugaría el tipo a que una parte de esas pastillas las toma para impedir que su organismo rechace lo que quiera que sea que le han metido dentro. Yo también las tomé. Además, se pasa horas al teléfono.
Bajo mis pies, Lobo Negro se lava las manos durante cinco minutos de reloj antes de tragarse tres o cuatro analgésicos, lo que explica muchas cosas. Luego aparta los muebles de la pequeña habitación a los lados y se somete a una serie de ejercicios calisténicos, seguidos de variaciones de la vertical y flexiones con un solo brazo, despacio y sin aparentar tensión alguna. Después se sienta a ver la tele durante exactamente noventa minutos, y luego se acuesta en el suelo para dormir. Damisela y él ocupan habitaciones separadas, y me pregunto cómo debía de ser la relación entre ambos cuando estaban casados. El campo energético de Damisela debe de echar un poco para atrás.
Poco a poco, el silencio se va adueñando del edificio. Míster Místico se retira a sus dominios, dondequiera que estén, sin duda para dedicarse a contemplar el infinito. Salvaje camina a cuatro patas cuando está a solas, y duerme enroscado sobre sí mismo. Creo que tiene problemas de columna por pasar tanto tiempo de pie, sobre las dos piernas. Lobo Negro tiene un objeto en su interior que emite una frecuencia mientras duerme. Damisela se va derecha al lavabo de su suite, que queda a mi izquierda, y vomita de un modo expeditivo, carente de toda emoción. Problemas de peso no tiene, desde luego, pero supongo que eso es asunto suyo.
Sé lo que se siente. Tus superpoderes son aquello que llevas contigo a todas horas, allá donde vayas. Eso es algo que todos tenemos en común. Por mucho que el gobierno te tenga fichado, por mucha información que tus enemigos hayan recabado sobre ti, nadie conoce tus superpoderes como tú. Todo el mundo los ha visto en la tele, y para los demás se trata de una fantasía momentánea. Ellos no tienen que llevarse los superpoderes a la cocina, ni al cuarto de baño, ni al dormitorio. Ni despertarse en mitad de la noche envueltos en llamaradas, ni barrer los añicos de cristales que siembran el suelo de tu piso, ni entrar tarde a trabajar con un ojo a la funerala. Nadie más sabe dónde te pican o duelen los superpoderes, ni ha probado las cosas que tú has probado con ellos en momentos de aburrimiento o desesperación. Nadie más se va a dormir con ellos y descubre al día siguiente que siguen allí, como un sueño que no se difumina al despertar.
* * *
A la mañana siguiente estoy a punto de entrar en el vestuario del equipo después de ejercitarme con los sacos de boxeo y de haber intentado reproducir algunos de los golpes de Arco Iris cuando me detienen las voces al otro lado de la puerta.
—Te dije que esto pasaría. —Es Lobo Negro.
—Hasta que Fuego Esencial vuelva de donde sea que se ha metido, son nuestra mejor apuesta. —Damisela suena cansada.
—¿Vas a dejar que lleven el uniforme?
—Que no, por Dios, tranquilo. Vamos a dejar que lleven lo que les dé la gana, ¿vale?
—Todo esto ha sido idea tuya, Ellen. Por lo que a mí respecta, desde luego, Jason puede buscarse la vida él solito.
—Por favor, no empieces con eso otra vez.
Suena un pitido procedente de mi chasis, y las voces enmudecen. Damisela sale del vestuario, rozándome al pasar.
Lobo Negro aún se está vistiendo, y tengo ocasión de comprobar que su cuerpo es tan perfecto como dicen, con músculos definidos pero no exagerados, de proporciones apolíneas, y parece indemne al paso de los años. A esta distancia, distingo algunas cicatrices y unas pocas canas en las sienes. Si los rumores son ciertos, se ha convertido en todo un donjuán desde el divorcio, aunque de momento no he notado el menor amago de flirteo por su parte.
Yo no uso ninguna vestimenta especial —mi físico resulta bastante distintivo por sí solo—, aparte de unos zapatos hechos a medida para soportar el peso de mi cuerpo. Ahora mismo llevo lo que suelo ponerme para entrenar, unos pantalones de chándal y una camiseta gris de la ANS. Con la ayuda de una plantilla, me he estampado el logotipo de los Campeones en las partes de mi cuerpo en las que hay más metal a la vista: el muslo izquierdo y la espalda. No tenía a nadie que me ayudara, por lo que supongo que en la espalda debe de haberme quedado un poco torcido.
—Lo siento. ¿Va todo bien?
—No te preocupes. Fuimos juntos al instituto. —Se inclina hacia delante para anudarse los cordones de las botas. Lo tengo tan cerca que hasta puedo distinguir su olor—. ¿Habías formado parte de un equipo antes?
—No exactamente. Trabajé para el gobierno durante un tiempo, y luego he seguido haciéndolo por mi cuenta. —No sé por qué hablo así. Supongo que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me dirigí a un hombre en tono amistoso. Hasta empiezo a ruborizarme—. Seguramente vine recomendada por Spideractive. Trabajamos juntos en lo del francotirador de Albany.
—Lo recuerdo. Ayer estuviste muy bien en el gimnasio. ¿Qué poderes tienes?
Se da la vuelta para repasarme con la mirada, y vuelvo a ruborizarme. No estoy acostumbrada a que me miren.
—Visión, fuerza… ya sabes, brazos y piernas. Un ordenador estratégico de abordo. Un par de armas incorporadas, de distintas clases. Coraza blindada, evidentemente. Gancho. Mmm… extintor de incendios.
Tiene mi expediente, así que estoy segura de que nada de esto le sorprende.
—No puedes volar, ¿verdad?
Mientras habla, alarga la pierna a un lado muy despacio, la eleva por encima de la cabeza y la sostiene sin el menor amago de tensión. Me pregunto si serán ciertos los rumores de que sus padres formaban parte de un proyecto para la creación de una nueva raza mutante. Eso podría explicar su desaparición.
—No.
—Yo tampoco.
Todo el mundo sabe que no tiene ningún poder especial, aparte de ser perfecto. Empieza a hacer una pequeña rutina de calentamiento, consistente en estiramientos y variantes del pino. Está claro que sí posee algún tipo de poder especial, aunque no resulta fácil ponerle nombre.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—Podíais haber llamado a otros. Otros ciborgs, si era eso lo que buscabais.
—De hecho, fue Damisela quien te eligió —contesta Lobo Negro—. Cuando fue a verte… sencillamente pensó que encajarías. Dijo que le despertabas recuerdos de los viejos tiempos.
—¿Y va a ser ella quien lleve la voz cantante?
Lobo Negro se encoge de hombros.
—Se le da bien.
—Debe de resultar extraño, acatar órdenes de alguien que…
Dejo la frase sin terminar. A mí sí que me resulta extraño compartir intimidades con alguien sobre el que hasta ahora solo sabía lo que había leído en la prensa. Lobo Negro rompe a reír por primera vez, con una risa distinta de la que le he visto en la tele. Luego, se encoge de hombros.
—Es por una buena causa. Damisela mencionó algo más cuando te escogió. En tu expediente pone que estuviste de baja por problemas psíquicos.
Ya estamos.
—Me cansé de que me trataran como un artilugio de última generación. Si eso es tener problemas psíquicos…
—¿Qué hacías antes de eso?
Me doy cuenta de que no sabe nada al respecto y no me siento preparada para contárselo. Aquí estoy, sentada junto a un superhéroe multimillonario que lucha contra las mentes criminales más brillantes del universo y cree que soy digna de llevar el mismo uniforme que él. No pienso sacarlo de su error.
—Te lo contaré otro día.
Noto cómo me sigue con la mirada mientras salgo.
No puedo decir que me escribieran una carta de recomendación encomiástica.
Recuerdo la última misión que me encargaron antes de marcharme. Habíamos reducido a una banda de narcotraficantes y prendido fuego a un campo de coca, y estábamos a punto de cruzar la frontera de nuevo. Lo hice casi todo yo sola, dándoles un susto de muerte a un grupo de quinceañeros armados con fusiles de asalto soviéticos AK-47 que seguramente me tomaron por Damisela.
La ANS me entrenó para luchar, escalar y bajar muros, leerle los derechos a los detenidos y prestar primeros auxilios. Siempre soñaba con resolver algún misterio, como los agentes del FBI de las pelis, descubrir alguna trama secreta, destapar una conspiración. Pero no me querían para eso. Las más de las veces, se acordaban de mí cuando las cosas se salían de madre. Yo era la tropa de asalto, y mi trabajo consistía en dejarme coser a balazos en lugar de los agentes normales e infundir terror a las tropas enemigas, por lo general guerrilleros analfabetos que jamás habían visto a un metahumano, y mucho menos luchado contra uno.
Estábamos esperando que nos evacuaran, y aquella fue una de las pocas ocasiones en las que me permití el lujo de tomar una copa estando todavía de servicio, lo que va claramente contra las normas, pero llevaba unos días con dificultades para conciliar el sueño. Las misiones en Sudamérica siempre me traen recuerdos del día previo al accidente y sensaciones poco agradables. Además, llevaba demasiadas misiones salvándoles el pellejo a agentes novatos, niñatos recién salidos de la academia que me repasaban de arriba abajo con la mirada cada vez que les daba la espalda y apostaban entre ellos sobre qué partes de mi anatomía habrían sido reemplazadas.
También tengo una capacidad auditiva superior a la normal, aunque no habría hecho falta, porque no se molestaron demasiado en bajar la voz. Tuve un pequeño intercambio de impresiones con algunos de ellos, nada que obligara a ingresarlos en el hospital, pero tampoco que pudieran olvidar al día siguiente. Es lo bueno de prestar atención en clase, y yo siempre seguí con mucho interés todo lo que nos enseñaron en la ANS.
A raíz de aquello, y en un alarde de discreción, me concedieron una excedencia temporal, que se convirtió en suspensión indefinida. Tengo entendido que ya ni siquiera reclutan ciborgs del sexo femenino por considerarlas muy propensas a sufrir problemas psiquiátricos. A saber.
* * *
Dos días más tarde estoy en Boston, liquidando el resto de mis pertenencias, cuando recibo una llamada en mi móvil interno, el que no puedo apagar. Es Damisela, y me llama desde uno de los aviones de despegue vertical que aún no tengo permiso para pilotar. Quiere que me reúna con ella en treinta minutos. Me pregunto por qué me ha elegido a mí, y no a cualquiera de los demás. Lobo Negro estaba libre la última vez que lo vi.
Empezaremos por los enemigos declarados de Fuego Esencial, cualquiera que se haya enfrentado a él en tres ocasiones o más. La lista no es demasiado larga; la mayor parte de quienes se las vieron con Fuego Esencial dos veces no se mueren de ganas de repetir. Por lo general, los que lo hacen no tienen demasiadas luces, como Zarpa Cósmica, o bien están desquiciados, como Nick Napalm.
Son las tres de la madrugada, así que me visto de paisano y me dirijo al lugar acordado —un banco cubierto de nieve del parque de Boston Common— con la capucha puesta, intentando pasar desapercibida. Un tipo se para y se me queda mirando fijamente, pero hago caso omiso de su presencia.
Salta a la vista que no poseo una identidad secreta, pues mi aspecto siempre es el mismo, pero tengo media careta de goma que se adapta al lado derecho de mi rostro y cuello, y que me pongo cuando quiero intentar parecer humana. El efecto es grotesco, pero con la capucha hasta da el pego. Podría haber parecido más humana de haberlo querido, pero odio el tacto plástico, como de maniquí, que te dejan las prótesis cutáneas y la piel de color tirita. Así que cuando me enseñaron una carpeta llena de muestras en tonos pastel y una gama de colores que iba del marrón al rosa pálido, acabé diciéndoles que dejaran el metal a la vista. Solo uso la media careta en caso de emergencia.
Damisela tarda cuarenta y cinco minutos en aparecer. Luce un largo abrigo para no llamar la atención, pero no parece notar el frío. A la luz del alba la veo distinta, más vulgar. Tiene las mismas marcas que su padre, pálidas líneas azules que recorren sus mejillas y cuello, pero bajo esta luz parecen pintadas adrede. Me pregunto si tendría este mismo aspecto en Titán, donde el sol sale cada dieciséis días.
—Creo que esta vez estamos sobre una buena pista. La policía de Providence dice que cogió a Nick Napalm anoche, y afirma saber algo sobre el Doctor Imposible.
El avión de despegue vertical está en Logan, fuera de servicio, así que nos vemos obligadas a coger mi viejo Toyota Tercel para llegar a Providence. Damisela se pasa todo el camino mirando por la ventanilla y pasando de mí olímpicamente. Ahora más que nunca, me doy cuenta de que no conozco en absoluto a esta gente. Formaron parte de un mismo equipo durante casi quince años. Han acompañado a Nube de Tormenta hasta las estrellas, han viajado en el tiempo y hasta han luchado junto a las legiones romanas, cuando al Doctor Imposible le dio por retroceder en el tiempo hasta las guerras púnicas. Y todos ellos han visto morir a Galatea bajo los anillos de Saturno.