ADIVINA, ADIVINANZA
Los guardias me despiertan a eso de la una de la madrugada, tres horas después del toque de queda. Parecen nerviosos. No me someten al control habitual, sino que se pasan media hora de reloj trajinando a mi alrededor, observando las costuras de mi mono, mis dientes, mientras dos de ellos permanecen a una distancia prudencial.
—Si alguien ha pedido una pizza, ya os aviso que no llevo cambio encima.
—Cierra la boca. Tienes visita.
Cuando se dan por satisfechos, me esposan las manos a la espalda con algo parecido a un pesado grillete y una pareja de guardias me conduce por el pasillo hasta el primer control de seguridad, y luego escaleras abajo, hasta una parte de la cárcel en la que nunca había estado.
Franqueamos dos pesadas puertas de seguridad, alejándonos cada vez un poco más del núcleo inexpugnable. Un par de hombres uniformados comprueban la identidad de mis acompañantes, me toman las huellas digitales, asienten entre ellos y giran sendas llaves a la vez. Nuestro destino resulta ser una habitación de bloques de hormigón pintados de blanco en la que una de las paredes se halla cubierta por un falso espejo. Del techo —de placas de yeso con diminutos orificios— cuelga un solo plafón de plástico con bombillas fluorescentes. La habitación está amueblada con una mesa y una silla metálicas.
Hay una breve pausa. Mis captores hablan en susurros y luego me indican por señas que tome asiento. Me liberan las manos, me hacen pasar uno de los brazos por el respaldo abierto de la silla y luego me vuelven a esposar.
Se van. La puerta se cierra a su espalda y los cerrojos se deslizan en sus orificios con estrépito. No sé qué han empleado para inmovilizarme, pero es algo más resistente que las esposas reglamentarias, que puedo romper en menos que canta un gallo. Lo que me han puesto es un cilindro de metal grueso y macizo, al parecer de una sola pieza, con dos agujeros para mis muñecas. Pongo a prueba su resistencia sin demasiada esperanza. Conocen bastante bien el alcance de mi fuerza, y es probable que me estén observando por si me pongo creativo. No es fácil imaginar de lo que será capaz una persona con mi inteligencia, así que mis carceleros prefieren curarse en salud. Siempre se estarán preguntando si puedo fabricar un radiotransmisor con un coco, o un arma de mentira. Y quizá podría si me dieran un coco y suficiente alambre de cobre, pero no con las manos esposadas a la espalda.
Así que me limito a esperar durante unos veinte minutos. Entonces, dos superhéroes entran en la habitación.
* * *
No los conozco. Son sorprendentemente jóvenes, más incluso que los llamados Campeones. Hasta puede que hayan desarrollado sus poderes mientras yo me pudría en la cárcel. Hay una nueva generación de superhéroes ahí fuera, gente con la que tendré que vérmelas y cuyos nombres ni siquiera me suenan. Pero se puede aprender mucho observando. Los superhéroes cargan su pasado a cuestas.
Son un poco menudos para ser superhéroes, ya que ninguno de los dos mide más de metro ochenta. Van perfectamente conjuntados con trajes de exquisita factura, látex y nailon del bueno. Uno de ellos lleva un antifaz de color naranja y una malla con motivos flamígeros del mismo color, marrón y gris. No sé qué más se habrá hecho, pero tiene injertadas en los antebrazos sendas hojas retráctiles, de una aleación de metal energizado que despide un brillo rosáceo. Debe de ser un implante reciente, porque no deja de acariciar el borde de la hoja con la yema del pulgar, y la piel aún se ve enrojecida debido a una infección secundaria en la zona donde se implantó el metal. Todo indica que ha pagado mucha pasta por lucirlo, así que seguramente lleva más artilugios bajo la piel. Tendré que estar atento.
El otro es muy distinto. Bajo su piel reluce una tracería de finas líneas azules. Mira con gesto sobresaltado, carece de pelo y cejas y tampoco tiene pupilas, por lo que sus iris son completamente azules. Tecnología alienígena. Le supongo una gran capacidad para recabar información de todo tipo, y por tanto lo sitúo en la categoría de los procesadores humanos, mis homólogos en cierto sentido. Posee una inteligencia no empañada por la sed de mal que siempre parece acompañar la genialidad, lo que de algún modo lo convierte en un imbécil.
A juzgar por la expresión de ambos, se diría que mi persona les ha decepcionado un poco. Por fin ven cara a cara al Doctor Imposible, el científico supremo, y resulta que es un hombrecillo de mediana edad enfundado en un mono carcelario y esposado a una silla metálica.
Cara de Perro toma la iniciativa. Está que se sale con sus nuevas cuchillas. Con tiempo, seguramente podría abrir un boquete en los muros de la cárcel.
—Te presento a Bluetooth. Yo me llamo Fenómeno. Somos el Pacto del Caos. No te molestes en presentarte. Sabemos de sobra quién eres.
Hay que joderse. ¿Qué edad tendrá este mocoso? ¿Veinte, veintidós? Se nota a la legua que es la primera vez que hace algo así.
No abro la boca. Me limito a observar. Siempre hay una historia detrás de una pareja de superhéroes, y me pregunto cuál será la de estos dos. ¿Un par de niños ricos? El tipo del traje naranja bien podría serlo. Quizá sean amigos de infancia que se mantienen fieles a un pacto sellado cuando estaban en sexto de primaria. Me pregunto si fue Fenómeno quien puso la pasta para los implantes. Me doy cuenta de que no saben gran cosa de mí, solo lo que han visto en la tele. No me temen.
¿Qué pasará ahora? Esto es un pulso. Se mantienen ambos a una distancia prudente, puro sentido común. Están nerviosos, es su primera gran oportunidad. No se acaban de creer que estén interrogándome, a mí, el villano que mantuvo a raya al Superescuadrón durante una década. El mismo tipo que se plantó en el Despacho Oval y le ordenó al presidente de Estados Unidos que le llamara emperador. Y ahora me tienen a su merced, encadenado. Es su oportunidad de pasar a la historia.
Seguramente esperan que se lo ponga fácil, que me suba por las paredes, que empiece a desbarrar y que me vaya de la lengua. He cometido ese error en el pasado, pero no veo ningún motivo por el que debiera ponérselo fácil a estos dos.
Una vez más, Fenómeno rompe el silencio.
—Llevas una buena temporada entre rejas, ¿no? Dos añitos. Aunque eso no es nada para alguien como tú. Apuesto a que lo sigues controlando todo desde dentro, que sigues teniendo la sartén por el mango. Un tío como tú tiene muchos recursos… al fin y al cabo, eres un genio —concluye, y se ríe entre dientes. Qué encanto de chico.
Le sostengo la mirada. No sé de dónde ha sacado la idea de que soy algo así como un capo que lo dirige todo desde la cárcel. El Prisma me habla a veces, se cuela a través del cristal cuando nadie está mirando, pero estos días no parece demasiado centrado. Es lo que ocurre cuando uno pasa demasiado tiempo convertido en arco iris, que acaba perdiendo la noción de las cosas.
De pronto, la ausencia de sillas les da un aire un poco estúpido. Nadie sabe qué hacer con las manos, excepto yo, claro.
—Sabes por qué hemos venido. Se trata del grandullón. Corre el rumor de que sabes dónde está.
¡Fuego Esencial! Acabáramos. La noticia saltó a los medios hace ya algún tiempo. Lleva desaparecido un poco más de lo habitual, ocho semanas aproximadamente. Han empezado a circular rumores. Tomo la precaución de no revelar emoción alguna.
—Te enfrentaste a él, ¿verdad? Era algo así como tu némesis, ¿no? Tu bestia negra. Tengo entendido que fue visto por última vez en compañía de tu amiga Lily.
Fuego Esencial. En cierta ocasión luchamos sobre el océano. Yo llevaba puestas mis botas turbo e intentaba volar como él. Lo recuerdo con aquella estúpida chaqueta de cuero y un mechón de pelo que insistía en caer sobre sus relucientes ojos. Perdí la batalla.
Fenómeno sigue parloteando.
—Nadie lo ha visto. No ha contestado a ningún mensaje. ¿Qué podría haberle pasado a un tipo como él? Los médiums dicen que sencillamente se ha desvanecido.
No deja de ser una buena pregunta, y le dedico unos instantes de reflexión, pero no imagino quién podía haber matado a Fuego Esencial, y ni siquiera cómo. A lo que se me alcanza, a mí y a cualquier otro mortal, no hay nada capaz de matarlo. Todos dábamos por sentado que iba a seguir surcando el cielo, rescatando garitos y metiendo a gente como yo entre rejas por siempre jamás. Nunca lo he visto alcanzar su límite, ni siquiera aquel día en el Golden Gate, cuando por un instante todo el peso de la estructura del puente cayó sobre él. Si no puede vencer por la fuerza, lo hace por agotamiento, como demostró al arrastrar lentamente a Deimos hasta su nueva órbita, alejándola de la estación espacial de Marte. Podría decirse que Fuego Esencial es la mejor de todas mis creaciones.
Lo único que puede detenerlo es un isótopo de iridio del que no queda rastro en el planeta, pues se arrojó al espacio décadas atrás, como una pelota de béisbol que salta por encima de la valla del estadio y cruza la calle. Para fabricar más se necesita una barbaridad de calor y presión, como los que se generan en el centro de una estrella de tamaño considerable, o en la dimensión zeta. O en el lugar del que saca su fuerza.
—Fue él quien te metió aquí dentro, ¿verdad? ¿Cuándo lo viste por última vez?
Imbécil. Fue Damisela la que me derrotó esta vez, aunque al final da lo mismo. Otra pausa. Bluetooth contempla la escena, impasible, un disco duro de apariencia humana.
—No vas a soltar prenda, ¿verdad? Lo he captado. Por un oído te entra y por el otro te sale. No darás el brazo a torcer así como así, ya lo veo. No pasa nada.
Saca una de las cuchillas de sus antebrazos y la vuelve a meter rápidamente, no sin antes asegurarse de que le he echado un buen vistazo. Y debo decir que tiene buen aspecto. La tecnología ha avanzado lo suyo desde que me metieron en la cárcel. Me pregunto qué artilugios lucirán hoy los demás superhéroes, y si mis trucos habrán quedado desfasados.
—Solo te pido que nos des alguna pista. No querrás acabar abierto en canal sobre la mesa de algún laboratorio, ¿verdad? Se dedican a hacer esa clase de cosas. Podríamos averiguar qué te hace tan listo. Piénsalo un rato, supergenio. ¿Sabes qué podemos llegar a hacerte en esta habitación?
Por Dios. Lo mismo, supongo, que me pueden hacer fuera de ella. Sus amiguitos ya me lo han hecho una docena de veces, así que no alcanzo a imaginar por qué iba a andarse nadie con remilgos por el simple hecho de que me encuentre detenido.
Los guardias se han marchado. Habrán supuesto que los superhéroes se las pueden arreglar por su cuenta. Estas cuchillas no me gustan ni un pelo. Son ilegales en la mayor parte de los estados, aunque eso no importa demasiado. Ningún superhéroe se pone esa clase de implantes si no tiene intención de matar.
¿Qué esperan de mí? ¿Una confesión completa?
—Escucha: si no has sido tú, habrá sido algún amigo tuyo. Sé que os comunicáis entre vosotros. Si nos pones en el buen camino, quizá salgas ganando.
Como interrogadores, desde luego, estos dos dejan mucho que desear. Fenómeno carece de la locuacidad de los torturadores natos, pero es evidente que no van a rendirse fácilmente. Les habrá costado Dios y ayuda montar todo este tinglado, y no van a marcharse con las manos vacías. Quieren una pista, algo que poder contar, un recuerdo de cómo se encararon con el Doctor Imposible y lo obligaron a dar la mano a torcer.
—Venga. ¿Ha sido Sanguino? ¿El Faraón? ¿O acaso tu ex novia, Lily? Venga, Einstein, desembucha de una vez.
Me habla a escasos milímetros del oído. Noto cómo su aliento caliente me alborota ligeramente el pelo.
—Se supone que eres un tío listo, ¿no? ¿Qué pasa, no me oyes? ¡Eh, tú, fracasado! ¡Eh, imbécil!
De pronto, estamos frente a frente.
—¡Soy un genio! —Las palabras brotan de mi boca antes incluso de que pueda pensar en lo que estoy diciendo.
Se miran el uno al otro durante una fracción de segundo. Luego algo me roza la mejilla. El mundo salta en pedazos y me encuentro deslizándome por el suelo con una mejilla sobre las baldosas. Fenómeno es rápido, lo reconozco. Ni siquiera lo he visto venir.
Han pasado tres o cuatro segundos. Sigo esposado a la silla. Tengo media cara dormida, y al cabo de un segundo noto que empieza a hincharse. Con un brazo entre las barras del respaldo de la silla, me las arreglo para incorporarme hasta quedarme de rodillas.
—¡Habla, cabrón!
Fenómeno camina de un lado al otro, impaciente, ensayando golpes y fintas, blandiendo los puños en el aire como un boxeador. Bluetooth tira de mi silla y de mí, y nos devuelve a la posición original.
—Papá ha dicho que no debíamos… —apunta, y es la primera vez que lo oigo hablar.
—Espabila ya. Es el Doctor Imposible. A nadie le importa.
Me vuelve a golpear, y esta vez casi lo siento. Ha llovido mucho desde la última vez que sentí algo. Ahora ha elegido el otro lado de mi cara, y me deslizo por la habitación hasta empotrarme con la nariz en la pared. Bluetooth me vuelve a levantar. Empiezo a sentirme un poco mareado, pero por lo menos no he tenido que vérmelas con las cuchillas.
Fenómeno está listo para otra.
—¿Cuánto tiempo vas a seguir con esto? Aparte de ese cerebro tuyo, no te sobran los poderes. Cuando la cosa se pone fea, te arrugas muy deprisa. ¿Quieres quedarte sin dientes?
Escupo.
—No te reirás cuando ponga en marcha el… —empiezo a decir, y tengo en la punta de la lengua el plan que llevo meses preparando. ¿Por qué siempre voy por ahí hablando de mis planes?
Lo miro, luego vuelvo los ojos hacia Bluetooth, y por una fracción de segundo veo otra cosa. Vuelvo a estar tumbado boca arriba, pero en otra habitación. Una habitación grande con suelo de baldosas. Aterrizo sobre algo blando que me ha manchado y empapado el pantalón. La gente me mira.
De fondo, sigo oyendo la voz de Fenómeno.
—¿Y bien, qué decides? Escúchame: aquí dentro no tienes nada que te pueda valer, ni cachivaches, ni trampas de ningún tipo. No eres más que un pobre diablo con un mono de color naranja. ¿Cuánto crees que vas a aguantar?
Pero entonces algo extraño sucede. El escenario cambia de nuevo y vuelvo al instituto Peterson. Jason también está allí, es un estudiante de tercer año y lo han elegido como delegado de su clase. Ha bajado al comedor aquella tarde, ha cogido una bandeja y se ha sentado a comer. Su rostro sobresale por encima de las cabezas de los estudiantes más jóvenes, como el muchacho enclenque que más tarde habría de llamarse Lobo Negro, o Damisela, tan alta y serena. No recuerdo que ninguno de los dos saliera en defensa de los débiles aquel día.
—¿Te crees muy listo? ¿Te crees muy listo? ¿Quieres demostrarme lo listo que eres?
¿Qué ocurre? De pronto, caigo en ello. No es la primera vez que alguien intenta leerme el pensamiento. Bluetooh no es un ordenador, sino un telépata. Estos dos son un pelín más sofisticados de lo que había supuesto en un primer momento. Han entrado aquí con un plan. Se supone que Fenómeno me tiene que machacar físicamente y acribillarme a preguntas mientras Bluetooth hurga en mi mente en busca de cualquier recuerdo que les pueda resultar útil. Antes no me he dado cuenta por culpa de los fluorescentes, pero la maraña de cables que tiene bajo la piel ha empezado a latir.
—Venga, Blue. Noveno curso, tío, ¿te acuerdas?
—Es que… eh… espera. He encontrado algo —dice Bluetooth, llevándose las manos a la cabeza.
—No lo pierdas.
El siguiente golpe es un mazazo impresionante. Creo que ha empleado todas sus fuerzas. Me digo a mí mismo que esto no puede acabar bien. Tengo que hacer algo, decir algo. Cuando alguien te asalta la mente, lo único que puedes hacer es intentar recuperar el control.
—Escucha, chico. —Se detienen y me miran fijamente—. ¿Queréis saber qué le ha pasado a Fuego Esencial? —Apenas se me entiende, los labios se me están hinchando por momentos. Lo intento de nuevo.
—Venid aquí. Os voy a contar una historia.
—La madre que te parió. Más vale que sea buena. —Fenómeno deja caer los puños. Ambos se detienen y me escuchan.
—Hace mucho, mucho tiempo, había una chica.
Desconcertados, intercambian otra mirada, pero siguen escuchando. Bluetooth vuelve a levantarme como si fuera una figura de ajedrez que se hubiese caído.
Sigo hablando. Bluetooth sigue intentando abrirse paso entre mis pensamientos. Si algo me queda son mis secretos. Tengo un plan para cuando salga de aquí, y un nombre real, aunque a estas alturas del campeonato bien podría ser de dominio público.
Los recuerdos se suceden. Pensaba que todo sería distinto en Peterson, pero no. Me veo a mí mismo pasando largas tardes en mi habitación, no muy distinta de la celda en la que ahora paso los días. Leía y llenaba las libretas de dibujos e ideas, cosas bastante estrafalarias. En cierta ocasión, cuando construí la máquina del tiempo que me transportó al pasado, a las guerras púnicas, no pude resistir la tentación de detenerme a espiar mi propia ventana, la de un genio que aún no se conocía a sí mismo.
Sigo hablando.
—Una hilandera que, según decían, tenía el don de convertir la paja en oro. La encerraron en un calabozo con una gran pila de paja, y un duendecillo acudió en su ayuda.
Fenómeno me golpea de nuevo, y esta vez lo noto de verdad. No tengo posibilidad de esquivar sus golpes, y ahora mismo no me siento especialmente invencible. Bluetooth comprueba que no haya nadie mirando por la ventana, pero para mí que da lo mismo. Aunque me mataran, no les pedirían demasiadas explicaciones. Quizá ninguna. Me pregunto cuándo va a sacar las cuchillas.
—El problema era que tenía que adivinar el nombre del duendecillo. Nadie lo sabía. Ni la hilandera, ni el rey, ni los aldeanos.
—Lo que tú digas. Dale caña, Blue. Este tío no va a soltar prenda.
No recuerdo cómo sigue el cuento, pero da igual. Intento evitar que me tiemble la voz. Lo cierto es que no sé cuánto podré aguantar.
—Día tras día, el duende sigue presentándose en el calabozo y preguntándole «¿Cómo me llamo? ¿Cómo me llamo?».
Fenómeno no para quieto, se está impacientando.
—Vale, Doctor. ¿Quieres buscarme las cosquillas?
Fenómeno saca las cuchillas, que se deslizan hacia fuera, una por cada antebrazo, dos hojas de cuarenta y cinco centímetros de largo cada una. Se lo toma con calma, se exhibe un poco ante su amigo. Bluetooth vuelve a mirar de soslayo hacia el ventanuco de la puerta, pero al otro lado no parece haber nada que lo inquiete. No tardará, lo noto en mi sangre alterada.
—Al final, la hilandera le pregunta directamente cómo se llama, y el duende… —¿Iba así el cuento? No me acuerdo.
En una fracción de segundo, Fenómeno se ha plantado frente a mí, su rostro roza el mío y su antebrazo me presiona el pecho mientras la hoja metálica se apoya en mi garganta. Noto cómo las patas delanteras de la silla se alzan del suelo. Me preparo para morir como un supervillano.
—¿Y este hijo de puta se enfrentó a mi padre?
—Escuchad. El duendecillo le dice… —Solo quiero que esto se acabe de una vez.
—Jared, espera… —Bluetooth alarga una mano, pero está demasiado lejos. Fenómeno se vuelve a medias para mirar a su amigo. La silla está a punto de volcar, y entonces empiezo a caer hacia atrás. Lo único que veo es el techo.
¿Por qué siempre pasa lo mismo? Ya me había olvidado de lo que se siente. Me había vuelto confiado. Las imágenes del instituto Peterson se mezclan con otras del presente. Ahora me veo en otra habitación con suelo embaldosado. Estoy de pie frente al urinario y varios estudiantes se apiñan a mi alrededor entre burlas. Me marcho con el rostro desencajado, muerto de vergüenza. En algún momento de aquel oscuro trance decidí consagrarme eternamente a la ciencia, la genialidad y la ira. ¿Cómo he podido olvidarlo?
—¡Rumpelstiltskin! —grito.
Doblo las piernas y luego estiro el talón hacia arriba y golpeo la barbilla de Fenómeno con todas mis fuerzas. Semejante patada habría bastado para romper el cuello y la mandíbula de un hombre normal, pero el esqueleto de Fenómeno es casi todo metálico. Puede aguantarlo.
Ruedo hacia un lado y me pongo de rodillas ante la mirada horrorizada de Bluetooth. Aquí viene la parte peligrosa: mientras Fenómeno sigue despatarrado, con uno de los brazos oportunamente extendido, me inclino hacia atrás y, con cuidado, bajo las esposas hasta situarlas sobre el filo de aquella cuchilla azulada de titanio de última generación. Presiono con toda la fuerza que me atrevo a usar, y al cabo de unos segundos la hoja muerde el metal y se hunde en él. Las esposas se separan en dos, y soy un hombre libre.
Me incorporo a medias, con un brazo todavía aprisionado en la silla, me acabo de levantar al tiempo que la alzo en el aire y lo dejo caer todo, esposas incluidas, sobre la cabeza monda y lironda de Bluetooth. En la diminuta sala de interrogatorios, aquello suena como la detonación de una bomba. Lo vuelvo a golpear, y la silla salta en pedazos.
¿Cómo había podido olvidarlo? Si del cielo te caen limones, exprímelos todo lo que puedas. Haz tinta invisible. Haz un veneno corrosivo. Tíraselo a los ojos.
Fenómeno vuelve a estar de pie, algo tambaleante pero todavía dispuesto a dar guerra. Tiene las manos arriba, las cuchillas a punto. Cualquiera de ambas podría rebanarme la cabeza como si fuera el tallo de una flor. Me agacho entre las cuchillas y encajo mi hombro en su plexo solar. Una duda me cruza la mente: ¿me habré vuelto demasiado lento? Me estoy enfrentando a los hijos de mis viejos enemigos. Me pregunto qué nuevos trucos habrán aprendido que yo desconozco. Le rodeo la cintura con un brazo y lo empujo hasta la pared.
Es joven y sano, le han hecho un sinfín de modificaciones biotecnológicas, pero no parece haberse entrenado para el combate cuerpo a cuerpo. He logrado inmovilizarlo. Se le sale el casco y cae al suelo con estrépito. Es rubio, más joven incluso de lo que creía. Huele a champú y colonia. Salta una alarma. Fenómeno intenta apartarse, pero lo tengo bien cogido y no sabe cómo zafarse de mi abrazo. Me insulta entre dientes, se revuelve. En cualquier momento conseguirá liberar una de las cuchillas, y entonces todo se habrá terminado. Oigo a Bluetooth removiéndose a mi espalda, intentando incorporarse.
Me agacho por debajo de uno de sus brazos para hacerle una llave de rendición, y teniendo su cabeza entre la pared y mi persona, zanjo la cuestión de una vez, y no del modo más elegante, debo añadir. Mi brazo se pondrá bien. Los guardias se agolpan en la ventana, horrorizados. Por lo general no me gusta tener público, pero por una vez resulta gratificante. Esta es precisamente la clase de situaciones sobre la que han recibido cientos de advertencias. Seguramente se vieron obligados a asistir a todo un cursillo sobre el protocolo de seguridad aplicable a los prisioneros metahumanos, sin llegar a imaginar que algún día tendrían que aplicarlo. Casi puedo leer sus mentes, estarán pensando «Dios mío, ahora sí que la hemos cagado. La hemos cagado como nunca». En el otro extremo del edificio, las puertas de seguridad se van cerrando una tras otra en círculos concéntricos, atrapándolos allí dentro junto a mí.
Veo mi reflejo en el falso espejo. La nariz me sangra un poco, pero estoy mejor de lo que esperaba. Fuerzo la cerradura con la cuchilla de Fenómeno y luego tiro la puerta abajo de una patada. Los guardias salen disparados. Unos pocos deciden plantar cara, pero en el pasillo me los llevo por delante de tres en tres, blandiendo el grillete como si fuera una porra, sin encontrar la menor resistencia. Qué gusto da a veces trabajar con las manos.
Busco en mi mente los planos de la cárcel, que se despliegan ante mí claros y nítidos, en tres dimensiones. Memoricé la planta del edificio años atrás, por si algún día me veía obligado a verlo desde dentro. Los muros de bloques de hormigón están reforzados por placas de titanio macizo repletas de sensores de calor, movimiento y presión. Conozco la naturaleza exacta de la trampa en la que he caído.
Pero tengo un as en la manga. Me llevo a Fenómeno y Bluetooth a rastras, un talón en cada mano, para dejárselo bien claro a los guardias de rostro desencajado que están al frente de los controles de seguridad: ¿de veras queréis ver cómo se mueren dos superhéroes durante vuestro turno?
Unos minutos más tarde, respiro aire fresco. Una escopeta se carga el cristal de seguridad, y de pronto estoy fuera, bajo los reflectores y el cielo negro. Dejo a los superhéroes en el suelo, a mi espalda, y rompo a correr en zigzag hacia la valla. Fuera hace un frío que pela, y los guardias me disparan sin contemplaciones, apostados en sus torres como auténticos francotiradores. Me dan entre los omóplatos, pero no importa. Solo son balas.
Cuando alcanzo el muro del patio, los internos rompen en un clamor que parece sacudir toda la cárcel, ahogando el sonido de los disparos, los helicópteros, las alarmas y todo el caos que me rodea. Alzo una mano en respuesta, me inclino en una breve reverencia. Es la duodécima vez que me escapo de una cárcel.
Tras una carrera enloquecida hasta la valla exterior, cruzo una zanja de drenaje y estoy fuera. Me esperan la oscuridad helada y una larga noche huyendo de mis perseguidores entre las explotaciones agrícolas de Illinois. En mi mente, un nuevo plan empieza a cobrar forma. La luna se recorta en el cielo, ajena a mis propósitos.
Los cazas estarán despegando a toda velocidad desde la base aérea más cercana, pero no me cogerán. Fuego Esencial sigue vivito y coleando, de eso estoy seguro, al igual que Lily y todos los demás, pero tengo unos cuantos trucos que todavía no conocen. La última vez que me cogieron estaba trabajando en algo nuevo, algo distinto. Ese algo ha germinado durante mi larga estancia en la cárcel, y esta noche empezará a dar sus frutos.
Tengo frío pero soy libre, y el hombre más listo del mundo, y esta vez se van a enterar, os lo prometo. Os lo prometo.