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BIENVENIDA AL EQUIPO

Hace cuatro años decidí que me haría llamar Fatale. Es mi nombre de superheroína. Lo saqué de una lista que me dieron en la clínica, y en aquel momento me pareció un resumen perfecto de mi flamante, peligroso y sexy nuevo yo, una mujer cibernética y misteriosa. Vale, confieso que estaba bajo los efectos de los analgésicos.

Hasta ahora he trabajado como agente secreta especial para la Agencia Nacional de Seguridad. Cuando me echaron a la calle, dijeron que sufría problemas de adaptación, pero yo prefiero llamarlo de otra manera. Soy una superheroína, dotada de poderes y habilidades muy superiores a la de cualquier mortal. Soy superhumana, y estoy del lado de los buenos. De los elegidos.

Obtuve mis poderes por accidente, en un percance de esos que le podrían pasar a cualquier turista en São Paulo. Ni siquiera fue un accidente espectacular, sino algo tan prosaico como que un camión fuera de control me arrolló en plena Rua Augusta y me arrastró a lo largo de más de diez metros, aprisionada entre el vehículo y el muro de un edificio. Me pasé cuatro meses en cuidados intensivos, inconsciente la mayor parte del tiempo. Este año pasaré tres meses en una clínica, y el año que viene, y seguramente el resto de mi vida.

Qué hacía yo en Brasil, o incluso con quién estaba allí, es un misterio para mí. Todos mis recuerdos se perdieron en el accidente y la operación que le siguió, los sacarían para meter la coraza blindada, los sensores odométricos y un prototipo de proyector de microondas. He hojeado guías turísticas de Río para intentar espolear mi memoria. ¿Habría ido hasta allí por la arquitectura? ¿El zoo? Ni siquiera hablo portugués.

Pero sí, se puede decir que me lo hice a mí misma. Firmé los papeles, medicada y postrada en una cama de hospital, garabateando un nombre ininteligible con la resolución de alguien a quien todo le da igual, vagamente consciente de que tampoco tenía demasiadas alternativas. Por supuesto, el comunicado de prensa no era más que una sarta de mentiras, aunque nadie se molesta en consultar mi página web. Lo redactaron mientras seguía convaleciente, un cuento chino sobre un cáncer y una supuesta cura milagrosa. Nunca llegué a conocer siquiera todos los detalles que se inventaron sobre mi abuela y su vieja casa, ni mi deseo infantil de convertirme en astronauta. La verdadera historia es mucho más compleja y absurda, y no creo que pudiera explicarlo cabalmente aunque conservara todo mi tejido cerebral.

La gente de Protheon me abordó en Sudamérica. Los médicos de la empresa vinieron a verme varias veces durante mis intervalos conscientes. Eran hombres educados, amables, que lucían trajes chaqueta y batas de laboratorio y venían a hablarme de algo que querían proponerme. Casos como el mío habría uno en un millón, llevaban siglos esperando algo así y eran mi única esperanza de salvación. Me hablaron del programa del supersoldado. Me dijeron que iba a formar parte de una nueva generación de máquinas de guerra, la precursora de un ejército de soldados que tendrían mi mismo aspecto y lucharían igual que yo. Les dije que adelante.

La clínica brasileña había contratado los servicios de un diseñador de órganos artificiales suizo, tres ingenieros de software estadounidenses, una empresa de seguridad privada alemana y un cirujano plástico tailandés famoso por sus operaciones de cambio de sexo, pero el grueso del trabajo de diseño y modificación fue obra de alguien que ha permanecido en el anonimato.

El 43 por ciento de mi masa corporal original se perdió para siempre, sobre todo del lado izquierdo, aplastada en el asfalto o desechada en la mesa de operaciones. Músculos, tejido nervioso, huesos y piel. Cabello, uñas, cartílagos, un ojo y una porción nada desdeñable de tejido cerebral. Buena parte de mis tripas son también de plástico.

Así fue el poco prometedor comienzo de mi carrera como superheroína, ciborg, trans o súper o metahumana o como quiera que prefiráis llamarme, lo que soy ahora, y lo que seré durante lo que me queda de vida.

* * *

Me veo reflejada en las paredes metálicas combadas de la Sala de Crisis, una mujer hecha de retales de piel y cromo, souvenirs de un mal día en São Paulo. Perdí mucha piel, pero gané diez centímetros de altura y un esqueleto metálico.

Me encuentro en el centro de Manhattan, en el cuadragésimo octavo piso de un rascacielos, sentada a la misma mesa que los siete superhéroes más poderosos del planeta, y me siento afortunada por estar aquí. Hace un mes, me pasaba las horas del día viendo la tele y pinchando la frecuencia de la policía. No es fácil montártelo por tu cuenta cuando eres un ciborg; tenemos graves problemas de mantenimiento y suministros en los que preferiría no ahondar.

Vuelvo a mirar mi reflejo para asegurarme de que tengo el aspecto que debería tener, una guerrera amazona ultrasofisticada con su melena plateada recogida en una larga cola de caballo, un deslumbrante prodigio tecnológico. Ni más ni menos que la siguiente generación de máquinas de guerra.

Conservo un recuerdo borroso de las últimas horas de mi vida. He venido en helicóptero desde la base aérea militar de Hanscom, donde tardé tres horas en superar los controles de seguridad. Un enjambre de periodistas se agolpaba frente al cuartel general de los Campeones, preguntando a voz en grito sobre Fuego Esencial, pero ninguno de ellos me reconoció. Luego, hube de pasar otro largo control de seguridad antes de que me dieran una tarjeta identificativa de visitante.

Aunque llegaba tarde, me detuve en la sala de los trofeos, que antecede a la Sala de Crisis de los Campeones, para echar un vistazo a la colección de antiguos objetos y retratos del mejor superequipo que ha existido jamás. Dos de aquellos rostros ya no están presentes, dos asientos vacíos en torno a la mesa. Nadie dice nada, ni falta que hace. Sé perfectamente a quién he venido a reemplazar. El rostro perfecto de Galatea sonríe desde las alturas en unas fotografías que rezuman glamour. Parece un ángel metálico.

En fin, el caso es que soy la última en llegar. Nadie levanta la vista, la reunión ha empezado ya. Estar entre tanto poder me produce vértigo. Imposible no fijarse en los superhéroes aquí reunidos, que saltan a la vista con una presencia extraordinariamente vívida, unos colores increíbles de puro vivos, como los de una baraja de cartas, solo que aquí cada uno pertenece a una baraja distinta y entre todos forman un incongruente batiburrillo de atuendos y denominaciones digno de un juego de cartas basado en Alicia en el país de las maravillas. Un hombre con cabeza de tigre está sentado junto a una mujer hecha de cristal, y la que se sienta a mi derecha posee alas. Aquí es donde quiero estar, entre los jugadores.

Los Campeones tienen mucho dinero detrás, de eso no hay duda. Una reluciente mesa metálica, techos abovedados, una docena de paneles de control parpadeando a la vez. Se palpa la tensión en el aire. Aquí es donde solían reunirse los grandes superhéroes del mundo, y la estancia está repleta de retratos, imágenes de quienes eran diez años atrás. Pero ahora dos de ellos, Galatea y Fuego Esencial, han desaparecido.

* * *

—Sea lo que sea, se trata de algo global. Las mareas han cesado y se ha producido un descenso importante de la temperatura en las profundidades oceánicas. Además, Fuego Esencial sigue en paradero desconocido.

En la Sala de Crisis, Damisela nos comunica que el mundo se acerca a su fin. Estamos sentados en semicírculo, como colegiales. Una mesa en forma de herradura ocupa buena parte de la habitación, y Damisela permanece de pie frente al extremo abierto de la misma, con los monitores a su espalda.

Su campo energético emite un breve destello, verde y luego añil, iluminando el traje rojo y morado que le ciñe el cuerpo como una segunda piel. Su rostro me resulta familiar por haberla visto en cientos de entrevistas y portadas de revistas. Es una morena esbelta y guapa, sin ninguna peculiaridad física destacable a no ser unas pequeñas y extrañas marcas en la garganta. Posee el glamour de una estrella del cine, pero su poder no es ninguna ilusión.

El padre de Damisela era Nube de Tormenta, puntal del viejo Superescuadrón, por lo que podría decirse que lo lleva en la sangre, algo que no ocurre a menudo. Su nombre es pura ironía. Tal vez Damisela no heredara los poderes meteorológicos de su padre, pero sí su fuerza y velocidad. Lleva a la espalda un par de espadas cuyos puños trenzados de alambre le asoman por encima de los hombros.

Detrás de Damisela, una pantalla de vídeo ocupa toda la pared, y en ella se proyectan mapas meteorológicos, la ubicación de los últimos delitos cometidos por superhumanos, los perfiles biográficos de los pocos supervillanos que andan sueltos. Entre las ocho personas reunidas en torno a la mesa de reuniones se hallan algunos de los superhéroes más famosos del mundo. Gente como Salvaje, Triunfo del Arco Iris o Elfina. Casi se puede palpar el poder en el aire. Estamos hablando de gente que ha salvado al mundo, literalmente.

—Cariño, hace más de un año que no vemos una amenaza de verdad. He estado poco menos que aburrido.

Quien esto dice es Lobo Negro. Se entretiene escribiendo algo en su BlackBerry, al tiempo que hace girar un cuchillo de combate entre los dedos de la zurda. El que fuera gimnasta olímpico, millonario y azote de criminales no posee ningún superpoder en el sentido estricto de la palabra, por lo que su estilo es una apología de los nudillos desnudos y los artilugios de toda especie. El hecho de no tener superpoderes se ha convertido para él en motivo de orgullo. Los superhéroes que tenían la ocurrencia de hacer algún comentario al respecto no tardaban en verse retados a un combate amistoso, y Lobo Negro jamás daba su brazo a torcer. Además, es el ex marido de Damisela.

Su campo energético se vuelve blanco por una milésima de segundo. Luego se oye la risa burlona del hombre gato, Salvaje.

—En ese caso, quizá debas volver al tajo, pasar algún tiempo en la calle.

Damisela lo interrumpe:

—Por lo menos tendría que contestar a nuestras llamadas. Tiene el mismo comunicador que nosotros, y se supone que es a prueba de fallos.

—Lo sé —responde Lobo Negro—. Lo diseñé yo mismo.

—¿Podría estar fuera del planeta? —pregunto yo.

—No sin haber avisado —contesta Damisela—. Tenemos un acuerdo al respecto, él y yo.

Miro a mi alrededor en busca de alguna señal que me dé a entender si he hecho una pregunta estúpida.

—¿De veras crees que hay alguien detrás de todo esto? —pregunta Lobo Negro, como si yo no hubiese abierto la boca.

—Yo también lo he notado. El aliento de las tinieblas.

Todos nos volvemos en la dirección de quien habla. La voz gutural de Míster Místico no augura nada bueno, e incluso en esta sala de reuniones bañada por el sol, las sombras parecen hacerse más densas en el rincón que él ocupa. Luce esmoquin y una capa forrada de rojo escarlata que recuerda el cartel anunciador de un ilusionista, incluido el detalle de la varita mágica metida en el fajín de la cintura. Triunfo del Arco Iris alza la vista al cielo en un gesto de exasperación. Yo me reiría si no lo hubiese visto en las noticias, planeando sobre Colorado y despidiendo bucles de energía rojo escarlata con los que logró detener a un satélite que amenazaba con estrellarse sobre los barrios de las afueras de Denver.

Fuera, las aguas del East River relucen bajo el sol. Una pila de bagels permanece intacta en el centro de la mesa.

—¿Las tinieblas? La chusma, dirás.

La voz de Salvaje es un gruñido distorsionado por dos prominentes colmillos. Es un mutante, un metahumano genético. Es enorme, y resulta insólito verlo arrellanado como un gato en una de estas sillas de oficina. ¿Cómo puede alguien haber nacido así? Tiene que ser fruto de un programa de ingeniería genética, pero la versión oficial es que se trata de un accidente natural. Posee una larga cola felina que azota con un ruido sordo la rejilla metálica del respaldo del asiento.

Conozco a esta gente, todo el mundo los conoce. Fueron ellos quienes fundaron los Campeones a principios de los ochenta, justo cuando el viejo Superescuadrón empezaba a retirarse, y con él gente como el Hombre Bala o Regina. Eran más jóvenes y sexys que sus predecesores, los superhéroes aparentemente inmortales del boom de la posguerra, con su porte de estadistas y sus llamativos disfraces que recordaban las banderas de países remotos. Aquella generación se había visto comprometida por las intrigas de las guerras alienígenas de los años setenta, y los Campeones surgieron como su flamante relevo. Si la del Superescuadrón fue la era dorada, la suya sería la era plateada.

Algunos de ellos ni siquiera se molestan en usar antifaz. No son pringados de clase obrera que se transmutan en superhéroes, sino que salen con estrellas del celuloide y acuden a los actos de caridad que organizan los famosos. Hasta sus poderes molan más: veloces, fluidos, no lineales. Ya no se llevan las grandes moles de músculo, y estos nuevos poderes parecen surgir como una expresión de puro estilo. La composición del equipo iba cambiando cada pocos años, pero ellos eran su alma máter, los que habían dado la campanada nueve años atrás aprovechando la desintegración del Superescuadrón.

Saco unas pocas instantáneas con la cámara de mi ojo izquierdo, por si nunca vuelvo a verlos tan de cerca, y aprovecho para atrapar la clase de detalles que uno se pierde en las revistas, como el modo preciso en que la luz se refleja sobre la piel de Lily. Si Damisela posee un aspecto casi vulgar, con Lily ocurre todo lo contrario. El milagro luminoso de su piel siempre está ahí. No puedo creer que la hayan invitado. Nadie le dirige la palabra. Hasta Lobo Negro la mira con recelo.

—No quiero que esto se convierta en un espectáculo. No estoy hablando de volver a reunir al equipo, ¿de acuerdo? He pensado que sería buena idea juntarnos unos cuantos en plan informal y echarle un vistazo a esto tranquilamente.

Lobo Negro se remueve en la silla.

—Estamos hablando de Fuego Esencial. El grandullón sabe cuidarse.

Lo observo discretamente, consciente de sus prodigiosos reflejos. Sostiene el listado con manos fuertes pero hermosas en las que abundan las cicatrices y callosidades. Las manos de un pianista convertido en boxeador profesional.

—Tenemos unas cuantas caras nuevas, así que pasemos a las presentaciones. Yo me llamo Damisela.

Su célebre rostro se muestra cautelosamente neutral tras el antifaz.

Todos se conocen entre sí, pero aun así empezamos la ronda de presentaciones. No puedo evitar sentir que lo hacen como un gesto de deferencia hacia mí.

—Salvaje. —Su voz suena bronca y entrecortada como un acceso de tos.

—Lobo Negro. —Asiente con expresión idéntica a la que luce en la portada de GQ. Lleva puesto el traje de faena, y la ajustada malla negra permite adivinar su musculatura perfecta. Tiene casi cuarenta años pero aparenta veinticinco. Es genéticamente perfecto.

—Triunfo del Arco Iris.

Habla en un tono alegre y dicharachero, como un personaje de dibujos animados.

—Míster Místico.

Su perfecta voz de barítono resuena con nitidez. Me pregunto si no habrá trabajado como actor profesional.

—Elfina.

Un susurro infantil y al mismo tiempo atemporal. La voz que otrora seducía a los jóvenes e inocentes caballeros y los arrastraba hasta su perdición.

—Lily.

La mujer de cristal. Su nombre genera una inconfundible tensión en la sala. Ha pasado mucho, mucho tiempo al otro lado de la trinchera. Es más fuerte que casi cualquiera de los presentes, y algunos de ellos lo han comprobado en carne propia. Ahora ha cruzado el espejo y ha entrado de lleno en el mundo de los superhéroes. Me pregunto cómo habrá llegado hasta aquí.

Cuando llega mi turno, Damisela pronuncia unas palabras elogiosas sobre mi intervención en el caso del francotirador, pero no dice nada de la Agencia Nacional de Seguridad. Me levanto torpemente para pronunciar mi nombre de guerra, consciente de mi descomunal estatura.

—Fatale.

Un zumbido digital que los expertos nunca lograron eliminar del todo acompaña cada palabra que pronuncio. Cuando vuelvo a tomar asiento, uno de mis codos blindados golpea ruidosamente el tablero de mármol de la mesa. No llevo antifaz, pero lucho contra el impulso de ocultar el rostro tras la melena plateada que me implantaron, hecha en su mayor parte de nailon.

* * *

Me encontraron en Boston, viviendo de lo poco que me quedaba de la recompensa por aquello del francotirador y del finiquito que me pagó la Agencia Nacional de Seguridad cuando decidió rescindir mi contrato. Una no se convierte en superheroína de la noche a la mañana, y por entonces empezaba a hacer mis primeros pinitos. Pasaba las noches merodeando por Allston, Roxbury o Somerville con los sentidos puestos en sintonizar las bandas de frecuencia de la policía y los teléfonos de emergencia, corriendo para llegar a los escenarios del crimen antes que nadie. Se suponía que había crecido en la zona, pero ninguno de aquellos barrios me resultaba familiar. No lo hacía por el dinero, ni tan siquiera por labrarme una reputación como superheroína, sino porque necesitaba mantenerme activa. Tuve suerte de dar con lo del francotirador.

Un buen día, Damisela estaba allí cuando volví a casa, de pie sobre la alfombra de pelo largo que había delante de la tele. Me escrutó con la mirada. Yo sabía quién era, por descontado, y al parecer ella también me conocía.

—Tú debes de ser Fatale.

Su silueta resplandeció levemente. Su presencia no era real, sino una proyección en forma de holograma, la llamada telefónica de los superhéroes. Su pie izquierdo parecía atravesar la mesa de centro, una baratija de segunda mano. Lo cierto es que no había mucho sitio para materializarse. Me pregunté dónde estaría el transmisor.

—¿Damisela? —Me agaché un poco para entrar.

—He venido para ofrecerte la oportunidad de formar parte de un grupo de trabajo que estamos montando. Si te interesa, hay una reunión mañana por la noche en la sede de Manhattan. Tengo entendido que estás libre.

—Eh… ya. Claro, por supuesto que me interesa. Y no, no tengo nada, eh… entre manos de momento.

—Estupendo. Te mandaré los detalles por mensajería. Te estaremos esperando.

Dicho esto, desapareció. Fuera cual fuera el nivel tecnológico de aquella gente, estaba a años luz de cualquier cosa que se pueda ver en la calle.

Me percaté de que no me había prometido nada. Y tampoco había empleado la palabra «equipo», que sin duda se habría podido aplicar a los viejos Campeones. De hecho, se parecían más a una familia, incluso antes de que Lobo Negro y Damisela se casaran. Nadie esperaba que eso volviera a ocurrir. Buscaban a un superhéroe que estuviera disponible y supiera de máquinas, como Galatea, pero ni por un momento se molestaban en fingir que deseaban recuperar el espíritu de equipo.

Casi podía imaginar la conversación que había precedido a aquella entrevista:

—Bueno, ¿a quién podemos coger? Necesitamos a alguien que sepa manejar cacharros.

—¿Estrella Letal?

—Pse…

—¿Calíope? ¿Argonauta? ¿La Brecha?

—¡La Brecha, no! —gritan todos al unísono.

—¿Quién, entonces? No tenemos ningún médium a bordo, nadie que sepa de máquinas…

—Por favor, limitémonos a buscar a alguien que no sea un patata total. Podemos sacar una lista del ordenador.

Habían consultado mi perfil y las referencias encajaban con lo que buscaban, así que me incluyeron en la lista. La invitación oficial llegaría más tarde en un pesado sobre de papel crujiente y aterciopelado. Debía presentarme en el cuartel general de los Campeones dos días más tarde para asistir a una reunión informativa. En el sobre había también un billete de avión. Jamás había volado en primera clase.

* * *

Cuando se ponen a hablar de Fuego Esencial, entran en una vieja dinámica. Habían formado un equipo, pero eso es cosa del pasado, de cuando se ganaban la vida ejerciendo de superhéroes. A primera vista, todos parecen algo oxidados. Damisela apenas se dedica a la lucha contra la actividad criminal. Pese a todo su poder, pasa más tiempo recogiendo fondos para grupos como Amnistía Internacional. Elfina representa una línea de productos de belleza. Míster Místico ofrece sus servicios como asesor a una extraña y selecta clientela.

—Vale, pongamos que ha desaparecido. Y ahora, ¿qué? —El carisma innato de Lobo Negro le empuja a llevar la voz cantante en la reunión, junto a Damisela.

—¿Quién lo vio por última vez? —pregunta esta.

—Yo —contesta Lobo Negro en tono neutro—. Tenía buen aspecto.

Lobo Negro puede tener a gala el hecho de ser el único humano que ha dejado inconsciente a Fuego Esencial. Sigue patrullando las calles enfundado en su traje de superhéroe unas pocas horas al día, pero lo hace más que nada por dar publicidad a sus holdings empresariales.

—Siempre tiene buen aspecto —repone Salvaje. Es uno de los pocos superhéroes de su nivel que sigue en la calle, reventando operaciones de narcotráfico y deteniendo atracadores—. ¿Tú qué dices, Damisela? Sé que seguíais en contacto.

—No lo veo desde hace un año, cuando cogimos juntos a Imposible por última vez. Estaba en forma. Intocable, como siempre.

Me limito a seguir la conversación, sintiéndome inútil. No conozco a Fuego Esencial, ni siquiera lo he visto en persona.

—Siempre ha sido algo vulnerable a la magia. Una vez vi cómo se le clavaba una flecha mágica o algo por el estilo.

—Una flecha mágica no es algo reconocible a simple vista, Lobo Negro —replica Míster Místico—. Hoy día apenas utilizo ese tipo de objetos, pero haré algunas indagaciones.

—Los reinos boscosos guardan silencio —afirma Elfina con gesto inocente, batiendo levemente las alas.

Damisela respira hondo.

—Escuchad, esto es lo que yo creo: hasta ahora Fuego Esencial nunca había dejado de contestar a una llamada nuestra, y si es porque no puede, es que la cosa va en serio. Si se trata del Doctor Imposible, este es el momento que estaba esperando. Vamos a montar un… un grupo, con gente del mundillo de los superpoderes. Vosotros habéis sido preseleccionados para formar parte de ese grupo.

Sus palabras hacen reflexionar a los demás. Los Campeones tenían un gran peso en el colectivo de los superhéroes hasta que se separaron, y sus principales integrantes no habían vuelto a reunirse bajo un mismo techo desde entonces.

Como grupo, parecen tener dificultad para mantenerse quietos. Salvaje se pasea arriba y abajo, meneando la cola. Damisela desenrolla y vuelve a enrollar el alambre de la empuñadura de una de sus espadas mientras habla. Elfina alza el vuelo y se encarama a uno de los servidores mientras sostiene con ligereza su larguísima lanza encantada, cuyo extremo con púas metálicas casi toca el techo abovedado.

Triunfo del Arco Iris golpea el suelo rítmicamente con un pie, mira en mi dirección —o hacia el techo, nunca lo sabré— y tamborilea sobre la mesa con sus uñas relucientes. Era evidente que tenían que ficharla. Es una superheroína de las importantes, con una gran cuota de popularidad y un generoso respaldo empresarial. Seguramente la invitarían a través de Gentech y de su agente. Me sorprende un poco que aún siga en activo. Los superhéroes infantiles suelen acabar mal, no hay más que pensar en Ricitos de Oro, o en el pobre Oso Teodoro.

Me froto el brazo justo donde la aleación de acero se funde con mi piel. Por increíble que parezca, no se ve ninguna costura, es como si fuera un helado de dos sabores, carne y acero, un prodigio de la síntesis proteínica que no consiguieron por pura casualidad, pero casi. Por dentro la cosa cambia, hay una maraña de cables imposible de desenredar, aunque en mi lado derecho queda bastante más tejido humano del que nadie sospecharía. Solo el equipo de Protheon lo sabe con seguridad.

Lobo Negro observa a todos los demás sin perder detalle, deteniendo brevemente la mirada en los codos o las rodillas, todos los puntos débiles. Dedica mucho tiempo y esfuerzo mental a averiguar exactamente cómo tendría que proceder, llegado el caso, para herir a la persona a la que está observando. No es nada personal. Es lo único que se le da bien, y es increíble que siga con vida. Se le diagnosticó un autismo leve antes de convertirse en superhéroe.

Solo Lily permanece completamente inmóvil, sentada a la mesa unos pocos asientos más allá, como un maniquí de plexiglás. De pronto, alza uno de sus brazos de cristal líquido.

—Me pregunto por qué habéis dado por sentado que el Doctor Imposible se encuentra detrás de todo esto. ¿No estaba en la cárcel? —Su voz suena cautelosamente neutral.

Damisela contesta, mirándola a los ojos.

—Personalmente no creo que lo esté, pero quién sabe de lo que es capaz. Y algo así de gordo no puede ocurrir sin que él se entere.

—¿Sabemos dónde está?

—En ese sitio de las afueras de Chicago, bajo siete llaves.

—Escuchad, si tanto os preocupa, ¿por qué no se lo preguntáis directamente? —repone Lily.

Casi se diría que la situación le divierte. El Doctor Imposible y ella eran pareja en sus no tan lejanos tiempos de supervillana.

—Nos conoce. No hablará con nosotros. A no ser que creas que contigo sí lo haría. —Lobo Negro interviene en un tono ecuánime, amistoso. La observa para ver qué tal se lo toma.

—Esperaba que entre todos consiguiéramos reunir algunas pistas, Lily.

Salvaje le sostiene la mirada, y en su rostro felino hay ahora un gesto inescrutable. Dicen que tiene problemas con la bebida desde hace algún tiempo, pero cuando entra en acción sigue siendo temible.

—He perdido buena parte de mis viejos contactos, como se deduce fácilmente de mi presencia en esta sala. Fuego Esencial tiene muchos enemigos. Cualquiera de ellos podría haber reunido una buena cantidad de esa cosa que tanto odia, el iridio.

—Eso es lo primero que comprobamos mediante escáner. Siempre lo hacemos —replica Damisela.

—Solo digo que hay mucha gente intentando encontrar el modo de acabar con Fuego Esencial. Y vosotros no habéis estado muy atentos que digamos. Supongo que estaríais demasiado ocupados con vuestras cosas.

Lily comprueba la reacción de los demás. Esta parte, ahora me doy cuenta, es en realidad su entrevista de trabajo.

—Habla por ti. Yo hago mi trabajo. Siempre lo he hecho. —Salvaje gruñe y se reclina en su silla.

Hay un silencio incómodo. Demasiados superhéroes en la misma habitación, y demasiada historia en común.

* * *

Casi todos ellos son superhéroes natos que descubrieron sus poderes en la pubertad o incluso antes. Poderes que simplemente estaban ahí, dones insólitos que surgen del siempre efervescente caldo de cultivo de la megapoblación humana, bien sea por accidente o por destino. Una vez entre cien millones, una infinidad de factores coinciden, y en ese preciso instante algo nuevo surge de un crisol en el que se mezclan residuos industriales de alta tecnología, cierta predisposición genética y una clara voluntad, a los que se añade una pizca de magia o una providencial intervención extraterrestre. Empezó a ocurrir con más frecuencia a principios de los años cincuenta, a saber por qué: la proliferación de las centrales nucleares, el contacto con alienígenas, el agua clorada o quizá la fiebre del twist.

Unos pocos —muy pocos— de nosotros nos hemos convertido en lo que somos por decisión propia. Hemos sido fabricados, tratados con productos químicos, alterados mediante cirugía. Pura fuerza de voluntad, o medidas educativas radicales, o el deseo de apostarlo todo a la carta del poder. Lobo Negro, por ejemplo, es poco más que un atleta con atributos excepcionales.

Según la leyenda, su padre le enseñó casi todo lo que sabe en el patio trasero de la casa familiar sin más herramientas que un bate de béisbol, un pastor alemán y un viejo neumático colgado de un árbol. He sido rechazada con anterioridad por haber hecho por mí misma lo que el destino se encargó de hacerles a otros. Pero no deja de tener su mérito llegar a lo más alto sin más herramienta que la fuerza de voluntad y alcanzar gracias al esfuerzo lo que otros recibieron sin dar nada a cambio, el don con el que nacieron o que les cayó del cielo en una apacible noche de verano.

Es Damisela quien rompe el silencio.

—Si alguien ha averiguado el modo de derrotarlo, necesitamos saberlo.

—Se lo debemos, ¿no creéis?

La pregunta se queda flotando en el aire. Fuera lo que fuera lo que condujo a la separación del grupo, había convertido aquel enunciado en algo más que una pregunta retórica.

—Era uno de los nuestros —sentencia Elfina en el tono vehemente y apasionado que uno esperaría de una guerrera amazona—. Si es verdad que ha caído, no podemos sino vengarlo.

Está sentada a mi izquierda, observando cuanto ocurre a su alrededor con una inquietante mirada de pájaro. Hemos subido juntas en el ascensor. Ya no es una adolescente, pero conserva el mismo aspecto juvenil. Según su biografía oficial, nació en la Inglaterra del siglo X. Es un hada.

Dicen que es la única que queda de una guardia de élite compuesta por hadas, una de las pocas guerreras de confianza de Titania. Cuando las demás hadas abandonaron este mundo, Titania le pidió que se quedara. El destino de sus amigas es un misterio. Ha resistido todo este tiempo sin noticias de su pueblo, bebiendo té de las caperuzas de las bellotas y cazando en los menguantes bosques de Inglaterra con flechas de sílex —la tecnología no es el fuerte de las hadas— mientras pasaban los siglos.

Hasta que un buen día decidió salir de su escondrijo para enfrentarse a los enemigos de la humanidad, si damos su historia por buena, claro está. Reconozco que parece un hada. Mide alrededor de metro y medio, tiene una melena rubia y sedosa, grandes ojos relucientes, pómulos altos, pechos breves, todo lo que sería de esperar, vaya. Y se comporta como uno tiende a creer que lo haría un hada. Es pizpireta y caprichosa, rubia, altiva. Alegre sin llegar a caer jamás en el exceso de la felicidad, hermosa pero no del todo humana.

Sus alas tienen un aspecto bastante convincente: son largas e iridiscentes, y cuando vuela emiten un zumbido característico, como el de un ventilador eléctrico. En buena lógica no debería poder volar, pero la lógica es algo de carece de sentido cuando se trata de Elfina. No me gusta mirar la zona de su espalda de la que parecen salir las alas, allí donde la anatomía de insecto se funde con la humana, ya que en su conjunto la cosa me da cierto repelús. Siempre lleva consigo una larga lanza o pica, un bastón de madera clara rematado con un arabesco que recuerda el extremo de una telaraña. En sus manos parece una varita mágica, pero la he visto usarla para abrir un boquete en la puerta de un carro blindado.

No sé de qué va. A veces se comporta como la heroína de una novela fantástica con pretensiones épicas, y otras veces como una niña de nueve años, lo que hasta resultaría simpático si no fuera porque tiene la capacidad de matar. Pero si intentara elaborar una lista de los motivos por los que una persona querría tener su aspecto y actuar como ella, la palabra «hada» sería de las últimas en acudir a mi mente. A lo mejor es una tapadera que le gusta utilizar en lugar de reconocer que se sometió por voluntad propia a estrafalarios experimentos quirúrgicos, o bien que es una espía enviada por el pueblo de las mujeres avispa, o lo que sea que la ha convertido en lo que es. Vaya usted a saber. No soy quién para juzgar el pasado de nadie.

* * *

Me han hecho cuatro grandes operaciones, la más larga de las cuales duró diecisiete horas. Los huesos y la coraza blindada fueron lo primero, para sostener el peso de todo lo demás. Gané ochenta kilos de un día para el otro, y eso que emplearon una aleación de acero ultraligera que se adhirió a mi cuerpo mediante un proceso electroquímico que no quisieron explicarme.

A lo largo de los siguientes seis días no me permitieron moverme, aunque tampoco hubiese podido hacerlo. Estuve tumbada boca arriba, viendo películas en la tele y tratando de recuperarme. Lo peor fue el cráneo y la mandíbula. Me costó lo mío acostumbrarme a la placa metálica que me cruzaba el rostro como una raya de pintura plateada. Además, me pesaba la mandíbula y movía la lengua con torpeza entre los dientes y las mejillas metálicas, como si siempre tuviera una extraña taza metálica en los labios. En aquel punto del proceso, no había más que metal insensible, como una armadura que no podía quitarme.

Luego vinieron los primeros implantes musculares, los injertos de nervios y el generador eléctrico que permitiría ponerlo todo en marcha. Lo hicieron tan ligero como pudieron, pero aun así resulta pesado y voluminoso. No me preguntéis cómo se las arreglaron para que cupiera en mi espalda. Noto el calor que despide a todas horas, y que se intensifica cuando hago esfuerzos. Tuvieron que sujetarme con correas la mayor parte del tiempo para que aprendiera a manejar las funciones del motor que controlaba un nuevo conjunto de músculos óseos.

Durante meses caminé como un borracho en un día de mucho viento, tambaleándome a cada paso. Tienes que aprender a pensar y moverte con la máquina. Tienes que aceptar que no sigues siendo la misma persona. De lo contrario, no funciona. Te mueves, y entonces la máquina se mueve, y habrás dado un paso. Cuando algo ocurre demasiado deprisa, cuando se dispara un arma o me golpean por la espalda, la máquina asume el control y lo hace todo por mí. Para cuando mi cerebro original la alcanza, ya he devuelto el disparo, le he propinado un codazo a mi agresor, he rodado hacia delante y me he reincorporado con la agilidad de un gato, y en ese momento mi HUD me sugiere media docena de alternativas. Al cabo de un tiempo, le empiezas a coger el gusto.

A partir de ahí, pasamos a la fase de perfeccionamiento. Poco a poco, me fueron implantando mecanismos de agudización de los sentidos, como la amplificación lumínica o los infrarrojos. Mis reflejos, acelerados paulatinamente a lo largo de cuatro semanas para que me fuera acostumbrando a una velocidad sobrehumana, se suceden en unidades de tiempo más pequeñas de las habituales. En los brazos, piernas y torso almaceno una interminable colección de artilugios —un garfio, armamento sónico, un equipo de buceo autónomo y muchos más— destinados a sacarme de cualquier aprieto.

Mi percepción de las sensaciones ha cambiado. Es como si una parte de mí estuviera en otra habitación, una habitación en la que siempre sopla una suave y cálida brisa. A veces me despierto a media noche y me doy un susto de muerte porque es como si se me hubiera colado medio maniquí en la cama. Pero al menos me he librado de la regla para siempre.

No me quejo. Hicieron un buen trabajo. Mis enemigos me llaman «la Mujer de Hojalata», lo que resultaría menos ofensivo si por lo menos tuviera un novio. Quizá lo tuviese antes del accidente, en cuyo caso tampoco me he perdido gran cosa. Por lo menos podía haberme mandado flores mientras me cambiaban el chasis por uno nuevo. De la que me he librado. O quizá no sepa que sigo viva.

De todos modos, a ver, ¿qué problema tenía exactamente el Hombre de Hojalata? No lo recuerdo, a no ser que tenía un hacha encantada que le había cortado las extremidades de cuajo, una tras otra. Alguien encantaría el hacha, y por fuerza tenía que haber un tercer personaje —¿el hojalatero?— que lo había ido recomponiendo, que le iba sustituyendo con hojalata las partes de carne y hueso que perdía. Pero ¿quién le tenía tanta manía al pobre? ¿Por qué no tiraba el hacha y se buscaba otro trabajo?

Lo irónico del caso es que nunca hubo nada semejante al programa del supersoldado en los presupuestos del Pentágono. La sociedad anónima Protheon desapareció sin dejar rastro. No era más que una tapadera, con sede en unas oficinas alquiladas. Alguien se gastó mucho dinero en convertirme en lo que soy y luego se desvaneció, lo que me hundió en la miseria, dicho sea de paso.

Esta es la parte que ni siquiera los Campeones saben, mi propio secreto, o uno de ellos.

* * *

La reunión degenera en varias discusiones simultáneas, y no puedo evitar la sensación de que esta misma situación se ha repetido veces sin cuento en el pasado. Lily empuja la silla hacia atrás y se marcha de la habitación. Yo me quedo e intento captar la atención de Damisela, pero está inmersa en un tira y afloja con Míster Místico. Intuyo que las decisiones importantes se toman a puerta cerrada, y las toman los mismos de siempre.

Lobo Negro me indica cómo llegar a la suite de los invitados, y deambulo por los pasillos de acero pulido hasta llegar a mi habitación, en la que impera el mismo estilo decorativo. Estamos demasiado arriba para que el ruido de la calle llegue hasta mis oídos, pero sigo despierta de todos modos, tumbada en la cama, pensando en mi apartamento de Allston. Conciliar el sueño no siempre es tarea fácil, ni siquiera en casa. Puedo poner mis sistemas de navegación en modo de reposo si quiero, pero el resto de mi cerebro hace lo que le da la gana.

Cuando por fin me duermo, sueño con mi mitad no humana, sueño que es un monstruo que me ha medio devorado hincando sus colmillos en la mitad derecha de mi cuerpo, o bien que es un bosque en el que me he internado hasta perderme entre sus laberínticos senderos, profundos lagos y extraños árboles cuyas largas hojas —frondas, más bien— me rozan los hombros. En el centro hay un pozo encantado que nunca logro alcanzar. Llega la noche y el cielo se llena de insólitas constelaciones nuevas. Camino en la oscuridad y el mundo resplandece, como delineado en wireframe.

Después tengo un largo sueño en el que estudio unas instrucciones de montaje y sus posibles usos, y veo al equipo que las redactó, un puñado de ingenieros en los años ochenta. Las instrucciones resultan ser documentación obsoleta que alguien se dejó por equivocación en un disco de instalación de una serie de chips tres generaciones anterior a la mía, fabricada por una empresa propiedad de Protheon en Nuevo México. Justo antes de despertarme, alcanzo a vislumbrar un suelo de tierra roja y la fachada acristalada de una oficina en las afueras de Albuquerque, reconozco el olor a aire acondicionado y a ese sucedáneo de café que se toma en las oficinas, y noto que la puerta de cristal se cierra oscilando sobre los goznes, como si la persona que me fabricó acabara de abandonar el edificio.