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OTRA VEZ ENTRE REJAS

Esta mañana en el planeta Tierra hay mil seiscientos ochenta y seis seres poseedores de algún don extraordinario, cualidad sobrehumana o superpoder de alguna clase. De estos, ciento veintiséis son personas que llevan una vida normal; treinta y ocho se hallan retenidos en centros de investigación financiados por el Departamento de Defensa estadounidense o su equivalente en el extranjero; doscientos veintiséis son seres acuáticos y viven confinados en los océanos; veintinueve son inmóviles (árboles poderosos y genii loci, como la Gran Esfinge y la Pirámide de Giza); veinticinco son seres microscópicos, como los Siete Infinitesimales; tres de ellos son perros; cuatro son gatos; uno es un pájaro; seis están hechos de gas; uno es un efecto eléctrico móvil que tiene más de fenómeno meteorológico que de persona; setenta y siete son alienígenas; treinta y ocho están en paradero desconocido; cuarenta y uno viven al margen del continuo espaciotemporal, eternos exiliados en universos paralelos y bifurcaciones temporales.

Seiscientos setenta y ocho emplean sus poderes para luchar contra la actividad criminal, mientras que cuatrocientos cuarenta y uno los usan para todo lo contrario. Cuarenta y cuatro se hallan recluidos en centros penitenciarios especiales para delincuentes superpoderosos. Resulta interesante señalar que una proporción inusualmente elevada de estos últimos —dieciocho, para ser exactos— posee un coeficiente intelectual igual o superior a trescientos. Incluyéndome a mí.

Ignoro qué relación existe entre la inteligencia superior y la vocación criminal. Seguramente la encontraríamos en el extremo derecho de un gráfico de probabilidad, de esos con forma de campana, si hiciéramos un test de inteligencia a seis mil millones de mentes y nos fijáramos solo en las puntuaciones más elevadas. Imaginaos en esa gráfica, deslizándoos hacia la derecha y cuesta abajo hacia el grupo de los más inteligentes, imaginad que seguís bajando esa ladera cada vez menos pronunciada en la que solo queda el millón más inteligente, los diez mil más inteligentes —todos ellos muchísimo más listos que cualquiera de las personas a las que conocen la mayor parte de los mortales—, y a partir de ahí son cada vez más escasos, hasta reducirse a los cien elegidos, y el gráfico ya no se parece en nada a una ladera, no es más que una línea de puntos entrecortada. Imaginad que alargáis esa línea hasta lo invisible, los más inteligentes de los más inteligentes de los más inteligentes, y la multiplicáis por mil. No es de extrañar que los integrantes de ese grupo tan minoritario sean algo peculiares, pero uno no puede dejar de preguntarse cómo es que todos acabamos entre rejas.

* * *

Me despierto a las seis y media de la mañana, media hora antes que el resto de los reclusos. No hay muebles en mi celda, así que estoy acostado en el rectángulo pintado de verde en el que se me permite dormir. Dado el estado de mi piel, tampoco me entero mucho, la verdad. Me hallo en un centro penitenciario especialmente construido para delincuentes con superpoderes, pero ahora mismo soy el único interno que entra en esa categoría. Soy la joya de la corona, el orgullo del sistema y parada obligatoria de las visitas guiadas que el gobernador ofrece a los dignatarios invitados. Vienen a contemplar el espectáculo, a ver al tigre enjaulado, y no suelo decepcionarlos.

El celador golpea la pared de plexiglás con la porra y yo me levanto despacio y me dirijo al círculo pintado de rojo donde me someten a un escáner, rayos X, radiaciones y toda la pesca. Luego me dejan vestirme. Tengo ocho minutos para hacerlo mientras comprueban el recorrido. Hay que ver la cantidad de cosas que se pueden llegar a pensar en ocho minutos. Pienso en lo que haré cuando salga de aquí. Pienso en el pasado.

Si tuviera material de escritura, podría redactar una especie de guía, una fuente de inspiración y recomendaciones para la siguiente generación de delincuentes enmascarados, sabios descarriados y genios solitarios, aquellos que han aprendido a sentirse distintos a base de golpes, o que ya sabían que lo eran desde el primer momento. Aquellos que son lo bastante listos para hacer algo al respecto. Hay cosas que deberían saber. Alguien se lo tendría que decir.

* * *

No soy un delincuente. No he robado ningún coche. No he vendido heroína ni le he arrebatado el bolso a una ancianita. En 1978 construí un reactor de fusión cuántica, en 1979 una pistola de plasma orbital y en 1984 un robot gigante que proyectaba rayos láser con los ojos. He intentado conquistar el mundo y he estado a punto de lograrlo doce veces, y las que me quedan.

Cuando me encierran, el caso va directo al Tribunal Penal Internacional, ya que técnicamente soy un poder soberano. Seguro que habéis asistido a algún juicio de características similares: los Elementales, Caballito Balancín, el doctor Stonehenge. Siempre me meten en una pecera de vidrio y acero. Sigo siendo peligroso, ¿sabéis?, incluso sin mis cachivaches. La gente se me queda mirando con los ojos como platos, como si no acabaran de creer que pueda tener este aspecto. Luego me leen la interminable lista de cargos, igual que si me rindieran homenaje. En realidad no se trata de un juicio en toda regla, no existe la presunción de inocencia. Pero, si te muestras educado, al final te dejan decir unas pocas palabras.

Me llueven las preguntas. Quieren saber por qué. «¿Por qué hipnotizó al presidente?», «¿Por qué se apoderó del Chemical Bank?»

Soy el hombre más listo del mundo. En otros tiempos no salía a la calle sin mi capa y me enfrentaba a seres que sabían volar, que poseían una piel metálica, que podían matar con solo mirarte. Luché con Fuego Esencial hasta llegar a un empate, y con el Superescuadrón, y con los Campeones. Ahora arrastro los pies en la cola del comedor junto a pringados que intentaron pagar con un talón sin fondos. Ahora me tengo que preguntar si habrá leche con chocolate en la máquina dispensadora. Y si el hombre más listo del mundo lo ha sido a la hora de tomar ciertas decisiones.

* * *

Espero de pie junto a la puerta, rodeado de hombres armados, mientras tres oficiales duchos en el tema pasan revista a mi celda con un sinfín de instrumentos. Desde el pasillo llegan los alaridos, gritos de aliento y silbidos de los demás internos. Ha llegado la hora del espectáculo. Entonces avanzo ante ellos, seguido por dos hombres pertrechados con corazas, cascos y sofisticadas armas de última generación que sobresalen a los costados de ambos. Tienen que esperar a que yo pase para proceder a la alineación matutina.

En la cárcel se habla mucho de mis poderes. Los internos creen que soy capaz de emitir rayos láser con los ojos, que soy eléctrico o venenoso al tacto, que voy y vengo cuando me place atravesando las paredes, que todo lo oigo. Me echan la culpa de cualquier cosa: los cubiertos robados, una puerta que se ha quedado abierta. Ahora hay incluso —añadiré, no sin cierto orgullo— una banda bautizada en mi honor, los Imposibles, integrada en su mayoría por ladrones de guante blanco.

Puedo mezclarme con el resto de los reclusos durante las comidas y en el patio, pero jamás comparto mesa con nadie. Los he engañado demasiadas veces recurriendo a la velocidad o a alguna maniobra de distracción. A estas alturas del campeonato han aprendido a servirme la comida en platos de papel, y cuando devuelvo la bandeja cuentan la vajilla y los cubiertos de plástico, dos veces. Hay un guardia que se encarga de observarme las manos mientras como, y otro que mira debajo de la mesa. Una vez que me he sentado, me hacen arremangarme y enseñar las manos por ambos lados, como los magos.

* * *

Fijaos en mis manos. La piel está un poco fría al tacto —exactamente a 35,6 ºC— y algo rígida, como una camisa demasiado almidonada. Esta piel puede detener las balas; conté cinco en mi última detención, mientras corría por la Séptima Avenida sudando la gota gorda bajo la recia tela de la capa y el antifaz. Los moratones aún no se me han ido del todo.

Tengo algunos ases más en la manga. Soy fuerte, mucho más de lo razonable para un mamífero de mi tamaño. Con tiempo y voluntad, podría volcar un camión o arrancar de cuajo un cajero automático empotrado en la pared. Pero no me dedico a destrozar cosas, o al menos no en solitario. Cuando Lily y yo trabajábamos juntos, ella se encargaba de esa parte del negocio. Yo me dedico sobre todo a la ciencia. Es lo único que me mantiene con vida en el Ala de Reclusos Especiales, donde absolutamente todo —incluidas las alcachofas de las duchas— está hecho de titanio o bien empotrado a cinco centímetros de profundidad en hormigón armado. También soy más rápido de lo que debería ser; algo en mis circuitos nerviosos se vio alterado a causa del accidente.

De tarde en tarde, algún nuevo interno viene a por mí con la esperanza de labrarse una reputación rompiendo contra mis costillas un rudimentario cuchillo de fabricación carcelaria: un lápiz robado, una cuchara metálica aplanada y afilada. Suele ocurrir durante las comidas, o en el patio, mientras hacemos ejercicio. Se produce un silencio premonitorio tan pronto como el recluso de turno se introduce en el círculo mágico, el espacio vacío que me acompaña allá a dónde voy. Los guardias jamás intervienen. Quizá se trate de una estrategia para mantenerme aislado de los demás internos, o quizá lo hagan sencillamente porque disfrutan viéndome entrar en acción y demostrándoles una vez más que tienen bajo su custodia al cuarto criminal más temido del mundo. Me incorporo ligeramente en la silla metálica, dejo la cuchara de plástico sobre la mesa plegable.

Tras el latigazo seco del golpe, hay un silencio que se rompe con el fulminante desplome de mi agresor. Alguien se lleva lo que de pronto parece una pila de ropa sucia y yo vuelvo a quedarme solo hasta que el siguiente advenedizo cubierto de tatuajes decida jugársela al todo o nada. En el fondo, desearía seguir adelante, seguir luchando hasta que las balas me hicieran parar, pero jamás lo hago. Tendría que ser muy tonto para eso. Hay delincuentes estúpidos y los hay listos, y luego estoy yo.

Lo digo para que lo sepáis. No he perdido ni una pizca de mi esencia, de la amenaza intrínseca a mi persona, solo porque me hayan arrebatado mis artilugios, mis trucos y mi cinturón multiusos. ¡Sigo siendo el brillante, el terrible, el diabólico Doctor Imposible, maldita sea! Y sí, soy invencible.

* * *

Todos los superhéroes tienen un origen. Suelen hablar de ello —de cómo descubrieron sus poderes y su misión en la vida— como si fuera el acabose. Les pica un insecto radiactivo y les da por combatir toda actividad criminal; un dios cósmico que pasaba por allí les ordena que se lancen a la búsqueda de las tablillas perdidas de Fulano de Tal para así poder vengar a sus antepasados muertos. ¿Y los supervillanos, qué? Entramos en escena disfrazados, con mirada aviesa, y nos enfrentamos al mundo con inexplicable furia y de los modos más pintorescos, valiéndonos de una pistola de rayos o un agujero cósmico. Pero ¿por qué atracamos bancos en lugar de protegerlos? ¿Por qué congelé el Tribunal Supremo, me hice pasar por el Papa y tomé la Luna como rehén?

En realidad, sé de buena tinta que en mi expediente policial apenas hay información relevante sobre mí. Unos pocos alias desfasados, recortes de prensa, los testimonios de un par de viejos enemigos y quizá el informe original del accidente. El resplandor se vio desde varios kilómetros a la redonda. De eso habla la gente cuando comenta quién soy yo, un empollón con malas pulgas y escasos conocimientos de química. Pero hubo otro accidente, un accidente que nadie alcanzó a ver, una lenta hecatombe que empezó la misma mañana que llegué a la facultad. Hoy día tiene nombre: «Síndrome de Hipercognición Malévola». Están intentando aprender más sobre ello estudiándome a mí. Tratan de averiguar quién los mirará a través de un antifaz dentro de treinta años.

Tengo un psicoterapeuta asignado en la cárcel. Se hace llamar Steve y es un rogeriano de mirada triste al que me llevan a ver dos veces por semana en un aula que ya nadie utiliza. «¿Sientes ira?» «¿Qué querías robar en realidad?» ¡La de cosas que podría contarle! ¡Secretos del universo! Pero solo le interesa mi infancia. Intento relajarme y me recuerdo a mí mismo cuál es mi situación. Si lo mato, se limitarán a poner a otro en su lugar.

Podría ser peor. Entre los supervillanos circulan rumores sobre las cárceles secretas del desierto de Nevada, los centros de reclusión especial más seguros que existen. Allí van a parar aquellos a los que han logrado atrapar pero temen de verdad, aquellos a los que no pueden matar y apenas sí logran mantener bajo control. Pozos de cincuenta metros de profundidad rellenos de hormigón, celdas heladas en las que la temperatura apenas si supera los veinte grados bajo cero. Estar aquí significa tomar parte en un juego muy peligroso: estoy a su merced, así que no debo asustarlos más de la cuenta. Pero Steve tiene sus preguntas. «¿Quién te golpeó por primera vez?», «¿Por qué querías controlar el mundo?», «¿Te sientes descontrolado?». El pasado se cuela por todas partes, es lo que pasa cuando se tiene una memoria privilegiada.

Hablar más de la cuenta resulta muy peligroso en mi oficio. Ahora lo sé. Y la última vez se lo dije todo, destapé todo el plan como un imbécil, desde cómo iba a hacerlo a lo imposible que sería escapar. Y se limitaron a escucharme con una sonrisita de suficiencia. Habría funcionado, de eso no me cabe duda. Mis cálculos eran correctos.

* * *

Para cuando el autobús llegó aquella mañana, llovía a mares y el mundo no era más que un esbozo gris de sí mismo. El propio autobús parecía una mole borrosa, lo único que se movía en aquella escena estática. La lluvia repicaba en la marquesina de plástico y mis gafas empezaban a empañarse. Eran las 6.20 de la mañana y mis padres y yo esperábamos de pie, aturdidos y adormilados, en el aparcamiento de un hotel en Iowa, uno de la cadena Howard Johnson.

Sabía que era una mañana especial y que debía sentir algo fuera de lo común, que aquel era uno de los grandes hitos en la vida de cualquier persona, como el hecho de casarse o la celebración del bar mitzvah, pero jamás había vivido uno de esos grandes momentos y no sabía muy bien qué esperar. Había empezado a inquietarme una hora antes, cuando mi madre me había embutido en un jersey áspero que empezaba a picarme en el ambiente cálido de finales de septiembre. Salimos atropelladamente hacia el coche y cruzamos la ciudad gris y silenciosa, las desiertas calles del centro, hasta llegar al aparcamiento lindante con la imponente I-80. Cuando mi madre apagó el motor, hubo unos segundos de silencio en los que solo se oía la lluvia tamborileando en el tejado. Luego, mi padre dijo:

—Esperaremos contigo en la parada del autobús.

Así que cruzamos a la carrera el asfalto mojado hasta la marquesina de plexiglás. La lluvia seguía cayendo con estrépito, los coches y camiones pasaban zumbando, y allí estábamos nosotros. Puede que alguien dijera algo.

Yo pensaba en que aquel otoño todo empezaría sin mí en la Escuela de Enseñanza Secundaria Lincoln. En unos pocos días, mis antiguos compañeros conocerían a sus nuevos profesores, y la clase de matemáticas avanzadas empezaría por la geometría, haciendo pruebas. En junio nos había llegado una carta de la Consejería de Educación del estado de Iowa por la que me proponían trasladarme a una escuela de reciente creación a la que habían bautizado como Instituto Peterson de las Matemáticas y las Ciencias. El año anterior habían repartido unos tests de respuestas múltiples en clase, y todo el que había sacado un sobresaliente había recibido la misma carta. Me dieron una charla para hacerme reflexionar sobre si echaría de menos a mis amigos o al señor Reynolds, mi profe de mates.

Les dije que aceptaba el traslado. No me había detenido a pensar en lo raro que se me haría esperar un autobús con mi ropa metida en cuatro bolsas. Los chicos del instituto me recordarían como el que nunca abría la boca, el que dibujaba cosas raras, el que siempre llevaba la misma ropa y lloraba cuando dejaba caer la comida, el que supuestamente era un genio de las mates… ¿Qué habrá sido de él? ¿Dónde se habrá metido?

El autobús se detuvo en la parada. Un hombre se apeó y comprobó el puñado de impresos firmados que le tendí antes de arrojar mis cosas al maletero del costado metálico del vehículo. Mis padres se despidieron de mí con un abrazo y, tras subir unos pocos peldaños, me adentré en una cálida penumbra en la que se mezclaba el aliento de varios desconocidos. Avancé con paso incierto a lo largo de la cabina débilmente iluminada por un fluorescente, vislumbrando mientras lo hacía los rostros que iba dejando atrás en filas sucesivas, hasta que di con un par de asientos vacíos, en el mismo instante en que el autobús arrancaba con estruendo y abandonaba el aparcamiento. Me acordé de buscar a mis padres con la mirada por última vez, y luego el autobús ganó velocidad para incorporarse a la autopista y al tráfico rodado. De pronto, aborrecí aquella mañana lluviosa y la impersonal amabilidad de mis padres, siempre tan comedidos, como si les diera miedo conocerme. Y me alegré de haberlos dejado atrás, de no tener nada que ver con ellos, de irme a un sitio en el que nadie me conocía, lejos del silencio que siempre reinaba en su casa, lejos de su contención. Tuve entonces un primer y vago atisbo de mi propia rebelión.

El autobús siguió su camino a lo largo de aquella mañana de color gris plomizo en el que la luz del sol se iba abriendo paso lentamente, aunque la lluvia no cesaba. La mayor parte de los viajeros dormían, y cada veinte minutos, más o menos, nos deteníamos para recoger a otro chico, uno más de los nuestros. La mayoría se habría levantado a las tres o las cuatro de la mañana para llegar a tiempo al autobús que cruzaba todo el estado y ahora dormitaban, dormían o miraban por la ventana. Yo también descansé un poco, aunque se me hacía raro dormir entre tanto extraño. Nadie hablaba, pero había entre nosotros una incipiente intimidad, un vínculo que nacía del sentimiento compartido de extrañeza ante aquel viaje. Jamás lo olvidaríamos. Para todos y cada uno de nosotros, aquel era el principio de una nueva etapa de nuestras vidas. Una identidad colectiva empezaba a surgir aquella mañana lluviosa, entre los ruidos del motor y las ensoñaciones de cuarenta y ocho mentes.

Durante los primeros meses tuvimos que dormir en el gimnasio. Los dormitorios de los estudiantes se habían inundado debido a un fallo de construcción y hubieron de reconstruirse. En el gimnasio se colgaron sábanas para garantizar cierta intimidad. Nos reuníamos allí a las nueve y media de la noche y nos guiaban hasta el lavabo en grupos de quince. Resultaba extraño volver a ver a tus compañeros de clase en pijama, sosteniendo cada uno su cepillo de dientes, la pasta y la taza, avanzando con paso soñoliento en fila india hasta los lavamanos. Nos veíamos los unos a los otros de un modo que solo nuestra familia nos había visto hasta entonces. Después volvíamos a nuestros sacos de dormir y nos quedábamos mirando las polillas que revoloteaban cerca del techo. A las 22.15 exactamente, las grandes luces de arriba se apagaban con estruendo, dando paso a un coro de suspiros. No resultaba fácil quedarse dormido en un lugar tan grande (los oídos nos decían lo grande que era). Las chicas dormían en la biblioteca, acostadas entre estanterías y mesas de estudio, pero nunca he sabido qué tal eran sus noches, aunque me las imaginaba pobladas por sonidos más discretos que se desvanecían en lugar de rebotar aquí y allá.

Cosas como estas se hicieron normales, se incorporaron a nuestro día a día, hábitos como el de caminar encogidos por el duro y frío suelo del gimnasio tras haber pasado la noche acostados sobre el arco de tres puntos. La fría luz del sol se colaba por los ventanales y las voces de los pocos chicos que amanecían con ganas de gritar y corretear resonaban entre las gradas y las vigas pintadas de azul. Algunos tenían sus propios walkman y se quedaban escuchando música pop hasta mucho después de que se hubieran apagado las luces.

Las clases en sí apenas se distinguían de lo que yo había vivido en la enseñanza pública. Los demás estudiantes tal vez tuvieran mejor nivel, pero parecían imperar las mismas pautas de comportamiento, como si estas vinieran impuestas por alguna ley implícita e inherente a la escolarización de los adolescentes. Los deportistas eran deportistas, los grupitos cerrados eran los grupitos cerrados, y los estudiantes que ya eran populares antes volvían a serlo ahora. Nada había cambiado. Para mí tampoco había habido grandes cambios, más allá del hecho de que ahora comía en silencio rodeado de otros estudiantes, mientras que antes comía en silencio con mi familia.

Pensar en aquella época es pensar en otra persona, en alguien que aspiraba a aprender cada día, a superarse. Era fuerte, orgulloso, más listo que el hambre, y eso nunca cambiaría. Destaqué en la categoría júnior del concurso anual de matemáticas William Lowell Putnam, y aquello no fue más que el principio. Cada vez que entraba en la sala de ordenadores, con su característico olor a café y plástico, y aquel zumbido de los fluorescentes, era como un boxeador que huele el serrín y el sudor mientras oye el rugido de la multitud.

No cultivaba la amistad, sino tan solo una suerte de camaradería intelectual con los pocos estudiantes de ciencias que destacaban tanto como yo. Pero en general lo mío era la típica combinación de arrogante suficiencia y la más absoluta soledad. Me avergonzaba de mi desesperado anhelo por complacer, pero no era capaz de contenerlo. ¿Por qué tenía que verme apartado de los demás por el hecho de ser especial, y sentirme por ello especialmente despreciable? Comía en soledad, y es una suerte que no quede ni rastro de mis diarios de aquella época.

En tercer año me concedieron una beca Ford para estudiar durante el verano. Ya había decidido no regresar a casa por vacaciones, y la beca fue como una excusa caída del cielo. Lo último que me apetecía era volver a ver a mis padres. Ya albergaba la esperanza de poder convertirme en otra persona, alguien que no tuviera nada que ver con su casa ni su modo discreto de hablar, ni lo que solo más tarde reconocería como su bondad.

Yo era listo, pero nadie sospechaba lo brillante que llegaría a ser. Siempre ha habido niños prodigio, y andando el tiempo todo el mundo llega a un mismo nivel. ¿O no? Quizá no sea más listo de lo que era el año pasado, pero sé más cosas. Y desde luego no soy más estúpido.

Conque no siempre he sido así. Fui a una buena escuela. Escribí largos relatos cortos sobre mis desventurados enamoramientos, uno de los cuales conquistó incluso el segundo puesto en el concurso literario que organizó la revista del instituto. En él hablaba de una chica a la que había visto en el comedor, en la fiesta, en los pasillos, pero a la que nunca había dirigido la palabra. No era demasiado distinto a los demás, excepto en aquello que me diferenciaba radicalmente de ellos.

* * *

Más allá de cierto umbral, todo el mundo tiene los mismos problemas: fortificar tu isla y ocultar la firma térmica de tu reactor de fusión. Mi primer laboratorio subterráneo no era más que una triste madriguera instalada en el sótano de una casa de las afueras. Un día, dos hombres con leotardos y cara de pocos amigos se presentaron en mi casa y exigieron ver en qué estaba trabajando.

—No hace nada —les aseguré.

No hubo respuesta. Les enseñé el laboratorio. Tomé la precaución de darles la espalda mientras abría mis sofisticadas cerraduras, pero ¿a quién pretendía engañar? Uno de aquellos hombres, el que iba vestido de blanco, me miraba como lo hacen quienes poseen visión de rayos X, como si no viera más que huesos.

Había tomado todas las precauciones posibles. Había comprado el equipo a través de una docena de alias, entre ellos agencias gubernamentales con todas las de la ley. El calor residual iba a parar al acuífero, y había suficiente radiación de fondo para que nadie se hubiese percatado de lo que me traía entre manos. Pero, al parecer, había pisado uno de sus cables trampa. Nadie dijo ni una sola palabra mientras bajábamos. En la distancia corta, aquellos dos resultaban de lo más inquietante. Los ojos del de blanco estaban demasiado apartados entre sí, y solo respiraba algo así como una vez por minuto, y muy deprisa: inspirar, espirar. No tuve ocasión de estudiar demasiado al que iba de negro, pero sí lo bastante para darme cuenta de que, siempre que había un silencio, emitía un vago rumor de voces lejanas y chisporroteos de electricidad estática, como si algún componente cibernético de su pecho cogiera involuntariamente la señal de onda corta.

Era mi primer laboratorio subterráneo, y eso se notaba. Seguía demasiado caliente por culpa del reactor, y tenía un aspecto lamentable. Entre carraspeos y titubeantes monosílabos, encendí un pequeño proyector dimensional con el que había estado jugueteando. Con un parpadeo, la imagen de la Puerta cobró vida, y a través de la ventana empañada entrevimos la gran cabeza deforme de uno de esos monstruos alienígenas que surcan el éter como una ballena en las profundidades marinas. Parecían aburridos. El hombre de negro, algo-tron se llamaba, me soltó una monserga sobre los peligros de jugar con cosas que no podía comprender. Era evidente que estaban decepcionados por no tener que pelearse conmigo. Al marcharse se limitaron a clasificarme como un inventor de tres al cuarto, pero yo sabía que había cometido un error: ahora estaba en el sistema. Habían visto mis retinas.

* * *

Llevar una capa a todas horas no favorece demasiado, que digamos, las relaciones sociales. Hay una permanente, implícita y sumamente frágil tregua entre los delincuentes superdotados, ya se trate de robots, villanos de los de capucha y antifaz o personajes siniestros del tipo «Buenas noches, Míster Bond». El grupo al que pertenezco yo se compone en su mayoría de psicópatas, alienígenas y aspirantes a emperadores. De ahí que conozca a gente como Lily.

Lily nació en el siglo XXXV. Es lo que gente como vosotros llamaría una supervillana, aunque ella seguramente no estaría de acuerdo con esa definición. Cuando te la encuentras por primera vez no puedes evitar mirarla dos veces, todo el mundo lo hace. No es del todo invisible, sino tan solo transparente, como si estuviera hecha de plexiglás o agua. Con el tiempo te das cuenta de que tiene un rostro especial, la clase de mandíbulas largas y cuencas oculares hundidas que los humanos empezarán a desarrollar dentro de un par de siglos. Acabas reconociéndolos cuando te has paseado unas cuantas veces arriba y abajo por el continuum temporal y has visto algunas de las mutaciones del futuro lejano, como el Reinado de las Máquinas, el Planeta Nómada, el Estado Inmutable o el Imperio de la Telefonía. El día que nos conocimos me miró como si fuera insignificante, tan solo otro hombre mono, pero tengo más en común con ella que con la mayor parte de las personas a las que conozco.

Lily nació en Nueva Jersey en un momento en que la Tierra se moría. Solo quedaban doscientos mil humanos, vagando entre las calles de las ciudades desiertas y los pastizales que en tiempos habían formado parte del mundo civilizado. Se crió teniendo por patio de juegos dos mil kilómetros cuadrados de praderas, bosques y autopistas. Cogía el coche y se pasaba días en la carretera sin cruzarse con nadie, arriba y abajo por la vieja I-95, ahora cuajada de grietas e invadida por la maleza en algunos tramos. Más tarde, me habló de los endebles puentes que salvaban el East River y conducían a la ciudad perdida de Brooklyn, desde la que los rascacielos de Manhattan se alzaban imponentes en la distancia. Solía sentarse a comer junto al muro de contención, allí donde la cálida brisa agitaba el océano estancado cuyas aguas subían lentamente sin cesar, año tras año.

Su línea temporal desembocaba en un punto muerto. Me habló de la plaga que se extendía por doquier, del pálido sol moribundo al que podía mirar de frente sin necesidad de pestañear. Los pocos alienígenas que visitaban la Tierra se marchaban sin molestarse en despedirse. En su futuro, el nuevo amo y señor de la Tierra iba a ser una cepa especialmente adaptable de alga que se había extendido hasta formar una gigantesca colonia a lo largo de la costa noroeste de Estados Unidos, ahogando cuantos ríos y canales encontraba a su paso y reproduciéndose mar adentro a lo largo de kilómetros.

Lily había sido rigurosamente seleccionada y genéticamente programada para convertirse en una heroína, la última y arriesgada apuesta de la humanidad. Un equipo de científicos desesperados trabajó durante décadas contra el inexorable declive de la especie humana para lograr que ella los salvara. Lily representaba lo mejor que había en ellos, y tenían toda su confianza depositada en ella.

Una multitud de rostros tensos, dignos, fue lo último que vio el día que se marchó. El valiente doctor Mendelson, un hombre de acentuadas mandíbulas y pelo canoso, le estrechó la mano y empezó la cuenta atrás, y a partir de aquel momento el mundo se fue haciendo cada vez más borroso hasta desaparecer por completo. La máquina que la trajo al pasado solo podía funcionar una vez. La lógica del plan era aplastante: tenía una lista de objetivos, un arsenal de armas incorporado a un traje hecho de malla inteligente y la misión de salvar el mundo. Casi invisible y dotada de una fuerza sobrehumana, cumplió su cometido sin apenas esfuerzo.

Años más tarde, cuando logró reconstruir su máquina del tiempo y regresar a su propia era, todo había cambiado. La Tierra que había conocido y todas las personas que la habitaban habían desaparecido, y en su lugar encontró un mundo de extraños felices. La plaga no había llegado a producirse jamás. Se dio cuenta de que echaba de menos la silenciosa, apacible y triste atmósfera de su siglo XXXV. Así que regresó a nuestra época, y al cabo de unos meses empezó a cargarse objetivos relevantes desde el punto de vista de la alta tecnología y las infraestructuras. Todavía anda suelta, saboteando el mundo en busca de la sucesión de acontecimientos que desencadenaron la plaga en su versión de la historia, el hilo invisible que la conducirá de vuelta a las desaparecidas ruinas de su hogar.

Mi otro mejor amigo es el Faraón, un supervillano, y también un cretino.

* * *

Según el calendario, el de hoy ha sido el último día del otoño. Anoche hubo una primera helada, y en este lugar el frío se cuela por las piedras. La mayor parte de los internos ya no sale al patio. De hecho, no salimos sino yo y unos pocos fumadores empedernidos que se dedican a pisotear la tierra con gesto ocioso, arrimados entre sí para combatir un frío que yo no he vuelto a sentir desde 1976. El viento levanta nubes de polvareda en el patio y sopla las hojas, que revolotean en el aire hasta cruzar el alambre de espinos. Nuestros uniformes aletean agitados por la brisa. Todos los árboles que se alzan al otro lado de la valla han perdido su follaje a excepción de los robles. Alcanzo a ver los rayos infrarrojos y ultravioletas de la malla de seguridad rebotando aquí y allá, y desde el otro lado de la colina la antena KLNJ emite su radiación de baja frecuencia.

En algún lugar lejos de aquí, la nieve cae sobre la base de Lily. No puedo desvelar su ubicación, pero a estas alturas del año estará cubierta por una buena capa blanca. Yo solía conectarme a las cámaras perimétricas solo para echar un vistazo al bosque. Ahora mismo la base está profundamente soterrada bajo sucesivos estratos de nieve, pinaza, tierra helada, grava compactada, hormigón, cámaras de agua y por último titanio.

La vi por última vez hace seis años, en un bar. Estaba fumando. Recuerdo que, al prenderse, la cerilla refulgió con un brillo líquido sobre su piel cristalina, que aún conservaba la marca de la herida que le había provocado un cañón automático. Se llevó el pitillo a los labios y aspiró con delicadeza el humo, que viajó de la garganta a los pulmones en etéreas volutas, como un genio atrapado en una botella de cristal ahumado. Solo aceptaba quedar conmigo en locales públicos. Supongo que no había demasiada confianza entre nosotros.

Me tomé muchas molestias para concertar aquella cita. Intenté pensar en un modo de decirle que volviera conmigo. Nunca se me han dado demasiado bien estas cosas, ni siquiera antes de pasarme a la clandestinidad. Procuré darle una razón, un buen motivo para quedarse, pero hasta las supervillanas preferirían salir con un superhéroe. A veces me pregunto si no habrá solo dos clases de personas en el mundo.

* * *

Para ser un supervillano hay que reunir ciertas características. No os molestéis en buscar una identidad secreta, eso es cosa de héroes, aunque sería muy cómodo poder quitarse el antifaz y perderse entre la multitud, las casas, el mundo laboral. Acaso demasiado cómodo. ¿Qué sentido tendría convertirse en la mente criminal más audaz de la Tierra (o por lo menos una de las cuatro más audaces) si existiera la posibilidad de escurrir el bulto a la primera de cambio? Nada tendría el mismo mérito si uno pudiera darse el piro tranquilamente a la que las cosas empezaran a torcerse. Cada vez que me detienen y me juzgan, me toca escuchar una interminable lista de acusaciones, cada vez más larga y enjundiosa. He sido juzgado por delitos cometidos en la Luna, en otros países, en otras dimensiones, y que me parta un rayo si no voy a seguir estampando mi firma en todos y cada uno de los que cometa en el futuro.

Además, nunca he querido volver atrás. La nostalgia del pasado es una debilidad propia de los superhéroes. Cuando decides convertirte en un supervillano, te deshaces de todas las ataduras y te la juegas al todo o nada. Cuando amenazas con estrellar un asteroide contra tu propio planeta solo para conseguir mil millones de dólares, o le pones tu rostro a la Mona Lisa, sabes que no hay ley de prescripción de delitos que te valga, así que es importante contar con unas convicciones firmes para seguir adelante.

Conviene tener una némesis. La mía es Fuego Esencial, un imbécil dotado de poderes y habilidades muy superiores a los de cualquier mortal. Si algo puede hacerle daño, aún no sé qué es, y no será porque no lo haya buscado. Tengo otras bestias negras, como los Campeones, un grupo de superhéroes que se han separado pero no por ello resultan menos peligrosos como individuos: Damisela, la hija de Nube de Tormenta, y su ex marido el gimnasta, y también esa supuesta elfa a la que sacaron vaya usted a saber de dónde. Me he enfrentado a decenas de superhéroes a lo lago de los años, pero Fuego Esencial es el más duro de roer. No en vano soy su creador.

Hay que tener una obsesión. El rayo zeta, llave del poder absoluto. El secreto de la fuerza de Fuego Esencial, y del fuego que me dejó una cicatriz indeleble y me convirtió en lo que soy. Y hay que tener un objetivo, a saber: controlar el mundo.

También hace falta tener… algo más. No sé exactamente qué es. Un motivo. Una chica a la que no pudimos conquistar, el haber visto cómo mataban a tus padres, un insuperable rencor hacia la humanidad en su conjunto. Podría ser cualquier cosa. A decir verdad, ignoro qué es lo que te convierte en un ser malvado, pero ahí está.

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Tal vez debería haberme convertido en un superhéroe. No soy imbécil, ¿sabéis?, y sí que pienso en estas cosas. Tal vez debería haberme dejado llevar por la inercia, unirme al equipo ganador, y quién sabe, tal vez lo hubiese hecho si me hubiesen invitado. Pero tengo la sensación de que no habrían aceptado a alguien como yo, que habrían torcido la nariz, o ni siquiera eso, que nunca se habrían percatado realmente de mi presencia. Tuve ocasión de conocer a unos cuantos superhéroes en mis años de estudiante, así que sé de lo que hablo.

Aprendí lo que era un supervillano viendo imágenes en la tele de las grandes peleas que tenían lugar en Nueva York y Chicago. Se notaba quiénes eran los malos porque siempre perdían, por muy brillantes que fueran sus ideas. No sé cuándo ni cómo elegí bando, pero lo que está claro es que nunca podré volver atrás, porque ese momento queda tan lejos para mí como la Tierra natal de Lily.

Hay momentos en la vida que sencillamente no se pueden borrar. En la terrible lentitud del accidente, había cruzado media habitación cuando me di cuenta de lo que había hecho. Tuve tiempo de mirar atrás y leer los monitores justo antes de que el cristal se inflara, agrietara y estallara en mil pedazos. Tuve tiempo incluso de fijarme en el sonido que producía mi pie al rascar el suelo, y en el apremiante gemido musical, cada vez más agudo, que emitía uno de los generadores.

Una docena de personas se ha buscado la muerte al intentar reproducir los efectos de aquella explosión. Yo me di la vuelta y vi cómo mi futuro se cristalizaba a partir de un compuesto volátil de color verde, escrito en tinta invisible. Llevaba toda la vida esperando que me pasara algo, y de pronto estaba sucediendo, pero me pillaba totalmente desprevenido. Vi los mandos desajustados, los indicadores enloquecidos, el líquido verde burbujeando y la electricidad dibujando sinuosas formas en el aire, y de repente lo supe. Vi a mi pobre ser transmutado en energía por obra y gracia de la alquimia, y robots, y fortalezas, y plataformas orbitales, y disfraces y monarcas alienígenas. Iba a declarar la guerra al mundo, y la iba a perder.