22

Raistlin tuvo que atender a sus quehaceres antes de disponer de tiempo para examinar su precioso botín. Guardó el libro debajo del jergón de Caramon, sin decirle nada a su gemelo, y regresaría en cuanto tuviera oportunidad para asegurarse de que el libro seguía allí, que no lo habían descubierto. Caramon se emocionó al ver a su hermano tan inusitadamente atento.

Generalmente, Horkin o Raistlin se quedaban con los pacientes durante la noche, no todo el tiempo despiertos como los que estaban de guardia, sino dando cabezadas en una silla y atentos a cualquier gemido de dolor o ayudando a un paciente a atender la llamada de la naturaleza en sus funciones corporales. Aquella noche, Raistlin se ofreció voluntario para hacer el primer turno de guardia. El cansado Horkin no discutió y se tumbó en su catre; a no tardar, sus ronquidos se sumaban a la algarabía de resoplidos, gruñidos, gemidos, toses y ronquidos de los demás.

El joven mago hizo su ronda, administrando jarabe de adormideras a aquellos que tenían dolores, humedeciendo las frentes de los que tenían fiebre, poniendo más mantas a los que tiritaban. Su tacto era delicado y su voz tenía un timbre compasivo que llegaba a los enfermos, que les resultaba creíble. No como la voz de las personas sanas, las robustas, por muy buena intención que tuviesen.

«Sé lo que es sufrir —parecía decir Raistlin—. Sé lo que es sentir dolor».

Sus compañeros soldados, que nunca le habían tenido aprecio, que le ponían verde a sus espaldas y en ocasiones a la cara (si su hermano no estaba cerca), ahora le suplicaban que se quedara junto a sus lechos «sólo un poco más», le agarraban el brazo cuando el dolor se hacía más intenso, le pedían que les escribiera cartas a esposas y demás seres queridos. Raistlin se sentaba y escribía y contaba historias para que no pensaran en el dolor. Posteriormente, cuando ya estuvieron curados, aquellos a los que nunca les había gustado el joven mago antes de que los cuidase ahora habrían vapuleado a cualquiera que dijese algo malo contra él.

Cuando el último paciente hubo sucumbido finalmente a los efectos del jarabe de adormidera y se quedó dormido, Raistlin pudo por fin examinar el libro. Lo sacó de su escondrijo con todo cuidado, aunque no temía realmente despertar a Caramon, quien por lo general dormía el profundo sueño atribuido a los justos y a los perros. Con el libro en la mano, escondido entre los pliegues de las mangas, Raistlin echó una penetrante mirada a Horkin. El maestro tenía un sueño ligero cuando había heridos a quienes atender y el más leve gemido o el inquieto rebullir en un catre bastaban para despertarlo. Como era de esperar, entreabrió un ojo y miró adormilado a Raistlin.

—Todo va bien, maestro —dijo quedamente el joven mago—. Dormíos.

Horkin sonrió, se dio media vuelta y a no tardar se oyeron sus fuertes ronquidos. Raistlin contempló a su superior un instante más y finalmente decidió que el hombre tenía que estar dormido. Nadie podía fingir unos ronquidos tan escandalosos, a menos sin correr el peligro de ahogarse.

Horkin había preparado una lumbre en un brasero, que colocó en la parte del templo donde debería haber habido un altar. No lo había hecho por devoción, aunque tuvo buen cuidado de actuar con extremado respeto, sino para caldear el edificio durante las horas frías de la noche. Raistlin acercó su silla donde ardían las brasas de carbón, que emitían un brillo amarillo azulado. Añadió un poco de salvia y espliego seco al fuego para disimular un poco el olor a sangre, orina y vómito que invadía completamente la sala de enfermería y que el propio mago ya no notaba. Arrellanado junto a la lumbre, dirigió una mirada penetrante en derredor; todo el mundo dormía. Raistlin respiró hondo, apoyó el Bastón de Mago contra la pared, y examinó su botín.

El libro estaba hecho con hojas de pergamino encuadernadas y cosidas, y las pastas de cuero lo protegían de los elementos. En la cubierta no vio ninguna marca; en ese aspecto no se parecía nada a un libro de hechizos. Era un volumen corriente, del estilo que utilizaba el intendente para anotar cuántas cubas de cerveza se habían bebido, cuántos barriles de carne de cerdo en salazón quedaban, cuántas canastas de manzanas restaban. Raistlin frunció el entrecejo; aquello no era un augurio muy favorable.

Se animó considerablemente cuando abrió el libro y encontró un mapa dibujado a mano en una página y un listado de letras y números en otra. Esto parecía mucho más prometedor. Repasó rápidamente el listado y sólo entendió que debía de tratarse de un recuento de algo. ¿Joyas? ¿Dinero? Casi con toda seguridad. ¡Ahora estaba llegando a alguna parte! Pasó a examinar el mapa.

Éste había sido dibujado apresuradamente, con el libro reposando sobre una superficie irregular, como si el que lo trazó se hubiese apoyado en una piedra o sobre su propia rodilla. Raistlin dedicó un rato a estudiar los burdos trazos y las aún más burdas anotaciones. Finalmente dedujo que tenía en las manos un mapa que mostraba el camino hacia una entrada secreta en una montaña.

Raistlin se enfrascó en el mapa, estudió cada detalle y por fin llegó a la frustrante conclusión de que el mapa no le servía de nada. El dibujante había trazado un rumbo claro que sería fácil de seguir una vez que se supiera el punto de partida del camino. Éste comenzaba en un pequeño pinar, pero no había indicaciones sobre dónde se hallaban esos pinos con relación a la montaña. ¿Estaban al norte o al sur? ¿A mitad de la ladera de la montaña o en las estribaciones?

Presumiblemente podía recorrerse toda la montaña buscando un pequeño pinar, pero tardaría toda una vida en encontrarlo. La persona que había hecho el mapa sabía dónde localizar el pinar y podía regresar a él sin dificultad; por ende, el autor del mapa no había considerado necesario añadir la ruta hasta ese punto. Una sagaz precaución en caso de que el mapa cayera en manos indebidas. Su objetivo era refrescar la memoria de quien lo había dibujado cuando volviera para reclamar el tesoro.

Raistlin contempló malhumorado el mapa, como si quisiera obligarlo a que le descubriera algo más; estuvo mirando los trazos negros hasta que empezó a verlos borrosos. Irritado, pasó bruscamente la página y volvió a las anotaciones con la esperanza de que aquéllas le proporcionaran alguna pista.

Las estudió, intrigado, perplejo, tan ensimismado que no oyó las pisadas que se acercaban. No advirtió que había alguien de pie a su espalda hasta que la sombra de la persona se proyectó sobre el libro.

El joven mago dio un respingo de sobresalto, tapó el libro con la manga de la túnica y se incorporó de un salto.

Caramon retrocedió un paso y alzó las manos como para detener un golpe.

—¡Lo siento, Raist! No quería asustarte.

—¿Por qué te me acercas a hurtadillas? —demandó su hermano.

—Pensé que estabas dormido —contestó sumisamente el guerrero—. No quería despertarte.

—No dormía —replicó Raistlin. Volvió a sentarse, medio mareado por la repentina carga de adrenalina, e intentó calmar los latidos desbocados de su corazón.

—Estás estudiando tus hechizos. Te dejaré solo. —Caramon empezó a alejarse de puntillas.

—No, espera —llamó Raistlin—. Acércate, quiero que veas algo. Por cierto, ¿quién te dio permiso para que te quitaras el vendaje de los ojos?

—Nadie. Pero ya veo bien, Raist. Se me ha quitado incluso el velo borroso. Estoy harto de sopas. Es lo único que dan de comer a los que estamos aquí. Y no me pasa nada en el estómago.

—Eso es evidente —dijo Raistlin, que dirigió una mirada desdeñosa a la rotunda cintura de su gemelo.

Caramon se sentó en el suelo, al lado de su hermano.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó al tiempo que observaba con desconfianza el libro. Sabía por triste experiencia que los libros que su hermano leía solían ser incomprensibles en el mejor de los casos y mortalmente peligrosos en el peor.

—Encontré este libro hoy, en la tumba del caballero —informó el mago en un quedo susurro.

—¿Lo cogiste? —Caramon abrió los ojos como platos—. ¿De un féretro?

—No me mires de ese modo, Caramon —espetó Raistlin—. ¡No soy un ladrón de tumbas! Creo que se dejó allí con un propósito. Para que yo lo encontrara.

—El caballero quería que nos lo quedáramos nosotros —dijo el guerrero muy excitado—. ¡Está relacionado con el tesoro, seguro! Quiere que lo encontremos.

—Pues si es eso lo que quiere, nos lo ha puesto condenadamente difícil —comentó con frialdad el mago—. Toma, quiero que veas una palabra. Dime qué pone.

Raistlin abrió el libro por la página de las anotaciones y Caramon miró obedientemente la palabra que le señalaba. No tuvo dudas.

—Huevos —dijo enseguida.

—¿Estás seguro? —insistió Raistlin.

—H, u, e, v, o, s. Huevos. Estoy seguro.

Raistlin soltó un profundo suspiro y Caramon lo miró con una repentina y atónita comprensión.

—¿No querrás decir que el tesoro es… es…?

—No sé lo que es el tesoro —dijo Raistlin, abatido—. Y tampoco, creo, lo sabía la persona que escribió esto en el libro. ¡Parece como si el caballero nos hubiese dado la lista de la compra!

—¡Déjame ver eso! —Caramon le cogió el libro a su hermano, lo observó atentamente, caviló, incluso le dio la vuelta—. Estas cifras, donde pone «25 o». Y «50 p.». Eso podría significar 25 de oro y cincuenta de plata —argumentó esperanzadamente.

—O veinticinco ovejas y cincuenta patos —repuso Raistlin con sarcasmo.

—Pero hay un mapa…

—Que no sirve para nada —le interrumpió su hermano—. Aun en el caso de que supiésemos dónde está el punto de partida, cosa que no sabemos, la ruta conduce a túneles en la montaña. Unos túneles que vimos cómo se derrumbaban.

—¿Sabes una cosa, Raist? —Caramon seguía mirando la hoja—. Esta letra me resulta familiar.

Raistlin resopló con desdén.

—Devuélveme el libro —pidió.

—¡De verdad, Raist! ¡Lo juro! —El guerrero frunció el entrecejo para ayudar a su proceso mental—. Yo he visto esta letra antes.

—Y dijiste que estabas mejor de la vista. Vuelve a la cama. Y ponte ese vendaje.

—Pero, Raist…

—Vuelve a la cama, Caramon —ordenó, irritado, el mago—. Estoy cansado y me duele la cabeza. Te despertaré a tiempo para que desayunes en el comedor de la tropa.

—¿Lo harás? Fantástico, Raist, gracias. —Caramon echó una última mirada perpleja al libro y luego se lo devolvió a su hermano. Después de todo, su gemelo era más inteligente que él, así que tendría razón.

Raistlin hizo su ronda por los catres de los heridos. Viendo que todos dormían más o menos tranquilos, salió a las letrinas, que estaban en un pequeño edificio situado detrás del templo. A su regreso, echó el libro en el montón de basura que se quemaría al día siguiente.

Entró en el templo y encontró a Horkin despierto, calentándose las manos en la brillante lumbre. Los ojos del mago de más edad relucían con vivacidad, inquisitivos, a la luz de las brasas.

—¿Sabes, Túnica Roja? —dijo en tono amigable mientras se frotaba las manos junto al agradable fuego—. Ese hechicero del que me hablaste no estuvo en la batalla. Lo sé porque estaba atento para localizarlo. Un hechicero poderoso, por lo que me contaste. Podría haber cambiado el curso del combate. Puede que no hubiésemos ganado de estar él presente, y eso es un hecho. Qué curioso que el comandante Kholos, teniendo un mago poderoso en su bando, no lo utilizara en el enfrentamiento definitivo. Sí, es muy extraño, Túnica Roja. —Horkin sacudió la cabeza y alzó la vista de la lumbre para mirar directamente a Raist—. Tú no sabrás por casualidad por qué no estaba ese hechicero allí, ¿verdad, Túnica Roja?

«No se encontraba allí porque estaba luchando conmigo —podría haber respondido Raistlin con ruborizada modestia—. Lo derroté, pero no me considero un héroe. Sin embargo, si insistís en colgarme esa medalla…».

El Bastón de Mago estaba apoyado contra la pared. Raistlin alargó la mano para tocarlo, para sentir la vida que alentaba en la madera; una vida mágica, cálida, y ahora receptiva a él.

—No tengo la menor idea de qué pudo ocurrir con el hechicero, maestro Horkin.

—No estuviste en la batalla, Túnica Roja —dijo Horkin—. Y ese hechicero tampoco estaba allí. Es muy curioso, ya lo creo.

—Una coincidencia, nada más, señor —repuso Raistlin.

Horkin resopló y sacudió la cabeza. Se encogió de hombros como desechando el asunto y cambió de tema.

—Bueno, Túnica Roja, sobreviviste a tu primera batalla y no me importa decirte que te comportaste muy bien. Para empezar, lograste que no te mataran, y eso es positivo. Además impediste que me mataran a mí, y eso es aún más positivo. Eres un curandero diestro, y quién sabe si algún día, con el entrenamiento adecuado, puede que llegues a ser un buen mago.

Horkin guiñó un ojo al joven, que muy sagazmente prefirió no darse por ofendido.

—Gracias, señor —contestó con una sonrisa—. Vuestras alabanzas significan mucho para mí.

—Las mereces, Túnica Roja. Lo que intento decir, a mi modo un tanto torpe, es que voy a proponerte para un ascenso. Pienso recomendarte para que te nombren asistente de mago. Con el correspondiente incremento de la paga, claro está. Es decir, si es que tienes pensado quedarte con nosotros.

¡Promoción! Raistlin estaba asombrado. Rara vez Horkin había tenido una palabra amable o elogiosa para él. Al joven no le habría cogido por sorpresa que le hubiesen liquidado la paga y le hubiesen despedido. Sin embargo, empezaba a entender un poco mejor a su oficial superior. Nada remiso a la hora de decirle lo que hacía mal, Horkin nunca le felicitaría por hacer las cosas bien. Pero tampoco lo olvidaría.

—Gracias por vuestra confianza, maestro —dijo Raistlin—. Estaba pensando en dejar el ejército. Últimamente me he planteado si no estará mal que se le pague a un hombre por matar a otro, por tomar la vida de un semejante.

—Hicimos algo bueno aquí, Túnica Roja —adujo Horkin—. Salvamos de la esclavitud y la muerte a las gentes de esta ciudad. Luchamos por una causa justa.

—Pero empezamos de parte de la injusticia —argumentó el joven.

—Sin embargo nos pasamos al bando correcto a tiempo —porfió gratamente Horkin.

—¡De casualidad, por pura chiripa! —Raistlin sacudió la cabeza.

—Nada ocurre por casualidad —dijo Horkin en tono quedo—. Todo lo que pasa tiene su porqué. Tal vez tu cerebro no lo sepa, puede que jamás se lo imagine. Pero tu corazón lo sabe. Tu corazón siempre lo sabe.

»Y ahora —añadió amablemente—, ve a dormir un poco, Raistlin.

El joven se fue a su catre, pero no durmió. Pensó en lo que Horkin le había dicho, en todo lo que le había ocurrido. Y entonces, al volver a escuchar en su mente las palabras dichas por el maestro, cayó en la cuenta de que le había llamado por su nombre. Raistlin. No Túnica Roja.

Se levantó del catre y salió al exterior. Solinari estaba llena, resplandeciente, bañando con su luz la ciudad como si el dios se sintiese complacido con el devenir de los acontecimientos. El joven mago rebuscó en el montón de basura y encontró el libro que había tirado un rato antes.

«Todo lo que pasa tiene su porqué —repitió para sus adentros Raistlin mientras abría el libro. Miró el mapa, con sus trazos marcados y claros a la luz de la luna—. Tal vez nunca sepa la razón, pero si yo soy incapaz de sacar nada en claro de este libro, quizás otros sí puedan».

Regresó al catre, pero no se tumbó; permaneció sentado el resto de la noche escribiendo una carta en la que detallaba sus encuentros, los dos, con Immolatus. Cuando hubo terminado la misiva, la dobló sobre el librito, recitó un encantamiento sobre ambas cosas y después hizo un paquete dirigido a: «Par-Salian, jefe del Cónclave, Torre de la Alta Hechicería, Wayreth».

A la mañana siguiente preguntaría si el barón iba a enviar algún mensajero hacia Flotsam o las cercanías. Hizo otro conjuro sobre el paquete para salvaguardarlo de ojos indiscretos y luego escribió en el exterior: «Antimodes de Flotsam», junto con el nombre de la calle donde residía su mentor. Para cuando Raistlin hubo terminado, la noche había llegado a su fin. Los rayos del sol se colaban suavemente en el interior del templo para despertar con delicadeza a los durmientes.

Caramon fue el primero en levantarse.

—Ven conmigo, Raist —dijo—. Deberías comer algo.

El mago se sorprendió al descubrir que tenía hambre, un apetito inusitado en él. Los gemelos salieron del templo y cuando se dirigían al comedor de la tropa se les unió Horkin.

—¿Te importará si os acompaño, Túnica Roja? —preguntó el maestro—. Los heridos se están recuperando tan bien que decidí que podía regalarme con un buen desayuno esta mañana. He oído que el cocinero está preparando algo especial. Además, tenemos algo que celebrar. Tu hermano ha sido promocionado, Majere.

—¿De verdad? ¡Eso es estupendo! —Caramon hizo una pausa al caer en la cuenta de lo que implicaba la noticia—. ¿Quiere eso decir que nos quedamos con el ejército del barón?

—Nos quedamos, sí —contestó Raistlin.

—¡Hurra! —exclamó el guerrero con tanto entusiasmo que despertó a media ciudad—. Ahí va Cambalache. Verás cuando se entere. ¡Cambalache! —gritó, despertando así a la otra media ciudad—. ¡Eh, Cambalache, ven!

El semikender se alegró al conocer la promoción de Raistlin, sobre todo cuando se enteró de que aquello significaba que los gemelos se quedarían con el ejército.

—¿Qué tenemos de desayuno? —preguntó Caramon—. Dijisteis que había algo especial, ¿verdad, señor?

—Sí, un presente de los agradecidos habitantes de Última Esperanza —contestó Horkin, con un sospechoso temblor risueño en la voz—, un verdadero tesoro, podría decirse.

—¿Y qué es ello, señor? —preguntó Raistlin, que dirigió una mirada penetrante al mago de más edad.

—Huevos —dijo Horkin con una sonrisa y un guiño.