21

—¡Un combate glorioso, Túnica Roja! —exclamó Horkin, frotándose alegremente las manos, que estaban negras del polvo explosivo. Regresó a la ciudad con los primeros heridos y encontró a su aprendiz esperándolo—. Tendrías que haber estado allí. —Observó atentamente a Raistlin—. Retiro eso último. Al parecer tú también has visto algo de acción, Túnica Roja. ¿Qué es lo que ha pasado?

—¿De verdad tenéis tiempo para perderlo con eso, señor? —preguntó Raistlin—. ¿Con todos esos heridos a los que atender? Encontré el templo y creo que sería un refugio excelente, pero me gustaría que antes le echaseis una ojeada.

—Quizá tengas razón —convino Horkin que dirigió una mirada escrutadora al joven mago.

—Por aquí, señor —dijo Raistlin, y echó a andar.

Cuando llegaron, Raistlin explicó al maestro que el templo se había sacudido con algunos temblores, nada inusual en esa región, según los locales. Horkin examinó el edificio, estudió las columnas y las paredes y por último declaró que estaba en buenas condiciones. Lo único que hacía falta era un suministro de agua. Una breve búsqueda los condujo hasta un pozo de fresca y clara agua de manantial en la parte trasera del templo. Horkin dio órdenes para trasladar a los heridos a aquel lugar apacible.

Las carretas que transportaban a los heridos pasaron traqueteando por las calles. Los agradecidos ciudadanos se apiñaban alrededor ofreciendo mantas, comida, ropa de cama, medicinas. A no tardar, las mantas cubrían el suelo del templo en ordenadas hileras. El cirujano empezó a utilizar sus instrumentos. Raistlin, Horkin y expertos curanderos de la ciudad atendieron a los hombres, haciendo cuanto podían para aliviar su dolor y para que estuviesen cómodos.

No ocurrieron milagros curativos en el templo. Algunos soldados murieron y otros vivieron, pero en opinión de Horkin parecía que aquellos que morían lo hacían más en paz y que los heridos que sobrevivieron se sanaban mucho más rápida y completamente de lo que habría cabido esperar.

Lo primero que hizo el barón fue visitar a los heridos. Llegó directamente desde el campo de batalla, sucio y manchado de sangre, suya y de sus adversarios. Aunque estaba al borde del agotamiento, no lo demostró. Tampoco apresuró su visita, sino que se entretuvo para dedicar unas cuantas palabras a cada uno de los heridos. Llamaba a todos los soldados por su nombre, mencionaba su coraje en el campo de batalla. Parecía haber presenciado personalmente cada acto valeroso. Prometió a los muertos que se ocuparía de sus familias. Raistlin se enteraría después que aquel era un juramento solemne que el barón cumplía a rajatabla.

Finalizada su visita a los heridos, Ivor se detuvo para charlar con Horkin y con Raistlin sobre el templo que habían descubierto. El barón se sintió intrigado al saber que había una tumba de un caballero solámnico en la cripta situada en una caverna. Raistlin describió con detalle casi toda la experiencia vivida, guardándose ciertos hechos que sólo le concernían a él. El barón escuchó atentamente y frunció el entrecejo al oír que la tapa del sarcófago del caballero había sido abierta.

—Hay que ocuparse de eso —dijo—. Puede que los ladrones ya hayan intentado saquear la tumba. Ese valeroso caballero debería seguir descansando en paz. No tienes ni idea de cuál es ese tesoro, ¿verdad, Majere?

—La inscripción no lo menciona, señor —contestó Raistlin—. Mi opinión es que, sea cual fuere, ahora yace bajo toneladas de roca. El túnel que parte de la cripta está cegado, es del todo infranqueable.

—Entiendo. —El barón observó atentamente al joven mago.

Raistlin sostuvo la mirada del barón sin apartar la vista y fue el barón quien desvió los ojos de aquellas pupilas en forma de reloj de arena. Siguiendo su ronda por los heridos, el barón llegó al catre donde Caramon, un mal paciente poco dispuesto a colaborar, no se estaba quieto ni un momento. Insistía en que no estaba herido, que no le pasaba nada. Quería levantarse y ponerse a hacer algo. Quería ingerir una comida como era debido, no un poco de agua por la que había pasado un pollo y a la que llamaban sopa. Su vista estaba bien, o lo estaría si le quitaran aquel condenado vendaje. Cambalache se había quedado con el paciente e intentaba distraerlo con sus cuentos, además de recordarle veinte veces en media hora que no se frotara los ojos.

Aunque muy ocupado con los otros pacientes, Raistlin no había perdido de vista los movimientos del barón por el templo, y cuando llegó junto a su hermano, el joven mago se apresuró a acercarse para estar presente durante la conversación.

—¡Caramon Majere! —dijo el barón mientras le estrechaba la mano—. ¿Qué te ha pasado? No recuerdo haberte visto en la batalla.

—¿Barón? —El guerrero se animó—. ¡Hola, señor! Siento haberme perdido el combate. Me han contado que fue una brillante victoria. Yo estaba aquí, señor. Nosotros…

Raistlin puso una mano en el hombro de su hermano y, cuando el barón no estaba mirando, le propinó un fuerte pellizco.

—¡Ay! —chilló Caramon—. ¿Qué…?

—Vamos, vamos —dijo en tono tranquilizador Raistlin, que añadió en voz baja—: Sufre esas repentinas punzadas de dolor, milord. En cuanto a lo que le pasó, estaba conmigo, explorando el templo. El polvo de las rocas le entró en los ojos y lo cegó. La ceguera es temporal. Necesita descansar, eso es todo.

Los dedos del mago, clavados en el hombro de Caramon, le advertían que guardara silencio. Una mirada penetrante a Cambalache sirvió para que el semikender, que había abierto la boca para decir algo, volviera a cerrarla.

—¡Excelente! ¡Me alegro de oírlo! —dijo sinceramente Ivor—. Eres un buen soldado, Majere. Me enojaría perderte.

—¿En serio, señor? —preguntó Caramon—. Gracias, señor.

—Descansa como te han dicho —añadió el barón—. Ahora estás bajo las órdenes de los sanadores. Quiero verte de vuelta en la tropa tan pronto como te encuentres bien.

—Lo haré, señor. Gracias, señor —repitió Caramon, que sonreía enorgullecido—. Raist —susurró cuando oyó las pisadas del barón alejándose—, ¿por qué no le contaste lo que pasó realmente? ¿Por qué no le dijiste que luchaste contra el hechicero enemigo y lo venciste?

—Sí, ¿por qué? —inquirió, anhelante, Cambalache, que se había inclinado por encima de Caramon.

La respuesta estaba en el carácter reservado de Raistlin, porque no quería que Horkin hiciese preguntas indiscretas; porque no quería que Horkin o cualquier otra persona descubriera el asombroso poder del bastón, un poder que ni él mismo sabía aún cómo utilizar.

Podría haberles dado todas esas razones a su hermano y al semikender, pero sabía que no lo entenderían. Así pues se sentó al lado de su gemelo e indicó con una seña a Cambalache que se acercara.

—No nos cubrimos de gloria precisamente —les dijo en tono seco—. Nuestras órdenes eran inspeccionar el templo y regresar para informar. En cambio, estábamos a punto de ponernos a buscar un tesoro.

—Eso es cierto —convino Caramon, que enrojeció.

—No querrás que el barón se lleve una desilusión contigo, ¿verdad? —continuó Raistlin.

—No, claro que no —dijo su hermano.

—Entonces, no contaremos lo que pasó de verdad. No perjudicamos a nadie haciéndolo. —El mago se puso de pie y se dispuso a continuar con sus tareas.

Cambalache le tiró de la manga.

—¿Sí, qué quieres? —instó Raistlin, ceñudo.

—Saber cuál es la verdadera razón de que no quieras que contemos lo que pasó —respondió Cambalache en voz baja.

El mago hizo la pantomima de mirar en derredor por si alguien les podía oír. Luego se agachó y susurró al oído del semikender:

—El tesoro.

—¡Lo sabía! —Cambalache tenía los ojos abiertos de par en par—. ¡Vamos a volver a buscarlo!

—Algún día, tal vez —dijo suavemente Raistlin—. ¡Ni una palabra a nadie!

—¡Ni pío, lo prometo! Oh, qué emocionante es esto. —Cambalache guiñó el ojo varias veces, y lo hizo de un modo que habría levantado sospechas de inmediato si alguien hubiese estado observándolos por casualidad.

Raistlin regresó a sus quehaceres, satisfecho porque su hermano guardaría silencio por vergüenza y que Cambalache lo haría por esperanza. El mago jamás habría confiado ese secreto a un kender, pero en el caso de Cambalache suponía que su parte humana se ocuparía de que la parte kender mantuviese cerrado el pico.

Raistlin tenía intención de regresar algún día. Quizás el tesoro estaba enterrado. O quizá no.

«Si pudiese descubrir qué era ese tesoro —se dijo el mago para sus adentros mientras vendaba diestramente la pierna lacerada de un soldado—, tendría alguna idea de dónde empezar a buscarlo».

Habló con varios vecinos de la ciudad, haciendo preguntas sutiles sobre la posibilidad de que hubiese un tesoro enterrado en las montañas.

Los residentes sonrieron, sacudieron la cabeza y dijeron que debía de haberlo oído de algún vendedor ambulante. Última Esperanza era una ciudad próspera, pero no acaudalada, desde luego. No sabían nada sobre un tesoro.

Raistlin casi habría creído que las gentes de Última Esperanza estaban confabuladas para que no descubriera el tesoro de no ser porque se mostraban tan condenadamente corteses al respecto, tan sonrientes en sus negativas, tan divertidos por todo el asunto. Empezó a pensar que quizá tenían razón, que todo aquello era un cuento de kender.

Esa noche se fue a la cama de muy mal humor; un estado de ánimo que no mejoró precisamente con los sueños inquietantes que le asaltaron y en los que era atacado por una criatura inmensa y horrible, un ser que no podía ver porque una brillante luz plateada lo había dejado ciego.

Al día siguiente, el barón organizó una ceremonia para limpiar la tumba, de las rocas caídas y del polvo, y colocar de nuevo la tapa del sarcófago del caballero. Lo acompañaron los oficiales del estado mayor y, por haber descubierto la tumba del caballero, Raistlin, Caramon y Cambalache fueron invitados a formar parte de la guardia de honor.

Caramon quería quitarse la venda de los ojos, argumentando que veía bien, aunque un poco borroso. Raistlin se mantuvo inflexible. Debía seguir con la venda. El guerrero habría seguido discutiendo, pero el propio barón le ofreció su brazo para que se apoyara, un gran honor para el joven soldado. Ruborizado de placer y cierta cortedad, Caramon aceptó la ayuda del barón y caminó enorgullecido, aunque titubeante, al lado de Ivor.

El barón y la guardia de honor, equipados con antorchas, entraron en la cripta con actitud grave y solemne, silenciosos y respetuosos. El barón se puso junto a la cabeza de la figura tallada del caballero y los oficiales se situaron alrededor de la tumba. Con las manos enlazadas en un gesto de oración y las cabezas inclinadas, unos elevaron plegarias a Kiri-Jolith y otros se sumieron en pensamientos sombríos, en una reflexión de su propia condición de seres mortales. Raistlin ocupó su sitio a la cabeza del sarcófago, manteniéndose cerca de su hermano. Al echar una ojeada al interior de la tumba, el mago se quedó paralizado por la sorpresa.

Allí dentro había un libro pequeño, encuadernado en piel.

Raistlin rememoró el día anterior, intentó recordar si el libro había estado allí o no. No se acordaba de haberlo visto, pero la cámara había estado a oscuras entonces, a excepción de la luz del bastón. El libro estaba pegado contra un lado del féretro de mármol. Era fácil que se le hubiese pasado por alto en las sombras.

Se le ocurrió que tal vez aquel libro contenía información sobre el tesoro, que quizá revelaba el lugar donde estaba oculto. Tembló de deseo; necesitaba ese libro. Lo estaba mirando fijamente cuando el barón acabó sus rezos y ordenó a sus oficiales que se prepararan para correr la tapa y ponerla de nuevo en su sitio.

—Un momento, señor, por favor —pidió Raistlin con la voz casi ahogada por el nerviosismo y el miedo de que alguien más viera el libro y lo comentara—. Quisiera honrar al caballero.

El barón enarcó las cejas, seguramente preguntándose por qué un mago deseaba honrar a un Caballero de Solamnia, pero asintió dando permiso a Raistlin para que procediera.

El joven mago buscó en sus saquillos y extrajo un puñado de pétalos de rosa. Abrió la mano con la palma hacia arriba para que así todos vieran lo que tenía en ella. El barón sonrió y asintió.

—Muy apropiado —dijo, y miró a Raistlin con aprobación y un nuevo respeto.

Raistlin bajó la mano dentro de la tumba para esparcir los pétalos sobre el cuerpo del caballero. Cuando retiró el brazo, se las ingenió para que la amplia manga de la roja túnica le tapara la mano y le ocultara los dedos, que habían cogido hábilmente el fino volumen de piel. Manteniendo el precioso libro escondido en la manga, Raistlin se apartó de la tumba y mantuvo la cabeza agachada.

El barón miró al comandante Morgón, que ordenó a los oficiales que agarraran la tapa del sarcófago; a una segunda orden, los oficiales levantaron la pesada losa. El barón se puso firme y alzó la mano en el saludo solámnico.

—Que Kiri-Jolith te guarde —dijo.

A otra orden de Morgón, los oficiales bajaron la tapa de mármol. La losa se colocó sobre el sarcófago soltando una leve bocanada de aire impregnada con la fragancia de pétalos de rosa secos.