17

Los soldados rompieron filas y corrieron hacia las puertas abiertas de la ciudad llevando consigo el ariete. Una vez dentro, de momento fuera de peligro, se pararon entre jadeos; ardieron en cólera a medida que se corría la voz de que los hombres de las filas de retaguardia habían caído muertos con flechas de plumas negras clavadas en la espalda. De hecho, algunas de las compañías de vanguardia dieron media vuelta y se encaminaron hacia las puertas, dispuestas a regresar al campo y vengar a sus compañeros.

Los oficiales gritaron, amenazaron e intentaron restablecer el orden mientras los vecinos de Última Esperanza observaban con recelo desde las almenas. Les habían dicho que aquellos endurecidos mercenarios eran su salvación, pero la primera impresión al verlos clamando sangre hizo que los civiles se quedaran pálidos y temblorosos. Al alcalde le vino a la cabeza el viejo dicho: «Más vale tener a un kender delante que tenerlo a la espalda, con la mano en tu bolsillo trasero». Saltaba a la vista que ahora lamentaba haber abierto las puertas a esos profesionales de ojos fríos que barbotaban terribles juramentos de muerte contra aquellos que los habían traicionado.

—¡Cerrad las puertas! —gritó el barón, montado en su caballo de guerra. El corcel, con los ollares dilatados y las orejas echadas hacia atrás, corcoveaba y caracoleaba por la excitación y lanzaba mordiscos a cualquiera que se le acercara—. ¡Colocad de nuevo esas carretas en su sitio! ¡Arqueros, a la muralla!

»¡Esos bastardos! —gritó al comandante Morgón que, corriendo un gran riesgo, había agarrado al caballo del bocado—. ¿Viste lo que hicieron? ¡Nos dispararon cuando estábamos de espaldas! ¡Por el cielo bendito que encontraré al comandante Kholos y le sacaré los hígados! ¡Me los comeré con patatas y cebollas!

—Sí, milord, lo vi. —El comandante Morgón tranquilizó al corcel y al amo al mismo tiempo—. Teníais razón, señor, y yo estaba equivocado. Lo admito sin reparos.

—¡Y no creas que pienso dejar que lo olvides nunca! ¡Ja, ja, ja! —El barón soltó una risa enloquecida que acabó por aterrar a los ya asustados ciudadanos—. ¡Por Kiri-Jolith, esos necios están fuera de sí! —añadió al observar con mirada furibunda a los soldados que estaban a su mando y que barbotaban juramentos a la par que enarbolaban sus espadas—. ¡Quiero que se restablezca el orden de inmediato, comandante Morgón!

La compañía C había sido la responsable de despejar las barricadas de las puertas. Los golpes del ariete en ellas habían sido la señal para que la compañía C las abriera de par en par. Sus dos arqueros habían proporcionado cobertura a sus compañeros para después retroceder ordenadamente con todos los demás al interior de la ciudad. La compañía C estaba preparada, lista para entrar en acción, separada del tumulto.

—¡Cerrad las puertas! —ordenó el capitán Senej al oír la orden del barón—. ¡Impedid que ningún soldado salga de la ciudad!

Los hombres de la compañía C obedecieron con prontitud. Algunos corrieron hacia las puertas en tanto que otros empujaban o golpeaban con la parte plana de sus espadas a aquellos soldados que estaban fuera de sí e intentaban abandonar la ciudad para vengar a sus compañeros caídos.

—¡Quédate ahí, Majere! —ordenó la sargento Nemiss, que apostó a Caramon en el mismo centro de la calle mientras sus compañeros empujaban con esfuerzo las pesadas puertas de madera y las cerraban detrás de él—. ¡No dejes pasar a nadie!

—Sí, señor. —Caramon ocupó su posición, con las poderosas piernas bien separadas para mantener el equilibrio y los musculosos brazos flexionados, sin hacer caso de las flechas enemigas, que pasaban silbando entre las puertas mientras éstas se cerraban lentamente. Aquéllos que intentaban sobrepasar su posición, o eran rechazados de un empellón que los tiraba patas arriba o, en último extremo, recibían un golpe flojo en la cabeza destinado a hacerlos entrar en razón.

Las puertas resonaron al cerrarse y las flechas dejaron de caer cuando el enemigo hizo un alto para analizar la imprevista situación y reagruparse.

—¿Y ahora qué, señor? —preguntó el comandante Morgón—. ¿Nos quedamos aquí, bajo asedio?

—Eso depende enteramente de Kholos —dijo el barón—. Si tú estuvieses en su lugar, Morgón, ¿qué harías?

—Ordenaría retroceder a mis tropas, aseguraría mis líneas de abastecimiento y esperaría hasta que todos en la ciudad se hubiesen muerto de hambre, milord —contestó el oficial.

—Sí, así actuaría un hombre sensato, comandante Morgón —manifestó Ivor—. Ahora dime qué piensas que hará Kholos.

—Bueno, milord, creo que debe de estar más furioso que un wyvern mojado. Supongo que lanzará todo cuanto tiene contra nosotros e intentará abrir brecha en las puertas para hacernos picadillo en el sitio.

—Exactamente lo mismo que yo había pensado. Voy a subir a las almenas para echar un vistazo. Haz que los oficiales organicen a las compañías en columnas, la compañía central a la cabeza y las de los flancos listas para seguirla. ¡Dispones de diez minutos, ni uno más!

El comandante corrió al tiempo que llamaba a voces a sus oficiales. Impartió órdenes rápidamente y a no tardar sonaron tambores y trompetas. Los sargentos chillaban, lanzaban patadas y empujaban a los hombres para que ocuparan posiciones. Apaciguados por los sonidos familiares que proclamaban disciplina y orden, los soldados se calmaron y formaron en filas con gran rapidez.

—¿Volvemos a colocar las barricadas, señor? —inquirió el capitán Senej.

El comandante Morgón miró a lo alto de la muralla, donde el barón se hallaba conferenciando con el alcalde y los oficiales de la ciudad, y luego sacudió la cabeza.

—No, Senej. Creo que sé lo que planea el barón. Sin embargo, por si acaso, estate preparado para que los hombres las pongan.

Mientras el tumulto estaba en pleno apogeo, Raistlin buscó a Horkin. Al principio no pudo encontrar a su maestro en medio de la confusión y empezó a preocuparse, sobre todo cuando oyó lo de las bajas. Las puertas estaban cerrándose y Raistlin empezaba a pensar que la «querida Luni» había abandonado a su compañero de francachelas cuando vio a Horkin entrar por las puertas tambaleándose, sosteniendo a un soldado al que una flecha había atravesado limpiamente una pierna. El dolor del hombre debía de ser intenso, ya que no podía plantar el pie en el suelo sin jadear y estremecerse.

—¡Me alegra encontraros, señor! —dijo ansiosamente Raistlin. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que valoraba al campechano y brusco mago.

Raistlin ayudó a sostener al hombre herido y entre los dos hechiceros lo llevaron hasta un sitio tranquilo, debajo de los árboles, donde se habían agrupado otros heridos.

—Temía que estuvieseis entre las bajas que ha habido —añadió el joven—. ¿Qué ha ocurrido ahí fuera?

—Traición, Túnica Roja —dijo Horkin, que echó una mirada sombría a las puertas—. Traición y villanía. Se han vuelto contra nosotros, de eso no cabe duda. En cuanto a las razones para hacerlo, no sé nada. —Dedicó una mirada astuta al joven mago—. Por lo visto tú debes de estar mejor enterado que yo, Túnica Roja. El barón me dijo que lo acompañaste a la casa del alcalde anoche. Comentó que fuiste de gran ayuda.

—Probablemente le proporcioné a una pareja de viejos la mejor noche de descanso de su vida —contestó secamente Raistlin—. Ése es el alcance de mis servicios. En cuanto a lo que el barón y el alcalde hablaron, sé tan poco como vos. Me mandó salir de la habitación.

—No te lo tomes a pecho, Túnica Roja. Eso es típico del barón. Su máxima es que cuantas menos personas conozcan un secreto, más fácil resulta mantenerlo oculto. Ésa es una de las razones de que haya vivido tanto tiempo. Bueno —continuó Horkin, mirando en derredor—, ¿qué hacemos con los heridos?

—De eso quería hablaros, señor. Creo que he encontrado un sitio donde cobijarlos. ¿Sabéis que en la ciudad hay un antiguo templo dedicado a Paladine, señor?

—¿Un templo dedicado a Paladine? ¿Aquí? —Horkin se frotó la barbilla.

—Sí, señor. Está a una distancia segura de los combates. Si pudiésemos requisar una carreta, transportaríamos en ella a los heridos.

—¿Y por qué crees que ese viejo templo sería un buen lugar para albergar a nuestros heridos? —preguntó Horkin.

—Vi el edificio anoche, señor. Parecía… En fin —vaciló Raistlin—. Parecía un lugar sagrado, señor.

—Puede que lo fuera en tiempos, Túnica Roja —repuso Horkin con un suspiro—. Pero ya no.

—¿Quién sabe, señor? —insistió Raistlin en tono quedo—. Vos y yo sabemos que una diosa no ha abandonado Krynn.

Horkin reflexionó unos instantes.

—¿Dices que está a una distancia segura de los combates? —inquirió finalmente.

—Todo lo segura que puede esperarse, señor —contestó el joven.

—Debe de ser muy antiguo. ¿Está en ruinas?

—Ciertamente está muy descuidado, señor. Tendremos que examinarlo más a fondo, desde luego, pero el edificio parece encontrarse en condiciones bastante aceptables.

—Supongo que no tenemos nada que perder por echarle un vistazo —convino Horkin—. Y ¿quién sabe? Aunque hace mucho que Paladine se marchó, tal vez quede entre sus paredes algún vestigio de su influencia benéfica. Espero que el techo se conserve bien —añadió mientras alzaba la vista al cielo—. Lloverá antes de que caiga la noche. Si el techo tiene goteras, buscaremos otro lugar, tanto si es sagrado como si no. Ve tú a inspeccionar ese templo, Túnica Roja. Yo me ocuparé de conseguir una carreta. Y dile a la sargento Nemiss que te proporcione una escolta.

—Realmente no la necesito, señor.

Después de pasarse la noche soñando con el templo bañado en la plateada luz de la luna, Raistlin estaba ahora más convencido que nunca de que Solinari había llamado su atención hacia el edificio por alguna razón. El joven no tenía ni idea de qué razón podía ser. Deseaba entrar solo en el templo, abrirse a la voluntad del dios. Para hacer eso necesitaba estar en sintonía con cualquiera que fuese la voz que podría escoger para hablarle. No quería tener al lado a un escandaloso zoquete haciendo comentarios groseros y ofendiendo a los espíritus que podrían permanecer en el sagrado edificio.

—Seguramente querrás que te acompañe tu gemelo —sugirió Horkin.

—No, señor —rehusó con rotundidad Raistlin, al ser ése precisamente el zoquete en el que había pensado. El templo era su descubrimiento, le pertenecía. Olvidó, muy convenientemente, que había sido Caramon el primero que vio el edificio—. De verdad, no necesito que nadie…

—Te hará falta un buen guerrero, Túnica Roja —lo interrumpió Horkin—. Nunca se sabe lo que uno puede encontrarse merodeando por un viejo templo. Hablaré con la sargento Nemiss. Puede que incluso te deje llevar a Cambalache.

Raistlin gimió para sus adentros.

Los grises y bajos nubarrones, que habían cubierto la ciudad casi desde el día que llegó el ejército, fueron disipados en jirones por un viento fuerte y helado que soplaba desde la montaña. Hubo un bajón brusco y notable de la temperatura, que de una propia de principios de verano pasó a otra de finales de otoño en un abrir y cerrar de ojos. Puede que lloviese esa noche, como había pronosticado Horkin, pero ahora el sol brillaba con tal intensidad que semejaba una moneda de oro recién acuñada y un aire límpido y frío levantó el ánimo de las gentes de la ciudad sitiada, aunque esa esperanza menguó un tanto cuando miraron desde las murallas y contemplaron el inmenso ejército del comandante Kholos marchando al ataque.

El barón expuso su plan, que en un primer momento fue recibido con consternación por el alcalde y sus oficiales; sin embargo, Ivor los persuadió enseguida de que era, como el propio nombre de la ciudad parecía presagiar, la última esperanza que le quedaba a la población y después se marchó para poner en práctica el plan, cuando ya las primeras flechas de plumas negras volaban por encima de las murallas.

El refrescante viento secó el sudor del cuerpo de Caramon, que se llenó los pulmones con él, expandiendo su musculoso tórax con cada inhalación profunda para gran admiración de varias amas de casa, las cuales lo espiaban desde detrás de los postigos entornados de las ventanas. Al principio Caramon se había sentido desconsolado por tener que perderse el combate, pero la idea de encontrar un refugio para sus compañeros heridos lo apaciguó en parte.

A Cambalache le alegró ser designado para esa tarea, ya que suponía que de todos modos no sería de mucha utilidad en la inminente batalla. Estaba deseoso de explorar el templo y, en el camino, obsequió a los hermanos con cuentos de tesoros ocultos y olvidados, los cuales, como bien se sabía, solían estar enterrados en sitios así.

—Es decir, que supones que a nadie se le ha ocurrido buscar tesoros allí durante los últimos tres siglos, más o menos —comentó Raistlin con sarcasmo.

El mago estaba de mal humor; todo lo irritaba, desde el cambio del tiempo hasta la compañía que se le había impuesto. El viento agitó los vuelos de su túnica y los enrolló contra sus tobillos, a punto de hacerlo tropezar. El aire era frío y lo hizo estremecerse; algo le entró en la garganta y le provocó un ataque de tos tan intenso que tuvo que apoyarse contra un edificio hasta que recobró las fuerzas.

—Si hay un tesoro, entonces también tiene que haber un guardián —dijo Cambalache con un susurro emocionado—. Sabéis qué habita en los templos viejos ¿verdad? ¡Los muertos vivientes! Guerreros espectrales. Zombis necrófagos. Puede que hasta un demonio o dos…

—Raist, quizás ésta no sea una idea tan… —empezó Caramon, que parecía algo intranquilo.

—Te prometo ocuparme de cualquier zombi necrófago con el que topemos, Caramon—lo interrumpió Raistlin con voz enronquecida.

A sus espaldas oyeron el toque de trompetas y tambores y un gran grito lanzado por los hombres del ejército del barón.

—¡Es la señal de ataque! —apuntó Caramon, que se detuvo para mirar hacia atrás.

—Lo que significa que habrá más heridos —comentó Raistlin sintiendo remordimiento de conciencia.

Al recordar la importancia de su misión, los tres aceleraron el paso. No hubo más comentarios sobre muertos vivientes ni tesoros.

De vuelta al almacén donde habían pasado la noche, siguieron por la calle que llevaba al templo y encontraron el edificio sin dificultad.

—¿Es ése el sitio? —inquirió Caramon, fruncido el entrecejo.

—¡Tiene que serlo! —Raistlin empezó a toser.

La noche anterior, envuelto en la oscuridad, el templo había parecido un lugar misterioso y sobrecogedor. Visto a la luz del día, el edificio resultaba un desengaño. Las columnas que soportaban el techo mostraban grietas y el propio techo aparecía combado. Las paredes estaban manchadas y descoloridas, y en el patio abundaban las malas hierbas.

Agotado y dolorido tras el ataque de tos y helado hasta los huesos, Raistlin empezaba a lamentar haber visto el templo y más aún haberlo sugerido como refugio para los heridos. El edificio estaba más deteriorado de lo que había imaginado. Al recordar el comentario de Horkin sobre un techo con goteras, Raistlin dudó que hubiese siquiera un techo sobre la construcción. Podía imaginar ese viento cortante creando fuertes corrientes entre las ruinas.

—Ha sido un error venir aquí —dijo.

—No, no lo ha sido, Raist —le contradijo Caramon con firmeza—. Este lugar emana una sensación buena. Primero tendremos que comprobar que no existen riesgos y asegurar el perímetro. —Había oído a la sargento Nemiss utilizar esa expresión y había estado esperando la ocasión de poder usarla él—. Asegurar el perímetro —repitió con complacencia.

—¿Qué perímetro? ¡No hay ninguno! —replicó malhumorado su hermano—. Sólo es un viejo y destartalado edificio y un patio plagado de malas hierbas.

Se sentía tremendamente desilusionado y no comprendía la razón. ¿Qué había esperado encontrar allí? ¿A los dioses?

—El edificio parece bastante sólido, de una arquitectura robusta. Creo que debieron de construirlo los enanos —comentó Caramon con toda la autoridad de quien no sabe absolutamente nada sobre el tema.

—Tiene que ser sólido para aguantar en pie todos estos siglos —añadió Cambalache con tono pragmático.

—Por lo menos deberíamos entrar para echar un vistazo —urgió Caramon.

Raistlin vaciló. La noche anterior Solinari parecía señalar el camino, instarlo a que se acercara a aquel lugar antaño sagrado. Pero eso había sido de noche, a la luz de la luna, un tiempo en el que la mente —tan lúcida y fiable durante las horas diurnas— se entregaba a su lado soñador y convertía las sombras en toda una variedad de formas prodigiosas y fantasmagóricas. La pasada noche, el edificio había parecido un lugar excepcionalmente hermoso, seguro, sagrado. Ahora había algo de siniestro en él.

El joven mago tenía la fuerte sensación de que debía dar media vuelta, marcharse cuanto antes y no regresar jamás.

—Puedes quedarte aquí en la calle, donde no hay peligro, Raist —ofreció Caramon con bienintencionada solicitud—. Cambalache y yo iremos a echar un vistazo.

Raistlin lanzó tal mirada a su hermano que podría haber sido una de las flechas de plumas negras.

—¿He dicho «peligro»? —El rostro de Caramon se puso tan rojo como si la imaginaria flecha le hubiese acertado en la frente y la sangre le corriera por la cara—. Lo que quería decir es que hace más calor, Raist, no tenía intención de…

—Venid, los dos —espetó Raistlin—. Yo iré delante.

El guerrero abrió la boca para sugerir que ése era un modo precipitado de actuar, que él, al ser más fuerte, más corpulento e ir mejor armado, debería ponerse a la cabeza, pero al reparar en los labios apretados y los ojos centelleantes de su gemelo, Caramon lo pensó mejor y se situó sumisamente detrás del mago.

El patio no proporcionaba cobertura, de modo que estarían al alcance de tiro de cualquiera que se ocultase dentro del templo. A Raistlin le preocupó advertir que algunas de las pamplinas que crecían entre las losas del suelo habían sido pisoteadas. Alguien más había cruzado el patio, y además, recientemente. Los tallos rotos aún estaban verdes y las hojas sólo empezaban a marchitarse.

Raistlin señaló en silencio la evidencia de que tal vez no estaban solos. Caramon llevó la mano a la empuñadura de su espada y Cambalache desenvainó su daga. Los tres empezaron a cruzar el patio, ojo avizor y aguzando el oído para captar el menor ruido. No escucharon nada salvo el viento barriendo las hojas muertas hacia los rincones ni vieron nada excepto las sombras de las altas y blancas nubes deslizándose sobre las resquebrajadas losas. A medida que se aproximaban a las puertas doradas, Raistlin empezó a relajarse. Si había habido alguien, ya se había marchado. El edificio estaba desierto, a buen seguro.

Pero al llegar a los escalones que conducían al templo, Raistlin advirtió que las puertas doradas, que había creído que estaban cerradas, de hecho se encontraban un poco entreabiertas, como si alguien que estuviese dentro hubiese abierto una rendija para espiarlos. Al reparar también en ese detalle, Caramon se adelantó osadamente poniéndose delante de su gemelo.

—Vamos a echar un vistazo dentro, Raist.

Desenvainó la espada y corrió escaleras arriba, tras lo cual se aplastó de espaldas a la pared, cerca de las puertas. Cambalache lo siguió prestamente y tomó posición al otro lado, asiendo su daga.

—No oigo nada —anunció en un susurro.

—Y yo no veo nada —contestó Caramon—. Ahí dentro está más oscuro que el Abismo.

Alargó la mano para empujar la hoja de la puerta a fin de que entrase más luz. En el momento en que lo hacía, el sol se alzó por encima de las murallas de la ciudad y sus rayos incidieron en las puertas al mismo tiempo que los dedos del guerrero tocaban el dorado metal, dando la impresión de que su roce y el del sol eran una misma cosa y que arrancaba destellos del oro.

En ese instante Raistlin vio el templo no como era, sino como había sido. Lo contempló maravillado, arrobado, con temor reverencial. Las grietas del mármol desaparecieron; la capa de mugre y polvo se disipó al contacto con la luz. Las paredes del templo resplandecían blancas, el friso del pórtico, machacado con ira, estaba restaurado. Y en ese friso había un mensaje, una respuesta, una solución. Raistlin lo miró de hito en hito. Sólo necesitaba unos segundos para desentrañarlo y entonces entendería…

El mundo giró sobre su eje, los cegadores rayos del sol fueron interceptados por una de las torres de guardia de la muralla, cuya sombra cayó sobre las puertas doradas. La visión se desvaneció, el templo volvió a ser el mismo: un edificio en ruinas, desolado, olvidado. Raistlin miró intensamente el friso roto, intentando completar los fragmentos que faltaban evocando la visión, pero descubrió que no podía recordarlo, igual que un sueño que se desvanece al despertar.

—Voy a entrar —anunció Caramon, que volvió a envainar la espada.

—¿Desarmado? —inquirió Cambalache, atónito.

—No es correcto entrar con un arma ahí —contestó el guerrero con voz solemne—. Es… —Buscó la palabra adecuada—. Irrespetuoso.

—¡Pero si no queda nadie a quien mostrar respeto! —argumentó el semikender.

—Caramon tiene razón —intervino Raistlin con firmeza, para gran asombro de su hermano—. No necesitamos armas aquí. Guarda esa daga.

—Y luego dicen «loco como un kender» —rezongó Cambalache entre dientes—. ¡Ja! ¡Los kenders son sensatos comparados con estos dos!

Sin embargo, no queriendo discutir con el mago, Cambalache volvió a meter la daga en su cinturón (aunque no apartó la mano de la empuñadura) y siguió a los gemelos hacia dentro.

En contraste con la brillantez de la luz del sol reflejándose en el oro batido de las puertas, el interior del templo estaba tan oscuro que durante unos instantes los tres compañeros no vieron nada. Pero a medida que los ojos se les fueron acostumbrando al cambio, la oscuridad se desvaneció. El interior del templo parecía más radiante que el luminoso día fuera.

El miedo se disipó; no podía sobrevenirles daño alguno en ese lugar. Raistlin notó que se aflojaba la presión en su pecho, que podía respirar más profundamente, sin que le doliera tanto. La promesa de Solinari se cumplía, y el joven mago se sintió muy avergonzado por haber dudado. Los heridos se encontrarían muy cómodos allí; había una paz en el ambiente, una suavidad en la luz, que poseían cualidades curativas, de eso no le cabía duda. Las bendiciones de los antiguos dioses todavía persistían en el edificio, aunque los propios dioses ya no estuvieran.

—Has tenido una idea excelente, Raist —dijo Caramon.

—Gracias, hermano —contestó Raistlin, que tras una pausa añadió—: Lamento haberme enfadado contigo ahí fuera. Sé que no lo dijiste intencionadamente.

Caramon miró a su gemelo con asombro, maravillado. No recordaba haber oído a su hermano disculparse con nadie por nada. Iba a responder cuando Cambalache le hizo un gesto para que guardara silencio. El semikender señaló otras puertas, éstas de plata.

—¡Creo que he oído algo! —susurró—. ¡Detrás de esas puertas!

—Ratones —dijo Caramon, que empujó una de las hojas plateadas.

Se abrió suave, silenciosamente. El miedo fluyó desde el otro lado, una espantosa riada de terror tan intenso, tan palpable, que Caramon lo sintió arrollándolo, intentando ahogarlo. Reculó a trompicones al tiempo que levantaba las manos como si se hundiera bajo un furioso oleaje.

Raistlin intentó gritar, advertir a su hermano que cerrara la puerta, pero el miedo se apoderó de él constriñéndole la garganta y cortándole la voz.

El terror penetró en el templo en una oleada oscura, rompiente, sumergiendo la parte kender de Cambalache, dejándolo presa del terror humano.

—J… jamás me había sentido así —balbució mientras se acurrucaba contra la pared—. ¿Qué está ocurriendo? ¡No lo entiendo!

Tampoco Raistlin; y él sabía lo que era el miedo. Todos los que se sometían a la mortífera Prueba en la Torre de la Alta Hechicería lo conocían. Había experimentado el miedo al dolor, a la muerte, al fracaso, pero nunca había sentido un miedo como éste.

Era un terror que venía de muy lejos, nacido en un remoto pasado, experimentado por las primeras personas que caminaron sobre Krynn. Un miedo primigenio de quienes al mirar al firmamento veían las ardientes estrellas girando en lo alto; veían el sol, un brillante y terrible orbe de fuego que temían se precipitara sobre ellos. Era el miedo a la funesta oscuridad, cuando ni las estrellas ni las lunas eran visibles y la madera estaba húmeda y no se prendía, y de las salvajes frondas llegaban gruñidos y aullidos de voracidad insaciable.

Raistlin deseaba huir, pero el miedo lo había dejado sin fuerzas, tan desamparado como un recién nacido. Su cerebro lanzaba aguijonazos de fuego a sus músculos y como respuesta sus extremidades temblaban y sufrían sacudidas. Se aferró al bastón y se quedó estupefacto al ver que el cristal facetado, el que sostenía la garra dorada de dragón, emitía una extraña luz.

El joven mago había visto brillar el cristal con anterioridad; sólo tenía que decir «shirak» y la esfera de vidrio alumbraba la oscuridad, pero jamás lo había visto resplandecer así. Era una luz que centelleaba con cólera, roja por los bordes y blanca en el núcleo, como el fuego de una forja.

Un caballero, vestido con armadura plateada de diseño ornamentado, apareció en el umbral. El caballero lucía en el tabardo el símbolo de la Rosa y sostenía una espada en la mano enguantada. Se quitó el yelmo que le cubría la cabeza y sus ojos miraron directamente el corazón de Raistlin y más allá, en su alma.

—Magius —dijo—, requiero tu ayuda para salvar aquello que no debe perecer ni desaparecer del mundo,

—No soy Magius —respondió Raistlin, inducido por la nobleza del porte y del semblante del caballero a decir la verdad.

—Llevas su bastón —adujo el caballero—. El legendario Bastón de Mago.

—Es un regalo —explicó Raistlin, que agachó la cabeza, pero aun así seguía sintiendo los ojos del caballero profundizando en lo más hondo de su ser.

—Un regalo verdaderamente valioso —dijo el caballero—. ¿Eres merecedor de él?

—Yo… No lo sé —respondió, desconcertado, el joven mago.

—Una respuesta sincera —comentó el caballero, que sonrió—. Descúbrelo. Ayúdame en mi causa.

—¡Tengo miedo! —jadeó Raistlin al tiempo que alzaba la mano para detener el horror—. ¡No puedo hacer nada para ayudarte a ti ni a nadie!

—Supera ese miedo —instó el caballero—. Si no lo haces, vivirás atemorizado el resto de tus días.

La luz del cristal irradió tan brillante como un relámpago y Raistlin se vio obligado a cerrar los ojos para protegerlos del doloroso resplandor o de otro modo lo habría dejado ciego. Cuando volvió a abrirlos el caballero había desaparecido, como si nunca hubiese estado allí.

Las puertas plateadas permanecían abiertas y la muerte aguardaba al otro lado.

Tuviste suficiente valor para pasar la Prueba, le dijo una voz interior.

—¡Suficiente valor para matar a mi propio hermano! —respondió el joven mago.

Puede que Par-Salian, Antimodes y todos los demás lo miraran con desprecio, pero jamás con tanto desprecio como el que sentía por sí mismo. Siempre llevaba pegada a los talones una amarga recriminación. El aborrecimiento por sí mismo era su constante sombra.

—Suficiente valor para matar a Caramon cuando venía a rescatarme. Matarlo cuando lo tenía ante mí, indefenso, desarmado, expuesto por su amor hacia mí. Ése es el tipo de valor que tengo —dijo Raistlin.

Vivirás atemorizado el resto de tus días.

—No —reaccionó Raistlin—. Jamás.

Rehusó pensar lo que iba a hacer, levantó el Bastón de Mago y, sosteniendo la radiante luz en alto, cruzó las puertas plateadas y penetró en la oscuridad.