Aunque hacía pocas horas que había anochecido, las calles de Última Esperanza estaban desiertas. Incluso las tabernas se encontraban cerradas. La gente estaba en su casa, ya fuera encontrando refugio a sus problemas en el sueño o yaciendo despierta contemplando la oscuridad y esperando el amanecer con temor. Aquéllos que oyeron pasos y que sintieron curiosidad suficiente o miedo suficiente para asomarse a la ventana, sólo vieron lo que parecía una patrulla marchando calle adelante.
—Si caminamos con sigilo y buscando las sombras haciendo el papel de espías que recorren a hurtadillas la ciudad, nos tomarán por infiltrados. Si marchamos directamente por el centro de la calle, sin hacer alarde de nuestra presencia pero tampoco ocultándonos, hay muchas posibilidades de que nos tomen por la milicia local haciendo la ronda. Hemos de confiar en que no topemos con la verdadera milicia —añadió el barón con su calma característica—. Entonces sí habría problemas. Pero nuestra causa es justa y Kiri-Jolith nos guardará de sufrir daño.
Probablemente Kiri-Jolith no estaba muy ocupado en esos tiempos, tenía pocas plegarias a las que atender. Quizás estaba tan aburrido como los hombres obligados a esperar inactivos en el almacén, sin tener siquiera la pequeña distracción de un juego del salto del caballero con el que animar su aburrida eternidad. La plegaria del barón al llegar a los oídos del dios tal vez fue recibida como un grato cambio, una oportunidad de acabar con la inactividad. Lo cierto es que el barón y su grupo no se encontraron con nadie en su rápida marcha desde el almacén, ni siquiera se cruzaron con un gato callejero.
—Ésa es la casa en la que lo vi entrar, milord —susurró Cambalache, que señalaba un edificio.
—¿Estás completamente seguro? —preguntó el barón—. Ten en cuenta que estás mirándola desde otra dirección.
—Sí, estoy seguro, señor. Como podéis ver, es la más grande de la manzana y recuerdo que había un nido de cigüeñas en lo alto de la chimenea.
Solinari estaba casi llena esa noche y arrojaba su luz plateada sobre las calles de la ciudad. Las altas chimeneas de la hilera de casas semejaban soldados puestos en fila. Un nido de cigüeñas se alojaba encima de una de ellas cual un extraño sombrero de paja.
—¿Y si no es su casa? Podría haber entrado a visitar a un amigo —sugirió el barón.
—No llamó a la puerta —explicó Cambalache—. Se limitó a entrar como si fuese el dueño.
—Y si no es su casa, milord —añadió Raistlin—, entonces capturaremos e interrogaremos a algún otro ciudadano prominente. Quien quiera que viva ahí, es una persona acaudalada.
El barón convino en que esa alternativa le servía igualmente. El reducido grupo dejó la calle y se metió en un callejón que rodeaba la manzana por detrás. Las casas tenían un aspecto diferente en sus fachadas traseras, pero la que buscaban era fácil de localizar debido principalmente al nido de la chimenea.
—He oído que un nido de cigüeñas da buena suerte a la casa en la que está —susurró Cambalache.
—Esperemos que tengas razón en eso, joven —comentó el barón—. No se ven luces. La familia debe de estar acostada, porque dudo que hagan mucha vida social en estos días. ¿Quién puede forzar la cerradura? —El barón miró a Cambalache, pero éste sacudió la cabeza.
—Lo siento, señor. Mi madre intentó enseñarme, pero nunca se me dio bien eso.
—Creo que yo podría encargarme de la cerradura, milord —intervino quedamente Raistlin.
—¿Tienes un hechizo para eso?
—No, milord —contestó Raistlin—. En mis tiempos de estudiante, mi maestro guardaba todos los libros de hechizos en un estante bajo llave. Caramon, necesito que me prestes tu cuchillo.
Una escalera de madera conducía a la puerta trasera. Raistlin subió los peldaños rápida y silenciosamente, cuidando de no tropezar con el repulgo de la túnica. Los otros se quedaron vigilando en el callejón, mirando en todas direcciones, con las manos en las armas. El barón no había tenido tiempo de impacientarse cuando Raistlin hizo una seña con la mano, pálida y blanca a la luz de la luna. La puerta estaba abierta.
Entraron sigilosamente en la casa, o tan sigilosamente como era posible estando Caramon entre ellos. Sus pisadas, debido a su peso, hicieron que el entarimado del suelo crujiera ominosamente cuando entró en la cocina e hizo que las ollas, colgadas de ganchos en una pared, tintinearan.
—¡Silencio, Majere! —susurró, apremiante, el barón—. ¡Despertarás a toda la casa!
—Lo siento, milord —se disculpó el hombretón en tono susurrante.
—Quédate aquí para vigilar la salida —ordenó el barón—. Si viene alguien, lo golpeas en la cabeza y lo atas. Nada de muertes si puedes evitarlo, pero tampoco dejes que nadie grite. Cambalache, quédate con él. Si surgen problemas, no grites, ven a buscarme.
»Hechicero, tú vienes conmigo. —El barón recorrió silenciosamente la cocina, encontró una puerta, la abrió y se asomó—. A menos que me equivoque, ésta es la escalera que utiliza el servicio para acceder a los pisos altos. Allí es donde encontraremos los dormitorios. ¿Ves alguna vela por ahí?
—No necesitamos velas, milord. Si queréis tener luz, yo puedo proporcionárosla. Shirak. —Al pronunciar Raistlin esa palabra, la bola de cristal que remataba el bastón empezó a emitir un suave y blanco resplandor.
La escalera de servicio era estrecha, de caracol. Raistlin y el barón subieron los peldaños en fila india, con Ivor a la cabeza y sigiloso como un felino. El joven mago lo siguió lo mejor que pudo, aterrado ante la posibilidad de pisar inadvertidamente un peldaño que crujiera o de golpear la pared con el bastón.
—El dormitorio principal estará en el segundo piso —susurró el barón, que se paró ante una puerta que conducía fuera de la escalera de caracol, la cual seguía hacia arriba—. ¡Apaga esa luz!
—¡Dulak!—musitó Raistlin, y la luz se apagó, dejándolos en la oscuridad.
El joven mago esperó en la escalera mientras el barón abría la puerta lenta y cautelosamente. Desde donde se encontraba, Raistlin pudo ver un pasillo iluminado por la luna, adornado con tapices. Una pesada puerta de madera, trabajada con tallas, se hallaba justo enfrente de ellos. El sonido de ronquidos llegaba del otro lado de la puerta.
—Tengo preparado un conjuro para dormirlo si es necesario, señor —informó Raistlin.
—Ya está dormido. Lo necesitamos despierto —contestó el barón—. No podemos interrogarlo si duerme.
—Cierto, milord —convino el joven mago, chasqueado.
—Ten preparado ese conjuro para su esposa —continuó Ivor—. Las mujeres tienen la mala costumbre de gritar y no hay nada que despierte a toda una casa más rápidamente que un grito femenino. Lánzaselo antes de que tenga oportunidad de despertarse. Yo me ocuparé del alcalde.
El barón cruzó el pasillo, seguido de cerca por Raistlin, con las palabras del hechizo quemándole la lengua. Se le pasó por la cabeza que no había tosido ni una sola vez durante todo el trayecto y, hete aquí, al pensar en ello ahora una tos empezó a cosquillearle en la garganta. La contuvo desesperadamente.
El barón posó la mano en el picaporte de la puerta, lo giró suavemente y empujó la hoja. El alcalde debía de tener a su servicio un personal muy eficiente, ya que las bisagras de la puerta giraron sin hacer el menor chirrido. Los rayos de la luna se colaban en la habitación a través de una ventana con parteluz. Ivor penetró en la estancia silenciosamente, con Raistlin pegado a sus talones.
Un enorme lecho, con las cortinas del dosel echadas, se alzaba en el centro de la habitación. Los ronquidos sonaban detrás de las cortinas. El barón se acercó de puntillas y atisbó a través de una rendija entre los paños de las colgaduras.
Por suerte para ellos, y quizá para desgracia del alcalde, éste dormía solo. Una ojeada al durmiente bastó al barón para convencerse de que era el alcalde. Encajaba con la descripción hecha por Cambalache, la de un hombre orondo, de rostro alegre, ahora vestido con camisón y gorro de dormir en lugar de sus ricos ropajes.
El barón corrió las cortinas, saltó sobre el hombre dormido y plantó la mano sobre la boca abierta del alcalde, cortándole un ronquido.
El alcalde despertó con una exclamación de sobresalto, ahogada por la mano del barón y miró a su asaltante con los ojos embotados por el sueño.
—¡Ni un solo ruido! —siseó Ivor—. No queremos hacerte daño. ¡Hechicero, cierra la puerta!
Raistlin obedeció prontamente y regresó de inmediato para situarse al otro lado del lecho y estar preparado por si era preciso.
El alcalde contemplaba aterrorizado a su captor y el miedo lo hacía temblar de tal modo que las cortinas del dormitorio se mecían de las anillas doradas.
—Luz —ordenó el barón.
Raistlin pronunció la palabra mágica y el cristal del Bastón de Mago brilló intensamente, alumbrando el rostro de terror.
—Soy el barón Ivor de Arbolongar —se presentó, todavía con la mano sobre la boca del alcalde—. Quizás hayáis oído hablar de mí. Mi ejército está ahí fuera, preparado para atacar vuestra ciudad en el momento que de la orden. Me contrató el rey Wilhelm para deponer a los rebeldes que según decía tenían la ciudad bajo su control. ¿Me seguís?
El alcalde asintió con la cabeza. Todavía parecía estar medio muerto de miedo, pero había dejado de temblar.
—Bien. Os soltaré dentro de un momento si prometéis que no gritaréis pidiendo ayuda. ¿Hay sirvientes en la casa?
El alcalde sacudió negativamente la cabeza. El barón resopló, resultando obvio que pensaba que el hombre mentía, nadie vivía en una casa así sin un cuerpo de servicio. Se planteó si seguir insistiendo en ese tema o continuar con el asunto que lo había llevado allí. Finalmente tomó una decisión intermedia.
—Hechicero, vigila la puerta. Si alguien entra, lanza tu conjuro.
Raistlin entreabrió la hoja apenas una rendija y se situó de manera que tenía una buena perspectiva del pasillo a la par que podía seguir viendo y oyendo lo que ocurría en el dormitorio.
El barón continuó con su monólogo.
—He visto algunas cosas y escuchado otras que me han llevado a cuestionar mi decisión de aceptar este contrato. Confío en que podáis ayudarme. Quiero respuestas claras de vos, señoría, eso es todo. No tengo intención de haceros daño. Respondedme y me marcharé tan rápidamente como he venido. ¿Conforme?
El alcalde asintió tímidamente; la borla de su gorro de dormir se meció.
—Engañadme, intentad jugarme una mala pasada —añadió el barón, todavía sin soltar su presa—, y ordenaré a mi hechicero que os transforme en babosa.
Raistlin asestó una mirada feroz al alcalde, adoptando un gesto severo y amenazador a pesar de que estaba tan incapacitado para cumplir la orden del barón como para cruzar volando la estancia. Sin embargo, gracias al peculiar matiz de su piel y la extraña apariencia de sus ojos, su aspecto resultaba intimidante en extremo, sobre todo para un hombre al que acababan de sacar bruscamente de un sueño profundo.
El alcalde dirigió una mirada aterrada a Raistlin y esta vez su gesto de asentimiento fue mucho más vehemente.
Poco a poco, el barón apartó la mano de su boca.
El alcalde tragó saliva y se lamió los labios al tiempo que subía las ropas de la cama hasta la barbilla, como si pudieran protegerlo. Sus ojos iban del barón a Raistlin alternativamente. Se encontraba en un estado lamentable, y el joven mago se preguntó cómo iban a obtener respuestas lúcidas del pobre hombre.
—Bien —dijo el barón, que miró en derredor, cogió una silla, la colocó junto al lecho y tomó asiento. El alcalde parecía estupefacto ante tal proceder—. Ahora, contadme vuestra versión de los hechos. Desde el principio. Pero sed breve, no tenemos mucho tiempo. El ataque está programado para iniciarse al amanecer.
Esa noticia no ayudó precisamente a tranquilizar al alcalde, que tras empezar a trancas y barrancas en varias ocasiones, comenzando por la mitad de la historia y teniendo que volver atrás, acabó metiéndose de lleno en el relato de las injusticias cometidas contra ellos por el rey Wilhelm el Bueno. Olvidado el miedo, habló con apasionamiento.
—Enviamos un embajador al rey. ¡Ordenó empalarlo! Intentamos rendirnos y el comandante del ejército del rey dijo que todos los hombres capacitados tenían que deponer las armas y salir de la ciudad para que su jefe de esclavos pudiese verlos bien. ¡Y que todas las mujeres jóvenes y bonitas debían ponerse en fila para poder escoger!
—¿Le creísteis? —preguntó el barón, cuyas oscuras cejas estaban fruncidas en un profundo ceño.
—¡Pues claro que le creímos, milord! —El alcalde se enjugó el sudor de la frente con el borlón del gorro de dormir—. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? —Se estremeció—. Además, habíamos oído los gritos de los que cogieron prisioneros en los campos. Vimos arder sus casas y sus establos. Sí, naturalmente que le creímos.
Conociendo a Kholos, el barón también lo creyó capaz. Reflexionó sobre todo lo que acababa de oír mientras se daba suaves tirones a la negra barba.
—¿Sabéis vos qué está pasando, milord? —preguntó sumisamente el alcalde.
—No —fue la seca respuesta de Ivor—. Pero tengo la sensación de que he sido engañado. Si habéis oído hablar de mí entonces sabéis que soy un hombre de honor. Mis antepasados eran Caballeros de Solamnia y, aunque yo no pertenezco a esa noble Orden, sigo obrando conforme a sus preceptos.
—¿Daréis, pues, la orden de no atacar? —preguntó el alcalde con un patético gesto esperanzado.
—No lo sé —repuso el barón, que tenía la cabeza inclinada en actitud meditabunda—. Firmé un contrato. Di mi palabra de que atacaría por la mañana. Si ahora me niego, doy media vuelta y abandono la batalla, me tomarán por un quebrantador de juramentos, probablemente por un cobarde. Ningún posible contratante preguntará las circunstancias. Llegará a la conclusión de que no soy digno de fiar y rehusará trabajar conmigo. Si ataco, se me verá como un hombre que masacró inocentes que intentaban rendirse. ¡Estoy en un buen aprieto! —añadió furioso mientras se ponía de pie—. Goblins a mi izquierda y ogros a mi derecha.
—No habrá también goblins y ogros ahí fuera ¿verdad? —jadeó el alcalde, que aferró las ropas de la cama con los dedos crispados.
—Me he expresado en sentido figurado —rezongó Ivor que paseaba por el dormitorio de un lado para otro—. ¿Qué hora es, hechicero?
Raistlin se acercó a mirar por la ventana y vio que la luna se encontraba en el arco descendente hacia el horizonte.
—Cerca de medianoche, milord.
—Tengo que tomar una decisión en uno u otro sentido, y pronto.
El barón recorrió el dormitorio hacia un extremo, giró sobre sus talones al estilo militar, como si estuviese en servicio de guardia, y marchó en sentido contrario mientras sostenía una batalla mental contra los ogros de actos atroces situados en un flanco y los goblins del deshonor en el otro. Para Raistlin era una decisión sencilla: ordenar suspender el ataque y regresar a casa. Sin embargo, él no era un noble con ideas caballerosas del honor, por erróneas que fueran. Y tampoco era responsable de un ejército, cuyos soldados esperaban que se les pagara como se les había prometido. Tal pago no se produciría si el barón dejaba de cumplir las condiciones del contrato. Un gran dilema que Raistlin agradeció no fuera de él.
Por primera vez comprendió el peso del mando, la soledad de quien lo ostentaba. La vida de miles de personas se encontraba en la balanza de esa decisión: las de los hombres de quienes era responsable el barón y ahora además las de los habitantes de la ciudad condenada. El barón era el único que podía tomar esa decisión y tenía que hacerlo de inmediato. Y lo que era peor, tenía que hacerlo sin disponer de todos los factores concurrentes.
¿Qué le había pasado al rey Wilhelm? ¿Por qué estaba resuelto a destruir la ciudad y acabar con sus habitantes? ¿Cabía la posibilidad de que el soberano tuviese una buena razón para ello? ¿El alcalde estaba diciendo la verdad o, viendo que su ciudad se encontraba ahora en una situación insostenible, se había inventado un cuento? El barón seguía paseando de un lado a otro del dormitorio; Raistlin lo observaba en silencio y sentía curiosidad por el resultado de sus cavilaciones.
Al final no se enteró. El barón se paró a mitad de recorrido entre uno y otro extremo del dormitorio.
—He tomado una decisión —anunció con tono grave—. Ahora, decidme la verdad, señoría. ¿Cuántos sirvientes tenéis en la casa y dónde están?
—Dos, milord —contestó dócilmente el alcalde—. Un matrimonio que lleva muchísimo tiempo a mi servicio. No tenéis nada que temer de ellos, señor. Ambos duermen tan profundamente que no se despertarían aunque la ciudad se desplomara sobre ellos.
—Confiemos en que las cosas no lleguen a eso —dijo gravemente el barón—. Hechicero, encuentra a esos sirvientes y ocúpate de que sigan bien dormidos.
—Sí, milord —respondió Raistlin, como se esperaba que hiciera, aunque le fastidiaba enormemente tener que marcharse.
—Y después ve a decirle a mi guardia personal que estaré listo para partir dentro de poco.
—¿Les hará daño? —inquirió con ansiedad el alcalde, refiriéndose a sus criados.
—No, no les hará daño —aseguró el barón.
El alcalde estaba pálido y abatido a causa de la expresión sombría y ceñuda de Ivor y de sus palabras ominosas. Indicó dónde podía encontrar Raistlin a los dos sirvientes y el joven hechicero remoloneó un poco más con la esperanza de que el barón dijera algo que apuntara sus intenciones. Se demoró tanto que Ivor miró en su dirección, fruncido el ceño, a Raistlin no le quedó más remedio que ir a cumplir la orden o enfrentarse a una feroz reprimenda. —A buen seguro esos criados estarán dormidos profundamente— masculló el mago, irritado, mientras subía la escalera hasta el cuarto de los sirvientes, una pequeña habitación con una única ventana de faldón, en el último piso, no muy por debajo del nido de cigüeñas. —Enviarme a que me ocupe de ellos no es más que una excusa. Lo que pasa es que no se fía de mí y se ha inventado este absurdo encargo para quitarme de en medio. A Horkin le habría dejado quedarse.
Al final resultó que la intuición del barón era acertada. Quizás había oído algún ruido que indicaba que los criados se habían despertado. Cuando Raistlin abrió la puerta del dormitorio se encontró al criado, un hombre de mediana edad, sentado al borde de la cama y poniéndose una de las botas, en tanto que su esposa le azuzaba con el dedo en la espalda mientras decía, con gran nerviosismo, que estaba segura de que alguien había entrado en la casa.
Raistlin lanzó el hechizo justo cuando la mujer lo vio a la luz de la luna. El sueño le cerró la boca sin que hubiese lanzado el grito. El marido dejó caer la otra bota, que hizo un ruido seco al tocar el suelo, y se desplomó de espaldas en la cama. El efecto del conjuro duraría largo tiempo. Sin embargo, sólo para estar seguro, Raistlin cerró la puerta del cuarto y se llevó la llave, que después dejaría sobre la mesa de la cocina.
Algo aplacado por el hecho de que efectivamente habían corrido el riesgo de ser descubiertos, Raistlin regresó a la cocina, donde encontró a Caramon montando guardia en la ventana que daba al callejón.
—¿Dónde está Cambalache?
—Fue a la parte delantera para asegurarse de que nadie entrase por allí.
—Iré a buscarlo. El barón ha dicho que estemos prepara dos para marcharnos dentro de poco. Asegúrate de que el camino está despejado.
—Claro, Raist. ¿Qué ha decidido hacer? ¿Vamos a atacar?
—¿Y eso qué más nos da a nosotros, hermano? —inquirió con indiferencia el mago—. Nos pagan para que obedezcamos órdenes, no para que las cuestionemos.
—Sí, supongo que tienes razón —admitió Caramon—. Sin embargo, ¿no sientes curiosidad por saberlo?
—En absoluto —contestó Raistlin y se marchó a buscar a Cambalache.
El barón no dio la menor pista de sus intenciones en el camino de vuelta al almacén. Las calles seguían desiertas. No corrieron riesgos, se mantuvieron cerca de los edificios y se detuvieron en las esquinas para mirar a uno y otro lado de las calles laterales antes de cruzarlas. Estaban a punto de cruzar la última, teniendo el almacén justo enfrente de ellos, cuando Caramon, que iba a la cabeza del grupo, atisbó el brillo de una luz por el rabillo del ojo y retrocedió contra el costado de una casa abandonada.
—¿Qué pasa? —susurró el barón.
—Una luz. Al final de la calle —contestó en tono igualmente quedo el guerrero—. No estaba allí cuando nos marchamos.
Indicando por señas a los otros que permanecieran en las sombras, el barón se asomó sigilosamente a la esquina para otear en la dirección señalada por Caramon.
—Válgame el cielo —musitó sobrecogido—. ¡Tenéis que ver eso!
Los otros lo rodearon y se asomaron a la calle. Se detuvieron, mirando de hito en hito, tan estupefactos que olvidaron que estaban al descubierto.
Al final de la calle se alzaba un edificio, una construcción deteriorada, en ruinas, que en otros tiempos debió de ser muy hermosa. Restos de elegantes columnas sostenían un friso cuyas imágenes habían sido borradas, ya fuera por los estragos del tiempo o por la mano del hombre. El edificio estaba rodeado por un patio, cuyas losas aparecían rotas e invadidas por las malas hierbas. Caramon habría pasado por alto aquella reliquia, sin reparar en ella, de no ser por la luz de la luna.
Ya fuera por el diseño o por casualidad, el edificio absorbía los rayos de Solinari, reteniéndolos en la piedra del mismo modo que un niño capturaría luciérnagas en un frasco, de manera que la construcción resplandecía con un fulgor argénteo.
—Jamás había visto nada igual —dijo el barón en un tono quedo y reverente.
—Tampoco yo —convino Cambalache—. Es tan hermoso que me duele justo aquí. —Se puso la mano sobre el corazón.
—¿Es magia, Raist? —preguntó Caramon.
—Encantamiento, sin duda. —Raistlin hablaba en susurros, temeroso de que el sonido de su voz rompiera el hechizo—. Encantamiento —repitió—, pero no magia.
—¿Qué? —Caramon estaba desconcertado—. ¿Y qué otra clase de magia hay?
—Antaño existía la magia de los dioses —explicó su gemelo.
—¡Por supuesto! —exclamó el barón—. Ése debe de ser el Templo de Paladine. Lo vi señalado en el mapa. Probablemente sea uno de los pocos templos dedicados a los antiguos dioses que siguen en pie en todo Ansalon.
—El Templo de Paladine —repitió Raistlin. Miró a Solinari, la luna plateada. Y, según la leyenda, el hijo de Paladine—. Sí, eso lo explicaría.
—Debería ir a presentar mis respetos antes de marcharnos —dijo el barón.
No obstante, recordando que había asuntos importantes que decidir antes de que amaneciera, cruzó la calle hacia el almacén. Caramon y Cambalache lo siguieron y Raistlin fue detrás de ellos. Cuando llegaron al almacén, el joven mago hizo otro alto para echar una última mirada al maravilloso espectáculo. Sus ojos dejaron el templo y se alzaron hacia Solinari, atraídos de nuevo por la luna plateada.
El dios de la magia blanca se le había aparecido en el pasado; los tres dioses, Solinari, Lunitari y Nuitari, habían honrado al joven mago con su interés. Era a Lunitari a quien Raistlin debía lealtad en primer lugar, pero cuando un hechicero escogía venerar a uno de los tres primos debía, en algún rincón de su alma, venerar también a los otros dos.
Raistlin había honrado siempre a Solinari, aunque el joven mago albergaba la idea de que no gozaba de la total aprobación del dios de la magia blanca. Mientras contemplaba el templo reluciente a la luz de la luna plateada, Raistlin tuvo de repente la impresión de que Solinari había iluminado el templo a propósito para llamar su atención, como quien enciende una almenara de un faro. Si era así, ¿la luz brillaba para advertirles que se alejaran de una peligrosa costa a sotavento o estaba allí para guiarlos a través de la tormenta?
—¿Raist? —La voz de Caramon llamándolo sacó de su ensimismamiento al mago—. Eh, chicos, ¿habéis visto a mi hermano? Venía detrás de mí… Ah, estás ahí. Me tenías preocupado. ¿Dónde te habías metido? Todavía mirando ese templo ¿verdad? Produce una sensación extraña dentro de uno ¿a que sí?
»¿Sabes una cosa, Raist? —añadió impulsivamente el guerrero—. Me gustaría entrar ahí y conocerlo. Sé que es un templo de un antiguo dios que ya no está con nosotros, pero creo que si entrara hallaría respuesta a mis preguntas más importantes.
—Albergo serias dudas de que el templo pudiera decirte cuándo va a ser tu próxima comida —dijo Raistlin.
No sabía por qué lo hacía, pero cada vez que su gemelo manifestaba en voz alta lo que él había estado pensando reaccionaba con una brusquedad desmedida.
Una nube pasó delante de la luna, cual un tupido velo negro que hubiese caído sobre el orbe plateado. El templo desapareció, tragado por la oscuridad. Si es que alguna vez había conocido las respuestas a los misterios de la vida, el templo las había olvidado hacía mucho.
—Ejem. —Caramon carraspeó—. Será mejor que entres, Raist. Se supone que no debemos estar aquí fuera. Va contra las órdenes.
—Gracias, hermano, por recordarme mi deber —replicó secamente el mago, que apartó a su gemelo para pasar al almacén.
—De nada, Raist —respondió, radiante, Caramon—. Encantado.
En un rincón del almacén, el capitán Senej y la sargento Nemiss sostenían una conversación con el barón. Hablaban en voz baja, de manera que nadie oía lo que decían, ni siquiera Cambalache, a quien la sargento Nemiss había sorprendido agazapado detrás de un barril e irritada, como castigo, le había ordenado hacer guardia. Los soldados observaban los rostros de los tres buscando en sus expresiones alguna señal sobre las intenciones del barón.
—Sea lo que sea lo que esté diciendo el barón —comentó en voz queda Caramon—, al capitán Senej no parece gustarle.
El capitán estaba ceñudo y sacudía la cabeza. Se le oyó decir «no confiar» en tono alto y severo. Aparentemente la sargento Nemiss tampoco estaba complacida, ya que hizo un gesto enérgico con la mano, como si tirara bruscamente algo. El barón escuchó sus argumentos y pareció meditarlos. Finalmente, sin embargo, sacudió la cabeza. Un gesto cortante con la mano puso fin al debate.
—Ya conoces las órdenes, capitán —dijo en voz lo bastante alta para que todos los que estaban en el almacén lo oyeran.
—Sí, señor—contestó Senej.
—Volantín —llamó la sargento—. El barón va a marcharse ya. Lo escoltarás de regreso al campamento.
—Sí, señor. ¿He de volver aquí, señor?
—No habrá tiempo antes del ataque —dijo la sargento, que habló de un modo deliberadamente sosegado e impasible.
Los hombres se miraron entre sí. De modo que el ataque se llevaría a cabo. Pocos hicieron algún comentario, ya fuera de complacencia o de decepción. Habían ido a luchar, y eso sería lo que harían.
Volantín saludó, cogió el rollo de cuerda, y el barón y él se marcharon. La sargento Nemiss y el capitán Senej conferenciaron un poco más y luego la sargento fue a cambiar el turno de guardia. El capitán se tumbó en el suelo y se tapó la cara con el sombrero.
Los hombres siguieron su ejemplo. Caramon no tardó en empezar a roncar sonoramente, tanto que la sargento Nemiss le atizó una patada y le dijo que se diera la vuelta y dejara de meter tanto escándalo; seguramente podrían oírlo hasta en Solamnia.
Cambalache se durmió hecho un ovillo, como un lirón, incluso tapándose los ojos con las manos.
Raistlin, que había dormido casi todo el día, no estaba cansado. Se sentó con la espalda apoyada en la pared y recitó los conjuros una y otra vez hasta que los tuvo perfectamente memorizados.
Las palabras mágicas seguían prendidas en sus labios cuando el sueño lo venció y lo sumergió en imágenes oníricas de un templo bañado por la luz plateada de la luna.