12

Una vez que el almacén fue ocupado, registrado, atrancado y juzgado un escondite tan seguro como podía encontrarse dentro de una ciudad enemiga sometida a cerco, la sargento de la compañía C estableció las guardias y les dijo al resto que durmiese un poco. Raistlin ya estaba sumido en un profundo sueño, exhausto por el ejercicio físico y los rigores de la ejecución de conjuros.

Los que estaban de vigilancia trataron de hacer oídos sordos a los sonoros ronquidos de sus compañeros y combatieron el cansancio recorriendo de un extremo a otro el vacío almacén, haciendo un alto de vez en cuando para asomarse por las ventanas o para intercambiar unas palabras en voz baja. Cuando se cumplió su turno de guardia, el sueño casi los había vencido, sus ojos se cerraban, daban cabezazos y de repente volvían a estar alerta al oír el sonido de unos pasos en la calle o la carrera de alguna rata por las vigas del techo.

La mañana transcurrió sin incidentes. Muy pocos transeúntes caminaban por las calles de esta parte de la ciudad. El impuesto de puerta había cerrado los mercados y vaciado de mercancías los almacenes. Los únicos civiles que se aventuraban por el distrito aparentemente iban de paso hacia algún otro lugar, ya que no miraban a derecha ni a izquierda y seguían caminando con la cabeza gacha y el gesto preocupado. En cierto momento, cuatro guardias aparecieron marchando y su presencia provocó que los que estaban de vigilancia se llevaran la mano a la espada y se prepararan para despertar a sus compañeros. Sin embargo los guardias siguieron marchando calle adelante y los centinelas se miraron entre sí, asintieron y sonrieron. Por lo visto la táctica del mago había tenido éxito. Nadie sabía que había habido una infiltración en la defensa de la ciudad. Nadie sabía que estaban allí.

La lluvia había parado con la llegada del amanecer y el sol de mediodía brillaba en lo alto. Raistlin durmió como si nunca fuera a despertar, con su hermano montando guardia a su lado. Los demás hombres continuaron dormitando o tendidos en el suelo, satisfechos de tener la oportunidad de no hacer nada, para variar, y descansando para lo que a buen seguro iba a ser una noche larga y peligrosa.

Todos excepto Cambalache. A pesar de que su ascendencia humana predominaba sobre la kender, en ocasiones ésta salía a la superficie brotando con la intensidad de un mal sarampión. La comezón que lo atormentaba en ese momento era el aburrimiento y, como cualquier habitante de Ansalon bien sabía, un kender aburrido era un kender peligroso. Podría pensarse que un semikender aburrido sería sólo la mitad de peligroso; no obstante, quienes estuviesen junto a un semikender aburrido harían bien en soltar la trabilla que sujetaba la espada a la vaina y prepararse para afrontar cualquier problema.

Cambalache había dormido más que suficiente; en realidad no necesitaba dormir mucho y tras cuatro horas de sueño estaba en pie y listo para entrar en acción.

Por desgracia, todavía faltaba mucho para ese momento. Cambalache deambuló por el almacén durante una hora registrándolo desde el techo hasta el sótano con la esperanza de encontrar algo que pudiera aprovecharse. A juzgar por el polvo y la paja que había en el suelo, el almacén se había utilizado como granero y todo cuanto encontró Cambalache fueron unos cuantos sacos vacíos, señal de que las ratas habían esquilmado a conciencia el lugar.

Tras regresar con las manos vacías de su rebusco, Cambalache intentó entablar conversación con Caramon, pero su amigo le chistó secamente y le ordenó que cerrara la boca para que no despertara a Raistlin. En opinión de Cambalache, nada salvo un Ingenio Ululante Gnomo Limpiaventanas Accionado a Vapor, como el que había visto en cierta ocasión, siendo pequeño, despertaría al joven mago.

Al recordar dicho ingenio, Cambalache se lanzó a contar a Caramon la interesante historia de cómo el ingenio, además de no limpiar los cristales de las ventanas, los había roto todos en el proceso, y que los propietarios de las ventanas se pusieron furiosos y estuvieron a punto de agredir a los gnomos, los cuales, sin embargo, hicieron notar que las ventanas sin cristales proporcionaban una vista clara y sin obstrucciones del exterior, que era lo que se estipulaba en el contrato. Tras declarar un éxito su máquina, los gnomos se habían marchado de la ciudad. Otro grupo de gnomos de un Comité de Vidrieros de Cristal Hilado y Espejos Rotos Especializado en Siete Años de Mala Suerte había llegado poco después (la política de dicho comité era seguir los pasos a los operadores de la máquina limpiacristales), pero se les impidió entrar cuando llegaron a los límites de la ciudad.

Caramon chistó de nuevo a Cambalache justo en el momento más interesante del relato, cuando los gnomos habían puesto en marcha su máquina y al alcalde empezaron a sangrarle los oídos.

El semikender se alejó y empezó a hacer otro recorrido desganado por el almacén; acabó tropezando y cayendo sobre el cuerpo de un soldado dormido al que no había visto por estar tumbado en las sombras. Recibió una patada y una maldición mandándolo al Abismo. En un rincón soleado, el capitán Senej y la sargento Nemiss se inclinaban sobre un mapa, elaborando un plan para el ataque de madrugada. Allí, al menos, había algo interesante. Cambalache se acercó y echó una ojeada al mapa.

—Ésta es la calle principal que conduce a la puerta norte. Según el mapa —estaba diciendo el capitán Senej—, este edificio que hay justo aquí nos proporcionará una cobertura excelente hasta el momento en que tengamos que salir a descubierto para atacar.

—Y yo repito, señor, que uno de nuestros espías nos informó que ese edificio se quemó hace un mes —argumentó la sargento Nemiss—. No podéis contar con que siga allí, y si no está nos encontraremos al descubierto todo el trecho que hay desde esta manzana hasta las puertas.

—Hay árboles…

—Los han cortado, señor.

—Según tu espía.

—Sé que no tenéis muy buena opinión de él, señor, y admito que falló respecto a informarnos sobre las catapultas, pero…

—Un momento, sargento. —Al reparar en la sombra que se proyectaba sobre el mapa, el capitán Senej alzó la vista—. ¿Ocurre algo, soldado?

—Yo puedo ir —se ofreció Cambalache, haciendo caso omiso del sarcasmo—. Puedo ir y comprobar si la casa sigue en pie y si se han cortado los árboles. Por favor, señor, realmente necesito hacer algo. Tengo esa comezón en las manos y en los pies.

—Hongos de trinchera. Es la afección en los pies que ataca a los soldados por pasar mucho tiempo con ellos metidos en el agua.

—Nada de hongos de trinchera, señor —dijo la sargento—. Es kender. O mejor dicho, semikender.

El gesto del capitán se ensombreció.

—Podría llegar allí y estar de vuelta en un abrir y cerrar de ojos, señor —suplicó Cambalache.

—Ni hablar —se negó el capitán—. El riesgo de que se fijen en ti y te capturen es demasiado grande.

—Pero, señor… —insistió Cambalache.

—Quizá deberíamos atarlo —sugirió el capitán, iracundo.

—Señor, realmente no es mala idea, ¿sabéis? —intervino la sargento.

—¿Cuál? ¿Atarlo?

—No, señor. Enviarlo para que haga un reconocimiento. La vida de los hombres podría depender de si esa casa sigue en pie o no. Cambalache ha demostrado ya poseer recursos.

El capitán observó a Cambalache, quien, a fin de inspirar confianza, trató de ofrecer una apariencia más humana y menos kender.

—De acuerdo. Sería conveniente saber lo de esa casa —dijo Senej, cambiando de idea—. Pero dependes sólo de ti mismo, Cambalache. Si te capturan, no podemos poner en peligro la misión por ir a rescatarte.

—Lo entiendo perfectamente, señor —contestó el semikender—. No me cogerán. Tengo una gran facilidad para confundirme entre la gente y no desentonar, así que no se fijarán en mí y si lo hacen creerán que soy…

—¿No deberías estar ya en camino? —El capitán le lanzó una mirada feroz.

—Sí, señor. Ya me iba, señor.

Cambalache regresó donde Raistlin dormía y Caramon velaba el sueño de su hermano.

—Caramon —susurró el semikender—, necesito que me prestes esa bolsa.

—Ahí están nuestras raciones —argumentó el guerrero—. O lo que queda de ellas —añadió con aire sombrío.

—Lo sé. Traeré la comida de vuelta, lo prometo. Puede que incluso te traiga más.

—¡Tú tienes una bolsa! —protestó Caramon.

—El bastón… —murmuró en sueños Raistlin—. El bastón es… Es mío… ¡No! —gritó, y empezó a agitarse y a sacudir los brazos.

—¡Chist! ¡Raist! ¡Tranquilo, no pasa nada! —susurró Caramon, que sujetó a su hermano por los hombros al tiempo que echaba una ojeada hacia donde se encontraba la sargento Nemiss, la cual se había vuelto para mirar iracunda en su dirección—. Tu bastón está aquí, Raist. Justo a tu lado.

Caramon puso el cayado bajo la frenética mano de su gemelo. Raistlin lo aferró protectoramente, suspiró y volvió a sumirse en un profundo sueño.

—Acabará teniendo problemas con la sargento si sigue gritando así —comentó Cambalache.

—Lo sé, por eso me he quedado con él. Está más tranquilo si me tiene a su lado. —Caramon sacudió la cabeza—. No sé qué le pasa, nunca lo había visto así. No deja de pensar que alguien intenta quitarle el bastón.

Cambalache se encogió de hombros en un gesto de indiferencia. No le interesaba gran cosa nada de lo que Raistlin hacía o pensaba.

—Vamos, dame la bolsa —pidió.

Caramon se la entregó y lo observó mientras se la colgaba en un hombro.

—No me vendría mal otro par más, pero supongo que tendré que arreglarme con éstas. Lástima que me cortara el pelo. ¿Qué te parece?

Se pasó los dedos por el corto cabello de manera que se le quedó de punta y alborotado. A continuación esbozó una sonrisa alegre, despreocupada.

—Vaya —exclamó Caramon, estupefacto—. Pareces un kender. No te ofendas —añadió, consciente de lo susceptible que era su amigo con ese tema.

—No me ofendo —sonrió Cambalache—. De hecho, eso es lo que quería oírte decir. Hasta luego.

—¿Adónde vas? —demandó el guerrero.

—A hacer un reconocimiento del terreno —contestó su amigo con orgullo.

En una ciudad humana amurallada, donde todos conocían a todos y seguramente desde que habían nacido, cualquier extraño que entrara en ella tenía que llamar la atención por fuerza, y eso en una situación de normalidad. En consecuencia, ahora que la ciudad estaba rodeada de tropas enemigas, todo el mundo tenía los nervios a flor de piel. Los ciudadanos se ocupaban de sus asuntos cotidianos armados hasta los dientes, preparados para un ataque. Cualquier forastero era reducido de inmediato, atado y conducido para someterlo a interrogatorio. Con excepción de los kenders.

El problema no era que a los humanos todos los kenders les parecieran iguales, sino que el mismo kender nunca parecía el mismo dos veces consecutivas. O había cambiado sus ropas con un amigo o había tomado prestadas unas que estaban tendidas para secarse y le habían llamado la atención. Tal vez un día llevaba flores en el pelo, y al siguiente, jarabe de arce. Puede que llevara puestos sus zapatos o los de otra persona o fuera descalzo. No era de extrañar pues que la mayoría de los humanos —y en especial unos humanos preocupados, atemorizados, disgustados— no supieran si estaban viendo al mismo kender durante varios días o a varios kenders vestidos más o menos con el mismo atuendo.

En consecuencia, nadie en Última Esperanza prestó más atención a Cambalache que la habitual reacción de poner una mano con gesto protector sobre la bolsa del dinero.

Cambalache recorrió la calle principal de la ciudad amurallada y contempló con admiración las altas casas que se alzaban unas junto a otras, con las paredes enlucidas y los pilares de madera oscura. En las plantas altas brillaban los cristales emplomados de las ventanas en saliente que se asomaban a la calle. Sin embargo, algunos edificios necesitaban una mano de pintura; otros se encontraban en mal estado, cosa que no habría ocurrido si sus propietarios tuvieran medios para arreglar los aleros combados o reponer una ventana rota.

Los comercios por los que pasó estaban cerrados con tablones y los puestos de los mercados, vacíos y viniéndose abajo. Sólo las tabernas se hallaban concurridas ya que era allí donde todo el mundo iba a enterarse de las noticias, las cuales, en su mayoría, no eran buenas.

La gente con la que Cambalache se cruzó estaba pálida y alicaída. Si se paraban para hablar, mantenían la conversación en tono quedo, ansioso. Cambalache daba los buenos días en voz alta, pero nadie respondía. Casi todos sacudían la cabeza y apresuraban el paso. Las únicas personas alegres que vio fueron dos chiquillos, sucios y andrajosos, que corrían por la calle atacándose con espadas de madera.

—Así que éstos son los rebeldes —murmuró Cambalache.

Pasó ante una ventana abierta y vio a una mujer delgada, que parecía medio muerta de hambre, intentando amamantar a un quejumbroso bebé.

Cambalache se obligó a recordar a Borar desplomándose con una flecha hundida en la garganta. Imaginó los cuerpos aplastados y machacados bajo las grandes piedras lanzadas por las catapultas y así consiguió experimentar cierto odio contra esas gentes. Empero, puesto que sólo la parte humana de Cambalache era la que podía odiar y constituía únicamente la mitad de su ser, el odio quedaba atenuado considerablemente. Y ese odio que sentía en mayor o menor grado fue el que lo llevó hasta las puertas de la ciudad, que estaban cerradas, atrancadas y reforzadas con barricadas.

La información del espía era cierta en parte. La casa en cuestión se había incendiado, pero los árboles que crecían al pie de la muralla y que eran parte de sus defensas continuaban allí y proporcionarían inadvertidamente ayuda a los atacantes de la ciudad al darles la cobertura adecuada para su asalto.

Cambalache remoloneó por los alrededores tomando nota de los detalles e intentando imaginar de antemano las preguntas que el capitán y la sargento le plantearían. Aquello no le llevó mucho tiempo. Suponía que debería regresar al almacén, pero la idea de estar encerrado en aquel edificio, contemplando el sueño de Raistlin, le resultaba insoportable.

«A buen seguro al capitán le gustaría que le llevara alguna información sobre el enemigo —se dijo para sus adentros—. Y el enemigo está a mi alrededor. En algún sitio alguien debe de estar hablando sobre lo que planean hacer».

Una corta búsqueda aportó una fuente de información que parecía prometedora. Un grupo de personas, una mezcla de civiles y soldados a juzgar por sus ropas, se había reunido en lo alto de la muralla, cerca de una torre de guardia. Uno de los hombres, un tipo corpulento y bien vestido, llevaba una pesada cadena de oro al cuello. Dicha cadena denotaba que debía de tratarse de alguien importante.

Cambalache estaba deseando con todas sus fuerzas haber sido un pequeño ratón para escabullirse entre los pies de aquellas personas, cuando al fijarse en los árboles que crecían junto a la muralla se le ocurrió otra idea. En lugar de ser un ratón, podría ser un pájaro.

Eligió el árbol más alto y que estaba más próximo al grupo y aguardó junto al tronco, a la sombra, hasta estar seguro de que los contados transeúntes no se habían fijado en él. Se despojó de las bolsas, que dejó al pie del árbol, y empezó a trepar por el tronco. Silenciosa y ágilmente fue ascendiendo con cuidado de rama en rama, sin apresurarse, estudiando cada punto de agarre donde plantaba manos y pies a fin de no mover las ramas y evitar que hiciesen ruido. Subió con tanto sigilo que sobresaltó a una ardilla que estaba en su nido.

El animalito le regañó sonoramente y abandonó el agujero del árbol; era una hembra y las crías la siguieron agitando las colas y escandalizando. El jaleo de las ardillas le proporcionó una excelente cobertura y le permitió trepar mucho más cerca de lo que había esperado llegar. Se acomodó en una rama justo debajo de la muralla y aguzó el oído. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo cuando oyó a uno de los hombres dirigirse al tipo corpulento que llevaba la cadena de oro con el título de «alcalde».

«¡Un consejo del comité de guerra —pensó muy nervioso Cambalache—. He ido a topar con una junta de los cabecillas!».

En realidad no era eso exactamente, como descubrió a no tardar. El alcalde había subido a la muralla para ver los resultados del último ataque del enemigo, un ataque que se había interrumpido a media mañana, cuando el ejército adversario se había retirado a su campamento.

—Éste es el segundo asalto que hemos rechazado —estaba diciendo el alcalde en tono esperanzado—. Creo que tenemos bastantes probabilidades de ganar esta guerra.

—¡Bah! Los dos han sido escaramuzas. —El que hablaba era un hombre mayor, canoso y lleno de arrugas—. Simplemente han querido tantear nuestras defensas. Ahora tienen una buena idea gracias al zoquete que ordenó disparar la catapulta ayer por la mañana.

El alcalde soltó una tosecilla de reprobación a la que siguió un silencio. Luego, el hombre mayor volvió a hablar.

—Debéis afrontar los hechos, señoría —le dijo al alcalde—. No tenemos la más remota posibilidad de alzarnos con la victoria.

Otro silencio.

—Ni la más mínima —continuó el hombre mayor al cabo de unos instantes—. Tengo a mi mando hombres que en su mayoría no están entrenados. Oh, sí, disponemos de unos cuantos arqueros que pueden acertar en el blanco, pero no son muchos, y su número se reducirá en el primer asalto en serio. ¿Sabéis lo que ha pasado esta mañana? Encontré a tres de mis guardias completamente borrachos durante su turno de guardia. Y no los culpo. Yo mismo me habría emborrachado anoche si hubiese tenido a mano una botella.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —inquirió el alcalde con voz entrecortada. Parecía estar al borde de la histeria—. ¡Intentamos rendirnos! ¡Ya oíste lo que ese… desalmado dijo!

—Sí, lo oí. Y ésa es la razón de que no me emborrachase anoche hasta perder el sentido. —La voz del comandante se endureció—. Albergo la esperanza de durar lo suficiente para vérmelas personalmente con él.

—Me parece increíble —comentó el alcalde—, pero da la impresión de que el rey Wilhelm quiere vernos muertos a todos. Tenía que saber que al gravarnos con ese injusto impuesto la situación desembocaría en abierta rebelión. Nos forzó a dar este paso y luego ha enviado a su ejército para darnos una lección. Cuando intentamos acordar la paz, su general la condicionó a unos términos tan atroces que ninguna persona en su sano juicio aceptaría.

—Eso no os lo discuto, señoría.

—Pero ¿por qué? —demandó el alcalde con impotencia—. ¿Por qué nos hace esto?

—Si los dioses estuvieran aún por aquí, lo sabrían. Como no están, he de asumir que sólo el rey Wilhelm lo sabe, y ha perdido la chaveta, si lo que se cuenta es cierto. A lo mejor tiene nuevos arrendatarios para nuestros hogares. Os diré una cosa, sin embargo: el ejército que hay ahí fuera no es el de Yelmo de Blode.

—¿No? —El alcalde parecía sorprendido—. Entonces, ¿qué ejército es?

—Lo ignoro. Pero serví varios años en el de Yelmo de Blode y ése no lo es. Éramos un ejército temporal, formado por gentes del país. Dejamos nuestros arados para coger las espadas, hicimos unas cuantas horas de marcha, combatimos nuestra batalla y regresamos a nuestras casas a tiempo de tomar la cena. Sin embargo, ése de ahí fuera… Ése es un ejército de guerreros. Un ejército profesional, no un puñado de granjeros que se han puesto las armaduras de sus abuelitos.

—Pero, entonces, ¿qué significa eso? —El alcalde estaba aturdido, como si alguien lo hubiese golpeado con una roca.

—Significa que tenéis razón, señoría —fue la lacónica respuesta del comandante—. El rey, o alguna otra persona, nos quiere muertos a todos.

El comandante hizo una reverencia al alcalde y después se marchó.

El alcalde masculló algo para sí mismo, soltó un sonoro suspiro, permaneció unos segundos más en la muralla y luego descendió.

También Cambalache se quedó sentado en la rama un poco más, repasando la conversación una y otra vez para así poder repetirla con exactitud. Una vez la hubo memorizado, descendió del árbol, recogió sus bolsas y salió del soto justo ante las narices del alcalde, que reaccionó dando un brinco y llevándose instintivamente la mano a la bolsa del dinero.

—¡Largo de aquí! —gritó.

Cambalache habría obedecido de buena gana, pero entonces el mayor lo miró con más detenimiento y se movió hacia un lado, de manera que su corpachón le cerró el paso al semikender.

—¡Espera un momento! ¿Te conozco? —El alcalde seguía mirándolo con suma atención.

—Oh, sí —respondió alegremente Cambalache.

—¿De qué? —El alcalde frunció el entrecejo.

—He tenido el honor de aparecer ante vos muchas veces, señoría. —Cambalache le dedicó una cortés reverencia.

—¿De veras? —El hombre estaba dubitativo.

—En la sesión matinal del tribunal, ya sabéis, cuando nos dejan salir de la cárcel después de haber sido arrestados la noche antes y nos llevan ante vos, y vos hacéis esos estupendos discursos tan conmovedores sobre la ley y el orden y de que la honradez es el mejor curso de acción y todo lo demás.

—Entiendo. —El alcalde seguía desconcertado.

—Me he cortado el pelo —añadió Cambalache—. Quizá sea por eso por lo que no me reconocéis. Y no he estado en la cárcel hace mucho tiempo. Vuestros discursos —afirmó solemnemente— me han ayudado a dar un nuevo rumbo a mi vida.

—Bueno, me alegra oír eso —dijo el alcalde—. Cuida de que siga así. Buenos días.

Echó a andar calle adelante y subió la escalera que daba a la puerta de una gran casa, la mejor de la manzana.

—¡Uf! —resopló Cambalache y se aseguró de tomar una calle diferente, decidido a no darle ocasión al alcalde de que volviera a verlo—. Ha faltado un pelo. ¡Parece increíble que haya podido bajar de la muralla tan deprisa! Se mueve rápido para ser un hombre gordo, eso hay que reconocerlo.

—¿Que intentaron rendirse? —El capitán Senej estaba estupefacto—. ¿Estás diciéndome que hemos perdido unos buenos hombres contra una ciudad que no quiere luchar?

—Debe de haber oído mal —opinó la sargento Nemiss, que se volvió hacia Cambalache—. Tienes que haberlo entendido mal. Veamos, ¿cuáles fueron exactamente las palabras?

—«Intentamos rendirnos» —repitió Cambalache—. Y hay algo más, señores. Escuchad. —Acto seguido relató textualmente la conversación.

—¿Sabes? —le dijo el capitán a la sargento—. Tuve esa misma idea sobre el ejército. Nunca he luchado con el ejército de Yelmo de Blode, pero he oído hablar de él y era exactamente como lo describió el hombre mayor: hombres que soltaban el arado para coger la espada y después tiraban la espada para coger de nuevo el arado.

—Pero si eso es cierto, ¿qué significa, señor? —inquirió la sargento Nemiss, que sin saberlo se hizo eco de las palabras del alcalde.

—Significa que el enemigo alzó las manos para rendirse y estamos a punto de cortarle la cabeza —contestó el capitán—. Al barón no le va a gustar esto. Ni pizca.

—¿Y qué hacemos, señor? El asalto está previsto para mañana al alba y nuestras órdenes son atacar las puertas desde el interior. No podemos actuar en contra de las órdenes.

El capitán reflexionó unos instantes y después tomó una decisión.

—El barón debería saber lo que está pasando. Tiene fama de ser un hombre justo y honrado. Imagina cómo repercutirá en su reputación y en la nuestra si resulta que estamos tomando parte en una carnicería a sangre fría. Nadie volvería a contratarnos. Al menos el barón debería tener la oportunidad de decidir si ratifica sus órdenes o las cambia.

—Dudo que tengamos tiempo para enviar un mensajero, señor.

—Es poco más de mediodía ahora, sargento. Un hombre solo puede moverse más deprisa que toda una tropa. Si corta directamente a través del campo, podría estar allí en tres horas. Una más para que explique la situación al barón, y otras tres para regresar. Da un margen de una o dos horas para contratiempos imprevistos y aun así estaría de vuelta al anochecer en el peor de los casos. El ataque no está previsto hasta el amanecer. ¿Quién es el mejor hombre?

—Volantín —respondió la sargento Nemiss—. Avisa a Volantín —ordenó a uno de los soldados.

Volantín llegó poco después, despeinado y todavía bostezando.

—Necesitamos que lleves un mensaje al barón —dijo el capitán, y el timbre tenso de su voz bastó para que Volantín se despertara por completo.

—Sí, señor —dijo al tiempo que se ponía firme.

—No puedes esperar a que oscurezca. Tendrás que ir ahora. La mejor ruta es probablemente por encima de la muralla, por donde entramos. Nos enfrentamos a un puñado de civiles convertidos en soldados, pero aun así ve con cuidado. Da lo mismo si te mata un hombre entrenado o desentrenado, porque eso no cambiará el hecho de que estés muerto.

—Sé lo que hay que hacer, señor. Conseguiré pasar —afirmó con seguridad.

—Toma la ruta más directa al campamento e informa al barón. Esto es lo que quiero que le digas. ¿Qué tal memoria tienes?

—Excelente, señor.

—Cambalache, cuéntale lo que nos has dicho.

El semikender repitió el relato. Volantín escuchó atentamente, asintió una vez y aseguró que lo tenía. Se le ofreció un equipo, pero lo rechazó argumentando que sólo necesitaba un rollo de cuerda y un cuchillo, cosas que ya tenía en su poder. Cuando el centinela avisó que la calle estaba desierta, Volantín salió agachado por la puerta y desapareció alrededor de la esquina del almacén.

—Ahora sólo nos queda esperar —dijo el capitán.

Las horas de la tarde transcurrieron lentamente. Los hombres mataron el tiempo jugando al salto del caballero, un juego en el que cada participante ejercía presión en el borde de una ficha metálica pequeña con otra ficha más grande, haciendo que la pequeña «saltara» dentro de una taza. El jugador con mayor número de fichas dentro de la taza al final de la partida era el ganador.

Un juego muy antiguo —se decía que había sido el preferido del legendario Caballero de Solamnia, Huma—. El salto del caballero era muy popular entre los hombres del barón, quienes valoraban sus fichas hechas a mano tanto como las monedas en curso del reino. Cada soldado encargaba sus fichas al herrero, que las hacía con trocitos de metal sobrantes; cada juego de fichas iba marcado con el diseño particular de su propietario o propietaria. Se habían desarrollado variantes del juego. A veces al participante se le exigía no sólo hacer «saltar» su ficha dentro de la taza, sino también que se quedara colocada justo encima de la que ya había dentro.

El barón era el terror en el salto del caballero, que resultó ser también un juego en el que Raistlin —con su extremada destreza manual— sobresalía. Siendo uno de los contados pasatiempos «frívolos» que le gustaban al habitualmente circunspecto joven, participaba en el juego con una determinación, una intensidad y una destreza tales que los jugadores ocasionales encontraban desalentadoras, pero que los expertos sabían reconocer y apreciar enseguida. Un jugador que tenía mal perder insistió agriamente en cierta ocasión que el hechicero debía de estar utilizando su magia para ganar, pero Raistlin demostró fácilmente que su detractor estaba equivocado para satisfacción de sus partidarios, de los que tenía muchos. No porque les cayera bien, sino porque les hacía ganar dinero.

Debido a su naturaleza ahorrativa y su renuencia a apostar el dinero que tanto le había costado ganar, Raistlin nunca tomaba parte en las partidas donde se cruzaban apuestas altas, pero enseguida encontró a quienes cubrían sus apuestas gustosos a cambio de compartir los beneficios.

Caramon, con sus enormes y torpes manazas, era un jugador mediocre en el mejor de los casos. Disfrutaba viendo participar a su gemelo, aunque a menudo irritaba a Raistlin hasta lo indecible con sus consejos bien intencionados pero mal calculados.

El único sonido que se oyó a lo largo de la tarde fue el tintineo de las fichas al caer dentro de las copas metálicas y algún que otro gruñido quedo o juramento mascullado por parte de los perdedores y alabanzas susurradas para el ganador. La partida acabó con la puesta de sol y sólo porque estaba demasiado oscuro para calcular bien la distancia requerida para el salto de la ficha. Los hombres se dispersaron para dar cuenta de la cena, consistente en carne fría y pan duro, y agua para ayudar a bajarlo. A continuación se acostaron para dormir un poco, sabedores de que les aguardaba un madrugón. Otros pasaron el tiempo intercambiando relatos o con juegos de palabras. Raistlin entregó su parte de las ganancias a Caramon para que las guardara, bebió una infusión fría y se durmió apaciblemente, soñando con fichas y copas en lugar de hechiceros siniestros.

Para entonces todos estaban enterados de la misión de Volantín, sabían el riesgo que corría su compañero. Lo siguieron mentalmente a lo largo de la ruta, haciendo cálculos del tiempo que le costaría llegar al campamento, discutiendo si debía seguir la calzada principal o tomar un atajo, especulando e incluso apostando dinero sobre la respuesta del barón.

A medida que se acercaba la noche, los soldados no dejaban de mirar hacia la puerta, asomarse a las ventanas y adoptar una expresión esperanzada al oírse unas pisadas en la desierta calle, pero el gesto se tornaba abatido cuando los pasos continuaban adelante. El plazo calculado para que Volantín hiciera el viaje de ida y vuelta quedó atrás sin que éste regresara. El capitán Senej y la sargento Nemiss continuaron haciendo planes para el ataque del amanecer. Y entonces uno de los centinelas preguntó en tono quedo y tenso:

—¿Quién va?

—Kiri-Jolith y el martín pescador —fue la respuesta, la contraseña correcta, y un cansado pero sonriente Volantín pasó junto al centinela.

—¿Qué ha dicho el barón? —demandó el capitán Senej.

—Preguntádselo vos mismo —dijo Volantín, que señaló con el pulgar a Ivor, el cual venía detrás de él.

Los hombres se quedaron boquiabiertos por la sorpresa.

—¡Firmes! —gritó la sargento Nemiss al tiempo que se incorporaba de un brinco.

Los hombres obedecieron precipitadamente, pero el barón hizo un ademán ordenándoles que siguieran donde estaban.

—Voy a llegar al fondo de este barril —manifestó—. Puede que se vea agua clara en la superficie, pero tengo la sensación de que en el fondo hay fango. No me gusta lo que estoy oyendo sobre nuestros supuestos aliados y ciertamente no me gustó nada lo que vi personalmente.

—Sí, señor. ¿Cuáles son vuestras órdenes, señor?

—Quiero hablar con alguien que tenga mando en esta ciudad. Tal vez con su comandante.

—Eso será peligroso, señor.

—Maldita sea, ya sé que será peligroso. Yo…

—Con vuestro permiso, señor. —Cambalache apareció junto al barón—. Yo conozco la casa donde vive el alcalde. Al menos, creo que debe de ser su casa. Es la más grande y la mejor de la manzana.

—¿Quién eres? —preguntó Ivor, incapaz de distinguir los rasgos del soldado envuelto en la oscuridad.

—Cambalache, señor. Fui yo quien oyó la conversación del alcalde y lo vi dirigirse por una calle hacia esa casa y entrar en ella.

—¿Sabrías encontrar el camino hacia allí?

—Sí, señor —contestó Cambalache.

—Bien, vayamos pues. No falta mucho para que amanezca. Capitán Senej, tú y la sargento Nemiss os quedáis con las tropas. Si no hemos vuelto a la salida del sol, seguid adelante con el plan de ataque.

—Sí, milord. ¿Puedo sugerir, señor, que llevéis con vos un par de hombres más por si acaso os surgen problemas?

—Si me encuentro con problemas, capitán, dará lo mismo si somos dos o cuatro, ¿no crees? Si se nos echan encima cincuenta ciudadanos furiosos, no servirá de nada. Y no quiero ir por la ciudad con un ejército metiendo ruido detrás de mí.

—No necesitáis un ejército, señor —insistió el capitán con obstinación—. Al menos deberíais llevar con vos al hechicero Majere. Anoche demostró su habilidad y prestó un gran servicio a la compañía, milord. Que os acompañen él y su hermano. Caramon Majere es un buen guerrero y tan grande como una casa. Su presencia no os perjudicará, señor, y pueden ser de gran ayuda.

—De acuerdo, capitán. Acepto tu sugerencia. Que avisen a los hermanos Majere para que se preparen.

—Y, milord —añadió Senej en voz baja, haciendo un aparte con el barón—, si no os gusta lo que su señoría el alcalde tiene que decir, podría resultar un rehén valioso.

—Estaba pensando exactamente lo mismo, capitán —contestó el barón.