11

El capitán Senej tenía razón. La moral de sus hombres aumentó considerablemente cuando les informó de que habían sido elegidos para infiltrarse en la ciudad y debilitar sus defensas desde dentro. Era una misión peligrosa, pero después de haberse visto obligados a aguantar las mortíferas andanadas desde las murallas sin poder contraatacar, los hombres se alegraron de que se les ofreciera esa oportunidad.

—Para esto se nos ha entrenado —dijo la sargento Nemiss a las tropas reunidas—. Para actuar con sigilo, furtivamente. El trabajo ideal para nosotros. Éste es el plan.

»Escalaremos los riscos del lado sur de la ciudad, cruzaremos sobre una cresta y bajaremos por la otra vertiente. Entraremos en la ciudad por el lado de la muralla que se acopla con la montaña. Como no nos esperan por allí, la vigilancia será mínima en ese tramo.

»El mapa del barón indica que hay un distrito de almacenes y un viejo templo abandonado en las inmediaciones del punto por el que saltaremos la muralla. Por lo que sabemos, nadie tiene mercancías que vender, de modo que deberíamos encontrar desierto el barrio. El plan es llegar a la ciudad mañana antes del amanecer y escondernos en un almacén durante las horas diurnas. Después, a última hora de la noche, nos pondremos en marcha y lanzaremos el ataque de madrugada.

»El hechicero Majere vendrá con nosotros —añadió la sargento, que señaló con un gesto del pulgar a Raistlin, el cual se encontraba a unos pasos de la formación.

—¡Viva! —gritó Caramon desde su posición en las filas.

Raistlin enrojeció y lanzó una mirada enfadada a su hermano. El mago advirtió que los demás miembros de la compañía C no estaban, ni de lejos, tan entusiasmados con la noticia. Los largos años de servicio de Horkin le habían granjeado el cariño de los hombres, quienes tendían a considerar el hecho de que fuese un mago con un ligero fallo de personalidad que, como amigos suyos que eran, estaban más que dispuestos a pasar por alto. La extraña apariencia de Raistlin, su aspecto enfermizo y su propensión a mantener las distancias con los otros soldados se combinaban para que los hombres evitaran su compañía.

Los soldados mascullaron entre dientes, pero nadie dijo nada en voz alta. Caramon los estaba observando y los pocos que habían entrado en contacto con sus puños tenían un prudente respeto a su habilidad para castigar cualquier insulto, ya fuera, real o imaginario, dirigido a su gemelo. La sargento Nemiss también los observaba; no toleraría ninguna queja respecto a las órdenes. En consecuencia, Raistlin fue aceptado en la compañía de comandos sin una palabra de protesta. Incluso uno de los hombres se ofreció para llevarle el equipo, pero Caramon se encargó personalmente de eso.

Raistlin llevaría sus pergaminos, su bastón y sus ingredientes para hechizos. Le habría gustado llevar también un libro de conjuros, ya que a pesar de haber conseguido finalmente aprender de memoria los hechizos que Horkin consideraba necesarios para una operación de esa clase, Raistlin se habría sentido más seguro dedicando otras cuantas horas al estudio. Sin embargo, Horkin argumentó que el riesgo de que el valioso libro cayera en manos enemigas era demasiado grande.

«A ti puedo reemplazarte, Túnica Roja —había añadido jovialmente—. Pero ese libro de hechizos, no».

—Tan pronto como caiga la noche nos pondremos en marcha —continuó la sargento Nemiss—. Esperamos haber completado el recorrido por la montaña y estar preparados para entrar en la ciudad poco antes del alba. Se supone que nuestros aliados van a montar una operación de distracción para que la atención de los rebeldes esté puesta en la parte delantera de la muralla, no en la de atrás.

Alguien en las filas hizo un sonido rudo.

—Sí —asintió la sargento—, sé lo que estáis pensando. Opino lo mismo, pero poco podemos hacer al respecto. ¿Alguna pregunta?

Alguien quiso saber qué pasaría si cualquiera del grupo se separaba de los demás.

—Bien, ésa es una buena pregunta —dijo la sargento—. Si cualquiera de vosotros queda separado de los demás, que regrese al campamento. No intentéis escabulliros dentro de la ciudad si estáis solos. Podríais poner en peligro todo el plan. ¿Alguna otra pregunta? Podéis romper filas. Nos reuniremos aquí al ponerse el sol.

Los hombres regresaron a sus tiendas para preparar el equipo. Las tiendas no se desmontaron para que así el enemigo creyera que seguían durmiendo en ellas. Llevaron consigo espadas cortas, dagas y cuchillos únicamente. Nada de escudos ni cotas de malla ni espadas largas ni lanzas. Dos hombres que eran diestros arqueros se equiparon con los valiosos arcos largos elfos y aljabas con flechas. Todos iban con coselete de cuero, pero sin cotas ni petos metálicos por considerarlos demasiado pesados y entorpecedores para escalar y excesivamente ruidosos para moverse con sigilo. Todos portaban un rollo de cuerda al hombro. Beberían del agua que encontraran en el camino y se mantendrían con raciones pequeñas.

Aquello desalentó a Caramon, pero el guerrero sobrellevó bien la noticia recordándose las penurias de la guerra. Se sentía mucho mejor con la perspectiva de entrar en acción. Contagiado por la emoción del momento, pudo borrar los terribles recuerdos del ataque a la muralla. No había que pensar demasiado en el pasado, y el guerrero aguardaba el futuro con ansiedad y confianza; aceptaba lo que quiera que trajera cada momento y no perdía tiempo en lamentarse por lo que podría haber sido y lo que podría sobrevenir.

Por el contrario, Raistlin no dejaba de darle vueltas a lo que consideraba su fracaso cuando se enfrentó al hechicero renegado; le producía inquietud no tener sus conjuros impecables; imaginaba todas las cosas nefastas que podían ocurrirle, desde despeñarse ladera abajo hasta ser capturado y torturado por el enemigo. Para cuando la compañía estuvo lista para emprender la marcha, se hallaba tan metido en el tenebroso panorama que había imaginado que temió estar demasiado débil para hacer el viaje. Se planteó la posibilidad de alegar que estaba enfermo, y se había puesto de pie para informar a Horkin cuando oyó gritar un nombre por todo el campamento.

—¡Magius! ¡Mensaje para Magius!

¡Magius! Un nombre que podría haber resonado en el campamento de Huma hacía más de catorce siglos, pero que estaba fuera de lugar en la actualidad, en la era presente. Entonces Raistlin recordó: le había dado el nombre de Magius al hechicero Immolatus. Se agachó para salir de la tienda.

—¿Para qué buscas a Magius? —inquirió.

—Vaya, ¿es que lo conoces? —preguntó un soldado—. Tengo un mensaje para él.

—Sé quién es —contestó Raistlin—. Entrégame el mensaje y me ocuparé de que lo reciba.

El soldado no vaciló; el estuche de pergaminos que se suponía debía entregar estaba cubierto de símbolos extraños que parecían mágicos. Cuanto antes se librara de esa cosa, mejor. Se lo tendió a Raistlin.

—¿Quién lo envía? —quiso saber el joven mago.

—El hechicero del otro campamento —respondió el soldado, que se marchó raudamente ya que no le apetecía lo más mínimo quedarse para ver lo que contenía el estuche.

Raistlin entró de nuevo en su tienda y ató la solapa para cerrar la entrada. Examinó el estuche con muchísimo cuidado, consciente de que existía la posibilidad de que estuviese preparado para destruirlo. Percibía un halo mágico en la caja, pero ello era natural. Sin embargo, no parecía una magia fuerte. Aun así, la prudencia aconsejaba no correr riesgos.

Soltó el estuche en el suelo de manera que el lateral por donde se abría el tubo mirara hacia el lado opuesto a él. Sacó su daga y colocó la punta de la hoja en la tapa. Presionó suavemente entre ésta y el tubo en sí, y lenta, cuidadosamente, empezó a sacar la tapa.

Dentro de la tienda hacía calor por el sol de la tarde, pero la tensión a la que estaba sometido el joven mago hizo que se multiplicara por diez la sensación de bochorno. El sudor empapaba su cuello y su torso. Siguió con sus manipulaciones resuelta, denodadamente. Casi lo había conseguido y la tapa estaba a punto de soltarse cuando la daga resbaló de sus dedos húmedos de sudor y sacudió el estuche. La tapa saltó repentinamente y salió rodando.

Raistlin retrocedió gateando con tanta violencia que a poco no vuelca el catre, con el corazón en un puño.

No ocurrió nada. La tapa rodó por el suelo irregular y fue a pararse al borde de la tienda.

Raistlin se limpió el sudor de la frente y se dio unos segundos para que el corazón recuperara su ritmo normal; luego alargó la mano y levantó cautelosamente el estuche. Atisbó con cuidado el interior.

Había un trozo de pergamino enrollado dentro del tubo; el mago distinguió algo escrito. Sostuvo el estuche de manera que la luz entrara en él e intentó discernir si eran palabras normales o las utilizadas para un conjuro. Finalmente, al resultarle imposible, impaciente y sin que le importaran ya las consecuencias, sacó sin más el papel del estuche.

Magius el Joven. Disfruté realmente con nuestra conversación y sentí verte marchar. Quizá dije algo que te ofendió. Si es así, quiero disculparme y también devolverte las cosas que inadvertidamente te dejaste. Cuando la ciudad caiga bajo nuestro poder, estaré encantado de reanudar nuestra relación. Podríamos mantener una charla agradable.

«Immolatus».

—Así que ésa es la opinión que tiene de mí —dijo Raistlin con acritud—. Me toma por un estúpido necio que se metería en una trampa tan descaradamente obvia que hasta un gully ciego, sordo y mudo evitaría. No, mi querido amigo de dos caras. Tú estarás muy interesado, pero yo no tengo la menor intención de reanudar una relación contigo.

Arrugó la misiva entre sus dedos. De camino al punto donde se reuniría la compañía C, arrojó el papel con desprecio a una de las lumbres. Toda idea de rehusar ir a esa misión se evaporó con la ardiente rabia por el insulto. Su enardecimiento era tal que ahora ansiaba entrar en acción, descargar su rabia, y si no le hubieran asignado para esta misión, se habría ofrecido voluntario. Ocupó su puesto junto a Caramon.

—¡En marcha! —La orden fue pasando en voz queda de fila en fila—. ¡En marcha!

El cielo estaba cubierto y una fina llovizna caía persistentemente. La humedad lo empapaba todo, de manera que el pan estaba correoso y la leña no prendía. Los soldados protestaron por el mal tiempo, pero tanto la sargento Nemiss como el capitán Senej estaban de buen humor. Los nubarrones significaban que esa noche no se vería la luz de las lunas ni las estrellas.

La compañía C marchó durante tres horas para llegar a los riscos que se alzaban a la espalda de Última Esperanza. La distancia no era tanta, ya que la habrían podido recorrer a paso rápido en menos de una hora de haberlo hecho en línea recta. Pero el capitán Senej quería estar seguro de que nadie en la ciudad tuviera el menor indicio de su plan y, aunque no parecía probable que hasta el centinela con la vista más aguda los hubiera divisado desde lo alto de la muralla, la compañía C tomó una ruta que daba un rodeo, alejándose de la ciudad y después volviendo hacia atrás.

Los exploradores habían salido anticipadamente con la orden de buscar un sitio apropiado para que la compañía iniciara la escalada. Al principio, los exploradores no encontraron ninguno y empezaron a temer que habría que informar al capitán Senej, el cual tendría que discurrir un nuevo plan. El problema era vadear el río de la Esperanza, del que había tomado nombre la ciudad; era una corriente rápida que cortaba camino a través de un cañón, al pie de la montaña. En sus orillas había numerosos molinos cuyas ruedas seguían girando en medio de crujidos y chirridos, aunque los molinos estaban abandonados y su contenido había sido saqueado. Los exploradores empezaron a preocuparse.

El sol se había puesto y la compañía C estaba ya de camino para cuando los exploradores encontraron un sitio por el que vadear el río. En su descenso desde la montaña, la corriente se dividía alrededor de un islote rocoso y formaba dos arroyos relativamente someros que volvían a converger más abajo y después se precipitaban por el cañón. Satisfechos y aliviados, los exploradores regresaron prestamente al punto de encuentro establecido para guiar a la compañía hacia el vado.

Los soldados se metieron en las impetuosas aguas sosteniendo las armas en alto. Aunque el aire era templado, el agua, procedente de las montañas, estaba gélida. Caramon se ofreció para llevar a su gemelo cargado a la espalda, pero Raistlin le asestó una mirada que habría puesto rancia la mantequilla. El mago se recogió la túnica alrededor de la cintura y entró en la corriente.

Cruzó muy despacio, tanteando a cada paso, aterrado ante la posibilidad de resbalar y zambullirse en las heladas aguas. No le preocupaba tanto su propia persona como los pergaminos de conjuros. Aunque iban bien protegidos en sus estuches, que estaban firmemente cerrados, no podía correr el riesgo de que se colara la más pequeña gota y corriera la tinta, echando a perder así la magia. Cuando por fin se halló a salvo en la otra orilla, estaba helado hasta los huesos y temblaba tan violentamente que los dientes le castañeteaban.

Las rocas que formaban la isla también creaban un puente natural a través del segundo brazo del río. Raistlin se ahorraría tener que entrar en el agua otra vez. Sin embargo, su alivio no duró mucho. Trepar por el puente rocoso resultó ser tan difícil como vadear a través del agua. El mago tenía los pies y las piernas entumecidos de frío; no sentía los dedos de los pies y la piedra estaba resbaladiza por la incesante lluvia. Hasta los veteranos resbalaban y en la penumbra se les oía mascullar maldiciones. Más de uno estuvo a punto de caer al agua que corría bajo sus pies. Entre Caramon y Cambalache, quien resultó ser extremadamente ágil para trepar por las piedras, se las arreglaron para ayudar a Raistlin a salvar los tramos más difíciles.

Finalmente la compañía C llegó al pie de los riscos, donde empezaba el trabajo verdaderamente arduo. Los hombres, que jadeaban, se tantearon con cuidado cortes y magulladuras mientras contemplaban en silencio la negra mole que era la pared de la montaña. Los exploradores señalaron una cornisa que se divisaba a bastante altura. Detrás de ella se veía la cumbre del risco.

Según los exploradores, al otro lado de aquella cresta se encontraba la muralla de la ciudad.

—Majere, tú eres el más fuerte —dijo la sargento Nemiss a la par que le tendía un garfio—. Lanza esto lo más alto que puedas por encima de la cornisa.

Caramon hizo girar el garfio un par de veces y luego lanzó; el gancho se elevó en perpendicular, impulsado por los poderosos músculos de sus brazos, trazó un grácil arco en el aire y se precipitó hacia el suelo al cabo de unos segundos, estrellándose con violencia y a punto de aplastar la cabeza de la sargento. Nemiss tuvo que realizar una rápida torsión para evitar el impacto.

—Lo siento, señor —se disculpó Caramon.

—Inténtalo de nuevo, Majere —ordenó la sargento, que en esta ocasión se mantuvo a cierta distancia.

El hombretón volvió a lanzar y esta vez tuvo cuidado de dirigir el garfio hacia la ladera de la montaña. El gancho y la cuerda surcaron el aire trazando un ángulo; las uñas metálicas del garfio repicaron contra la roca y luego empezaron a deslizarse pendiente abajo. En el último momento, el garfio se topó con un saliente y se enganchó. Caramon tiró con todas sus fuerzas de la cuerda. El agarre aguantó.

—Volatín, tú subirás primero —dijo la sargento—. Y lleva más cuerda contigo.

Nadie sabía el verdadero nombre de Volatín, ni siquiera él mismo porque, según contaba, lo habían llamado así desde pequeño y ahora le sonaba tan normal como si fuera el que le pusieron al nacer. Procedía de una familia de artistas circenses que habían actuado en ferias por toda Solamnia, incluido el circo real de la capital, Palanthas. Nadie sabía por qué se había marchado del circo. Volatín jamás hablaba de ello, aunque se rumoreaba que había perdido a su esposa y a un compañero en un accidente mientras realizaban su número de funambulismo, y que había dejado la vida circense jurando que jamás regresaría a ella.

Si eso era verdad, la pérdida sufrida no había agriado su carácter. Era jovial y amistoso y siempre estaba dispuesto a hacer una demostración de sus habilidades en el campamento para admiración de sus compañeros. Caminaba sobre las manos con tanta facilidad como la mayoría de los hombres lo hacían sobre los pies, podía retorcer y contorsionar su cuerpo hasta hacerse casi un nudo, doblaba las articulaciones de los dedos de manera que éstos adoptaban formas increíbles y trepaba a cualquier árbol o pared que existiera.

Al llegar a la cornisa, Volantín ató varias cuerdas más y luego las lanzó a los soldados que esperaban abajo. Los hombres se pusieron en filas y, uno por uno, empezaron a escalar.

Raistlin reflexionó mientras los observaba. Apenas tenía fuerza en sus delgados brazos para levantar una copa llena de vino, cuanto menos para tirar de su cuerpo y subirlo a pulso por una cuerda. Caramon también comprendió tal circunstancia.

—¿Cómo vas a arreglártelas, Raist? —preguntó en un susurro.

—Tú me llevarás —respondió su hermano con total naturalidad.

—¿Eh? —Caramon miró la cuerda, la distancia que tendría que escalar y luego a su gemelo con cierta consternación.

Aunque Raistlin estaba delgado, era un hombre adulto y, además, llevaba consigo el bastón, los estuches de los pergaminos y sus ingredientes mágicos.

—No sentirás mi peso, hermano —dijo Raistlin suavemente—. Lanzaré un hechizo sobre mí mismo que me hará tan ligero como una pluma de gallina.

—¿Sí? ¿De veras? Entonces no hay problema —comentó Caramon con confianza ilimitada. Se inclinó de manera que Raistlin pudiera encaramarse a su espalda—. Enlaza las manos alrededor de mi cuello. ¿Llevas bien sujeto el bastón?

El Bastón de Mago iba bien seguro, al igual que los estuches, atados con correas de cuero que se ceñían a los hombros de Raistlin. Caramon empezó a trepar por la cuerda, alzándose con movimientos regulares, primero con una mano y luego con la otra.

—¿Has hecho el conjuro, Raist? —preguntó—. No he oído ninguna palabra mágica.

—Conozco mi oficio y sé lo que tengo que hacer, Caramon —replicó Raistlin.

El mocetón continuó subiendo, su sangre bombeando adrenalina. Apenas notaba peso extra.

—¡Raist, tu hechizo funciona! —comentó, girando la cabeza hacia atrás—. ¡Casi no noto tu peso!

—¡Cállate y mira por dónde vas! —le reprendió su gemelo, que trataba de refrenar su condenada imaginación y no pensar en lo que ocurriría si Caramon perdía el agarre de la cuerda.

Cuando llegaron a la cornisa, Raistlin se bajó de la espalda de su hermano y se sentó en el suelo rocoso, con la espalda bien pegada a la pared del risco. Hizo una profunda inhalación y casi al punto empezó a toser. Cogió un frasquito que llevaba sujeto al cinturón y tomó un sorbo de la cocción que le aliviaba y facilitaba la respiración. El ataque de tos cesó. Ya estaba agotado y aún faltaba la parte más difícil y peligrosa del viaje.

—A trepar un poco más, soldados —dijo la sargento, que le tendió el garfio a Caramon.

La cumbre del risco estaba a menos distancia por encima de sus cabezas de lo que había estado la cornisa desde el pie de la ladera. Caramon lanzó el garfio y lo enganchó al primer intento. Volantín trepó por la cuerda con facilidad, aseguró las otras sogas y las lanzó a la cornisa.

Raistlin volvió a encaramarse a la espalda de su hermano. En esta ocasión, Caramon sintió el peso del mago sin ningún género de dudas, y sus fornidos brazos empezaron a dolerle por el esfuerzo; casi no tenía fuerza para izar la carga de los dos cuerpos vertiente arriba. Por fortuna, la distancia que tenían que cubrir era más corta o, en caso contrario, no lo habría conseguido.

—Me parece que tu conjuro no ha funcionado esta vez, Raist —comentó entre jadeos mientras se secaba el sudor y la lluvia de la cara—. ¿Seguro que lo has lanzado? Tampoco te oí pronunciar ninguna palabra en esta ocasión.

—Estás fatigado, eso es todo —fue la breve respuesta de su hermano.

El capitán ordenó un descanso y luego emprendieron la marcha hacia la ciudad. El terreno era abrupto y avanzaban con lentitud; los hombres tuvieron que trepar trabajosamente por afloraciones rocosas o deslizarse por depresiones sembradas de piedras. Pasaba de la medianoche y los fuegos de vigilancia que ardían en las murallas de la ciudad no parecían encontrarse mucho más cerca. La expresión del capitán Senej era sombría cuando los exploradores regresaron con buenas noticias.

—Señor, hemos encontrado un camino que baja directamente hacia la ciudad. Probablemente se trata de una antigua trocha de cabreros.

El sendero pasaba entre las rocas; estaba muy marcado por un uso frecuente, pero era angosto, de modo que los hombres se vieron obligados a recorrerlo en fila india e incluso así, algunos, como Caramon, tuvieron que ponerse de costado para salvar algunos tramos. Hicieron un alto en un claro rocoso, desde donde se divisaba la ciudad justo a sus pies. Soldados enemigos montaban guardia en las murallas, estaban agrupados alrededor de las lumbres de vigilancia, charlando en voz baja y echando ojeadas de vez en cuando hacia el exterior, donde las hogueras de los ejércitos de asedio brillaban intensamente.

Las lumbres de vigilancia iluminaban tramos de la cara del risco como si fuera de día; los hombres de la compañía C se sentían expuestos en la cornisa a pesar de que sabían que cualquiera que estuviese allí abajo tendría que observar con mucho detenimiento para verlos. Los soldados se desplazaron en silencio, al abrigo de las sombras, y siguieron por el camino que conducía cuesta abajo a la ciudad. Estaban a tiro de piedra de las murallas cuando los peores temores de Raistlin se hicieron realidad. Al inhalar descubrió que tenía obstruidas las vías respiratorias; luchó para reprimir la tos, pero fracasó. El capitán Senej se detuvo y se volvió parar mirar hacia atrás, furioso.

—¡Silencio, basta de meter ruido! —siseó la sargento desde su posición al frente de la fila.

—¡Basta de meter ruido! —La orden fue pasando de hombre a hombre a lo largo de la fila, todos mirando enfadados a Raistlin.

—¡No puede evitarlo! —gruñó Caramon, que se plantó delante de su hermano.

Raistlin tanteó torpemente hasta encontrar el frasquito, se lo llevó a la boca y se tragó el desagradable líquido. A veces la cocción de hierbas no surtía efecto de inmediato; en ocasiones esos ataques de tos duraban horas. Si ocurría eso ahora, el mago estaba seguro de que los hombres lo arrojarían por el precipicio. O la infusión funcionó esta vez o la pura fuerza de voluntad de Raistlin arrastró la asfixiante ceniza que parecía llenar sus pulmones.

La compañía C continuó caminando hasta que la muralla de la ciudad estuvo casi directamente a sus pies. El capitán Senej mandó a los exploradores para que reconocieran el terreno. Los soldados se pegaron contra la pared del risco y esperaron el regreso de los exploradores. Raistlin tomaba sorbos de la infusión a intervalos, pendiente de no dejar que se le secara la garganta.

Los exploradores volvieron y esta vez con noticias decepcionantes. El camino conducía hasta un arroyo que penetraba en la ciudad a través de una abertura en la muralla. Habían investigado esa abertura, pero resultó ser tan pequeña que ni siquiera Cambalache podría colarse por ella. El único modo de entrar en la ciudad era por encima de la muralla. Los hombres estaban casi al mismo nivel de una torre de guardia, dentro de la cual brillaba una fuerte luz, y pudieron ver las siluetas de al menos tres hombres moviéndose de un lado a otro al pasar frente a las estrechas aspilleras que servían de ventanas.

—Supongo que tenemos que correr el riesgo —dijo el capitán Senej mientras observaba ceñudo la muralla y la torre de guardia.

—Probablemente todos los centinelas que hay en esa torre se nos echarán encima, señor, pero no veo otro modo de entrar —dijo la sargento Nemiss.

El capitán hizo pasar la orden de que se adelantaran los arqueros. Al oírlo, Raistlin dejó su posición en la retaguardia de la fila.

—Tengo que llegar hasta el capitán —dijo, y los hombres lo ayudaron mientras recorría de costado la estrecha cornisa.

—Cubridnos desde aquí arriba hasta que hayamos bajado de la muralla, y después nos seguís. —El capitán estaba dando instrucciones a los arqueros—. Apuntad bien, es cuanto tengo que decir. Disparad a matar. Si se da un grito, estamos acabados.

—No importa lo bien que apunten nuestros hombres, señor —dijo Raistlin, que descendió hasta ponerse junto a los arqueros—. Sus oficiales encontrarán los cuerpos cosidos a flechazos y sabrán que estamos en la ciudad.

—Sí, pero no sabrán dónde nos escondemos —argumentó el capitán.

—Empezarán a buscarnos, señor. Tendrán todo el día para dar con nosotros.

—¿Se te ocurre una idea mejor, hechicero? —gruñó irritado Senej.

—Sí, señor. Hacerlo a mi modo. Yo me ocuparé de que entremos en la ciudad a salvo y en secreto. Nadie se enterará.

El capitán y la sargento se mostraban dubitativos. El único mago en el que confiaban era Horkin, y eso porque era más soldado que hechicero. A ninguno de los dos les gustaba Raistlin, a quien consideraban débil e indisciplinado. El incidente del golpe de tos sólo había reafirmado la mala opinión que les merecía. Sin embargo, se les había ordenado llevarlo con ellos y utilizar sus conocimientos. El capitán y la sargento intercambiaron una mirada.

—En fin, supongo que no tenemos mucho que perder —aceptó Senej de mala gana.

—Adelante, Majere —dijo la sargento Nemiss, que se volvió hacia los arqueros—. Y vosotros tened preparados los arcos con flechas, por si acaso.

No añadió que la primera persona a la que deberían disparar si el mago delataba su posición era al propio Raistlin, pero a buen seguro aquello se daba por sobrentendido.

—¿Cómo vas a descender por ahí, Majere? —inquirió la sargento.

Buena pregunta. El Bastón de Mago poseía un hechizo que permitía a quien lo ejecutaba flotar en el aire como una pluma. Raistlin lo había leído en el libro de Magius que había descubierto en la Torre de la Alta Hechicería y había intentado practicarlo un par de veces. La primera tuvo por resultado una mala caída desde un tejado. La segunda había tenido éxito. Nunca había saltado desde tanta altura, sin embargo; tampoco sabía a ciencia cierta el alcance que tenía el conjuro, pero éste no era el mejor momento para experimentos.

—Bajaré del mismo modo que subí —contestó.

La voz se corrió hasta Caramon. El mocetón ató un rollo de cuerda a una piedra y luego la echó por el borde.

—¡Esperad! —La sargento Nemiss los detuvo.

Uno de los centinelas que hacía su ronda pasaba en ese momento por el tramo de muralla que había debajo del grupo. Aguardaron hasta que el guardia dio media vuelta y empezó a caminar en dirección contraria, alejándose.

Raistlin se subió a la ancha espalda de su gemelo, que asió la cuerda con las dos manos, pasó sobre el borde de la cornisa y empezó a descolgarse en rappel por la cara del risco. Al principio los gemelos descendieron envueltos en sombras, pero enseguida llegaron a una zona iluminada por las lumbres de guardia.

Los soldados que esperaban en la cornisa contuvieron el aliento como un solo hombre. Bastaba con que uno solo de los centinelas de la torre se asomara por casualidad por las aspilleras que servían de ventanas para que fueran descubiertos.

Raistlin miró hacia atrás, a la muralla y a la torre. La figura de un guardia obstruyó la luz que salía de una de las estrechas troneras.

—¡Para, Caramon! —siseó el mago.

El guerrero se quedó inmóvil; no podía permanecer así mucho tiempo, aguantando su peso y el de su gemelo, y ya tenía los brazos cansados. El cuerpo le tembló por el esfuerzo. Raistlin y él serían blancos fáciles allí colgados, indefensos, de una cuerda. Su hermano esperó que el centinela gritara, pero el hombre se apartó de la ventana, sin que se produjera la voz de alarma. No los había visto.

—¡Ahora! —susurró Raistlin.

Caramon reanudó el descenso. En los últimos metros sus brazos no aguantaron; se deslizó por la cuerda, que le despellejó las palmas de las manos, y aterrizó violentamente sobre la muralla. Raistlin se soltó de su espalda y gateó buscando cobertura. Caramon y él se agazaparon a la sombra de las almenas, esperando en tensión, convencidos de que alguien tenía que haberlos oído.

Los hombres que había dentro de la torre estaban hablando en voz alta, aparentemente discutiendo sobre algo. No habían oído nada. Raistlin escudriñó el adarve de la muralla; la siguiente torre de guardia estaba a unos cincuenta metros de distancia. Nada que temer por ese lado.

—¿Qué quieres que haga? —susurró Caramon.

—Dame tu petaca —pidió quedamente Raistlin.

—¿Petaca? —Caramon trató de poner aire inocente—. Yo no…

—¡Maldita sea, Caramon! Dame la petaca de aguardiente enano que llevas guardada en los pantalones. ¡Sé que la tienes!

Disgustado, sin decir palabra, el guerrero sacó el pequeño frasco de peltre de debajo de la armadura y se lo tendió a su gemelo.

—Espérame aquí —ordenó el mago.

—Pero, Raist, yo…

—¡Chitón! —siseó Raistlin—. ¡Haz lo que te digo!

Se marchó sin más discusión.

Ignorante de lo que se proponía su hermano y temiendo ponerlo en peligro si lo desobedecía, Caramon se quedó agazapado en las sombras, con la mano en la empuñadura de la espada corta.

Raistlin se deslizó furtivamente a lo largo de la muralla, hasta llegar a la ventana de la torre de guardia. Dentro se oía la conversación de los centinelas. El joven mago no prestó atención a lo que hablaban; toda su concentración se enfocaba en un conjuro. Arrodillado debajo de la aspillera, sacó una cajita y la abrió deslizando la tapa; evocó para sus adentros las palabras del hechizo y tuvo la satisfacción de sentir que la magia lo inundaba de inmediato. Perdido el miedo, le sorprendió su propia calma. Tomó un pellizco de arena y lo arrojó a través de la estrecha abertura y pronunció las palabras del conjuro.

Las voces se tornaron incoherentes y después sólo hubo silencio. Algo cayó al suelo y se rompió con un sonoro golpe. Raistlin se encogió; esperó un momento, lo justo para estar seguro de que el ruido no había llamado la atención. Nadie vino a investigar. Sin duda esos guardias eran las únicas personas que había en la torre. Con precaución, Raistlin se puso de pie y atisbó dentro.

Tres hombres estaban desplomados sobre una mesa, sumidos en un profundo sueño mágico. El golpe que había oído era el de una jarra que había caído de los dedos enervados de uno de los hombres. La aspillera era demasiado estrecha para que un hombre se colara por ella. Raistlin quitó el tapón de la petaca de aguardiente enano y la lanzó dentro de la estancia. El frasco de peltre fue a caer justo encima de la mesa. El fuerte licor se derramó sobre la superficie de madera y goteó hasta el suelo. A no tardar, la habitación apestaría a aguardiente enano.

Raistlin se demoró un momento para admirar su trabajo. Cuando llegara el oficial de guardia encontraría a tres centinelas que habían esperado aliviar la monotonía de su turno de servicio con un trago de aguardiente, sólo que habían tomado un poco más de lo debido. Una explicación así era preferible a que el oficial encontrara profundamente dormidos a unos hombres en plena guardia. Y mucho mejor a que encontrara tres centinelas con flechas hincadas en la espalda.

Cuando se despertaran, los tres negarían que habían estado bebiendo, pero nadie les creería. Serían castigados por negligencia en el cumplimiento de servicio, tal vez incluso fueran ejecutados. Raistlin los miró. Uno de ellos era muy joven, puede que ni siquiera tuviese diecisiete años. Los otros dos eran mayores, quizá padres de familia, con esposas esperando en casa, preocupadas…

El mago se apartó de la aspillera. Aquellos hombres eran el enemigo. No podía permitirse ideas que los convirtiera en personas individuales.

Los tres guardias estaban listos para toda la noche, y el otro había desaparecido en las sombras. Corriendo sin hacer ruido, Raistlin regresó junto a su hermano.

—Toda va bien —informó.

—¿Qué les ocurrió a los centinelas? —quiso saber Caramon.

—¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Deprisa, haz que los hombres bajen!

Caramon dio tres tirones de la cuerda. Unos instantes más tarde, Volantín se descolgaba por ella, seguido de la sargento.

—¿La torre? —preguntó la mujer.

—Todo en orden, señor —informó Raistlin.

—Volantín, ve y echa una ojeada —ordenó Nemiss mientras enarcaba una ceja.

Unas palabras enfurecidas acudieron a los labios de Raistlin, pero el mago tuvo el sentido común de tragárselas y guardó silencio mientras la sargento lo vigilaba.

—Están echando un sueñecito, señor —informó Volantín, sonriendo, y le hizo un guiño a Raistlin.

—Bien —fue todo cuanto dijo la mujer, aunque concedió una mirada de aprobación a Raistlin y acto seguido dio un tirón a la cuerda.

El siguiente en bajar fue Cambalache, que sonreía de oreja a oreja por la emoción. La sargento impartió órdenes.

—Volantín, busca un buen sitio para que los hombres bajen de la muralla. Cambalache, no pierdas de vista aquella otra torre.

Empezaban a insinuarse las primeras tonalidades grises en el cielo que apuntaban la llegada del alba. Volantín se asomó por el otro lado de las almenas y volvió para informar que justo debajo de donde estaban había un callejón, detrás de un gran edificio, quizás el almacén que tenían planeado usar como escondite.

—No hay nadie a la vista, señor —comentó.

—Pronto habrá —rezongó la sargento. Sus tropas seguían en las sombras, pero el amanecer se aproximaba con una rapidez que parecía cruel—. Haz que los hombres bajen deprisa. —Echó una ojeada hacia los campos donde estaban acampados los ejércitos sitiadores—. ¿Dónde está esa maldita maniobra de diversión que se nos prometió?

Los hombres se deslizaron por la cuerda velozmente. Caramon permaneció en el adarve, ayudando a los soldados para que tocaran el suelo en silencio, y luego los mandaba hacia el otro lado de la muralla. Volantín había atado un rollo de cuerda a una de las almenas y sostenía tirante la soga mientras sus compañeros se deslizaban por ella y luego corrían hacia el callejón. Uno de los hombres agitó los brazos y señaló el edificio grande. Al parecer, habían encontrado un modo de entrar.

—¡Señor! —informó Cambalache—. ¡Alguien viene hacia aquí desde la otra torre!

La sargento masculló un juramento. La mayoría de los hombres habían descendido, pero aún quedaban otros cinco en la repisa rocosa, incluido el capitán Senej. Y seguía sin haber señales del prometido ataque de sus aliados.

—Probablemente es un oficial que hace la ronda —dijo Nemiss, que desenvainó su cuchillo—. Iré…

—Yo me ocuparé de él, señor —se ofreció Raistlin.

—¡Hechicero, no…! —empezó la sargento.

Pero Raistlin ya se había alejado, buscando el cobijo de las sombras y moviéndose tan silenciosamente que se fundía con la oscuridad. La sargento hizo intención de ir tras él.

—Con todo respeto, señor —intervino Caramon con aire digno mientras ponía su mano sobre el brazo de la mujer y la frenaba—, pero Raist ha dicho que se encargará del guardia. Hasta ahora no os ha fallado.

Junto a la muralla había un gran barril de agua, reforzado con bandas de hierro, que estaba destinado a apagar los posibles fuegos si el enemigo lanzaba proyectiles incendiarios. Raistlin se agazapó detrás del barril y observó cómo se aproximaba el guardia, quien caminaba con la cabeza gacha, sumido en profundas cavilaciones. Sólo con que hubiese levantado la cabeza, y si tenía buena vista, habría bastado para que reparara en la cuerda que colgaba por la cara del risco. Entonces todo estaría perdido.

—¡Señor, venid, deprisa!

El nombre alzó bruscamente la cabeza, pero no miró al frente, sino detrás de él, en la dirección de donde había salido la voz.

—¡Señor, daos prisa! ¡El enemigo!

El oficial vaciló, observando atentamente la torre que acababa de dejar. Y entonces, justo en el momento más oportuno, llegó la maniobra de diversión. Sonó un toque de trompetas, desafinado y lejano, pero a Raistlin le pareció la música más dulce que había oído en su vida. El oficial, convencido ahora de que el ataque era inminente, giró sobre sus talones y regresó corriendo por el adarve.

Raistlin sonrió, complacido consigo mismo. Hacía mucho tiempo que no hacía uso de sus dotes como ventrílocuo, desde aquellos días en que trabajaba en ferias locales. Era bueno saber que no había perdido facultades.

Para cuando hubo regresado a la otra torre, la mayoría de la compañía había bajado de la muralla a la ciudad. La sargento también se había ido, así como el capitán Senej, y sólo quedaban Caramon y Volantín. De repente a Caramon se le ocurrió algo.

—¿Como vas a bajar? —preguntó a Volantín.

—Igual que tú, por la cuerda —contestó su compañero.

—Pero entonces, ¿quién va a quedarse aquí arriba para desatarla? —argumentó Caramon—. Alguien tiene que hacerlo o de otro modo sabrán que estamos aquí.

—Bien pensado —comentó con fingida seriedad Volantín—. Quédate y desátala después de que yo haya bajado.

—Claro, lo haré —dijo el guerrero, que al punto frunció el entrecejo—. ¿Y cómo bajo yo si desato la cuerda?

—Ahí está el problema —repuso Volantín aparentemente preocupado—. Imagino que no sabes volar, ¿verdad? Entonces supongo que tendrás que dejar que sea yo quien se cuide de resolverlo.

Caramon sacudió la cabeza, todavía preocupado, y se descolgó por la cuerda con su hermano aferrado a su ancha espalda. Volantín esperó hasta que estuvieron abajo y después los siguió, deslizándose por la cuerda con agilidad. Al llegar al suelo, alzó la vista hacia el otro extremo de la soga, que estaba atada firmemente a la almena. Luego dio un seco tirón y el nudo se soltó. La cuerda cayó serpenteando y quedó a sus pies. Volantín miró hacia atrás y guiñó el ojo a los gemelos.

—¡Dijo que ese nudo estaba bien atado! —exclamó Caramon, estupefacto—. ¡Podríamos habernos matado!

—Vamos, Caramon —ordenó Raistlin, irritado. Su estado de euforia estaba decayendo. La debilidad que lo asaltaba tras hacer uso de la magia empezaba a afectarlo—. Ya has perdido bastante tiempo demostrando al mundo que eres un necio.

—Pero, Raist, no entiendo…

Sin dejar de hablar, Caramon fue en pos de su gemelo, Volantín enrolló la cuerda, se la cargó al hombro y siguió rápidamente a los hermanos. Entró en el almacén justo cuando la ciudad se despertaba con gran tumulto para prepararse para el inminente asalto.