8

El barón no había dicho nada a sus tropas sobre el comandante Kholos y sus ofensivos comentarios, pero no había prohibido a su guardia personal que hablara de lo que había visto y oído en el campamento de los aliados. Las palabras del comandante sobre el «puñado de bellacos que se desmayarían y se harían pis encima» se propagaron entre los mercenarios como un incendio forestal a medida que transcurría la noche, pasando de un grupo indignado a otro y haciendo saltar chispas por todo el campamento. Los hombres empezaron a decir que tomarían la muralla oeste, malditos fueran los ojos de ese comandante. Y no sólo eso, sino que también tomarían toda la condenada ciudad antes de que Kholos hubiese acabado de desayunar.

Cuando se corrió la voz de que la compañía de comandos, al mando del capitán Senej, tendría el honor de atacar por la mañana, los demás soldados los miraron con pura envidia, en tanto que los miembros de la afortunada compañía se dedicaban afanosamente a abrillantar sus armaduras mientras trataban de aparentar indiferencia, como si aquello fuese el pan de cada día.

—¡Raist! —Caramon entró en la tienda de su gemelo como un ciclón—. ¿Te has enterado…?

—Estoy intentando dormir, Caramon —lo interrumpió secamente su hermano—. Márchate.

—Pero esto es importante, Raist. Nuestra compañía es la que…

—Has tirado mi bastón —le hizo notar Raistlin.

—Perdona, ahora mismo lo recojo…

—¡No lo toques! —ordenó Raistlin. Se levantó del catre para coger el cayado y colocarlo junto a la cabecera—. Bien, ¿qué es lo que quieres? —inquirió cansinamente—. Y sé breve, estoy muy fatigado.

Ni siquiera el malhumor de su gemelo consiguió echar por tierra la emoción y el orgullo de Caramon. A medida que hablaba, parecía llenar la tienda con su excelente salud y su fuerte corpachón hinchándose en la oscuridad, expandiéndose hasta ocupar todo el espacio, absorbiendo el aire y dejando a su hermano aplastado, asfixiado.

—Nuestra compañía ha sido elegida para encabezar el asalto mañana por la mañana. «Los primeros en entrar en liza», fue lo que dijo el capitán. ¿Vendrás tú con nosotros, Raist? ¡Ésta será nuestra primera batalla!

—Si es así —contestó Raistlin mirando fijamente la oscuridad—, todavía no he recibido órdenes.

—Oh, vaya, qué mala suerte. —Caramon se desinfló momentáneamente, pero el nerviosismo no tardó en volver a él, hinchándolo de nuevo—. Vendrás, estoy seguro. ¡Imagina! ¡Nuestra primera batalla!

Raistlin giró la cabeza en la almohada, hacia el lado contrario de donde estaba su hermano. Caramon tuvo la repentina sensación de que debía irse.

—Tengo que afilar mi espada. Te veré por la mañana, Raist. Buenas noches.

Salió metiendo tanto ruido como al entrar.

—Perdonad, señor —dijo Raistlin, parado ante la tienda de Horkin—. ¿Estáis dormido?

—Sí —fue la respuesta en tono rezongante.

—Siento despertaros, señor. —Raistlin entró y vio a su maestro tumbado en el catre, con las mantas subidas hasta la barbilla—. Me he enterado de que la compañía de mi hermano ha recibido la orden de atacar la muralla oeste mañana por la mañana. Pensé que quizás os parecería bien que empezara a hacer algún preparativo…

Horkin se sentó en el catre y apretó los párpados para protegerse los ojos de la luz del Bastón de Mago. Horkin no dormía con la túnica, que estaba pulcramente doblada encima de su mochila, al lado del catre. Dormía, como él decía, «en cueros».

—¡Apaga esa condenada luz, Túnica Roja! ¿Qué intentas hacer? ¿Dejarme ciego? Bien, eso está mejor. Y ahora, dime, ¿qué es toda esa pampirolada que me estabas contando?

Llenándose de paciencia, Raistlin repitió lo que había dicho al entrar. Con la luz del bastón apagada, se encontró sumido en la oscuridad de la tienda, una oscuridad que olía a sudor rancio y a flores marchitas.

—¿Y me has despertado por eso? —rezongó Horkin, que volvió a tumbarse, tiró de las mantas y se cubrió bien con ellas—. Los dos necesitamos dormir, Túnica Roja. Mañana tendremos que atender a los heridos.

—Sí, señor —contestó Raistlin—. Pero, respecto a la batalla…

—El barón no me ha dado ninguna orden sobre el combate de mañana, Túnica Roja. Claro que, a lo mejor, te la ha dado a ti. —Horkin tendía a ser sarcástico cuando tenía sueño.

—No, señor. Sólo pensé que…

—¡Ya estás otra vez con lo mismo! ¡Pensando! —resopló Horkin—. Escúchame, Túnica Roja, el combate de mañana es un amago de ataque, una escaramuza. Queremos tantear las defensas de la ciudad. ¡Y lo que menos interesa cuando se está tanteando al enemigo es mostrarle todo lo que se tiene! Nosotros, tú y yo, Túnica Roja, somos el gran final. El barón nos saca a los magos en el último acto para consternación y asombro de todos. ¡Y ahora vete y déjame dormir un poco!

Horkin se cubrió la cabeza con las mantas.

A nadie le apetecía irse a dormir esa noche. Todos querían estar despiertos, charlando y brindando por las hazañas que cada cual realizaría al día siguiente o para protestar amargamente por haber quedado fuera de la acción o para ofrecer consejo y desear buena suerte a aquellos afortunados que tomarían parte en el primer asalto. Los sargentos dejaron que se explayaran y después recorrieron el campamento ordenando a todos que fueran a aplastar la paja porque al día siguiente necesitaban estar descansados. Finalmente se hizo el silencio en el campamento, aunque en realidad fueron muy pocos los que durmieron.

Raistlin regresó a su tienda, donde sufrió un ataque de tos inusitadamente fuerte. Pasó casi toda la noche tratando de respirar.

El barón yacía en su tienda pensando en todas las cosas que podía haber dicho para dejar aplanado al comandante Kholos y lamentándose por no haberlo hecho.

Horkin no consiguió conciliar el sueño después de que Raistlin lo hubo despertado y permaneció tumbado en el catre mascullando imprecaciones contra su ayudante y pensando en el inminente asalto. El rostro de Horkin, por lo general risueño, mostraba una expresión grave. Suspiró y tras musitar una oración a su compañera de jarana, la querida Luni, se quedó dormido.

Cambalache permaneció despierto en la oscuridad, preocupado y tembloroso porque alguien le había dicho que no tomaría parte en el asalto debido a que era demasiado bajo.

Después de que Caramon hubo pulido su armadura hasta el punto de que era un milagro que no le hubiera hecho un agujero, se envolvió en la manta, se tumbó y pensó: «¿Sabes? Mañana podrías morir». Cavilaba sobre tal posibilidad y se preguntaba qué sensación le producía, cuando despertó y descubrió que ya había amanecido.

El cielo tenía un color gris perlado y estaba cubierto por un manto de nubes bajas. Aunque todavía no llovía, todo en el campamento estaba mojado. La propia atmósfera estaba cargada de humedad y era caliente, sin atisbó de brisa. La bandera de la compañía pendía fláccida del asta. Todos los sonidos quedaban ahogados en el denso aire. El martilleo del herrero, por lo general repiqueteante, sonaba apagado y discordante.

La compañía del capitán Senej se levantó temprano; los hombres formaron en filas delante de la tienda del comedor.

—¡Los primeros en combatir, los primeros en desayunar! —comentó Caramon sonriente mientras palmeaba la espalda de Cambalache—. ¡Me gusta este arreglo!

Durante las noches precedentes al ataque, la compañía de comandos había estado patrullando, lo que significaba que eran los últimos en volver al campamento y los últimos en ponerse en la fila para desayunar, o más bien para tomar lo que quedaba después de que el resto de las tropas se hubiese lanzado sobre la comida como enanos gullys. Caramon, que había estado subsistiendo a base de gachas de avena frías durante los últimos días, miró las siseantes lonchas de panceta y el pan recién horneado con inmensa satisfacción.

—¿No vas a comer? —le preguntó a Cambalache.

—No, Caramon, no tengo hambre. ¿Crees realmente que lo que dijo Damark es verdad? ¿Crees que la sargento no me dejará…?

—¡Vamos, llena tu petate! —instó Caramon—. Me comeré lo que tú no quieras —luego le dijo al cocinero—, tomará también unas cuantas de esas tortas de trigo.

El mocetón se acomodó en la larga mesa con los dos platos llenos a rebosar. Cambalache se sentó a su lado, mordiéndose las uñas y lanzando miradas suplicantes a la sargento cada vez que la mujer pasaba junto a ellos.

—Ah, hola, Raist —saludó Caramon que al levantar la vista del plato se encontró con su hermano de pie a su lado.

Raistlin estaba pálido y demacrado, con profundas ojeras. Tenía la túnica empapada por la humedad del ambiente y su propio sudor. La mano que sostenía el bastón temblaba.

—No tienes buen aspecto, Raist —le dijo preocupado su hermano, que se puso de pie, el desayuno olvidado por completo—. ¿Te sientes bien?

—No —contestó Raistlin con voz enronquecida—. No me «siento bien». Si quieres saberlo, he estado en vela toda la noche. ¡Deja de hacer aspavientos! Ya me encuentro mejor. No puedo quedarme mucho, tengo tareas que realizar, como enrollar vendas en la tienda de curas. —Su tono sonaba amargo—. Sólo he venido para desearte buena suerte.

Los esbeltos dedos de Raistlin rozaron el antebrazo de su gemelo, sorprendiéndolo.

—Cuídate, hermano mío —dijo el mago en voz queda.

—Eh, sí, claro. Lo haré. Gracias, Raist —contestó Caramon, conmovido.

Iba a añadir que también él debía tener cuidado, pero cuando quiso hablar Raistlin ya se había marchado.

—Vaya, eso sí que ha sido extraño —comentó Cambalache mientras Caramon volvía a sentarse y a dar buena cuenta del desayuno.

—En realidad no —contestó el guerrero, sonriendo eufórico—. Somos hermanos.

—Ya lo sé. Es sólo que…

Cambalache había estado a punto de decir que hasta ahora no había visto que Raistlin hiciera o dijera nada fraternal ni por asomo y que era raro que empezara a hacerlo ahora, pero al reparar en la expresión satisfecha plasmada en el semblante franco de su amigo, el semikender cambió de idea.

—No me apetecen los huevos —dijo—. ¿Quieres comértelos?

—Pásamelos —aceptó Caramon, sonriente.

Sin embargo, ni siquiera tuvo tiempo para comerse los suyos. El ataque estaba planeado para primera hora de la mañana y cuando todavía tenía el desayuno a medias, los tambores empezaron a sonar llamando a las armas a los hombres de la compañía de comandos. Mientras los soldados se ponían el equipo empezó a caer una fina llovizna. El agua, que resbalaba por los yelmos hasta los ojos de los hombres y se colaba hasta los farsetos, ocasionando que el interior de las prendas les rozara la piel, se quedaba prendida en las barbas en forma de gotitas y se les escurría por la nariz. Los soldados tenían que limpiarse los ojos para poder ver bien y sus manos trataban de abrochar torpemente las hebillas húmedas. Por otro lado, las correas de cuero resultaban recalcitrantes al estar mojadas y por muchos tirones que les daban no había modo de ceñirlas como era debido. Las espadas resbalaban en sus manos húmedas.

Lo más extraño y ominoso fue que la lluvia hizo que las murallas de la ciudad cambiaran de color. Las piedras utilizadas en su construcción tenían un tono castaño claro y la lluvia hizo resaltar un intenso matiz rojizo, de manera que daba la sensación de que se hubiesen teñido con una fina capa de sangre. Los soldados lanzaron miradas adustas a la muralla oeste, su objetivo, y luego alzaron la vista, con desánimo, al cielo plomizo esperando que el sol lograra abrirse paso entre las nubes.

Cambalache ayudó a Caramon a ponerse la armadura de cuero, que era distinta al coselete que se utilizaba generalmente en la compañía C. Ésta iba almohadillada en los brazos y el torso y por la parte externa estaba reforzada con tiras de metal. Era un coselete pesado, pero proporcionaba mejor protección que el ligero coselete utilizado por los hombres durante sus misiones de patrulla. Las armaduras las habían tomado de prestado a la compañía A, así como los grandes Escudos que llevarían en la batalla de ese día.

El semikender estaba cabizbajo y no dejaba de parpadear. El rumor que había oído la noche anterior resultó ser cierto: Le habían ordenado quedarse en el campamento mientras que el resto de la compañía avanzaba para el ataque. Cambalache había suplicado e incluso discutido hasta que la sargento Nemiss acabó perdiendo la paciencia. La mujer cogió uno de los enormes escudos que los soldados llevarían y se lo lanzó al semikender. El escudo lo tumbó patas arriba y lo dejó aplastado contra el suelo.

—¿Te das cuenta? —instó la sargento—. ¡Ni siquiera puedes levantarlo!

Los hombres se echaron a reír mientras Cambalache se retorcía y conseguía salir, no sin grandes esfuerzos, de debajo del pesado escudo, todavía argumentando con la oficial. La sargento Nemiss le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo que era un «voluntarioso gallito de pelea» y que «si encontraba un escudo grande que pudiera manejar, tenía permiso para ir con ellos». Después le ordenó que ayudara a otros soldados a ponerse las armaduras.

Cambalache hizo lo que le mandaba aunque sin dejar de protestar todo el tiempo y rezongar que no era justo, que estaba tan bien entrenado como cualquiera, que los demás creerían que era un cobarde, que no veía por qué no podía utilizar su viejo escudo y así sucesivamente. No obstante, las protestas de Cambalache se cortaban de manera repentina.

Caramon lo sentía por su amigo, pero pensaba que sus quejas y lamentaciones habían durado más que suficiente, de modo que soltó un suspiro de alivio al creer que Cambalache había aceptado finalmente su triste destino.

—Te veré después de tomar la muralla —se despidió mientras se calaba el yelmo.

—Buena suerte, Caramon —le deseó Cambalache al tiempo que le tendía la mano con una sonrisa.

El mocetón miró intensamente a su amigo. Ya había visto la misma sonrisa, dulce e inocente, con anterioridad, en la cara de otro buen amigo: Tasslehoff Burrfoot. Caramon conocía a los kenders lo suficiente como para que se despejaran sus sospechas. No se le ocurría qué podría estar tramando Cambalache, y antes de que tuviese tiempo para pensar seriamente en el asunto, la sargento Nemiss ordenó formar a la compañía.

El capitán Senej condujo su caballo hasta llegar frente a las filas; allí desmontó e hizo una rápida aunque rigurosa inspección, tirando de las armaduras para asegurarse de que no se soltarían y examinando las puntas de las lanzas para cerciorarse de que estaban afiladas. Acabada la inspección, se volvió hacia sus tropas; todo el campamento se había reunido para oír y observar.

—Hoy vamos a tantear las defensas occidentales, soldados. Queremos ver si hay alguna sorpresa esperándonos en esa ciudad. La maniobra es sencilla: cerrad filas lo más posible, sostened los escudos en alto y marchad en formación hasta la muralla. Nos va a caer encima un buen chaparrón de flechas disparadas por los arqueros, pero la mayoría chocará contra nuestros escudos.

»Nuestros propios arqueros intentarán despejar la muralla lo mejor que puedan, pero no penséis que ellos van a resolvernos el problema. Después de haberlos visto practicar, me preocupa más que nos den a nosotros que el hecho de que despejen o no la muralla.

La compañía de arqueros empezó a abuchear y a silbar mientras que la compañía de comandos reía de buena gana. La tensión desapareció, que era precisamente lo que el capitán se proponía. Sabía que, a menos que el enemigo fuera completamente incompetente, sus hombres iban a enfrentarse a una fuerza abrumadoramente superior. Hasta qué punto era superior el enemigo y cuál su grado de destreza eran dos preguntas a las que no tardaría en obtener respuesta. No hizo mención al ejército de aliados, que se había reunido para presenciar el asalto. La corpulenta figura de su comandante era fácilmente distinguible montada en su caballo de guerra, a una distancia segura del alcance de disparos.

—¡Bien, basta de charla! —gritó el capitán Senej—. Tan pronto como llegue la señal de que la compañía de arqueros está en posición, haremos el trabajo y volveremos a tiempo para comer. —Recorrió las filas con la mirada y la detuvo en Caramon. El capitán sonrió y añadió—: También estamos los primeros de la fila para comer, Majere.

Caramon se sintió enrojecer, pero siempre estaba dispuesto a reírse de sí mismo, de modo que se unió de buen grado a la carcajada general.

La compañía C marchó hasta el límite del campamento y se reunió en una apretada formación de tres filas. Caramon estaba en la última. El capitán Senej ocupó su puesto al frente; un asistente se llevó su caballo. El capitán caminaría junto a sus hombres. Cuando Senej levantaba la espada para dar la señal de marchar, Caramon sintió que una mano le daba tirones de la parte posterior del coselete. Volvió la cabeza y se encontró con Cambalache, pegado contra él, casi pisándole los talones.

—La sargento dijo que podía venir si encontraba un escudo —argumentó el semikender—. Supongo que tú lo eres, Caramon. Espero que no te importe.

El mocetón no supo si le importaba o no porque no tuvo tiempo para pensarlo. A la derecha, una bandera descendió y volvió a subir; la compañía de arqueros estaba en posición. El capitán bajó la espada.

—¡Adelante! ¡Compañía de comandos la primera en la lucha!

La compañía lanzó un vítor y empezó a marchar a un paso lento pero regular, con el portaestandarte caminando enorgullecido justo detrás de su capitán.

En el campamento, los trompetas y tambores del barón empezaron a tocar una marcha marcando un ritmo que facilitaba que los hombres mantuvieran el paso. El izquierdo de cada hombre se adelantó con el sonido del tambor bajo y los soldados avanzaron al unísono, los escudos bien juntos y las lanzas aprestadas.

La música enardeció a Caramon, que miró a los hombres que iban a su lado, sus compañeros, y sintió el corazón henchido de orgullo. Jamás se había sentido tan unido a nadie, ni siquiera a su gemelo, como a estos hombres que avanzaban para afrontar juntos el peligro, la muerte. El ligero cosquilleo de miedo que había notado en el estómago y en las entrañas desapareció. Era invencible, nada podía hacerle daño. No en ese día.

Un arroyuelo atravesaba el terreno que separaba el campamento de la muralla de la ciudad, su objetivo. El cauce se secaba en verano, pero las orillas eran bastante empinadas y les llevaría un tiempo cruzarlo, sobre todo porque la hierba que tapizaba los márgenes estaba resbaladiza a causa de la llovizna. La compañía llegó al arroyo en ángulo, de manera que el flanco derecho de la formación cruzó antes que el izquierdo. Pequeñas brechas aparecieron en la línea mientras los soldados aflojaban el paso para ver dónde ponían los pies; después la línea recobró su formación original al otro lado del cauce.

—¿Por qué no nos han disparado? —preguntó Cambalache—. ¿A qué esperan?

—Cerrad el pico y mantened la formación cerrada —ordenó la sargento Nemiss, situada a la izquierda de Caramon, a cierta distancia—. ¡Lo harán a no tardar, antes de lo que pensáis!

Un sonido sibilante, que no se parecía a nada que Caramon hubiera escuchado en su vida —un sonido siseante, zumbante, chasqueante, todo combinado— hizo que se le pusiera de punta el vello en la nuca.

El avance de la línea vaciló. Todos habían oído un ominoso ruido. Caramon miró a lo alto, por encima del escudo. Allí arriba el cielo estaba negro con lo que comprendió, con estupefacción, que era una mortífera andanada de cientos de flechas.

—¡Mantened el condenado escudo en alto! —bramó la sargento.

Recordando el entrenamiento recibido, Caramon levantó rápidamente el escudo por encima de su cabeza. Un instante después, el escudo vibró y se sacudió con el impacto de las flechas. Al mocetón le sorprendió la fuerza de los golpes, como si alguien aporreara el escudo con un mazo de guerra.

Y entonces todo acabó.

Caramon vaciló, encogido, esperando otro ataque. Al notar que éste no se producía, se aventuró a mirar la parte delantera de su escudo. Del mismo sobresalían cuatro flechas, los astiles firmemente alojados en el metal. Caramon tragó saliva con esfuerzo al pensar lo que esas flechas habrían hecho si lo hubieran alcanzado a él en lugar del escudo. Algunos de los soldados estaban arrancando las flechas hincadas en sus escudos y tirándolas a un lado. Caramon se volvió para ver cómo le había ido a Cambalache.

El semikender alzó la vista hacia él y esbozó una sonrisa trémula.

—¡Caray, chico! —fue todo cuanto dijo.

Caramon miró a ambos lados y no vio a nadie caído. No había huecos en la líneas. El capitán echó una rápida ojeada hacia atrás para comprobar que la compañía lo seguía todavía.

—¡Adelante, soldados! —gritó.

El sonido silbante se repitió, pero esta vez desde el flanco derecho. La compañía de arqueros respondía a los disparos con su propia andanada. Las flechas volaron hacia las murallas de la ciudad surcando el aire por encima de las cabezas de los hombres de la compañía C, que proseguían su avance. Otra andanada salió de la ciudad.

Caramon levantó el escudo y los proyectiles se alojaron en él con golpes secos. El guerrero se tambaleó por la fuerza de los impactos, pero siguió adelante. Un grito desgarrado, no muy lejos, hizo que levantara la cabeza bruscamente. Un hombre de su fila se desplomó en el suelo, gritando y retorciéndose de dolor. Una flecha le había partido la tibia. Apareció un hueco en la línea; el hombre que venía detrás del herido saltó por encima de él y ocupó su puesto, cerrando así la brecha.

La compañía C siguió avanzando. Caramon estaba furioso, se sentía frustrado. Quería arremeter, descargar su ira contra algo, pero no había nadie a quien atacar. No podía hacer otra maldita cosa que seguir adelante y ser un blanco al que disparar. El hecho de que la compañía de arqueros respondiera a los disparos no parecía surtir ningún efecto. Otra andanada de flechas llovió del cielo.

La tercera andanada se descargó sobre la compañía. Un hombre que iba delante de Caramon cayó hacia atrás y se desplomó a sus pies. El hombre no gritó. No podía hacerlo, comprobó Caramon horrorizado. Una flecha se le había clavado en la garganta y el hombre se apretaba la terrible herida con una mano; de su boca abierta salían ruidos gorgoteantes.

—¡No te detengas! ¡Cierra la línea, maldita sea! —le gritó un veterano a Caramon al tiempo que le asestaba en el brazo un golpe con el escudo.

El mocetón saltó hacia un lado para no pisar al herido, resbaló en la hierba húmeda y enrojecida por la sangre y a punto estuvo de perder el equilibrio. Unas manos a su espalda lo asieron por el cinturón y lo ayudaron a sostenerse en pie. Cuando el sonido zumbante se repitió de nuevo, Caramon se agazapó en un intento de hacerse lo más pequeño posible para protegerse con el escudo.

Y entonces, inexplicablemente, los disparos cesaron. La compañía se encontraba a ciento cincuenta metros de su objetivo. A lo mejor la compañía de arqueros había despejado la muralla. A lo mejor el enemigo había huido con el rabo entre las piernas. Caramon levantó la cabeza cautelosamente para echar un vistazo. Entonces se produjo un ruido sordo y seco que Caramon, más que oír, sintió, como si algo pesado hubiese golpeado el suelo empapado. Al ruido sordo le siguió un fuerte chasquido. Caramon miró en derredor para ver la procedencia de esos sonidos y presenció cómo dos filas de hombres dejaban de existir. Un instante antes había seis hombres a su derecha, y al siguiente, ninguno.

Un enorme pedrusco rodaba y brincaba sobre la hierba manchada de sangre y finalmente se detuvo. Lanzado por una catapulta desde lo alto de la muralla de la ciudad, la piedra había caído sobre las filas, abriendo un surco entre los hombres y éstos habían dejado de serlo; ahora estaban reducidos a un amasijo de carne ensangrentada y huesos rotos.

Los gritos de los heridos, el hedor a sangre, orín y excrementos, pues muchos de los moribundos ya no podían controlar los intestinos, provocó que Caramon vomitara el desayuno que con tanta satisfacción se había comido. El guerrero se dobló por la cintura y vació el estómago. El sonido de otra andanada a poco acaba con su entereza; deseaba echar a correr, huir de aquel espantoso campo de muerte, pero el entrenamiento recibido hizo que aguantara; el entrenamiento y la idea de que si corría sería tachado de cobarde y quedaría deshonrado para siempre.

Se agazapó detrás del escudo; volvió la cabeza y miró tras de sí, preocupado por Cambalache, pero no vio a su amigo. A su izquierda se desplomaron tres hombres, incluido el portaestandarte de la compañía; la bandera cayó hacia adelante. Toda la línea había dejado de moverse; tanto el capitán como la sargento seguían avanzando.

De repente apareció Cambalache. Saltando sobre los cuerpos de los muertos y los moribundos, llegó junto al portaestandarte y, afrontando una lluvia de flechas disparadas desde la muralla, recogió la bandera y la hizo ondear orgullosamente por encima de su cabeza a la par que lanzaba un grito desafiante.

El resto de la compañía C se sumó al grito, pero sonaba desigual, quebrado. Tanto el capitán como la sargento volvieron la cabeza y vieron la terrible destrucción. Otra andanada de flechas y el seco sonido del lanzamiento de otra piedra —que esta vez se quedó corto— hizo reaccionar al capitán. Sus hombres habían recibido castigo de sobra.

—¡Retirada! ¡Retroceded en formación! ¡Mantened altos los escudos! —gritó.

Caramon se adelantó rápidamente para proteger a Cambalache, cubriendo su espalda con el escudo. El semikender hacía caso omiso de las flechas que pasaban silbando a su alrededor y marchaba con orgullo, haciendo ondear la bandera. La compañía se retiró ordenadamente, sin pánico, sin romper filas ni correr ciegamente. Si un hombre caía, los demás se desplazaban para cerrar la brecha. Algunos se paraban para ayudar a los heridos a volver al campamento. La compañía de arqueros disparó andanada tras andanada contra la muralla de la ciudad, cubriendo la retirada.

Cambalache llevaba la bandera y Caramon sostenía el escudo de manera que protegiera las espaldas de ambos. Otros cincuenta pasos y los hombres empezaron a relajarse. Las flechas habían dejado de caer sobre ellos; por fin estaban fuera del alcance de los proyectiles.

Cien pasos más y el capitán ordenó detenerse a la compañía, tras lo cual bajó su escudo y lo apoyó en el suelo. Los demás hicieron lo mismo. Caramon agradeció librarse del peso del escudo; debía de pesar cincuenta kilos, o ésa era la impresión que le daba. El brazo le temblaba por el esfuerzo de sostenerlo en vilo tanto tiempo.

Cambalache, cuyo semblante tenía la palidez de la muerte, siguió sosteniendo la bandera.

—Puedes soltarla ya —le dijo Caramon a su amigo.

—No puedo —contestó Cambalache con voz temblorosa. Se miró la mano como si la extremidad perteneciese a otra persona—. ¡No puedo soltarla, Caramon! —Rompió a llorar.

El mocetón alargó la mano para ayudarlo a soltar el asta y entonces vio que la tenía manchada de sangre. Se miró y descubrió que el peto estaba salpicado de sangre e inmundicia. Bajó la mano y no tocó a su amigo.

—¡Muy bien, escuchad todos! —gritó el capitán—. El barón sabe ya lo que quería saber. Las defensas de la ciudad son más que efectivas.

Los hombres guardaron silencio; estaban exhaustos, desmoralizados.

—Luchasteis bien. Estoy orgulloso de vosotros. Hoy hemos perdido buenos hombres ahí fuera—continuó el capitán Senej—, y me propongo volver allí y traer sus cuerpos. Esperaremos a que caiga la noche.

Un murmullo de aprobación se alzó entre los hombres.

La sargento Nemiss dio orden de romper filas y los soldados regresaron a sus tiendas y a la de curas para enterarse de cómo estaban sus compañeros heridos. Algunos de los reclutas nuevos, Caramon y Cambalache entre ellos, permanecieron en formación, demasiado aturdidos y conmocionados para marcharse.

La sargento se acercó a Cambalache, alargó la mano y soltó de un tirón la bandera de los crispados dedos del semikender.

—Desobedeciste mis órdenes, soldado —dijo con voz severa.

—No, no lo hice, señor —contestó Cambalache—. Encontré un escudo. —Señaló a Caramon—. Uno que podía utilizar.

La sargento Nemiss esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza.

—Si se midiera a los hombres por su temple, serías un gigante —dijo—. Y hablando de gigantes, lo hiciste bien ahí fuera, Majere. Pensé que serías el primer hombre al que alcanzarían. Eres un blanco estupendo.

—No recuerdo gran cosa, señor —contestó Caramon, que se sentía obligado a ser sincero aunque con ello bajara la opinión que de él tenía la sargento—. Si queréis saber la verdad, estaba tan asustado que tenía la boca seca. —Inclinó la cabeza—. Me pasé la mayor parte de la batalla escondido detrás de mi escudo.

—Eso es lo que te mantiene con vida hoy, Majere —manifestó la sargento—. Al parecer te he enseñado algo, después de todo.

Nemiss se alejó y entregó el estandarte a uno de los veteranos cuando pasó junto a él.

—Ve tú a comer —le dijo Caramon a su amigo—. Yo no tengo mucho apetito. Creo que voy a tumbarme un rato.

—¿A comer? —Cambalache lo miraba de hito en hito—. Falta mucho para la comida. Sólo ha pasado media hora desde que tomamos el desayuno.

Media hora. Podría haber sido medio año. Media vida. El resto de la vida para algunos.

Las lágrimas acudieron a los ojos de Caramon, que giró rápidamente la cabeza para que nadie se diese cuenta.