—¡Túnica Roja! ¡Avisad al Túnica Roja!
Raistlin estaba en su tienda, aprovechando unos minutos de tranquilidad al final de la tarde para continuar su estudio del libro sobre Magius. Raistlin ya lo había leído una vez de cabo a rabo, pero algunas partes seguían siendo confusas —la caligrafía del cronista era casi ilegible en algunos sitios— y Raistlin iba repasando el libro línea a línea, haciendo su propia copia para futuras consultas.
—Horkin te llama —dijo uno de los soldados, que había asomado la cabeza al interior—. Está en la tienda de hechiceros.
—¿Me habéis mandado llamar, señor? —preguntó Raistlin al llegar allí.
—¿Eres tú, Túnica Roja? —Horkin no alzó la vista. Estaba enfrascado en su trabajo, calentando un mejunje en un pequeño cazo que colgaba de un trípode, sobre los carbones de un brasero. Olisqueó, frunció el entrecejo y metió la punta del meñique en el cazo. Sacudió la cabeza y removió la mezcla—. No está bastante caliente. —Miró con impaciencia el cazo.
—¿Me mandasteis llamar, señor? —repitió Raistlin.
Horkin asintió, todavía sin alzar la vista hacia él.
—Sé que es tarde, Túnica Roja, pero tengo un trabajo para ti. Creo que éste podría incluso gustarte. Es más interesante que mis calcetines.
Miró de reojo a Raistlin, que enrojeció de vergüenza. Cierto, se había sentido frustrado hasta lo indecible cuando le encomendó tareas de sirviente por todo el campamento; tareas que hasta un enano gully podría haber realizado: lavar paños blancos que se utilizarían como vendajes; cortar esos mismos paños en tiras; clasificar sacos de hierbas y flores; vigilar la cocción de cualquier horrible brebaje que hirviera sobre el brasero. El último tirón a la barba del enano, como rezaba el dicho, habían sido los malditos calcetines de Horkin.
Al maestro no se le daba bien coser y cuando descubrió que Raistlin tenía cierto talento con la aguja y el hilo —un talento desarrollado durante los días de estrecheces cuando su hermano y él se quedaron huérfanos y tuvieron que salir adelante solos—, Horkin le había dado esa tarea. Raistlin imaginaba que había soportado los degradantes quehaceres con buen talante; aparentemente no era así.
—El comandante Morgón me ha contado que hay un Túnica Roja acompañando al ejército de nuestros aliados. Morgón dijo que lo vio de pasada en el campamento.
—¿De veras, señor? —Indudablemente Raistlin estaba interesado.
—Pensé que a lo mejor te apetecía darte un paseo hasta allí para hacer intercambios, si no estás muy cansado.
—No estoy cansado en absoluto, señor. —Raistlin aceptó la tarea con mucho más entusiasmo que cualquiera otra recibida hasta ahora—. ¿Qué queréis que lleve para intercambiar?
—Lo he estado pensando. —Horkin se frotó la mejilla—. Tengo esos pergaminos que ninguno de los dos podemos leer. Tal vez ese mago pueda sacar algún partido de ellos. No dejes entrever que no sabes lo que hay en ellos, sin embargo. Si piensa que no sabes leerlos, los tratará como si fuesen basura y no sacaremos a cambio ni un amuleto roto.
—Entiendo, señor —contestó Raistlin. Su disgusto por ser incapaz de leer los pergaminos era muy profundo.
—Y hablando de amuletos, he traído esa caja con las cosas que clasificaste y etiquetaste. ¿Crees que hay algo ahí que merezca la pena?
—Nunca se sabe, señor —contestó Raistlin—. Sólo porque nosotros no consideremos valioso un artefacto no significa que otro hechicero no pueda darle alguna utilidad. En cualquier caso —añadió con una sonrisa astuta—, puedo insinuarle que todas esas cosas son más valiosas de lo que nosotros pensamos. Después de todo, soy vuestro aprendiz, y no parecería lógico que me confiaseis objetos mágicos importantes si conociese su verdadero poder.
—Sabía que eras el hombre adecuado para este trabajo —dijo Horkin muy complacido—. Echa un par de nuestros ungüentos curativos, por si acaso. Y no vayas enseñando esto por ahí —le tendió una bolsa con monedas—, pero si ese hechicero tiene algo realmente valioso y no quiere trocarlo por otra cosa, puedes pagarle con acero. Veamos, ¿qué tenemos y qué nos hace falta?
Los dos hicieron un repaso de lo que ya poseían, determinaron qué les faltaba, debatieron qué podría ser útil y cuánto debería pagar Raistlin por ello.
—Cinco monedas de acero por un pergamino, diez por una pócima, veinte por un libro de conjuros y veinticinco por un objeto mágico. Ésos son mis límites —manifestó Horkin.
Raistlin argumentó que su maestro no estaba al día respecto a los precios actuales de mercado, pero Horkin se negó a ceder un ápice, de manera que al joven no le quedó más remedio que aceptar, bien que para sus adentros decidió llevar consigo algo de su propio dinero, hacer un trato personal si encontraba algo de valor cuyo precio superase el límite marcado por Horkin.
—¡Ah, ya está! —dijo el maestro mirando con satisfacción el cazo, cuyo contenido estaba hirviendo ahora. Agarró el asa con un trapo, levantó el cazo del fuego y vertió el contenido con cuidado en una vasija de barro. A continuación tapó el recipiente con un corcho, limpió lo que se había escurrido y guardó la vasija en una cesta, que luego le tendió a Raistlin—. Aquí tienes, llévale esto al Túnica Roja. Es un factor decisivo para cualquier trato.
—¿Qué es, señor? —inquirió Raistlin perplejo. Sólo había echado un vistazo por encima a la cocción, una especie de líquido turbio, lleno de pellas blancuzcas—. ¿Una pócima?
—Pollo y bolas de masa para que cene —contestó Horkin—. La receta es mía. Dale a probar un poco y te entregará sus paños menores si es eso lo que quieres. —Dio unas palmaditas afectuosas a la vasija—. No hay hechicero vivo que no sucumba a mi pollo con bolas de masa.
Cargado con objetos mágicos, estuches de pergaminos y la vasija con la sopa, así como numerosos tarros de ungüentos y pomadas y un frasco de vino dulce para suavizar la garganta del mago a fin de que dijera «sí», Raistlin salió del campamento del barón y caminó hacia el de sus aliados. A Horkin no se le ocurrió proporcionar una escolta a su joven pupilo, aunque si hubiese tenido conocimiento del informe completo del comandante Morgón sobre lo que el barón y él habían visto y oído en el campamento de los aliados esa tarde, seguramente lo habría hecho. Al no ser así, Raistlin sólo llevó consigo el Bastón de Mago para tener luz y la pequeña daga escondida en la manga como protección. Después de todo, pensó, estaría entre amigos.
Su primer encuentro fue con la línea de piquetes de la fuerza aliada. Los soldados lo observaron con bastante desconfianza, pero a esas alturas el joven ya estaba acostumbrado a ser blanco de ese tipo de miradas y sabía cómo manejar la situación. Informó sin tapujos que iba a hacer una visita a un colega hechicero para llevar a cabo algún que otro trueque. Al principio, los soldados no tenían idea de qué estaba hablando. ¿Un Túnica Roja? Que ellos supieran no había ninguno.
Entonces uno de los hombres recordó que un Túnica Roja había llegado al campamento esa misma tarde, apareciendo de repente como si se hubiese materializado en el aire. Según el soldado, era un tipo delgaducho que no le había caído bien a nadie. Se les había pasado por la cabeza rajarle el cuello, pero había algo en aquel tipo que… El Túnica Roja había insistido en reunirse con el comandante Kholos, y la inquietud que despertaba el hechicero era tal que fue conducido de inmediato ante el comandante. Después tuvieron que instalar una tienda para el mago, a quien tuvieron que tratar como si fuese el cuñado del comandante al que no veía desde hacía mucho tiempo. Los soldados dejaron pasar a Raistlin tras un somero registro de lo que llevaba, ya que nadie quería examinar los efectos de un hechicero con demasiado detenimiento. Algunos insinuaron incluso que si Raistlin dejaba la cesta allí y se hacía acompañar por el otro Túnica Roja a su propio campamento, sería muy de agradecer.
Por lo visto, a diferencia del popular Horkin, este mago guerrero no gozaba del aprecio de sus compañeros de filas.
«Claro que a mí me ocurre otro tanto», se dijo el joven para sus adentros mientras se internaba en el campamento aliado.
Reparó en el grupo de soldados castigados, pero no comprendió lo que pasaba en realidad. Al ver hombres desplomados en el suelo, aparentemente inconscientes, supuso que sólo se trataba de algún tipo extraño de prácticas, tan común entre hombres de armas, y pasó ante ellos sin prestarles demasiada atención. No vio los cadáveres colgados en la improvisada horca, pero, después de lo que había presenciado sobre la dura disciplina militar, quizá ni siquiera eso lo habría sorprendido.
Preguntó por el emplazamiento de la tienda del mago guerrero, y se lo indicaron de mala gana; hubo incluso un hombre que le preguntó sin andarse con disimulos si de verdad quería hacer tratos con el hechicero. Todos los que hablaron con él lo hicieron con aire sombrío y un atisbó de miedo en la expresión; su valoración sobre ese hechicero aumentó en consonancia con el miedo.
Finalmente encontró la tienda del mago, situada a cierta distancia de las otras del campamento. Era bastante espaciosa.
Raistlin se detuvo frente a la entrada y respiró hondo para calmar la ansiedad y el nerviosismo. Estaba a punto de conocer a un verdadero mago guerrero, un compañero Túnica Roja, quizá de alto rango. Un hechicero que tal vez estuviese buscando un aprendiz. Raistlin no dejaría a Horkin; todavía no. Estaba comprometido con el barón por contrato y honor hasta cumplir el plazo fijado, pero se le presentaba la oportunidad de darse a conocer y, tal vez, causar una buena impresión al hechicero. A saber si ese Túnica Roja quedaba tan impresionado con él que estuviese dispuesto a comprar su contrato y tomarlo de inmediato a su servicio.
La juventud está hecha de sueños.
Atisbó por la pequeña rendija que había en la solapa de entrada y alcanzó a vislumbrar un atisbó de rojo a la luz de la lamparilla encendida en un cuenco de aceite perfumado. Había recobrado la serenidad y estaba preparado para ofrecer una imagen fría, competente y profesional. Se colgó el cesto en el mismo brazo con el que sostenía el Bastón de Mago y llamó al poste de entrada con la mano libre.
—¿Eres tú, gusano? —preguntó una voz profunda en el interior—. En tal caso, deja de zarandear la tienda y entra para presentar tu informe. ¿Qué encontraste en ese maldito templo?
Raistlin se encontraba en una situación realmente incómoda. Tenía que anunciar que no era el «gusano» a quien esperaba y, a partir de un comienzo tan poco propicio, presentarse. Por si eso fuera poco, empezó a sentir obstrucción en los pulmones. Hizo un desesperado intento de aclararse la garganta con una única y seca tos, decidiendo simular que no había oído.
—Siento molestaros, maestro —dijo, agradeciendo que la angustiosa sensación de ahogo hubiese remitido—. Soy Raistlin Majere, un Túnica Roja, y sirvo en el ejército del barón Ivor de Arbolongar. He traído diversos pergaminos, artefactos mágicos y pócimas, y vengo para ver si estáis interesado en hacer algún trato.
—Vete al Abismo.
Estupefacto por la respuesta tan grosera, Raistlin contempló de hito en hito el poste de la entrada, enmudecido por la sorpresa. Eso no era lo que había esperado encontrar, ni mucho menos.
No conocía ningún hechicero, ni siquiera el poderoso e importante Par-Salian, que dejase pasar la ocasión de adquirir magia nueva. La mera curiosidad habría inducido a cualquier hechicero de los que conocía Raistlin a salir de la tienda para rebuscar entre los estuches de pergaminos y la bolsa de objetos. Quizás el Túnica Roja no estaba interesado en hacer tratos, pero ¡diablos!, al menos sí debería sentir curiosidad por ver qué había traído.
El joven se arriesgó a asomarse al interior de la tienda con la esperanza de ver al hechicero. Aparentemente, el Túnica Roja estaba recostado en la silla, ya que su imagen se perdía en las sombras.
—Tal vez no me entendisteis, maestro —dijo, hablando con sumo respeto—. He traído muchos productos mágicos, algunos de los cuales son realmente poderosos, confiando en que os…
Oyó un sonido semejante al siseo del vapor saliendo por el pitorro de un hervidor, el frufrú furioso de los pliegues de una túnica y, de repente, la solapa de la tienda se apartó violentamente a un lado. Un rostro —lívido, con ardientes ojos rojos— asomó por la abertura. La ira, que irradiaba como un soplo de aire caliente, hizo que Raistlin retrocediese un paso.
—Déjame en paz —bramó el Túnica Roja—, o por la Reina Oscura que te enviaré yo mismo al Abismo…
Los centelleantes ojos del hechicero se abrieron de par en par por la impresión. El feroz juramento murió en sus labios y el Túnica Roja se quedó mirando de hito en hito, no a Raistlin, sino el bastón que el joven sostenía. En cuanto a Raistlin, contempló intensamente al otro hechicero. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra; ambos se habían quedado mudos, cada cual estupefacto a la vista de algo que no esperaba.
—¿Por qué me miras con tanta fijeza? —demandó el otro hechicero.
—Podría haceros la misma pregunta, señor —repuso Raistlin, impresionado.
—Yo no te miro a ti, gusano —gruñó Immolatus, y eso era muy cierto. Apenas había dedicado un vistazo al humano; los ojos del dragón estaban clavados en el bastón.
El primer impulso de Immolatus fue apoderarse del cayado e incinerar al humano, simplemente. Los dedos se le crisparon, las palabras de un conjuro cobraron forma en su garganta, le abrasaron la lengua, pero tras un gran esfuerzo logró resistir el impulso. Matar al humano atraería sobre sí una atención no deseada, requeriría explicaciones tediosas y dejaría una marca negruzca y aceitosa en el suelo, a la puerta de su tienda. Sin embargo, la principal razón de que tomara la decisión de permitir que el humano siguiese vivo —al menos de momento— fue su curiosidad por el bastón. No podía conseguirse información de una mancha grasienta en la hierba.
De hecho, Immolatus comprendió, con una rabia inmensa, que a fin de hallar las respuestas que hervían en su mente tendría que mostrarse… ¿Cuál era el término que usaba Uth Matar? «Diplomático». Tendría que ser diplomático en su trato con el humano. Cosa difícil de lograr cuando lo que deseaba realmente era hacer trizas a esa criatura, arrancarle el cerebro de un mordisco y hurgar en él con sus afiladas garras.
—Será mejor que entres —masculló Immolatus, que consideraba esa respuesta como una invitación cortés.
Raistlin siguió en el mismo sitio, fuera de la tienda. Se había acostumbrado a su vista maldita, a mirar el mundo a través de unos ojos lastrados con el maleficio por el que veía todas las cosas afectadas por el paso del tiempo, cómo se marchitaban, cómo la belleza se convertía en polvo. Al contemplar a ese hombre, a quien calculaba poco más de cuarenta años, tendría que haberlo visto arrugarse y envejecer. Sin embargo, lo que veía era una imagen borrosa, dos rostros en lugar de uno, dos caras de un retrato superpuesto, como si el artista hubiese dejado que todos los colores se corrieran y mezclaran.
Uno de los rostros era el de un hechicero humano. La otra cara resultaba más difícil de ver, pero Raistlin tuvo la fugaz impresión de algo rojo, de un intenso y brillante rojo. Había algo de reptil en ese hombre, en su segundo rostro.
El joven mago tuvo la sensación de que si le fuera posible enfocar la vista en esa segunda cara la vería con claridad y comprendería lo que le mostraban los ojos. Sin embargo, cada vez que intentaba concentrarse en ella, los rasgos se desdibujaban en los del primero.
Dos semblantes pero, advirtió, ambos lo observaban con un único par de ojos rojos como el fuego. Era un hombre peligroso; claro que todos los hechiceros lo eran.
Alerta, cauteloso, Raistlin aceptó la invitación a entrar en la tienda por la misma razón por la que había sido invitado: curiosidad.
El otro Túnica Roja era alto y delgado, y sus ropajes, buenos y caros. Se dirigió a una pequeña mesa de campamento y tomó asiento en una silla plegable, tras lo cual señaló con un gesto brusco la mesa. Sus movimientos eran garbosos y desmañados a la par, algo muy parecido a la doble imagen borrosa del rostro. Los gestos pequeños —como la oscilación de los largos dedos, por ejemplo, o la ligera inclinación de cabeza— los realizaba con fluidez, fácilmente. Los otros —como sentarse en la silla— resultaban torpes, como si no estuviese acostumbrado a ese tipo de movimientos y tuviera que pararse a pensar lo que estaba haciendo.
—Veamos qué has traído —dijo Immolatus.
Absorto en su empeño de aclarar ese misterio, Raistlin no contestó. Se quedó plantado en el mismo sitio, asiendo el cesto, los estuches de pergaminos y el bastón, sin dejar de mirar al hombre.
—En nombre del Abismo, ¿por qué no me quitas de encima esos extraños ojos tuyos? —demandó, irritado, Immolatus—. ¿Has venido a hacer tratos o no? Veamos que tienes ahí. —Tamborileó impacientemente el tablero de la mesa con la larga y afilada uña del índice.
En realidad, había un solo objeto en la tienda en el que Immolatus estaba verdaderamente interesado, y era el bastón. Pero antes necesitaba enterarse de unas cuantas cosas sobre el mismo, en especial hasta dónde conocía su poder el humano. Por las apariencias, no mucho. Todo lo contrario del primer humano que Immolatus vio asiendo el bastón. El recuerdo hizo que el dragón rechinara los dientes.
Raistlin bajó la vista, pasando por alto el insulto referente a sus ojos. De haberlo querido, él habría podido hacer unos cuantos comentarios sobre la apariencia de ese hombre, pero se contuvo. El hechicero lo superaba en edad y en poder; sobre esto último no le cabía la menor duda. Raistlin se sentía plantado en el centro de un verdadero vórtice de poder mágico. La magia giraba, chisporroteaba y crepitaba a su alrededor, y todo ese poderío emanaba del hombre que tenía ante sí. El joven no había experimentado jamás aquella especie de tormenta mágica, ni siquiera en presencia del jefe del Cónclave. Se sentía humilde y lo consumía la envidia; en ese momento decidió aprender de aquel hombre o perecer en el intento.
Con el propósito de tener las dos manos libres para soltar las mercancías que cargaba, Raistlin apoyó el Bastón de Mago contra la pequeña mesa de campaña.
La mano de Immolatus serpenteó sobre el tablero de la mesa en dirección al cayado. Raistlin advirtió el movimiento y dejó caer el cesto, asió el bastón y lo apretó contra su pecho.
—Un buen báculo para caminar —comentó Immolatus, que dejó los dientes a la vista en lo que él consideraba una sonrisa amistosa y encantadora—. ¿Cómo lo conseguiste?
Raistlin no estaba dispuesto a hablar del bastón, de modo que simuló no haber oído a Immolatus. Manteniendo el cayado bien asido en una mano, desplegó sobre la mesa los estuches de pergaminos, los objetos mágicos, los frascos de pócimas y los tarros de ungüentos de un modo muy parecido a como lo haría un vendedor ambulante en una feria.
—Tenemos varias cosas muy interesantes, señor. Éste es un pergamino arrebatado a un Túnica Negra de quien tenemos buenas razones para creer que era de muy alto rango. Y aquí hay…
Immolatus alargó bruscamente el brazo y barrió todos los objetos —pergaminos, pócimas, cesto y vasija de barro— de encima de la mesa.
—Hay un único objeto mágico que me interesa adquirir —dijo, y su mirada fue hacia el bastón.
Los estuches de pergaminos rodaron por debajo de la mesa y los otros productos se desperdigaron en todas las direcciones. La vasija de barro se estrelló contra el suelo de tierra apelmazada y se rompió, salpicando el repulgo de la túnica de Raistlin con la sopa de pollo.
—Éste es un objeto mágico por el que no tengo intención de hacer tratos, señor —repuso mientras apretaba con tanta fuerza el cayado que los músculos de la mano y el antebrazo empezaron a dolerle por la tensión—. Algunos de esos otros son bastante poderosos y…
—¡Bah! —Immolatus estaba que ardía de rabia. Se incorporó retorciendo el cuerpo, como si se desenroscara, no como si se pusiera de pie—. Poseo más poder en mi dedo meñique que el que hay en cualquiera de esas baratijas que has tenido la osadía de intentar enjaretarme. Excepto el bastón. A lo mejor me interesa. ¿Cómo llegó a tus manos?
Raistlin estuvo a punto de decir la verdad, de contestar —no sin orgullo— que el bastón había sido un regalo del gran Par-Salian. Empero, su tendencia a ser reservado frenó las palabras en su garganta. Describir el cayado como un regalo del jefe del Cónclave daría pie a más comentarios, más preguntas, tal vez a acrecentar el valor del bastón a los ojos del otro hechicero. Raistlin no quería tener más trato con ese hombre; sólo deseaba marcharse y perderlo de vista cuanto antes.
—El bastón ha estado en posesión de mi familia durante generaciones —dijo a la vez que se desplazaba caminando hacia atrás en dirección a la entrada de la tienda—. Así que, como veréis, maestro, estoy obligado por tradición familiar y por honor a no desprenderme de él. Ya que al parecer no hay posibilidades de que hagamos ningún trato, señor, me despido y os deseo un buen día.
Por pura casualidad, Raistlin dio la respuesta adecuada, la que acaso le salvó la vida. Immolatus llegó inmediatamente a la conclusión de que Raistlin era descendiente del poderoso hechicero Magius, quien tenía que haber dejado a sus familiares un informe escrito de los poderes del cayado o, al menos, pasar esa información verbalmente. Ahora que Immolatus miraba al joven con más atención, no parecía tener mucho parecido con Magius, de quien guardaba tan funestos recuerdos.
Pues había sido él quien derrotó al Dragón Rojo Immolatus. Magius y el poder mágico de aquel bastón habían estado a punto de matarlo, le habían infligido graves heridas que, aunque se sanaron, todavía le dolían. Immolatus había soñado con aquel bastón, con su magia estallando, cegando, desgarrando, matando, durante largos siglos. Habría trocado todo su antiguo tesoro por ese bastón, para asirlo, enarbolarlo, venerarlo… Utilizarlo para castigar a sus enemigos, matarlos como ellos habían estado a punto de matarlo a él. Usarlo para acabar con el descendiente de Magius.
Immolatus no podía combatir al heredero del bastón en su actual forma humana. Se planteó recuperar su forma de dragón, pero rechazó la idea. Se vengaría de todos los que le habían hecho daño: los Dragones Dorados y los Plateados; su artera soberana; y ahora el descendiente de Magius. Había aguardado años y años para tomar venganza, de modo que unos cuantos días más eran simples gotas de agua en el océano de su espera.
—Olvidas tu mercancía, vendedor ambulante —dijo a la par que lanzaba una mirada cáustica a los objetos mágicos que yacían desperdigados a sus pies.
Raistlin no tenía la menor intención de ponerse a gatas para recoger pergaminos, frascos y anillos colocándose en una posición vulnerable a cualquier ataque.
—Quedáoslos, señor. Como vos mismo habéis dicho, apenas tienen valor.
Luego saludó al hechicero con una breve inclinación de cabeza que no era un gesto de mera cortesía, ya que hacerlo le proporcionaba una excusa para salir de la tienda con elegancia, sin dar la espalda al mago.
Immolatus no respondió, pero observó la marcha de Raistlin —o más bien la del bastón— con los rojos ojos cuya mirada, de un modo semejante a un cristal que absorbe los rayos del sol y los enfoca sobre paja, podría haber prendido fuego al cayado.
Raistlin abandonó la tienda y se alejó a buen paso sin ver por dónde caminaba, sin estar siquiera seguro de la dirección que llevaba. Su único pensamiento era poner la mayor distancia posible entre él y el funesto hombre de dos rostros y ojos letales.
Sólo cuando estuvo a salvo, con las lumbres de su propio campamento a la vista y la seguridad que le daba la presencia de cientos de hombres armados, Raistlin aminoró el paso. A pesar de lo agradecido que se sentía de estar de vuelta entre amigos, Raistlin se caló más la capucha y tomó un camino que lo llevó dando un rodeo hasta su tienda. No quería hablar con nadie, sobre todo con Horkin.
Una vez a salvo de las miradas de los demás, Raistlin se sentó pesadamente, exhausto, en su catre. Tenía el cuerpo empapado en sudor, se sentía mareado, con el estómago revuelto. Asiendo el bastón con fuerza, todavía temeroso de soltarlo, bajó la vista hacia sus botas, salpicadas de la sopa de pollo.
El olor lo puso enfermo, le hizo revivir el miedo del encuentro en aquella tienda, recordar los ojos llameantes del hechicero, el convencimiento aterrador, impotente, de que si el Túnica Roja hubiese querido hacerlo le habría arrebatado el bastón y él no habría podido impedírselo.
Raistlin sufrió un ahogo que le produjo arcadas. Todavía meses después, el mero hecho de ver sopa de pollo le seguiría produciendo tal sensación de náusea que lo obligaría a retirarse de la mesa y dejar a Caramon solo para que diera cuenta del plato.
Una vez que el malestar hubo pasado y Raistlin se sintió capaz de llevar a cabo la tarea, fue a presentar el informe a Horkin. El joven pensó largo y tendido qué decir. Su primer impulso fue mentir sobre el incidente, que, en el mejor de los casos, lo haría parecer un necio.
Al final, Raistlin decidió contarle la verdad a Horkin, y no por motivos nobles, sino porque no se le ocurrió ninguna mentira que explicase convenientemente la pérdida de la mercancía. ¿Dónde demonios estaban los kenders cuando se los necesitaba?
Horkin se quedó atónito al ver que Raistlin volvía con las manos vacías. La estupefacción dio paso a la cólera cuando el joven admitió sin alterarse que había huido de la tienda del hechicero dejando allí los objetos mágicos.
—Será mejor que te expliques, Túnica Roja —dijo severamente Horkin.
Así lo hizo Raistlin, reseñando el encuentro con detalles vividos. Describió al hechicero del otro campamento, y su propio miedo y el pánico casi ciego que se había apoderado de él cuando tuvo la seguridad de que el Túnica Roja iba a atacarlo para apoderarse del bastón. Raistlin se reservó una sola cosa, y ello fue la visión de los dos rostros que convergían, se separaban y volvían a converger. Se sentía incapaz de explicar aquello, ni siquiera a sí mismo.
Horkin escuchó el relato con desconfianza al principio. Se sentía realmente decepcionado con su aprendiz, sospechaba que el joven mago había vendido la mercancía y que sólo intentaba guardarse los beneficios; aunque, no pudo menos de admitir, le resultaba muy difícil creer que el joven a quien había empezado a respetar aunque a regañadientes, que incluso le gustaba, fuera capaz de semejante acción. Observó intensamente a Raistlin, muy consciente de que aquel joven no habría tenido el menor reparo en mentir si hubiese creído que el embuste lo beneficiaría. Pero Horkin no veía mentira alguna en su relato. Raistlin se había puesto pálido al hablar del encuentro, un escalofrío había sacudido su frágil cuerpo, la sombra del miedo evocado asomaba a sus ojos.
Cuanto más hablaba —y una vez que venció su renuencia a comentar el asunto se explayó como si ya no pudiera callarse— más se convencía Horkin de que el joven estaba diciendo la verdad, por rara que ésta pudiera parecer.
—Dices que ese hechicero es poderoso. —Horkin se frotó la barbilla, un gesto que aparentemente lo ayudaba a pensar ya que solía hacerlo cuando estaba desconcertado.
Raistlin, que estaba mortalmente cansado, era incapaz de sentarse a pesar de haber estado paseando de un lado a otro de la pequeña tienda apoyándose en el bastón, el cual había decidido no perder de vista ni tenerlo fuera de su alcance un solo instante. Cuando se detuvo, exclamó:
—¡Poderoso! He estado en presencia del jefe del Cónclave, el gran Par-Salian, supuestamente uno de los magos más poderosos que haya habido nunca, y la magia que percibí emanando de él era un chaparrón de verano comparado con el ciclón que noté en presencia de ese hombre.
—Un Túnica Roja, no obstante.
Raistlin vaciló antes de contestar.
—Permitidme que os diga, señor, que aunque ese hechicero vestía ropajes rojos tuve la clara impresión de que no los llevaba tanto por fidelidad a uno de los dioses de la magia como por… En fin. —Se encogió de hombros—. Más parecían una segunda piel.
—Ojos rojos y piel con un tinte anaranjado. Quizá sea albino. Yo conocí a un albino en una ocasión, un soldado, cuando me uní al ejército del barón por primera vez. Creo que estaba en la compañía C. El…
—Con todo el respeto, señor. —Raistlin cortó las evocaciones de Horkin—. Perdonadme por interrumpiros, pero ¿qué vamos a hacer?
—¿Hacer? ¿Respecto a qué? ¿Al hechicero? —Horkin sacudió la cabeza—. Dejarlo en paz, diría yo. Sí, nos ha robado nuestra mercancía, pero, seamos francos, Túnica Roja. No había nada de verdadero valor, excepto tu bastón, en el que se fijó de inmediato, y no lo culpo por ello. Si no te importa, sin embargo, creo que mencionaré el incidente al barón.
—¿Contarle al barón que huí presa del pánico, señor? —inquirió con amargura Raistlin.
—Por supuesto que no, Túnica Roja —contestó en tono amable Horkin—. Dadas las circunstancias, a mi modo de entender actuaste con sentido común, pura y simplemente. No, sólo mencionaré al barón que creemos que hay algo siniestro en ese hechicero. A juzgar por todo lo que he oído comentar sobre nuestros aliados, dudo que esto sorprenda mucho a su señoría —añadió en tono seco.
—Existe la posibilidad de que ese hechicero sea un renegado, señor —adujo Raistlin.
—Sí, Túnica Roja, la hay —convino Horkin.
Los magos renegados no seguían las leyes establecidas por el Cónclave de Hechiceros, unas leyes concebidas para asegurar que los poderosos encantamientos no se utilizaran imprudentemente y sin freno. Tales leyes tenían el propósito de proteger no sólo a la población en general sino a los propios hechiceros. Un mago renegado era un peligro para todos los practicantes del arte, y era responsabilidad y deber de cualquier mago que fuese miembro de una de las Órdenes buscar a esos renegados y persuadirlos para que se unieran a la hermandad o destruirlos si se negaban.
—¿Qué te propones hacer al respecto, Túnica Roja? —continuó Horkin—. ¿Desafiarlo?
—En otros tiempos puede que lo hubiese hecho —contestó Raistlin, que esbozó una sonrisa al recordar una ocasión en que había desafiado a otro hechicero renegado con resultados casi desastrosos—. Desde entonces he aprendido la lección. No soy tan necio como para enfrentarme a ese hombre que, como él mismo dijo, posee más magia en su dedo meñique de la que tengo yo en todo el cuerpo.
—No menosprecies tu valía, Túnica Roja —comentó Horkin—. Posees un gran potencial. Todavía eres joven, eso es todo. Algún día estarás a la altura de los mejores.
Raistlin observó al maestro con sorpresa. Era el primer cumplido que le hacía, y la satisfacción templó el frío dejado por el miedo en el joven.
—Gracias, señor.
—Sin duda ese día tardará en llegar —prosiguió alegremente Horkin—, a la vista de que, de momento, no eres ni siquiera capaz de lanzar un conjuro de manos ardientes sin prender fuego a tus ropas.
—Ya os dije, señor, que no me sentía bien ese día… —empezó Raistlin.
—Estaba bromeando, Túnica Roja. —Horkin sonrió—. Sólo te tomaba el pelo.
—Si me disculpáis, señor, estoy muy cansado. —Raistlin no estaba de humor para las chirigotas de Horkin—. Debe de ser bien pasada la medianoche y, por lo que he oído, mañana nos espera una batalla. Con vuestro permiso, me iré a acostar.
—Qué raro es todo esto —murmuró Horkin para sí mismo después de que su aprendiz se hubiese marchado—. Ese hechicero albino. Nunca había visto nada igual y he recorrido el continente de cabo a rabo. Claro que, a mi modo de ver, el propio Krynn se está convirtiendo en un lugar muy extraño. Sí, un sitio realmente extraño.
El mago sacudió la cabeza y fue a reunirse con el barón para hacer el último brindis de la noche por la rareza del mundo.