El resto del ejército del Barón Loco llegó a las afueras de Última Esperanza a la mañana siguiente de hacerlo el comandante Kholos y sus fuerzas. El humo seguía elevándose de los campos incendiados, de manera que provocaba escozor en los ojos y la nariz y dificultaba la respiración. Los oficiales pusieron a trabajar de inmediato a los hombres, quienes levantaron parapetos, excavaron trincheras, instalaron tiendas y descargaron las carretas de suministros.
El comandante Morgón, resplandeciente con su armadura y montado en su caballo, al cual se había almohazado y cepillado para quitarle el polvo del camino, salió del campamento en dirección al de sus aliados a fin de concertar una reunión entre el barón y el comandante del ejército del rey Wilhelm el Bueno. Morgón regresó antes de una hora.
Los soldados hicieron un alto en su trabajo, esperando que el comandante dejase caer algún comentario que indicara lo que opinaba de sus aliados. Sin embargo, el comandante Morgón no habló una sola palabra con nadie. Quienes llevaban más tiempo a sus órdenes dijeron que su semblante mostraba una expresión inusitadamente adusta. El oficial se dirigió directamente al encuentro del barón para informarle.
Cambalache merodeó por el soto de arces, en cuyas inmediaciones estaba instalada la tienda del barón, recolectando cebollas silvestres e intentando por todos los medios escuchar lo que allí se hablaba. De todos modos, la voz del comandante Morgón sonaba muy baja, ya que el oficial tenía por costumbre hablar entre dientes, así que Cambalache fue incapaz de oír una sola palabra de lo que el hombre dijo. Habría podido sacar algo en conclusión a través de las respuestas del barón si éstas hubiesen sido extensas, pero Ivor se limitó a contestar con breves monosílabos como «no» y «sí», salvo la última frase: «Gracias, comandante. Comunica a los oficiales que se reúnan conmigo al anochecer».
En ese momento uno de los soldados de la guardia personal del barón tropezó con el semikender, que estaba agachado en un rodal de malas hierbas, y lo ahuyentó. Cambalache regresó al campamento con las orejas vacías, por decirlo de algún modo, y con un intenso olor a cebolla.
Aquella tarde, cerca del ocaso, todo el mundo dejó de trabajar para ver al barón y a su séquito salir a caballo en dirección al campamento de los aliados. Indignados, los sargentos amonestaron a voz en cuello a sus hombres, instándolos a continuar con lo que estaban haciendo y recordándoles mientras iban de un lado a otro del campamento que todos tenían tareas que realizar y que en esas tareas no estaba incluida la de quedarse como pasmarotes mirando lo que no les importaba.
Caramon y la compañía C tomaron posiciones a unos quinientos metros de las murallas de la ciudad, uniéndose a la línea de piquetes establecida ya por sus aliados. Dicha línea impedía que nadie de la ciudad saliera y, lo más importante, que nadie de fuera entrara. Última Esperanza quedaba así privada de ayuda, si es que tenía alguna en perspectiva.
Acompañado por tres de los oficiales a su servicio y por una guardia personal de diez soldados a caballo, el barón recorrió la línea de piquetes por el lado interior de la misma, a fin de que ésta ocultara sus movimientos a los que estaban apostados en lo alto de las murallas.
«No dar nunca información gratis al enemigo. Que pague por ella», era una de las muchas máximas militares del barón.
A buen seguro, el cabecilla de las fuerzas de la ciudad estaba observando cada movimiento que realizaba el ejército enemigo. No tenía por qué descubrir que el comandante del flanco izquierdo no era parte del grueso del ejército, que era «apoyo contratado». Dicho conocimiento podría sugerir la existencia de un punto débil en la cohesión del ejército, debilidad de la que el enemigo podría intentar sacar partido.
Dejando atrás su propia línea de piquetes, el barón avanzó hacia la de sus aliados. Al verlo, el primer centinela se puso firme y saludó llevando el puño al pecho. A partir de allí y cada cincuenta metros, los centinelas se pusieron firmes y saludaron cuando el barón y su séquito pasaron por sus posiciones. Dichos centinelas llevaban armadura completa; todos los escudos lucían el blasón del rey Wilhelm el Bueno. Las armaduras estaban bruñidas y brillaban, a través del celaje, con la luz del crepúsculo. Cada centinela llevaba un pequeño cuerno de caza colgado a la cadera, una innovación que intrigó al barón.
—Tropas bien disciplinadas —comentó mientras asentía con ademán aprobador—. Respetuosas. Las armaduras tan limpias que podrían comerse sopas en cualquiera de sus petos, ¡no es verdad, Morgón? —Miró a su primer oficial, el comandante que había concertado la entrevista—. Y me gusta esa idea de que los centinelas lleven un cuerno. Si se produjese una alarma, su toque se oiría en todo el valle. Mucho mejor que gritar. Aplicaremos ese método.
—Sí, milord —contestó Morgón.
—Han estado muy ocupados —continuó el barón, que señalaba unos parapetos bajos hechos con tierra que ya rodeaban el campamento—. Fíjate en eso.
—Lo veo, milord —repuso Morgón.
Allí donde mirasen, había hombres atareados; nadie estaba ocioso y el campamento bullía de actividad bien encaminada. Nadie holgazaneaba y por ende no se engendraban quejas al no haber distingos. Los soldados arrastraban troncos desde el bosque, madera que se utilizaría para construir torres de asedio y escalas. El herrero y sus ayudantes se encontraban en su tienda, con el fuego de la forja al rojo vivo, y martilleaban las abolladuras de armaduras, claveteaban remaches o vaciaban herraduras para la caballería. El olor a cerdo asado y filetes de vaca flotaba por el campamento. El barón y sus hombres se habían estado alimentando con el seco pan de munición y cerdo en salazón, de modo que los tentadores aromas les hacían la boca agua.
Las tiendas estaban colocadas ordenadamente, de manera que a todas les llegara la brisa vespertina. Las armas se apilaban fuera en precisos pabellones. El barón manifestó su aprobación en voz alta.
—¡Mira eso, Morgón! —dijo, al tiempo que señalaba una veintena de soldados provistos con el equipo completo de batalla y alineados en posición de firme junto a una hilera de tiendas—. Tienen una fuerza en alerta permanente como nosotros, excepto que la suya lleva todo el equipo de batalla. Ésa es otra cosa que creo deberíamos incorporar.
—Con todo respeto, milord, ésa no es una fuerza en alerta permanente —dijo el comandante Morgón.
—¿No? Entonces, ¿qué es?
—Esos hombres están cumpliendo un castigo, señor. Ya estaban plantados ahí cuando vine esta mañana para concertar la reunión, sólo que entonces eran treinta. Diez de ellos deben de haberse desplomado durante las horas calurosas del día.
—¿Sólo están en pie ahí? —El barón, atónito, se giró sobre la silla para verlos mejor.
—Sí, milord. Según el oficial que me escoltó, no se les permite comer, descansar ni beber agua hasta que el plazo de castigo se haya cumplido. Y eso puede durar hasta tres días. Si un hombre se desmaya, se lo llevan, lo reaniman y lo mandan de vuelta aquí. Su tiempo de castigo empieza a contar de nuevo a partir de ese momento.
—Dioses benditos —murmuró el barón, que continuó observando al grupo hasta que quedó fuera del alcance de su vista.
El barón y sus oficiales se detuvieron justo a la entrada del campamento. Los oficiales desmontaron, pero la guardia personal continuó en los caballos.
—Da a los hombres permiso para desmontar, comandante —ordenó el barón.
—Con el permiso de milord, creo que los hombres deberían seguir en sus monturas —contestó Morgón.
—¿Hay algo que quieras contarme, comandante? —demandó Ivor.
—No, señor. —Morgón sacudió la cabeza y evitó los ojos del barón—. Sólo pensé que dejar a la guardia personal lista para partir con rapidez sería prudente. En caso de que el comandante Kholos tenga órdenes urgentes para vos, milord.
El barón clavó la mirada con intensidad en su oficial, pero no logró vislumbrar nada en la expresión de Morgón salvo una respetuosa obediencia.
—De acuerdo —accedió—. Que los hombres sigan montados. Pero ocúpate de que se les de agua.
Un oficial vestido con armadura y sobre ésta una gonela en la que lucía el emblema real, se aproximó al barón y a su séquito y saludó.
—Señor, soy el capitán Vardash. He sido asignado para escoltaros hasta el comandante Kholos.
El barón fue en pos del hombre, acompañado por sus oficiales. El grupo dejó atrás hileras de tiendas; al hacer un giro a la derecha, al norte del lugar donde trabajaba el herrero, el barón estaba absorto contemplando un astillero de armamento, asintiendo aprobadoramente ante la calidad del trabajo, cuando una tos de Morgón hizo que levantara la cabeza.
—En nombre de Kiri-Jolith, ¿qué es eso? —exclamó.
Oculto hasta ahora por la enorme tienda del herrero, había un patíbulo de madera construido a toda prisa. Cuatro cuerpos colgaban de él. Saltaba a la vista que tres de los cuerpos llevaban allí desde el día anterior; las aves carroñeras les habían comido los ojos, y uno de esos pájaros continuaba el banquete con la nariz de uno de los cadáveres. El cuarto hombre seguía vivo, aunque no sería por mucho tiempo. Mientras el barón lo estaba mirando, advirtió que el cuerpo sufría un par de sacudidas y después dejaba de moverse.
—¿Desertores? —preguntó al capitán Vardash.
—¿Cómo, señor? Ah, ésos. —Vardash lanzó una mirada divertida a los cadáveres—. No, señor. Tres de ellos creyeron que podrían escamotear parte del botín que cogimos a los campesinos. El cuarto, aquél, el que todavía está bailando en la cuerda, fue sorprendido con una jovencita escondida en su tienda. Dijo que le daba lástima y que iba a ayudarla a escapar. —Vardash sonrió—. ¡Menudo cuento! ¿No os parece, señoría?
Su señoría no tenía nada que decir.
—Es una monada de chiquilla, vaya que sí. Se conseguirá un buen precio por ella en San… Es decir. —Vardash pareció recobrar la compostura—, será entregada a la autoridad correspondiente en Vantal.
El comandante Morgón carraspeó de manera estentórea. El barón lo miró de soslayo, se rascó la barba, masculló algo entre dientes, y continuó caminando.
La tienda del comandante, señalada por una gran bandera en la que aparecía el emblema del rey Wilhelm el Bueno, estaba flanqueada por seis soldados que, a todas luces, habían sido seleccionados concienzudamente para esa tarea. El comandante Morgón medía más de metro ochenta, y esos hombres sobrepasaban con creces su estatura; y hacían parecer aún más pequeño al barón. Los guardias vestían armaduras que obviamente habían sido diseñadas especialmente para ellos, sin duda porque ninguna armadura de reglamento habría servido para albergar aquellos inmensos hombros e hinchados bíceps.
Esos guardias personales no llevaban el emblema real, advirtió el barón, sino otro; un dragón enroscado, le pareció, aunque no pudo verlo con claridad. Al reparar en que la mirada del barón se detenía en ellos, los guardias se pusieron firmes, adelantando los enormes escudos y golpeando con el extremo de las gigantescas lanzas en el suelo.
Ivor pensó de nuevo que eran dragones. Un buen símbolo para un soldado, aunque bastante singular y anticuado.
El capitán Vardash anunció al barón. Desde el interior de la tienda, una voz hosca quiso saber qué demonios se proponía ese barón, interrumpiéndolo así en medio de la cena. El maestro de armas Vardash habló en tono de disculpa, pero le recordó al comandante que la reunión se había concertado para el anochecer. El comandante dio permiso de mala gana para que el barón entrara.
—Vuestra espada, señor —dijo el capitán Vardash al tiempo que le cerraba el paso.
—Sí, es mi espada. —Ivor puso la mano sobre la empuñadura—. ¿Qué pasa con ella?
—He de pediros que la confiéis a mi cuidado, señor —aclaró Vardash—. No se permite a nadie presentarse ante el comandante llevando un arma.
El barón estaba tan indignado que por un instante pensó que iba a asestar un puñetazo al capitán Vardash. Éste, al parecer, debía de pensar lo mismo, ya que retrocedió un paso y llevó la mano a la empuñadura de su propia espada.
—Son nuestros aliados, milord —apuntó quedamente el comandante Morgón.
El barón controló su ira. Desabrochó el cinturón de la espada y arrojó el arma hacia Vardash, que la cogió hábilmente en el aire.
—Ésa es un arma muy valiosa —gruñó Ivor—. Perteneció a mi padre, y anteriormente a mi abuelo. Cuídala bien.
—Gracias, señor. Custodiaré personalmente vuestra espada —dijo el capitán—. Quizás a vuestros oficiales les interesaría ver el resto del campamento.
—Hemos visto suficiente —dijo secamente el comandante Morgón—. Os esperaremos aquí, milord. Gritad si nos necesitáis.
El barón gruñó, apartó a un lado la solapa de la tienda y entró en ella. Esperaba encontrar lo que imaginaba sería una tienda de mando normal, amueblada con un camastro, un par de banquetas de campaña y una mesa cubierta de mapas marcados con las posiciones del enemigo. Por el contrario, durante un instante creyó haber accedido a la sala de recepciones del rey Wilhelm el Bueno. Una alfombra de excelente calidad, tejida a mano y bordada, cubría el suelo. Sillas elegantes, hechas de madera noble, rodeaban una mesa ornamentada con tallas de frutas y guirnaldas. Y estaba llena de comida, no de mapas. El comandante Kholos alzó la vista del pollo que estaba partiendo en pedazos.
—Bien, aquí estás —dijo malhumoradamente a guisa de saludo—. Te gustan mis muebles, ¿verdad? Quizás hayas visto la casa solariega que incendiamos ayer. Si una casa no tiene paredes, tampoco necesita muebles, ¿no te parece?
El comandante soltó una risita y, clavando la daga —cuya empuñadura estaba manchada con sangre reseca— en un trozo enorme de pollo, lo levantó del plato y se lo metió en la boca, engulléndolo de golpe, con huesos y todo.
El barón masculló una respuesta incoherente. Tenía hambre cuando entró en la tienda, pero después de ver al comandante perdió el apetito. En un pasado no muy lejano, goblin y humano se habían emparejado —era preferible no hacer especulaciones sobre cómo fue— y el resultado había sido el comandante Kholos. La parte de su ascendencia goblin se hacía patente en su complexión cetrina, ligeramente verdosa, en su colgante y prominente mandíbula inferior, sus ojos bizqueantes bajo el saliente arco ciliar y su talante brutal y agresivo. La parte humana podía apreciarse en la astucia que brillaba en sus ojos entrecerrados con una luz pálida y antinatural, semejante a la que irradiaba la materia putrefacta de un pantano repugnante.
El barón dedujo que el comandante inspiraba tanto miedo a sus propias tropas como al enemigo; tal vez más porque el enemigo tenía la suerte de no conocerlo personalmente. Ivor se preguntó por qué, en nombre de Kiri-Jolith, cualquier hombre combatiría voluntariamente a las órdenes de un comandante así. A la vista de los objetos, producto del saqueo, que había en la tienda del comandante y recordando el comentario rápidamente interrumpido de Vardash sobre una muchacha cautiva por la que «se conseguiría un buen precio» en alguna parte, el barón imaginó que mientras las tropas de Kholos tuvieran el incentivo de botines de guerra, soportarían la arbitrariedad y el despotismo de su superior.
El barón conocía al rey Wilhelm, y no entendía qué lo había llevado a contratar a un tipo semejante. Sin embargo, aparentemente lo había hecho, maldito fuera el Abismo. Ivor lamentaba profundamente haber estampado su firma en el contrato.
—¿Cuántos hombres has traído? —demandó el comandante—. ¿Son buenos luchando, o no?
Kholos no invitó al barón a que tomara asiento ni le ofreció comida o bebida. Agarró la jarra y tragó ruidosamente, tras lo cual soltó el recipiente con brusquedad en la mesa, salpicando cerveza en el fino tablero, y se limpió la boca con el envés de la mano. Con la mirada fija en Ivor, el comandante soltó un eructo.
—¿Y bien? —instó.
—Mis soldados son los mejores de Ansalon —repuso el barón, que se irguió todo lo posible—. Pero supongo que eso se sabía o de otro modo no se nos habría contratado.
El comandante agitó un muslo de pollo en un gesto con el que desestimaba la reputación del barón.
—Yo no te contraté. Nunca había oído hablar de ti, pero ahora tengo que cargar con el muerto. Mañana veremos qué sois capaces de hacer. Necesito saber cómo se desenvuelve en combate tu chusma. Tú y tus hombres atacaréis la muralla oeste al amanecer.
—De acuerdo —contestó fríamente el barón—. ¿Y dónde atacaréis tú y tus hombres, comandante?
—No lo haremos —repuso Kholos, que esbozó una sonrisita. Masticaba y hablaba al mismo tiempo, de manera que algunos trocitos de pollo resbalaban junto con saliva barbilla abajo—. Estaré observando para ver cómo se desenvuelven tus hombres al ser atacados. Mis soldados están bien entrenados y no puedo permitirme el lujo de que se echen a perder por un puñado de bellacos que se desmayarán y se harán pis encima cuando empiecen a caerles flechas.
Ivor miraba feroz e intensamente a Kholos. Su silencio era como un ominoso nubarrón que se estuviera oscureciendo por la estupefacción y la incredulidad a la par que se cargaba de electricidad por la furia. El comandante Morgón, que esperaba fuera, contaría después que en toda su vida había oído nada —ni siquiera el estampido de un trueno— más fuerte que el silencio del barón. También comentaría que tenía presta la espada porque suponía que el barón iba a matar al comandante Kholos en aquel mismo momento.
Al ver que el barón no tenía nada que decir, Kholos pinchó su daga en otro pollo.
Ivor se las arregló para ahogar el deseo de hincar aquella daga en el comandante y, con una voz tan distinta de la suya que Morgón juraría después que no sabía quién estaba hablando, dijo:
—Si atacamos la ciudad sin vuestro apoyo, lo único que verás será a mis hombres muriendo.
—¡Bah! El ataque no es más que un amago para tantear las defensas de la ciudad, simplemente. Os podéis retirar si las cosas se ponen demasiado calientes. —El comandante echó otro trago de cerveza y volvió a eructar—. Preséntate ante mí mañana a mediodía, después de la batalla, para darme el informe. Entonces examinaremos las mejoras que tus hombres necesitan hacer.
Kholos despidió al barón con un gesto del grasiento pulgar y centró por completo su atención en la comida. La reunión entre aliados había finalizado.
Ivor no podía ver la solapa del acceso de la tienda a causa de la neblina roja que oscurecía su visión. Abriéndose paso a tientas y a punto de echar abajo la tienda en el proceso, casi se llevó por delante a Vardash, que se había adelantado para ayudarlo. El barón recobró bruscamente la espada que le tendía el capitán y, sin perder tiempo en abrocharse el cinturón, echó a andar.
—Salgamos de aquí —dijo con los dientes apretados.
Sus oficiales fueron en pos de él caminando tan deprisa que Vardash, quien se suponía que tenía que escoltarlos, tuvo que correr para alcanzarlos.
El barón y su séquito recorrieron a la inversa el camino para volver donde esperaban sus monturas y la guardia personal. Ya era de noche, pero a despecho de la oscuridad una compañía de soldados daba inicio a una sesión de entrenamiento. Detrás de las filas, unos sargentos equipados con látigos esperaban para corregir cualquier error. El barón echó un vistazo al grupo castigado y contó dieciocho hombres que todavía aguantaban de pie. Dos yacían en el suelo y nadie les prestaba la menor atención. De hecho, un soldado que debía de ir a cumplir algún encargo pasó por encima de los cuerpos inmóviles. El barón aceleró el paso.
La guardia personal seguía montada, lista para partir. En cuestión de minutos, Ivor y su séquito habían dejado atrás el campamento y regresaba a sus propias líneas. El barón hizo el trayecto en silencio, sin hacer ningún comentario sobre el brillo de las armaduras ni sobre la notable disciplina de sus gallardos aliados.