4

La calle se extendía un poco más hasta una alta pared de granito derruida, o eso parecía. Kitiara alcanzó al dragón y vio que estaba equivocada. De hecho, la calle atravesaba la pared entre dos grandes columnas; unos agujeros herrumbrosos en la piedra apuntaban la posible existencia antaño de unas puertas de hierro con las que controlar el flujo del tráfico para entrar y salir del área. Al asomarse al acceso, Kitiara vio un patio y un edificio.

—¿Qué es este sitio? —preguntó sin dejar de contemplar el edificio con aire despectivo.

—Un templo. Un templo dedicado a los dioses. O quizá debería decir un templo dedicado a un dios. —Immolatus lanzó al edificio una mirada de puro odio.

—¿Estáis seguro? —preguntó Kitiara, que al compararlo con el Templo de Luerkhisis no salía bien parado—. Es tan pequeño y está tan… desvencijado.

—Un poco como el propio dios para el que se levantó —comentó con sorna Immolatus.

Era realmente pequeño; en treinta pasos Kit lo habría recorrido desde la entrada hasta la pared del fondo. En el frontispicio tres amplios escalones conducían a un porche angosto cubierto por un techo sustentado por seis esbeltas columnas. Dos ventanas se abrían a un patio pavimentado con adoquines rotos. Entre las grietas crecía pamplina y algún tipo de enredadera estranguladora. Aquí y allí, entre las malas hierbas, unos pocos rosales silvestres todavía florecían y trepaban por el muro que rodeaba el patio. Las rosas eran diminutas y blancas, y parecían absorber los últimos rayos de sol, dando la sensación de que brillaban en la luz crepuscular. Su aroma dulce, penetrante, impregnaba el aire, y debía de resultarle desagradable al dragón, ya que empezó a toser y a resoplar y se cubrió la nariz y la boca con la manga.

El templo estaba hecho de granito y antaño había estado cubierto de mármol por la parte exterior, a juzgar por unas pocas losas —deterioradas y con manchas amarillas— que todavía quedaban. El resto de losas de mármol habían sido arrancadas y utilizadas en alguna otra parte. Las puertas principales eran de oro fundido y brillaban a la luz del sol poniente. Un friso esculpido alrededor del edificio estaba borrado casi por completo, machacado con profundas marcas, como si se hubiesen descargado contra él picos y martillos. Las imágenes que tuviera antaño habían sido destruidas.

—Eminencia, ¿cómo sabéis en honor a qué dios se levantó este templo? —preguntó Kitiara—. No veo inscripciones ni símbolos y nada que indique el nombre del dios.

—Lo sé —respondió Immolatus con voz chirriante.

Kit pasó entre las columnas al patio para verlo con más detalle. Las puertas doradas estaban llenas de golpes y abolladuras; la sorprendía que siguieran estando allí, que no se hubiesen fundido para aprovechar su valor. Cierto, el oro no valía gran cosa en la actualidad, mucho menos que el acero, un metal más práctico con diferencia. Nadie marchaba a la guerra con una espada forjada con oro. Aun así, si esas puertas eran de oro macizo, tenían que valer algo. Se lo diría al comandante Kholos, aconsejándole que se las llevara cuando se marchara de la ciudad.

Al reparar en una mínima rendija entre las dos hojas doradas, Kit comprendió que estaban abiertas parcialmente. Tuvo la extraña idea de que era bien recibida, invitada a que entrara; una idea que la repelía. Tenía la fuerte impresión de que algo, allí dentro, quería algo de ella, que la esperaba para robarle algo precioso. Probablemente el templo se había convertido en un lugar frecuentado por ladrones.

—¿Cómo se llamaba el dios, Eminencia? —inquirió.

El dragón abrió la boca para contestar, pero entonces la cerró de golpe, bruscamente.

—No me ensuciaré la boca pronunciando su nombre —manifestó.

—Cualquiera diría que teméis a ese dios, el cual, obviamente, ya no anda por aquí —comentó Kit con una sonrisa desdeñosa.

—No lo subestimes —bramó Immolatus—. Es artero. Se llama Paladine. ¡Ea, lo he dicho, y maldigo ese nombre!

Una llamarada salió de su boca, chisporroteó brevemente en los adoquines rotos del vacío patio, quemó unas pocas malas hierbas y luego desapareció con un parpadeo.

Kit esperaba fervientemente que nadie hubiese presenciado el berrinche del dragón. Ningún Túnica Roja, ni siquiera el más poderoso de ellos, podía escupir fuego.

—Vaya, pues nunca había oído hablar de él —dijo Kit.

—Tú no eres más que un gusano —replicó Immolatus.

La mano de Kit se crispó sobre la empuñadura de la espada. Immolatus sería un dragón, pero estaba metido en una forma humana y la mujer suponía que tardaría unos segundos en cambiar la túnica por las escamas. En ese breve intervalo podría atravesarlo y matarlo.

«Tranquilízate, Kit —se exhortó para sus adentros—. Recuerda el arduo trabajo que te costó encontrar a la bestia y llevarla ante Ariakas. No dejes que te afecten sus provocaciones. Quiere descargar su ira sobre algo, y no lo culpo. Este lugar pone nervioso a cualquiera».

Empezaba a acusar un desagrado físico por el entorno. Reinaba una serenidad, una paz, en el recinto del templo que le resultaba irritante. Kitiara no era persona de perder el tiempo reflexionando sobre la complejidad de la vida. La vida era para vivirla, no para meditar sobre ella.

Inesperadamente recordó a Tanis. A él le habría gustado este lugar, pensó con desdén. Se habría sentido satisfecho sentándose en los agrietados escalones principales, contemplando el cielo, haciendo preguntas a las estrellas; preguntas necias que no podían tener respuesta. ¿Por qué existía la muerte en el mundo? ¿Qué ocurría después de morir? ¿Por qué sufría la gente? ¿Por qué existía el mal? ¿Por qué los dioses los habían abandonado?

En lo que a Kitiara concernía, el mundo era como era, y basta. Había que asir la parte que te tocaba, hacer de ella lo que se pudiera, y dejar que el resto se ocupara de sí mismo. Kit no tenía paciencia con «el gira que te gira a la tela de araña» de Tanis, como ella lo llamaba. El recuerdo del semielfo, espontáneo y no deseado, incrementó aún más su irritación.

—¡Bien, esto ha sido una pérdida de tiempo! —manifestó—. Salgamos de aquí antes de que Kholos empiece a lanzar piedras incandescentes por encima de las murallas.

—No —dijo Immolatus, que contemplaba ferozmente el templo mientras se mordía el labio inferior—. Los huevos están ahí. Están dentro.

—¡Bromeáis! —Kitiara lo miró con incredulidad—. ¿Qué tamaño tienen esos Dragones Dorados? ¿Son tan grandes como vos?

—Quizá —contestó despectivamente Immolatus. Volvió los ojos, rehusando mirar a la mujer, y dirigió la vista hacia el brumoso crepúsculo—. Nunca me interesé por ellos hasta el punto de fijarme en su tamaño.

—Bah —gruñó Kitiara—. ¿Esperáis que me crea que un ser tan grande o más que vos se arrastró al interior de ese edificio —apuntó el templo con el índice—, y dejó los huevos dentro? —La paciencia se le agotó—. Me parece que me tomáis por idiota. ¡Vos y lord Ariakas y la reina Takhisis! ¡Se acabó, he terminado con todos vosotros!

Se dio media vuelta y echó a andar hacia la calle.

—Si el guisante que tienes por cerebro no estuviese brincando de un lado para otro de tu cráneo, repicando en sus confines y rebotando contra oscuros recovecos, podrías haber discurrido la verdad —dijo Immolatus—. Los huevos se depositaron en las montañas y después la entrada se selló y se estableció una vigilancia. El templo es el cuartel de la guardia, por decirlo de algún modo. Los muy necios creyeron que estarían a salvo aquí, que no llegaría a nuestro conocimiento su existencia. Probablemente su intención era que los clérigos se quedaran para custodiarlos, pero huyeron para escapar de la chusma. O eso, o acabaron asesinados. Ahora no queda nadie para cuidarlos. Nadie.

El razonamiento del dragón era muy lógico. Kit se volvió hacia él y, con gesto subrepticio, envainó la espada con la esperanza de que Immolatus no hubiese advertido que la había desenfundado.

—De acuerdo, Eminencia. Vos entráis en el templo, encontráis los huevos, los contáis, los identificáis o hacéis lo que se suponga que tenéis que hacer con ellos. Yo me quedaré aquí para vigilar.

—Te equivocas —replicó Immolatus—. Serás tú quien entre en el templo y busque los huevos. Estoy convencido de que debe de haber un túnel que conduzca a las cámaras de incubación. Una vez las hayas encontrado, seguirás recorriendo el túnel hasta que descubras la segunda entrada en las montañas. Después regresa para informarme.

—No es responsabilidad mía buscar los huevos, Eminencia —contestó sombríamente Kit—. Ni siquiera sé qué aspecto tienen. Tampoco los «percibo» ni los huelo ni lo que quiera que sea que hacéis vos. Esta misión es vuestra, encomendada por la reina Takhisis.

—Su Majestad no pudo prever que los huevos estuviesen custodiados por un templo de Paladine. —Immolatus asestó una mirada funesta al edificio. Sus ojos, dos ranuras rojas, se volvieron hacia Kit—. No puedo ir. No puedo entrar.

—¡Será que no queréis! —Kitiara estaba furiosa.

—No, no puedo —insistió Immolatus. Cruzó los brazos sobre el pecho y sus dedos ciñeron con fuerza los codos—. Él no me dejaría —añadió en un tono enfurruñado, como un niño que queda eliminado del juego en la pelota goblin.

—¿Quién no os dejaría? —demandó Kitiara.

—Paladine.

—¡Paladine! ¿El antiguo dios? —Kit estaba estupefacta—. Creía que habíais dicho que se había marchado.

—Eso pensé. Su Majestad me aseguró que no estaba. —Immolatus exhaló una llamita—. Pero ahora no estoy tan seguro de ello. No sería la primera vez que me ha mentido. —Rechinó los dientes con ferocidad—. Lo único que sé de cierto es que no puedo entrar en ese templo. Si lo intentara, él me mataría.

—¡Oh, pero a mí, sin embargo, me dejará pasar, claro!

—Sólo eres una humana. No le importas nada, no sabe nada de ti. No deberías tener ninguna dificultad. Y si la tienes, estoy seguro de que eres muy capaz de vértelas con lo que quiera que encuentres. He observado el modo en que ases la espada. —Immolatus esbozó una mueca ante la incomodidad de la mujer—. Y ahora, Uth Matar, deberías ponerte en camino. Como no dejas de recordarme, no nos queda mucho tiempo. Te veré en el campamento del comandante Kholos. Recuerda, encuentra la cámara donde están los huevos y la entrada en la montaña. Anótalo todo aquí. —Le tendió un pequeño libro encuadernado en piel—. Y no te entretengas. Esta maldita ciudad se me ha indigestado.

Dicho esto se marchó. Kitiara se permitió el lujo de imaginar la punta de su espada asomando por debajo del esternón del dragón, con la hoja hundida en su espalda hasta la empuñadura. Permaneció en el deteriorado patio, disfrutando de la imagen durante un rato después de que Immolatus se hubiese ido. Varias ideas descabelladas acudieron a su cabeza. Se marcharía, dejaría al dragón y la misión. Al infierno con Ariakas y con el ejército de los Dragones. Se las había apañado bien sin ellos, no los necesitaba, a ninguno.

Un intenso dolor en la mano, crispada sobre la empuñadura de la espada, le hizo recobrar el sentido común. Sólo tenía que mirar por encima de las murallas para divisar la miríada de lumbres del campamento del ejército del general Ariakas; lumbres tan numerosas que casi eran un reflejo de las estrellas, allá en lo alto. Y ese ejército no era más que una fracción de su poderío. Algún día Ariakas gobernaría todo Ansalon y ella se había propuesto gobernar a su lado. O quizás en su lugar. Nunca se sabía. Y jamás alcanzaría esas metas, ninguna de ellas, como una mercenaria itinerante.

Lo que significaba que, con un dios o sin él, tenía que entrar en aquel maldito templo, un lugar que parecía tan acogedor y que sin embargo, al mismo tiempo, despertaba en ella un temor extraño, frío; un miedo premonitorio.

—¡Bah! —exclamó Kitiara, y cruzó a buen paso el destartalado patio.

Subió los escalones que conducían a las abolladas puertas doradas. Se detuvo para mantener un breve debate consigo misma respecto a aquel irrazonable terror, que parecía volverse más y más intenso a medida que se acercaba al templo.

Kitiara atisbó por la ranura entre las puertas, escudriñó la oscuridad que había al otro lado. Observó y escuchó. Ya no creía que los ladrones hubiesen utilizado el templo como guarida; no a menos que fuesen ladrones hechos de mejor pasta que ella, con mayor firmeza. Pero aquello que identificaba mentalmente como Algo estaba ahí dentro, y lo que quiera que fuese ese Algo, había ahuyentado al Dragón Rojo, una de las criaturas más poderosas de Krynn.

Dándose ánimos, entreabrió una hoja lo suficiente para deslizarse entre las puertas. No atisbó nada, pero eso no significaba que no lo hubiera. Ni la noche más oscura, ni siquiera el corazón de la reina Takhisis, eran tan negros como el interior de ese templo abandonado. Se increpó para sus adentros por no haber llevado consigo una antorcha. Entonces Kit sufrió un gran sobresalto cuando surgió repentinamente una luz plateada que la deslumbró y medio cegó.

Desenvainó la espada y adoptó una postura defensiva. Empero, no retrocedió, no se marchó, aunque una vocecilla aterrada —la misma que alentaba el miedo irrazonable— le gritó que abandonara la misión y huyera, muy lejos.

Igual que el dragón.

«Él huyó. Un ser mucho más peligroso, mucho más mortífero, una criatura mucho más fuerte que yo —pensó Kitiara—. ¿Por qué habría de ir donde Immolatus no se atreve? No es mi comandante, no puede darme órdenes. ¿Y presentarme ante Ariakas habiendo fracasado? Puedo echarle la culpa a Immolatus. Ariakas lo entenderá. Es culpa del dragón…».

Kitiara permaneció junto a las puertas doradas, vacilando, titubeando, escuchando de buena gana la voz cobarde que sonaba en su cabeza y odiándose por plantearse seriamente sus sugerencias. Jamás había experimentado un miedo así. Nunca había imaginado que algo pudiera asustarla tanto.

Si daba media vuelta y se marchaba, cada instante de su vida, desde ese preciso momento hasta la hora de su muerte, vería este lugar cada vez que cerrase los ojos. Reviviría su miedo, su vergüenza. Su cobardía. No podría vivir consigo misma. Mucho mejor ponerle fin de inmediato, en ese momento.

Espada en mano, dio un paso hacia la brillante luz plateada.

Una barrera —invisible, sutil, fina como una tela de araña pero, aun así, fuerte, como si estuviese tejida con hilos de acero— se extendía a través de su torso. Volvió a empujar, pero encontró cerrado el camino. No podía pasar.

La voz de un hombre, baja y resuelta, habló desde la oscuridad:

—Entra, amiga, y sé bienvenida. Pero antes deja tu arma. El interior de estos muros es un refugio de paz.

Kitiara se quedó sin aliento, el aire retenido en su garganta constreñida, y la mano con la que sostenía la espada tembló. La barrera le cerraba el paso y su primer pensamiento fue de alivio. Encolerizada, mantuvo asida el arma y empujó contra la barrera.

—Te advierto —dijo el hombre, cuya voz no era amenazadora, sino rebosante de compasión—, que si entras en este sagrado lugar con la intención de utilizar la violencia, empezarás a recorrer una cuesta abajo que te conducirá a tu propia destrucción. Deja el arma y entra en paz, y serás bienvenida.

—Debes tomarme por idiota si piensas que voy a renunciar a mi único medio de defensa —gritó Kitiara mientras intentaba localizar al hombre que hablaba, pero incapaz de distinguirlo con la intensa luz.

—Nada tienes que temer dentro de este templo excepto lo que tú misma traigas contigo al entrar —contestó la voz.

—Y lo que traigo es mi espada—manifestó Kitiara.

Dio un paso al frente con resolución.

Las bandas se aplastaron con fuerza contra su torso, como si fueran a hundirle la carne, pero no cedió. La presión desapareció de un modo tan repentino que la cogió por sorpresa y salió lanzada, dando trompicones, hacia el interior del templo y estuvo a punto de caer de bruces. Recuperó el equilibrio merced a un reflejo felino y miró prestamente en derredor, girando sobre sí misma, con la espada enarbolada, lista para atacar. Miró hacia adelante, a uno y otro lado, detrás.

Nada. Nadie. La luz plateada, que la había cegado nada más cruzar las puertas del templo, era suave y difusa ahora que se había adentrado en él, y lo iluminaba todo; Kitiara podía ver cada detalle del interior de la construcción con aquel fulgor fantasmagórico. Habría preferido la oscuridad. La luz no procedía de ninguna fuente que pudiese ver, parecía irradiar de las paredes.

La estancia principal del templo tenía forma rectangular, carente por completo de decoración, y estaba vacía. No había altar al fondo ni estatua del dios, ni braseros para incienso, ni sillas, ni mesas. Ninguna columna arrojaba sombras en las que pudiera ocultarse un asesino. Nada quedaba oculto. A la blanca luz plateada podía verlo todo.

Situadas en la pared Este, la que se fundía con la montaña, había otras grandes puertas, éstas hechas de plata. Immolatus, maldita fuera su alma, tenía razón. Esas puertas debían de conducir a las cavernas situadas en el interior de la montaña. Buscó un cerrojo o una cerradura, pero no encontró nada. Las puertas no tenían picaporte ni nada con que abrirlas. Debía de haber un modo; sólo tenía que descubrirlo. Sin embargo, no quería dejar al desconocido enemigo a su espalda.

—¿Dónde estás? —demandó Kitiara. Se le ocurrió que tal vez su adversario se había escabullido por las puertas de plata—. ¡Sal, cobarde, muéstrate!

—Estoy aquí, a tu lado —dijo la voz—. Si no puedes verme es porque estás ciega. Deja tu espada y verás mi mano tendida.

—Sí, con una daga en ella —replicó con sorna Kit—. Listo para matarme en cuanto esté desarmada.

—Repito, amiga, que cualquier mal que haya aquí dentro es el que tú has traído. Sólo el traicionero teme la traición.

Harta de estar hablando con el aire, Kitiara arremetió hacia donde sonaba la voz con una estocada que debería haber atravesado el vientre de su invisible enemigo.

La hoja de acero no encontró resistencia, pero sí recibió una descarga paralizadora, como si el metal hubiese entrado en contacto con un rayo, y se extendió a lo largo de su brazo. Su mano y sus dedos parecieron arder y una sensación de cosquilleo pasó veloz desde la palma de la mano hasta el final del brazo. Kitiara lanzó un ahogado grito de dolor y faltó poco para que dejara caer la espada.

—¿Qué me has hecho? —bramó enfurecida mientras asía el arma con las dos manos—. ¿Qué magia has utilizado contra mí?

—Yo no te he hecho nada, amiga. Lo que haces, te lo haces a ti misma.

—¡Esto es algún tipo de hechizo, mago cobarde! ¡Da la cara y lucha!

Volvió a arremeter contra el aire, lanzando estocadas y tajos.

El dolor fue como si un río de lava le corriera por el brazo, abrasándoselo. La empuñadura de la espada se puso caliente, como si acabase de salir de la forja al rojo vivo del herrero. Kitiara no pudo mantenerla asida; arrojó el arma al suelo al tiempo que lanzaba un grito y después sostuvo la mano quemada con sumo cuidado.

—Intenté advertirte, amiga. —La voz sonaba triste y pesarosa—. Has dado los primeros pasos por el camino de tu propia destrucción. Déjalo ahora y quizás aún puedas evitar tu perdición.

—Yo no soy tu amiga —siseó Kitiara, prietos los dientes por el dolor de la quemadura. Una ampolla rojiza e hinchada, con la forma de la empuñadura de la espada, se marcaba claramente en la palma de su mano—. Muy bien, hechicero. ¡Ya he tirado el arma! ¡Deja al menos que te vea!

Estaba frente a ella, y no era un mago como había esperado, sino un caballero con armadura plateada; una armadura anticuada y pasada de moda, pesada, del tipo que se llevaba más o menos en la época del Cataclismo. El yelmo no tenía visera movible, como los yelmos actuales, pero estaba hecho de una única pieza de metal y no cubría la boca ni la parte delantera del cuello.

Sobre la armadura, el caballero llevaba una gonela de tela blanca que tenía bordado un martín pescador, el cual asía una espada con una garra y una rosa con la otra. El cuerpo del caballero emitía un suave brillo y era casi translúcido.

Por un instante, a Kitiara le falló el valor. Ahora sabía por qué Immolatus no había entrado en el templo. El templo debía estar guardado, había dicho. ¡Pero lo que no había dicho es que estaría guardado por muertos!

—Jamás creí en los fantasmas —masculló Kit para sí misma—, pero tampoco había creído en los dragones. Mala suerte la mía que ambos se hayan hecho realidad.

Podía dar media vuelta y salir por pies, y quizás eso sería lo mejor. Por fortuna, sus pies estaban demasiado ocupados temblando para intentar siquiera echar a correr.

«¡Vamos, cálmate, Kit! —se exhortó—. Ahora es un fantasma, pero antes fue un hombre. Y no ha nacido hombre que tú no sepas manejar. Era un caballero, un solámnico, que por lo general están tan imbuidos en el honor que hasta defecar les resulta violento. No creo que la muerte cambie esa circunstancia».

Kitiara intentó atisbar los ojos del fantasma del caballero, pues los ojos de un enemigo a menudo revelan su siguiente punto de ataque. Sin embargo, los ojos del caballero no eran visibles, ocultos como estaban bajo la sombra arrojada por el borde del yelmo. Su voz no sonaba ni vieja ni joven.

Forzando a sus labios agarrotados a esbozar una sonrisa cautivadora, Kit miró en derredor y localizó su espada tirada en el suelo. Podía luchar con la otra mano, la ilesa, si llegaba el caso. Un salto rápido, agacharse, cogerla, y de nuevo tendría su arma.

—¡Un caballero! —Kitiara soltó un suspiro de fingido alivio. Así se condenara si permitía que ese fantasma se diera cuenta de que la había asustado—. ¡Qué alegría verte!

Se acercó un paso al espíritu, un movimiento que no quería hacer pero que la aproximaba más a su espada.

—Escúchame, señor caballero. ¡Guárdate! Hay algo maligno en este lugar.

—Ciertamente lo hay —convino el caballero, que permanecía inmóvil. Su intensa y fija atención resultaba desconcertante.

—Supongo que lo que quiera que hubiese se ha marchado de momento —continuó Kit, regalándole con su ambigua sonrisa y una mirada insinuante. Su osadía iba en aumento. Si el fantasma tuviera intención de hacerle daño, ya se lo habría hecho a esas alturas—. Probablemente lo has ahuyentado tú. Sin embargo, es posible que regrese. Entonces lo combatiremos juntos, tú y yo. Necesitaré mi espada…

—Combatiré contigo al Mal —dijo el caballero—. Pero no necesitas tu espada.

—¡Maldita sea! —empezó, furiosa, Kit, que se mordió los labios para contener sus precipitadas palabras. Tenía que encontrar un modo de distraer al espíritu durante unos segundos, el tiempo suficiente para recobrar el arma.

»¿Qué estás haciendo aquí, señor caballero? —preguntó, sofocando la ira y recuperando la sonrisa—. Me sorprende que no te encuentres en las murallas, defendiendo tu ciudad contra los invasores.

—Cada uno de nosotros está llamado a combatir la Oscuridad a su propio modo. El Templo de Paladine es el puesto que se me ha asignado —dijo el caballero con grave solemnidad—. Lo ha sido durante más de trescientos años. No lo abandonaré.

—¡Más de trescientos años! —Kit intentó reír, pero tuvo un ataque de tos cuando la risa se le atragantó en la garganta—. Vaya, supongo que debe parecerte muy larga tu estancia aquí, sin compañía en este sitio olvidado de los dioses. ¿O hay alguien que comparta la vigilancia contigo?

—Nadie comparte mi vigilia —contestó el caballero—. Estoy solo.

—Una especie de pequeño castigo, supongo —comentó Kit, satisfecha de saber que el espíritu no tenía más compañeros fantasmales—. ¿Cómo te llamas, caballero? Quizá conozco a tu familia. Mi padre… —Kit estuvo a punto de decir que su padre había sido un Caballero de Solamnia, pero lo pensó mejor. Cabía la posibilidad de que el fantasma no sólo conociese a su padre sino la historia, ni por asomo gloriosa, de su progenitor—. Mi familia es de Solamnia —rectificó.

—Soy Nigel de Landa Fragosa.

—Kitiara Uth Matar. —La mujer tendió la mano, cambió de dirección, se giró, se agachó e intentó recoger su espada.

Una espada que ya no estaba allí.

Kitiara miró de hito en hito el espacio vacío en el suelo y tanteó en derredor, todavía puesta a cuatro patas, hasta que comprendió la imagen absurda y frenética que debía de estar ofreciendo. Lentamente se puso de pie.

—¿Dónde está mi arma? —demandó—. ¿Qué has hecho con ella? ¡Pagué un buen puñado de acero por esa espada! ¡Devuélvemela!

—Tu espada no ha sufrido ningún daño. Cuando te marches del templo, la encontrarás esperándote.

—¡Esperando a cualquier ladrón que puede robarla! —El miedo de Kitiara estaba siendo sustituido rápidamente por la ira.

—Ningún ladrón la tocará, te lo prometo —dijo sir Nigel—. También encontrarás allí el cuchillo que llevabas escondido en la bota.

—¡Tú no eres un caballero! Al menos, un caballero de verdad —gritó la mujer, que echaba chispas—. ¡Un caballero, vivo o muerto, no recurriría a semejante bellaquería!

—He retirado las armas por tu propio bien —contestó sir Nigel—. Si hubieses seguido intentando utilizarlas, te habría sobrevenido un daño mayor del que tú podrías haber infligido.

Desconcertada, chasqueada, Kit miró con frustración a aquel fantasma exasperante. Había conocido a pocos hombres capaces de aguantar el fuego de su enojo, de soportar la abrasadora mirada de sus oscuros ojos. Tanis era uno de esos pocos, e incluso él había salido chamuscado en más de una ocasión. Pero sir Nigel se mostraba impasible.

Aquello no conducía a nada ni favorecía la consecución de la tarea que tenía entre manos. Puesto que con enfurecerse no estaba consiguiendo nada, entonces recurriría al disimulo y a la seducción, dos armas que nadie podría arrebatarle nunca. Le dio la espalda al fantasma y empezó a recorrer la vacía sala, admirando de manera ostensible la arquitectura mientras componía el gesto y apagaba el fuego iracundo de sus ojos.

—Oh, vamos, sir Nigel —dijo en tono engatusador—, hemos empezado con mal pie y ahora las cosas se han enredado de un modo absurdo. Te interrumpí apartándote del cometido que estuvieras llevando a cabo, y tienes motivo para sentirte ofendido. En cuanto al hecho de que desenvainara mi espada contra ti, se debió a que me diste un susto de muerte. No esperaba que hubiese nadie aquí, ¿comprendes? Y hay algo terrible en este lugar —añadió Kit con más sinceridad de lo que era su intención. Miró en derredor y se estremeció con un escalofrío que no era fingido del todo—. Me pone la piel de gallina. Cuanto antes salga de aquí, mejor. —Se acercó a él y bajó la voz—. Apuesto a que sé por qué estás aquí. ¿Quieres que te diga cuál es mi conjetura? Estás custodiando un tesoro, desde luego. Es lo más lógico.

—Así es, en efecto —manifestó el caballero—. Estoy aquí para proteger un tesoro.

De modo que era cierto. A Kitiara le sorprendía no habérselo imaginado antes. Immolatus había mencionado que los huevos estarían custodiados y por supuesto lo estaban. Pero no por clérigos.

—Y te han dejado completamente solo —dijo Kitiara con timbre compasivo. Frunció el entrecejo un poco—. Valeroso pero insensato, señor caballero. He oído comentarios sobre el comandante de las fuerzas enemigas que ahora rodean tu ciudad. Kholos es un tipo duro, un hombre cruel. Semigoblin, según cuentan. También se dice que puede oler una moneda de acero que esté en el fondo de una letrina. Cuenta con dos mil hombres bajo su mando, y arrasarán este templo contigo dentro y no habrá nada que, ni siquiera los muertos, puedan hacer para detenerlos.

—Si esos hombres son tan crueles como aseguras, jamás hallarán el tesoro que guardo —adujo sir Nigel, y a Kit le dio la impresión de que sonreía.

—Apuesto a que yo puedo encontrarlo —sugirió al tiempo que lo miraba enarcando una ceja—. Apuesto a que no está tan bien escondido cómo crees. Déjame buscarlo y si consigo localizar el tesoro, entonces podrías cambiarlo a un escondrijo mejor.

—Eres libre de buscar —dijo sir Nigel—. No es de mi incumbencia impedirte a ti o a cualquier otro que busque.

—Entonces, ¿quieres que intente encontrar el tesoro o no? —demandó impaciente, Kitiara, que por una vez habría querido que el fantasma le diese una respuesta concreta—. ¿Y qué hago si doy con él?

—Eso depende enteramente de ti, amiga —contestó sir Nigel.

El espectro extendió el brazo y señaló las puertas plateadas. La fantasmagórica luz brilló en el peto, en la cota de malla.

—Necesito una antorcha —adujo Kit.

—Todo aquel que entra lleva consigo su propia luz —repuso el caballero—. A menos que esté completamente ciego y su espíritu camine errante en la oscuridad.

—Aquí el único «espíritu errante» eres tú —comentó jocosamente Kitiara—. Es un chascarrillo. Caballero fantasmal. Espíritu errante… Bah, no importa.

Kit recordó a Sturm Brightblade. Este fantasma era igual de crédulo y tenía tan poco sentido del humor como él. No podía creer que se hubiese tragado la treta del tesoro.

—Imagino que seguirás aquí cuando regrese, ¿verdad?

—Aquí estaré —dijo el espíritu.

Kitiara dio un empujón de tanteo a las puertas plateadas, esperando encontrar resistencia. Para su sorpresa, se abrieron con facilidad, suave y silenciosamente.

La luz penetraba desde la sala donde se encontraba, fluyendo por encima y alrededor de ella cual una tranquila corriente para iluminar el corredor que tenía ante sí, el cual era de mármol blanco y se extendía hacia el interior de la montaña. Kit examinó detenidamente el pasadizo, ladeó la cabeza a fin de captar algún sonido, olisqueó el aire. No oyó nada siniestro; ni siquiera el leve sonido de ratones al escabullirse. El único olor que le llegaba a la nariz, curiosamente, era el aroma de rosas, débil, añejo. No vio nada en el corredor salvo las blancas paredes y la luz plateada. Sin embargo, el miedo se apoderó de ella mientras seguía plantada ante las puertas abiertas; un miedo muy parecido al que había experimentado cuando entró en el templo, pero peor, si tal cosa era posible.

Se sentía amenazada, con la retaguardia desprotegida. Se giró rápidamente a la par que levantaba las manos para detener un ataque.

Sir Nigel no estaba allí. No había nadie. El templo se encontraba vacío.

Kit tendría que haberse sentido aliviada, pero siguió temblando en el umbral, temerosa de ir más allá.

—¡Vamos, Kitiara, no seas cobarde! —se exhortó—. Todo lo que quieres, todo aquello por lo que has luchado, se encuentra ante ti. Sal airosa de esto y harás tu fortuna con el general Ariakas. Fracasa y jamás serás nada.

Kitiara entró en la oscuridad. Las puertas plateadas se cerraron tras ella suavemente, con un sonido susurrante que semejaba un suspiro.