Los vecinos de Última Esperanza nunca tuvieron intención de ir a la guerra. Lo que había empezado como una protesta pacífica por un impuesto injusto había pasado a ser una rebelión en toda regla, y nadie entendía cómo habían llegado las cosas a tales extremos.
Era como si al hacer rodar una piedrecilla ladera abajo hubiesen provocado inadvertidamente un alud de rocas; como si al arrojar un palito en un estanque hubiesen creado un maremoto. El carro de sus vidas, que anteriormente había rodado con tanta suavidad por la calzada principal, de repente había perdido una rueda, se había inclinado hacia un lado y ahora se precipitaba por la cara del precipicio.
El impuesto injusto era un tributo de puerta y estaba teniendo un efecto ruinoso en los negocios de Última Esperanza. El edicto había sido sancionado por el rey Wilhelm (anteriormente conocido como Wilhelm el Bueno, y ahora llamado con otro epíteto mucho menos halagador). Dicho edicto estipulaba que todas las mercancías que entraban a la ciudad estaban sujetas a un gravamen del veinticinco por ciento y, además, las mercancías que salían de Última Esperanza tenían la misma carga. Eso significaba que cualquier materia prima, desde el mineral de hierro hasta el algodón para enaguas con puntillas, estaba gravada con impuestos.
En consecuencia, el precio de las mercancías producidas en Última Esperanza era más alto que el más reciente invento gnomo (una batidora de mantequilla accionada por vapor). Aunque los comerciantes tenían dinero suficiente para pagar las materias primas, el hecho de tener que gravar tanto las mercancías terminadas hacía que la gente no pudiera permitirse el lujo de comprarlas. Y eso significaba que los comerciantes ya no podían pagar a sus empleados, los cuales tampoco disponían de dinero para comprar pan para sus hijos, cuanto menos enaguas con puntillas.
El rey Wilhelm el Bueno enviaba a sus recaudadores de impuestos —matones muy corpulentos— para asegurarse de que se cobraba el tributo. Aquéllos comerciantes que se oponían a pagar el impuesto de puerta eran intimidados, amenazados, hostigados e incluso a veces agredidos físicamente. Un comerciante emprendedor tuvo la idea de trasladar su negocio fuera de las murallas de la ciudad y así eludir el dichoso impuesto. Los matones pusieron fin sumariamente a sus actividades comerciales, destrozaron su puesto, prendieron fuego a sus existencias y dieron un puñetazo en la barbilla al emprendedor ciudadano.
A no tardar, la economía de Última Esperanza se tambaleaba al borde de la bancarrota.
Para mayor escarnio, los ciudadanos de Última Esperanza descubrieron que su ciudad era la única del reino que recibía un trato tan injusto. El odioso impuesto de puerta se les cobraba únicamente a ellos; ninguna otra ciudad tenía que pagarlo. Los vecinos enviaron una delegación al rey Wilhelm con la petición de que se les informara por qué se les castigaba con tan injusto gravamen. El soberano rehusó recibir a la delegación y envió a uno de sus ministros para que transmitiese su respuesta:
«El rey así lo quiere».
En vano, el alcalde envió emisarios con cartas para el rey Wilhelm suplicando que derogara el injusto tributo. Los emisarios fueron despedidos sin que el soberano les concediera audiencia siquiera. Y no les sirvió de consuelo los rumores que corrían por la ciudad real de Vantal de que el rey Wilhelm estaba loco. Loco o no, seguía siendo el rey, y al parecer estaba lo bastante cuerdo para asegurarse de que sus dementes decretos se cumpliesen.
La situación fue empeorando progresivamente. Cerraron comercios. El mercado seguía abriendo, pero las mercancías que se vendían eran escasas y de baja calidad. Las asambleas de gremios —que antaño eran más una excusa para que los comerciantes se reunieran en un ambiente agradable de compañerismo, compartiendo buena comida y bebida— ahora se habían convertido en peleas a gritos en las que todos exigían que se hiciese algo. Puesto que cada uno de ellos tenía su propio punto de vista respecto a lo que debía ser ese «algo», cualquiera de los comerciantes estaba más que dispuesto a vaciar la jarra de cerveza —ahora tristemente llena de agua— en la cabeza de quien quiera que estuviese en desacuerdo con él.
El Gremio de Comerciantes de Última Esperanza era la organización más poderosa de la ciudad, y mantenía virtualmente un monopolio de toda la industria y el comercio de la población. Supervisaba las actuaciones de otros gremios menores, establecía normas para oficios artesanales y se ocupaba de que dichas normas se mantuvieran. Los comerciantes eran de la opinión, y con razón, que un trabajo de mala calidad repercutía negativamente en toda la comunidad. Cualquier mercader al que se sorprendía engañando a sus clientes era expulsado del gremio y, en consecuencia, privado de la posibilidad de ganarse la vida.
El Gremio de Comerciantes de Última Esperanza buscaba que la totalidad de hombres y mujeres trabajadores se superara en su oficio, desde costureras y tejedoras hasta orfebres y cerveceros. El gremio estipulaba salarios justos, establecía las condiciones con las que los jóvenes de ambos sexos realizaban el aprendizaje de los oficios, y arbitraban los conflictos entre comerciantes y artesanos. Los miembros del gremio no eran agitadores; sus demandas de mejores condiciones para su gente eran razonables. El gremio, que mantenía una relación cordial con el alcalde y el alguacil mayor, era respetado en toda la ciudad, y su reputación de justicia y honradez era tal que el trabajo de artesanos de otras ciudades se juzgaba con la elogiosa frase de «lo bastante bueno para venderse en Última Esperanza». Consecuentemente, cuando el edicto relativo al censurable impuesto nuevo se anunció por toda la ciudad, la gente se volvió, confiada, hacia el Gremio de Comerciantes esperando que se ocupara de la situación.
En respuesta, el jefe del gremio, tras una larga y exasperante deliberación, convocó una reunión secreta de todos los miembros, una asamblea celebrada en un templo parcialmente derruido que había estado dedicado a un dios ahora olvidado y que se alzaba en las afueras de la ciudad.
Allí, en la oscuridad alumbrada por antorchas, rodeado de sus pálidos y resueltos vecinos, asociados y amigos, el jefe del gremio hizo la sugerencia de que Última Esperanza se separara del reino de Yelmo de Blode y se convirtiera en una ciudadestado independiente con capacidad para autogobernarse, promulgar sus propias leyes, arrojar a los matones y poner fin al ruinoso impuesto.
En resumen: la revolución.
El voto partidario de la separación fue unánime.
La primera medida tomada fue destituir al alcalde y reemplazarlo por un consejo revolucionario, el cual eligió de inmediato al alcalde como su líder. La segunda medida fue expulsar a los matones, quienes, afortunadamente, facilitaron la tarea al tener por costumbre reunirse un día sí y otro también en su taberna favorita, donde se emborrachaban hasta perder el conocimiento. La mayoría de ellos, sumida como estaba en un sopor etílico, fue puesta fuera de las murallas. Los que estaban suficientemente sobrios para luchar, fueron sometidos fácilmente por la milicia civil.
Una vez que los matones hubieron desaparecido, las puertas de Última Esperanza se cerraron y se atrancaron. Se envió un mensajero al rey Wilhelm, para informarle de que la ciudad Última Esperanza no había querido seguir el curso de acción que se había visto obligada a adoptar y que sus gentes se habían convertido en rebeldes a la fuerza. El Consejo Revolucionario de Última Esperanza ofrecía al rey una última oportunidad de derogar el odioso e injusto impuesto. Si lo hacía, depondrían las armas, abrirían las puertas y jurarían lealtad a Yelmo de Blode y al rey Wilhelm el Bueno para toda la vida.
Calculando que el mensajero tardaría cuatro días de dura cabalgada en llegar a la ciudad real de Vantal, un día para lograr audiencia con el rey, y otras cuatro jornadas de cabalgada para regresar, el Consejo Revolucionario no empezó a preocuparse hasta que se cumplió el décimo día sin que hubiese señales de su mensajero. Transcurrió el undécimo, y la preocupación dio paso a la ansiedad. El duodécimo día, la ansiedad dio paso a la cólera. El decimotercero, la cólera se transformó en horror.
Una kender llegó a la ciudad rebelde (¡lo que viene a demostrar que ni siquiera unas puertas cerradas, atrancadas y guardadas por un ejército son capaces de impedirles el paso a los miembros de esa raza!) con la narración de la ejecución más interesante que había presenciado recientemente en la ciudad real de Vantal.
—¡De verdad, es la primera vez que he visto empalar a alguien en la plaza pública! ¡Y qué cantidad de sangre! Jamás oí gritos tan desgarradores. Nunca imaginé que un hombre pudiera tardar tanto tiempo en morir. Y también es la primera vez que veo que echan la cabeza de la víctima en un carro, el cual viene en esta dirección, ahora que lo pienso, y que en la boca abierta de la cabeza meten un cartel escrito con la sangre de la víctima. Un cartel que pone… Dejadme pensar un momento… No se me da muy bien leer, pero alguien me dijo lo que ponía… A ver si me acuerdo… ¡Ah, sí! El cartel dice: «El destino de todos los rebeldes».
La kender añadió que tendrían ocasión de verlo por sí mismos, ya que el carro venía de camino a Última Esperanza.
El horror dio paso a la desesperación, y ésta al pánico cuando los centinelas apostados en las murallas de la ciudad informaron de la aparición de una enorme nube de polvo que oscurecía el horizonte por el nordeste. Los exploradores que salieron de la ciudad regresaron con una noticia abrumadora. Un ejército, un gran ejército, se encontraba a un día de marcha de Última Esperanza.
El momento de actuar en secreto había pasado, y las tropas de Ariakas avanzaban ahora a plena luz del día.
Las gentes de Última Esperanza corrían de casa en casa o se paraban en las esquinas de las calles o se agrupaban frente a la residencia del alcalde u obstruían las entradas de la sede del gremio. No podían creer que esto les estuviese pasando a ellos, así que les resultaba imposible saber qué hacer. El vecino preguntaba al vecino, el aprendiz al maestro, el ama a la criada, el soldado al oficial, el oficial a sus superiores, el alcalde a los miembros del gremio, que estaban muy ocupados preguntándose los unos a los otros: «¿Qué hacemos? ¿Nos quedamos? ¿Nos marchamos? Si nos vamos, ¿adónde iremos? ¿Qué será de nuestras casas, nuestras familias, nuestros amigos, nuestras amistades?».
La nube de polvo creció y creció hasta que todo el cielo oriental se tornó rojizo al mediodía, como si fuese un nuevo amanecer sangriento. Algunos vecinos decidieron huir, en especial aquellos que llevaban poco tiempo en la ciudad, cuyas raíces eran superficiales y fáciles de trasplantar. Recogieron todas las pertenencias que podían transportar en carros o cargadas en envoltorios y, tras despedirse de sus amigos, salieron por las puertas de la ciudad y echaron a andar calzada adelante, en dirección contraria a la que venía lo que ahora todos sabían era un ejército en marcha. Empero, la mayoría de los ciudadanos de Última Esperanza se quedaron en la ciudad.
Como los robles gigantes, sus raíces se hundían profundamente en las montañas. Generaciones de ellos habían vivido y muerto en Última Esperanza. Esta ciudad, cuyos orígenes se remontaban —al menos, eso era lo que decía la leyenda— a la última Guerra de los Dragones, había resistido al Cataclismo.
«Mis bisabuelos están enterrados aquí». «Mis hijos han nacido aquí». «Soy demasiado joven para empezar una nueva vida sin el apoyo de nadie». «Soy demasiado viejo para empezar de nuevo en otro sitio». «Ésta es la casa donde me crie». «Éste es el negocio que inició mi abuela». «¿He de renunciar a todo y huir?». «¿He de matar para protegerlo?».
Una decisión terrible, amarga.
Después de que los últimos refugiados hubieron huido, las puertas de la ciudad retumbaron al ser cerradas. Se pusieron pesadas carretas contra ellas, cargadas con rocas, para crear una barricada que detuviese al enemigo si éste forzaba las puertas. Todos los recipientes disponibles se llenaron de agua para combatir los incendios. Los comerciantes se convirtieron en soldados y pasaron el día practicando con dianas. A los niños mayores se les enseñó a recuperar flechas usadas.
Los ciudadanos esperaban que ocurriera lo mejor y se prepararon para lo peor; al menos, lo que consideraban que sería lo peor. Todavía tenían fe en su rey. En el primer caso, lo mejor, imaginaban cómo el ejército marchaba de manera ordenada calzada adelante e iba instalando el campamento. Imaginaban al comandante cabalgar civilizadamente hacia la ciudad para parlamentar, imaginaban a sus representantes salir con la bandera de tregua para reunirse con el comandante. Éste lanzaría amenazas, y ellos reaccionarían con dignidad y se mantendrían firmes, sin dar su brazo a torcer. Al cabo, el comandante cedería en algunas cosas, y ellos, en otras. Y finalmente, quizá tras un día de duras negociaciones, llegarían a un acuerdo y todo el mundo iría a casa a cenar.
En el segundo caso, lo peor que imaginaban que podría ocurrir, era que quizá sería necesario disparar unas cuantas flechas por encima de las cabezas de los soldados, para lo que se apuntaría con mucho cuidado, naturalmente, a fin de que nadie saliese herido. Sólo para demostrar que no bromeaban. Después de eso, el comandante del ejército —sin duda un hombre razonable— comprendería que el asedio de la ciudad era una pérdida de tiempo y un desperdicio de recursos humanos. Y a continuación negociarían.
Los cuernos sonaron con el toque de alarma por toda la ciudad. El ejército del rey Wilhelm el Bueno estaba a la vista. Todo aquel que podía caminar subió a lo alto de las murallas.
Última Esperanza se fundía con la montaña por tres lados y se asomaba a un fértil valle por el cuarto. Pequeñas granjas se repartían desperdigadas por el valle. Las primeras plantas de la siembra de primavera empezaban a brotar en la tierra labrada, extendiéndose como cintas de seda verde por el valle. Una calzada se abría paso a través de la montaña y conducía al valle y, desde allí, a Última Esperanza. Por lo general, a esa hora del día, cualquiera que se asomara a las murallas vería a un granjero con su carro de bueyes dirigiéndose a la ciudad por el camino, o un grupo de kenders, o un hojalatero ambulante con el carro lleno de ollas y cazos, o algún cansado viajero que contemplaba con satisfacción las murallas de la ciudad y pensaba en una comida caliente y una cómoda cama.
Por la calzada se desbordó un río de acero cuyas ondulaciones y remolinos, coronados por metal que centelleaba a la luz del sol, envolvieron las pequeñas granjas. El río de acero fluyó hacia el valle como un impetuoso desbordamiento de agua, los pies calzados con botas haciendo retumbar el suelo, con el estrépito de los tambores marcando el paso. A poco, pudo verse el titilar de llamas, así como finas columnas de humo elevándose de casas y establos, mientras los soldados saqueaban graneros, sacrificaban a los animales y asesinaban o esclavizaban a los granjeros y sus familias.
El río de acero se asentó en el valle, giró en remolinos de actividad: los soldados instalaban el campamento, levantaban tiendas en los campos, pisoteaban los brotes nuevos, talaban árboles, desvalijaban y saqueaban granjas. Apenas prestaban atención a la ciudad y a la gente que se apiñaba en las murallas, gente que contemplaba sus desmanes con el rostro demudado y el corazón palpitando desbocado. Finalmente, un pequeño grupo de soldados se separó del grueso del ejército y se dirigió hacia las puertas de la ciudad. Cabalgaba bajo bandera de tregua, un estandarte blanco que apenas se veía a causa del humo de los campos incendiados. Los soldados se detuvieron a corta distancia de las murallas. Uno de ellos, equipado con armadura, se adelantó tres pasos.
—Ciudadanos de Última Esperanza —gritó con voz profunda—, soy Kholos, comandante del ejército de Yelmo de Blode. Tenéis dos opciones: rendiros o morir.
Los vecinos que estaban en las murallas se miraron unos a otros, estupefactos, consternados. Esto no era en absoluto lo que habían esperado que pasara. Tras recibir unos cuantos codazos, el alcalde se adelantó para contestar:
—Queremos… Queremos negociar —gritó.
—¿Qué? —vociferó el comandante.
—¡Negociar! —repitió desesperadamente, a voz en cuello, el alcalde.
—De acuerdo. —Kholos se sentó más cómodamente en su montura—. Negociemos. ¿Os rendís?
—No —respondió el alcalde, que se irguió con aire digno—. No nos rendimos.
—Entonces, moriréis. —El comandante se encogió de hombros—. Ya está, se acabó la negociación.
—¿Y qué pasa si nos rendimos? —inquirió una voz entre la multitud.
Kholos se echó a reír, con sorna.
—Pasa que me haréis la vida mucho más fácil. Éstas son las condiciones.
»Primera: todos los hombres en buenas condiciones físicas depondrán las armas, abandonarán la ciudad y formarán en línea para que así mi jefe de esclavos pueda verlos bien.
»Segunda: todas las mujeres jóvenes y bonitas se pondrán en fila para que yo pueda escoger. Tercera: los demás ciudadanos de Última Esperanza sacarán sus riquezas y las amontonarán aquí, a mis pies. Ésas son las condiciones para vuestra rendición.
—¡Eso es…! ¡Es desmesurado, una atrocidad! —exclamó, estupefacto, el alcalde—. ¡Tales condiciones son indignantes! ¡Jamás aceptaremos!
El comandante Kholos hizo volver grupas a su caballo y regresó galopando al campamento, seguido de sus guardias.
Las gentes de Última Esperanza se prepararon para la batalla, para matar y para morir.
Creían que defendían una causa, que luchaban contra una injusticia. Ignoraban que todo ese conflicto no tenía nada que ver con ellos, que sólo eran piezas desechables en un gran juego cósmico, que el aterrador general que había ordenado ese ataque ni siquiera conocía el nombre de la ciudad hasta que miró el mapa, que los comandantes de los ejércitos de los Dragones recientemente formados contemplaban este enfrentamiento como un ejercicio de entrenamiento para sus tropas.
Las gentes de Última Esperanza creían que al menos sus muertes servirían para algo cuando, en realidad, el humo de las cenizas de las piras funerarias de la ciudad formaría una única nube oscura en el, por lo demás, hermoso cielo azul; una única nube negra que se desharía con el viento frío del declinante día, desaparecería y caería en el olvido.