16

En el hielo

Enfundados en las pieles que habían comprado en el último puerto, parecían osos andando en posición erecta. Groller se distinguía por su estatura, pero era imposible diferenciar a Gilthanas de Ulin a más de unos palmos de distancia. A su espalda, Furia caminaba pesadamente sobre la nieve, con los bigotes y los carrillos cubiertos de escarcha, olfateando los olores del gélido territorio.

Al qualinesti le castañeteaban los dientes.

—De los desiertos de los Eriales del Septentrión a los yermos azotados por el viento de Ergoth del Sur en sólo dos meses —dijo en voz alta, aunque sabía que Ulin no podía oírlo a través de su acolchada capucha y por encima del zumbido del viento—. Y es mediodía, la hora más templada. ¿Cómo sobreviviré cuando la temperatura baje aun más?

Sabía que la antigua patria de la kalanesti estaría helada, porque el Blanco había alterado el clima, pero no imaginaba que el frío fuera tan intenso. El aire glacial se colaba por las costuras de sus pieles y le irritaba los ojos y la piel. También tenía los pies congelados, pese a las botas forradas de piel.

El viento los azotaba como un ejército de fantasmas enajenados, y su zumbido exasperaba a Gilthanas y a Ulin. El qualinesti miró por encima del hombro y divisió el Yunque de Flint, las velas blancas del galeón se recortaban sobre la bahía salpicada de témpanos de hielo. Luego se volvió hacia el gélido corazón de Ergoth del Sur y continuó andando. A pesar del espeso manto de nieve, reconoció el camino a la tumba.

En la mayoría de los sitios la nieve estaba tan compacta que sobre la superficie se formaba una brillante lámina de hielo, una costra gruesa sobre la que resultaba relativamente fácil andar, aunque las pesadas pieles que los envolvían les impedían avanzar a paso rápido. En otros lugares la nieve estaba blanda y algodonosa y Gilthanas, que encabezaba la marcha, se enterró varias veces hasta la cintura, como un hombre atrapado en tierras movedizas. En cada ocasión Groller lo ayudó a salir con cuidado para que no lo arrastrara a él también. Luego Gilthanas comenzó a sondear el camino con la Dragonlance que Rig le había dejado a regañadientes. A media tarde, cuando el cielo se cubrió por completo, el paisaje adquirió un aspecto aun más tétrico y sombrío.

—Un mes —susurró el qualinesti—. Tardaremos un mes en llegar a la tumba y encontrar la lanza. —Miró a Ulin—. Quizás algo más. ¿Alguna vez has estado tanto tiempo separado de tu esposa? —Ulin negó con la cabeza—. Debe de ser duro para ti.

—La quiero, y también quiero a mis hijos —respondió Ulin—. Pero el amor no es suficiente. Tengo la sensación de que me falta algo en la vida.

—¿Y esperas encontrarlo bajo la nieve?

—Necesito dejar mi huella en el mundo, ya sea con mi magia o con mi inteligencia.

—¡Te pareces tanto a tu tío abuelo y a tu padre!

El joven Majere se pondría en contacto con su padre en cuanto alcanzaran la meta; o más precisamente «si» la alcanzaban, pensó Gilthanas. Luego Palin los sacaría de allí mediante un conjuro mágico. Devolver a una persona a su tierra le resultaba más sencillo que enviarla a un sitio que no conocía bien. Gilthanas recordó las palabras del hechicero: «Podríais acabar en medio de un glaciar».

Furia se adaptaba al clima mucho mejor que ellos. Rara vez se alejaba del trío, y cuando lo hacía era porque había olido algo interesante. Con las orejas pegadas a la cabeza, el lobo avanzaba con cautela, olfateando el aire. En esas ocasiones, Gilthanas, Ulin y Groller aflojaban el paso y miraban con sigilo a su alrededor.

Ulin tenía la impresión de que los vigilaban o los seguían y estaba seguro de que eso explicaba la actitud recelosa de Furia. Aunque no encontraron huellas de ninguna clase, en dos ocasiones el joven Majere creyó ver un bulto con forma humana a su espalda, entre los montículos de nieve. Sin embargo, cuando Groller y Gilthanas se volvían a mirar, la silueta ya había desaparecido. No había rastros de otros seres vivos y Furia no parecía advertir ninguna presencia cercana.

Al caer la noche se sentaron junto a un banco de nieve, algo parecido a una ola congelada, para resguardarse de los fuertes vientos. Ulin continuaba intrigado por la silueta que creía haber visto y le preocupaba la posibilidad de que el refugio no fuera seguro. Pero estaban demasiado cansados para buscar un sitio mejor, así que rápidamente se asentaron allí.

El manto de nubes se hizo más fino y las estrellas se reflejaron en la nieve, embelleciendo el paisaje. Gilthanas admiró la vista mientras maldecía el frío para sus adentros y mantenía los ojos fijos en el horizonte. Pensó que era probable que Ulin hubiera visto un ogro o un kalanesti envuelto en pieles; un solitario Elfo Salvaje que habría permanecido en el territorio después de la llegada del dragón y que quizá temiera acercarse a los desconocidos.

Protegidos del silbido del viento por el banco de nieve, pudieron oírse entre sí por primera vez desde que habían llegado a Ergoth del Sur. Ulin dijo que la figura que había vislumbrado no se parecía a ninguna criatura que hubiera visto antes y que estaba seguro de que no se trataba de un elfo envuelto en pieles. La silueta con forma humana era grande y robusta, pero estaba demasiado lejos para que pudiera describirla en detalle.

Gilthanas se reclinó sobre la compacta pared de nieve y cerró los ojos. Él había sugerido hacer esa pequeña expedición a la Tumba de Huma, y sus palabras habían sido lo bastante convincentes para que lo pusieran al mando del grupo. Sin embargo, sus delgaduchas piernas de elfo ya acusaban los rigores del viaje. Clavó la lanza en la nieve.

—Espero que no la necesitemos —dijo a Ulin—. Rig se muere de ganas de usarla contra un dragón. No obstante, aunque ha sido forjada para matar dragones, dudo mucho que sirva de algo contra un señor supremo.

Ulin hizo un gesto afirmativo y cerró los ojos. Se había ofrecido voluntario para ir a Ergoth del Sur porque, aunque admiraba mucho a su padre, lo atraía la posibilidad de escapar de la temible sombra de Palin y hacer algo importante solo.

—Soy un adulto que siempre vivirá a la sombra de su padre —dijo para sí—, pero no en este lugar.

El qualinesti se arropó con las pieles y se acercó más a Ulin con la vana intención de calentarse un poco. Procuró imaginar arena, aguas brillantes, altos robles en primavera, cualquier cosa que lo distrajera del frío, pero no le sirvió de nada.

* * *

Una semana después avistaron otras dos criaturas con forma humana, que en esta ocasión llevaban lanzas o garrotes.

—No parecen amistosos —observó el elfo.

Ése mismo día descubrieron huellas de botas en el camino que conducía a la tumba. Había huellas claras de nueve individuos, ninguna lo bastante grande para pertenecer a ogros o a las robustas criaturas que habían visto con anterioridad.

—Esto no me gusta —dijo Gilthanas a Ulin por la noche, cuando se detuvieron a descansar en el claro de un pinar—. En un sitio tan desolado como éste, no debería haber rastros de otros seres.

—Aun así, está claro que hay alguien delante de nosotros y que se dirige en la misma dirección, en línea recta hacia la Tumba de Huma. Y me pregunto qué clase de criaturas son esas que nos siguen —añadió mientras masticaba un trozo de cecina—. Al ver las lanzas, he supuesto que serían hostiles. Pero hasta ahora no nos han molestado. Puede que ellos también nos teman a nosotros.

Ajeno a sus palabras, Groller se detuvo en seco y olfateó el aire. El semiogro miró con nerviosismo alrededor como si oliera algo preocupante, algo que no acababa de identificar. Sin embargo, era un olor familiar. ¿Peces? ¿Mar? Inclinó la cabeza a un lado y se adelantó a sus compañeros.

Furia gruñó y sus pelos se erizaron formando una cresta congelada sobre el lomo. El lobo pasó entre dos pinos pequeños, y Groller se quitó la capucha para ver mejor.

De repente, el lobo aulló y dio un salto hacia atrás. Groller vio un lanza clavada en su flanco. El semiogro rebuscó entre los pliegues de la capa de piel, sacó la cabilla de maniobras y echó a correr cubriendo de nieve a Ulin y a Gilthanas, que caminaban a su espalda.

Cuatro criaturas surgieron súbitamente de atrás de un montículo de nieve situado entre dos pinos altos. Tenían forma humana, pero la luz de la luna que se filtraba entre las ramas iluminó sus grotescos rasgos, de modo que los hombres pudieron verlos bien por primera vez.

De color gris azulado y más altos que el semiogro, medían al menos dos metros y medio de estatura y un metro de ancho entre hombro y hombro. Pese a sus barrigas abultadas, eran extraordinariamente musculosos. Del grueso torso salían unos brazos humanoides acabados en garras palmeadas, lo que les daba el aspecto de un híbrido entre hombre y morsa. La cabeza de foca coronaba un cuello corto y ancho. Unos colmillos de casi medio metro de largo se proyectaban en curva desde la boca de dientes romos. Sobre los bigotes, que caían sobre el labio superior, había unos ojos pequeños, brillantes y negros. Las pieles que vestían eran rústicas y primitivamente curtidas.

Emitieron un sonido grave y gutural. Groller sólo vio el movimiento de las bocas y las nubes de vapor que salían de ellas cuando su aliento se encontraba con el aire gélido. El semiogro golpeó el pecho de la criatura más cercana con la cabilla de maniobras, pero su pellejo era tan grueso que la herramienta rebotó.

—¡Aparta a Groller de los árboles! —gritó Ulin a Gilthanas.

Sin apartar la vista de las ramas de los pinos, el joven Majere se acuclilló en la nieve y comenzó a pronunciar las palabras de un encantamiento. «Si esto funcionó con el barco de los Caballeros de Takhisis, debería funcionar con los pinos», se dijo.

El semiogro vio que las otras tres criaturas avanzaban hacia él y retrocedió hasta el tronco de uno de los pinos más grandes. La criatura que iba delante atacó con la lanza, pero Groller no se apartó. En cambio, extendió rápidamente el brazo e interceptó el golpe con la cabilla de maniobras. Los músculos del semiogro se tensaron mientras trataba de evitar que la punta de la lanza alcanzara su cuerpo. Luego tiró hacia arriba y arrebató el arma de manos del hombremorsa. Los otros tres se cerraron sobre él, pero Groller usó la lanza para defenderse y atacar.

Furia aulló a su espalda, luego saltó sobre la nieve y se arrojó contra la criatura desarmada. El feroz lobo comenzó a desgarrar el abultado vientre del hombremorsa, que se retorcía y trataba desesperadamente de ahuyentar al animal. A pesar de sus heridas, Furia esquivó con agilidad los colmillos de la criatura. La sangre tiñó la nieve, que adquirió una tonalidad rosada bajo la pálida luz de la luna.

—¡No consigo atraer la atención de Groller! —gritó Gilthanas mientras caminaba hacia el semiogro con la lanza en la mano.

—¡No te acerques más! —gritó Ulin—. ¿Puedes hacerle un escudo?

Un suave resplandor rojizo rodeaba las manos de Ulin, que había unido los pulgares y señalaba con el resto de los dedos el árbol donde estaba el semiogro.

El qualinesti cerró los ojos y dejó caer su capa de pieles. Sintió que el viento le azotaba el cuerpo, como si fuera un ser vivo, una amante acariciándole la piel. Invocó a ese viento, le ordenó que se acercara y absorbió la energía de cada racha de aire. La fuerza del viento palpitó en su interior y, aunque no consiguió calentarlo, lo llenó de un poder mágico.

Los labios de Gilthanas comenzaron a temblar de frío. Aunque continuaba absorbiendo energía, el hielo empezaba a cuajar debajo de su nariz. Los dedos de sus manos y pies se entumecieron mientras él se sacudía de manera incontrolable; pero, cuando por fin el viento se rindió a su voluntad, Gilthanas ahuecó las palmas de las manos representando un escudo.

—¡Ya está, Ulin! —gritó el qualinesti sin dejar de concentrarse—. Pero no podré mantenerlo durante mucho tiempo.

En cuanto las palabras de Gilthanas se apagaron, Ulin puso en práctica su encantamiento. De inmediato, el pino en el que se apoyaba Groller se convirtió en un leño gigante. Su tronco y sus ramas se cubrieron de resplandecientes lenguas de fuego. Las agujas encendidas del pino cayeron de las ramas y bañaron a las criaturas. Sin embargo, ninguna de ellas tocó a Groller pues el viento formó una bóveda alrededor del sorprendido semiogro, aislándolo de la magia.

Los hombresmorsa, que no estaba acostumbrados al calor, se retorcían en el suelo, donde los alcanzaron más agujas y trozos de ramas encendidas que prendieron fuego a sus pieles. El aire se impregnó de olor a leña y carne quemadas, y las criaturas moribundas despidieron un hedor insoportable. Groller, que contemplaba la escena con una mezcla de fascinación y horror, echó un rápido vistazo a Furia. El lobo estaba fuera del círculo de fuego y continuaba mordiendo a la única criatura superviviente, cuyos forcejeos se hacían cada vez más débiles.

—¡Tenemos que marcharnos de aquí! —gritó Gilthanas mientras recogía su capa y se cubría con ella. Luego se puso la lanza sobre el hombro—. ¡Avistarán el fuego desde kilómetros de distancia!

—El Blanco —musitó Ulin, consciente de que tal vez había cometido un terrible error.

—Sí; Escarcha podría avistar el fuego —respondió Gilthanas mientras salía del claro—. Y si nos ve, moriremos. A menos que yo tenga mucha, mucha suerte con esta lanza.

Lo único que quedaba del pino era una silueta negra que crepitaba bajo el viento. El fuego se había consumido con la misma rapidez con que se había encendido, y Groller se apartó con cuidado del árbol. Los tres miraron al lobo con expresión atónita. La herida de la lanza había cicatrizado en unos minutos.

—Ahora no tenemos tiempo para desentrañar este misterio —dijo Gilthanas señalando al lobo—. ¡Larguémonos de aquí!

Groller y Furia tomaron la delantera y enfilaron hacia el borde de un cañón que se extendía como una profunda cicatriz en la tierra. La luz de la luna iluminaba los bordes y se filtraba hacia el lejano suelo cubierto de nieve.

Tardaron horas en descender por la cuesta y no llegaron al fondo hasta el amanecer. Allí descansaron, durmiendo por turnos por si aparecían osos polares o más hombresmorsa. Antes de bajar la cuesta del cañón, habían descubierto huellas de oso, y en el fondo volvieron a encontrar el rastro de nueve pares de botas.

Durante varios días siguieron el sinuoso curso del cañón, que afortunadamente los protegía del viento. Ya no necesitaban gritar para hacerse oír, y Gilthanas aprovechó la ocasión para interrogar a Ulin sobre su entrenamiento en el arte de la magia. Entretanto, seguían atentamente las huellas de las botas, se sobresaltaban ante cada sonido inesperado y especulaban sobre la milagrosa curación de Furia.

Una nevisca de tres días los obligó a aflojar la marcha, cubrió por completo las huellas de las botas y les hizo preguntarse si morirían antes de llegar a destino. Pero por fin la nevisca amainó y el sol hizo su insólita aparición.

—Si no me equivoco, ya han pasado tres semanas —dijo Ulin cuando se acercaban al final del cañón.

—Casi cuatro —corrigió Gilthanas.

—Parece una eternidad. —La embocadura del cañón se ensanchó y salieron a una vasta planicie cubierta de hielo—. ¿Dices que ha pasado un mes?

—Eso creo —respondió el elfo—. Hace unas décadas, cuando este terreno estaba cubierto de vegetación, habríamos tardado un par de semanas en cruzarlo. Así que calculo que con tanta nieve hemos tardado un mes.

—Tal vez sea un cálculo demasiado optimista —dijo Ulin—. Me pregunto si mi padre ya habrá encontrado el cetro. Puede que él esté sano y salvo en la Ciudadela de la Luz, junto a Goldmoon, antes de que nosotros localicemos la tumba.

—Sano, salvo y caliente —añadió Gilthanas.

—Ya no recuerdo cómo es el calor.

—No te preocupes; no falta mucho. Si no recuerdo mal, sólo nos quedan unos días de viaje —observó el elfo—. La tumba está al otro lado de esta llanura.

Sacudió una mano. Sus dedos estaban entumecidos debajo de los guantes y apenas sentía los de los pies. Durante la primera semana de viaje, él y Ulin se habían turnado para protestar por el clima, pero ahora el qualinesti se guardaba las quejas para sí. Miró el suelo y contuvo el aliento. Unos pasos más adelante había unas manchas rojas sobre la nieve. Era imposible determinar si la sangre era fresca, pues estaba congelada.

—¡O… so po… lar! —exclamó Groller.

El semiogro dio media vuelta y arrojó la lanza que había robado a uno de los hombresmorsa. A unos cinco metros de distancia había un oso polar, preparado para el ataque. Era difícil diferenciar su pelaje blanco del fondo de hielo y nieve, pero el semiogro había visto su hocico y sus ojos negros. La lanza se hundió en el estómago del oso, pero éste no se movió ni rugió. Permaneció inmóvil, con la lanza clavada en el cuerpo.

El pelo del lobo se erizó, formando una cresta sobre su lomo arqueado. Furia se inclinó, extendió la cola y olfateó el suelo. Groller observó con perplejidad las señas que le hacía Ulin, que ahora deseaba haber prestado más atención cuando el semiogro había enseñado a la kalanesti y al enano el lenguaje de signos que usaba para comunicarse. Ulin tiró de la manga de Groller, cerró las manos enguantadas en puños y los sacudió con energía delante de su pecho. Era una seña que significaba frío, congelado. Ulin señaló al oso y repitió el ademán, tratando de explicar al semiogro que el oso había muerto congelado en esa posición. Pero Groller negó con la cabeza.

—No sé —dijo—. Al… go ra… ro en el o… so.

Groller olfateó el aire, se acercó al desafortunado animal y recuperó su lanza. Luego miró a la espalda del oso. Ulin y Gilthanas lo siguieron, pero Furia permaneció donde estaba, emitiendo unos gruñidos cada vez más fuertes.

—En el nombre de Paladine —susurró Ulin.

Groller retiró parte de la nieve que cubría el muro donde estaba apoyado el oso congelado, revelando una fina lámina de hielo que se agrietó fácilmente tras unos cuantos golpes. Entonces vieron la entrada de una enorme cueva en cuyo interior había docenas de focas y más osos, todos congelados. También había una ballena inexplicablemente varada en el suelo de la cueva, tan lejos del mar.

—Aquí, aquí.

Al principio Ulin pensó que era el rumor del viento, pero el sonido se repitió, esta vez más alto. En el fondo de la enorme cueva, Ulin distinguió a nueve personas, ocho de las cuales llevaban la armadura de los Caballeros de Takhisis bajo las capas forradas de piel. La novena, una mujer joven, vestía la armadura plateada de los Caballeros Solámnicos de la Orden de la Corona. Aunque sus manos y su cara estaban cubiertas de escarcha, la mujer parpadeaba.

—¡Aquí! —gritó uno de los Caballeros de Takhisis.

Ulin y Groller avanzaron, pero Gilthanas permaneció en la entrada de la caverna.

—La guarida de Gellidus —murmuró y añadió en voz más alta—: Ulin, si vamos a liberar a los sobrevivientes, tendremos que hacerlo lo antes posible. No podemos quedarnos aquí. El dragón podría sentir hambre y regresar a su guarida para picar algo.

Groller y Ulin rompían frenéticamente el hielo que les impedía avanzar. Sólo seguían con vida dos de los Caballeros de Takhisis y la solámnica, aunque esta última parecía muy débil. Los restantes caballeros estaban sepultados bajo el hielo. Las demás criaturas de la cueva también estaban cubiertas por una capa de hielo que en algunos casos tenía más de dos centímetros de grosor.

—El Blanco —dijo el primer Caballero de Takhisis que liberaron. El hombre se tambaleó, incapaz de mantenerse erguido sobre sus congeladas piernas—. Nos sorprendió en el valle. Supuse que nos mataría al llegar aquí.

—Pero os reservó para otra ocasión —concluyó Ulin.

El joven Majere auxilió a la dama solámnica mientras Gilthanas y Groller salían rápidamente de la caverna llevando en andas a los Caballeros de Takhisis.

Una vez que se hubieron alejado del valle, se detuvieron a interrogar a los caballeros.

—Soy Fiona Quinti —se presentó la solámnica. Se quitó el yelmo, dejando caer una cascada de rizos rojos—. Vengo del oeste de Ergoth del Sur y soy nueva en la Orden, en el castillo Atalaya del Éste.

—Te dirigías a la Tumba de Huma —dijo Gilthanas en voz baja—. ¿Qué pensabas hacer allí? ¿Y por qué estabas con los Caballeros de Takhisis?

—Estaba cazando ciervos con cuatro compañeros cuando nos atacaron los hombres de la Reina Oscura. Mataron a los demás, pero a mí no —dijo mirando con furia a los Caballeros de Takhisis.

El más joven de los caballeros le dirigió una mirada fulminante.

—Necesitábamos por lo menos una persona viva —explicó—, para que llevara la lanza.

—Para Khellendros —añadió el otro caballero—. Nosotros no podemos tocarla. Ella fue la que opuso menos resistencia y por lo tanto resultó más fácil hacerla prisionera.

—¿Nos mataréis ahora? —preguntó el caballero más joven.

—Me gustaría —respondió Gilthanas—, pero temo que Groller y Ulin no estén de acuerdo conmigo. Son más benévolos que yo.

El elfo bajó la vista al suelo y recordó su cautiverio en manos de los caballeros de la Reina Oscura. Luego los miró y frunció el entrecejo. Por fin desvió la vista hacia el cielo. Seguía muy preocupado por el Dragón Blanco.

—¿Y qué habríais hecho con la lanza si hubierais conseguido apoderaros de ella? —preguntó Ulin.

—Debíamos entregársela al dragón —se apresuró a responder el mayor de los caballeros.

—¿Y luego?

—Luego nos darían nuevas órdenes. Habríamos viajado a otro sitio.

—¿Hay otros caballeros buscando objetos mágicos?

El mayor de los caballeros cabeceó.

—No lo sé. Yo sólo cumplía órdenes. No puedo adivinar los deseos de Tormenta sobre Krynn.

Ulin se volvió a mirar a la mujer y notó que sus ojos eran de un intenso color verde. Parecía muy joven.

—¿Hay otros solámnicos en Atalaya del Éste?

—Sí —respondió ella—, unas dos docenas. Protegemos a los elfos y a los humanos, y estoy segura de que mis compañeros me estarán buscando. Mi oficial no descansará hasta descubrir qué nos ocurrió a mí y a los demás.

—Cuando terminemos aquí, buscaremos la forma de llevarte a casa.

—Gracias, forastero —dijo ella.

Ulin se presentó e hizo lo propio con Gilthanas y Groller. Furia rápidamente trabó amistad con Fiona; se acurrucó junto a ella mientras descansaban, y caminó a su lado cuando reanudaron la marcha hacia la tumba.

Al final del día, hasta los Caballeros de Takhisis habían aceptado unirse a la misión y jurado abandonar la Orden. Regresar ante el Azul o ante el comandante de su unidad con las manos vacías significaría una muerte segura.

Sin embargo, Ulin sospechaba que los caballeros los acompañaban con la secreta intención de apoderarse de la lanza y salvar el pellejo, de modo que decidió vigilarlos. Advirtió que Fiona tampoco les quitaba los ojos de encima.

* * *

Cuando entraron en el valle de Foghaven, los héroes pasaron con sigilo junto a las ruinas de una pequeña fortaleza. Aflojaron el paso para descender por una cuesta escarpada y traicionera y se perdieron entre la niebla que cubría el valle de Foghaven.

—No os separéis y seguid andando hacia el norte —ordenó Gilthanas—. La tumba está cerca.

Ulin se volvió para mirar a los Caballeros de Takhisis. Le resultaría difícil vigilarlos con tanta niebla.

—¿Cuánto falta? —preguntó mientras saltaba unos montículos de nieve para alcanzar a Gilthanas.

—Aproximadamente una hora —respondió el elfo apretando el paso.

Entretanto, Groller, que iba en la retaguardia con Fiona y Furia, parecía inquieto, como si sus aguzados sentidos lo hubieran alertado de otra irregularidad. Caminaba despacio, dando grandes zancadas y sus pies se enterraban en la nieve cada dos por tres.

—¿Ves? —preguntaba repetidamente a Fiona—. ¿Ves?

Furia correteaba con nerviosismo entre la niebla y desaparecía de vez en cuando de la vista para reaparecer junto a Groller poco después. El semiogro, incapaz de oír sus movimientos, daba un respingo cada vez que el lobo surgía de entre la niebla.

El grupo avanzó lentamente por la llanura y sólo se detuvo al llegar a un puente. El ancho arco de mármol se alzaba sobre unas aguas burbujeantes que despedían vapor y cubrían el puente con una película de hielo.

—La niebla se forma cuando las fuentes termales del este del valle se unen con las aguas frías del lago —explicó Gilthanas—. Ahora cruzaremos ese punto. Gracias al Blanco, la niebla es más espesa porque ambos torrentes de agua se mezclan con el aire glacial.

Uno tras otro, los aventureros cruzaron a gatas el resbaladizo puente. Luego todos se reunieron al otro lado, donde la niebla se disipaba ligeramente hacia el norte.

—¡Mirad allí! —gritó Ulin—. ¡El Blanco!

Un gigantesco dragón surgió de entre la niebla; su enorme cuerpo, sólido como una roca, envuelto en las volutas grises y blancas del vapor.

Los miembros del grupo se separaron: unos avanzaron, preparados para atacar, y otros retrocedieron en dirección al puente.

—¡Esperad! ¡Esperad! —gritó Gilthanas riendo y agitando las manos—. ¡Es una estatua! El Monumento al Dragón Plateado. ¿No veis que no se mueve?

La gigantesca cara tallada desapareció detrás de un velo de niebla.

Ulin se relajó y suspiró.

—¿Has olvidado contarnos algo más?

El grupo volvió a formar una fila india, y Gilthanas, que seguía riendo para sí, tomó la delantera. De repente se paró en seco e irguió los hombros.

—Ahora que lo dices…

Delante de ellos, una oscura figura surgió de entre la niebla, cerrándoles el paso. Era un bulto negro, brillante e inmóvil.

—Es el centinela —explicó el elfo señalando a la oscura criatura—. Estamos muy cerca de la tumba.

Groller se abrió paso entre los aventureros y avanzó para contemplar la estatua de obsidiana, que medía casi tres metros de altura. Luego se volvió hacia Ulin y le hizo una seña para que se acercara. El semiogro señaló varias veces sus propios ojos y los del centinela.

—Se parece a tu padre —observó Gilthanas.

Ulin se acercó a Groller, que estaba de pie frente a la estatua.

—¿A mi padre? ¿Por qué?

—Vemos a Palin Majere porque hemos venido aquí con buenas intenciones. Puesto que no traemos maldad a este lugar, vemos a este centinela como un amigo, un ser querido, y podemos pasar sin dificultad.

—¿A este centinela?

—Hay otros; la tumba está rodeada de estatuas. Pero ya está bien de buscar parecidos. Cojamos lo que hemos venido a buscar.

El grupo volvió a formar en fila y pasó a una distancia prudencial de la estatua. Pero esa distancia no era suficiente para todos. El miedo se apoderó de los Caballeros de Takhisis, que no pudieron pasar junto a la estatua y chocaron con Fiona y Furia.

El lobo les mordió los tobillos para obligarlos a avanzar. Fiona les sugirió que se cubrieran los ojos, pero las manos se separaban inexorablemente de la cara. No podían desviar la vista ni dejar de contemplar la estatua del centinela con una mezcla de terror y fascinación. Eran incapaces de moverse, como si ellos también se hubieran convertido en estatuas.

Enfadado, Groller retrocedió hasta los caballeros. Cogió a uno tras otro en andas y los llevó más allá de la estatua. El cuerpo de los caballeros estaba rígido, pero ambos volvieron la cabeza para continuar mirando al centinela.

Ninguno vio a la figura que volaba sobre sus cabezas, el dragón que ensombreció brevemente la nieve con sus brillantes alas blancas. La criatura estiró el cuello para ver mejor a los diminutos seres y luego comenzó a volar en círculos.

El grupo se congregó frente a la tumba. El pequeño edificio rectangular reposaba sobre un base octogonal salpicada de montículos de nieve. Gran parte de la estructura de obsidiana estaba cubierta de nieve y hielo, pero las avalanchas habían limpiado las paredes, en las que se veían porciones de la lustrosa piedra negra.

—Por aquí tiene que estar la escalera —dijo Gilthanas.

El qualinesti subió a la base cubierta de nieve y enfiló hacia las brillantes puertas de bronce. Al llegar a lo alto de la plataforma vio una rendija entre las dos puertas cubiertas de hielo, que se abrieron silenciosamente.

Gilthanas se volvió para sonreír al grupo de aventureros y de inmediato entró en la tumba. Ulin, Groller, Fiona y los Caballeros de Takhisis permanecieron inmóviles, como si estuvieran hechizados. Furia, sin embargo, percibió el calor que salía de la tumba y siguió a Gilthanas. Al otro lado del portal se sacudió, y dejó el suelo de mármol cubierto con una capa de nieve que al punto se derritió en docenas de pequeños charcos. El lobo miró hacia atrás, como si llamara al resto del grupo, y desapareció en el interior del edificio.

Dentro ardían antorchas que no producían humo; su flameante resplandor amarillo danzaba sobre las brillantes superficies negras. En la estancia sólo había unos cuantos bancos contra las paredes, una plataforma de obsidiana sobre la cual reposaba un sarcófago vacío y un altar en el fondo.

—Éstos objetos pertenecían a Huma —dijo Gilthanas señalando la espada y el escudo que estaban junto al ataúd.

Tras permanecer unos instantes inmóvil y callado, caminó rápidamente hacia el altar de piedra. Los demás lo siguieron.

—La Orden de la Espada… la Corona… y la Rosa —observó Fiona señalando las tallas sobre la superficie del altar, pero enseguida retiró la mano, como si temiera tocarlo.

Gilthanas se acuclilló.

—Aquí abajo —indicó.

Debajo del altar había una placa grande de hierro. Estaba a ras del suelo, de modo que sólo podía levantarse tirando de una argolla. Gilthanas levantó la placa y la dejó a un costado.

—Después de ti —dijo a Ulin.

El joven mago miró con desconfianza el agujero negro que había debajo.

—¿Has olvidado mencionar algún otro detalle?

Gilthanas rio y señaló la abertura:

—Es el camino hacia la Montaña del Dragón. Para llegar allí, tenemos que bajar por este túnel del viento que conduce al interior de la montaña.

El elfo hizo un gesto a Groller y señaló el agujero. El semiogro parpadeó despacio y repitió los ademanes, pero señalando a Gilthanas.

—Sí, yo también —dijo el elfo con un gesto afirmativo.

—Yo primera —dijo Fiona adelantándose a los demás. Se sentó en el borde del agujero, con las delgadas piernas en el oscuro vacío—. Siento que el aire se mueve, como si un viento cálido tirara de mí hacia abajo.

Furia se echó a su lado, pero se incorporó de un salto al ver que la joven comenzaba a deslizarse por el agujero.

—Aquí dentro hay asideros —retumbó una voz desde el interior del túnel—. Me ayudarán a bajar…

Su voz se perdió en una súbita racha de viento que hizo que todos se asomaran a la abertura.

—Ya debe de estar en el interior de la Montaña del Dragón —anunció Gilthanas—. Es así de rápido.

Furia metió el hocico en el agujero y aulló. Sus patas resbalaron en el suelo de obsidiana mientras se preparaba para saltar, pero al último momento titubeó y retrocedió unos centímetros. Groller se acercó al lobo y le acarició el bonito pelaje rojo. El lobo saltó repentinamente y desapareció en silencio en la oscuridad del túnel.

Uno tras otro, los demás aventureros descendieron por el túnel y se dejaron arrastrar por las poderosas ráfagas de aire hacia el interior de la Montaña del Dragón. Al fin llegaron a una luminosa cámara y subieron por una escalera de caracol que los condujo a la Sala de las Lanzas.

Muchas de las lanzas estaban decoradas con resplandecientes empuñaduras de oro o plata. Algunas eran tan parecidas a la de Rig, que el elfo sospechó que habían sido fabricadas por el mismo artesano. Unas lucían intrincadas tallas en la madera, pero otras eran sencillas; armas puramente funcionales que destacaban entre las demás por su orgullosa simplicidad.

—¿Cuál es la de Huma? —preguntó Ulin.

—Creo que tardaremos un buen rato en averiguarlo —respondió Gilthanas—. A menos que nuestros amigos sepan algo que nosotros no sabemos. —El qualinesti miró a los Caballeros de Takhisis, pero ninguno de los dos dijo nada—. Bien, tranquilicémonos. Ya hemos llegado a nuestro destino y yo me alegro mucho de estar en un sitio cálido. Me gustaría recuperar el sueño perdido. —Caminó unos pasos por el pasillo, subrayó sus intenciones con un bostezo y arrojó su capa de piel en el suelo—. Éste es un buen lugar —añadió mientras se tendía sobre la capa—. No pienso ponerme a inspeccionar las lanzas hasta que haya inspeccionado el interior de mis párpados durante unas horas.

Fiona se sentó a la entrada de la sala y paseó la mirada por las innumerables filas de armas. Ulin siguió su mirada y tragó saliva. Puso sus pieles en el suelo formando un improvisado lecho. Encontrar la lanza de Huma entre tantas otras era una tarea casi imposible, pero haría todo lo posible. Respiró hondo y disfrutó de la novedad del aire cálido sobre su cara y sus manos.

—Calor —dijo para sí—. Ya recuerdo cómo era.