Jim oyó el disparo entre los árboles y no supo de qué se trataba. Por un momento se preguntó si realmente lo había oído, pero después imaginó que lo había hecho. Roy estaba montando una escena. Iba a llenar la cabaña de balas porque necesitaba que se ocuparan de él. Jim continuó. Esperaba que Roy le pegara un tiro a la radio.
Lloviznaba y había una niebla espesa. Los árboles tenían un aspecto fantasmal y toda la isla parecía inhabitable. Jim continuó, su respiración era el único ritmo que oía, lo único que se movía. No podía pensar en Rhoda. Se había convertido en una sensación, una parte de él que no podía diferenciar lo bastante como para pensar en ella. Era un anhelo y un pesar que crecían en él como un tumor. Y lo iba a hacer de verdad, lo iba a dejar de verdad. Jim se sentía a punto de llorar otra vez, así que avanzó más deprisa y contó rítmicamente sus pasos, un-dos-tres-cuatro en un grupo, cinco-seis-siete-ocho en otro, una y otra vez. Continuó hasta que se detuvo porque estaba cansado y después se dio la vuelta y regresó, pero no le gustaba la idea de llegar, de tener que encontrar lo siguiente que hacer para ocupar el tiempo. Los días eran tan largos.
Cuando se acercó a la cabaña, vio que la puerta todavía estaba parcialmente abierta, y se enfadó. Era típico de Roy marcharse a hacer una pequeña excursión sin cerrar la puerta, dejando que se helaran.
Y después llegó a la puerta y miró hacia abajo y vio a su hijo. El cuerpo de su hijo y no verdaderamente su hijo porque faltaba la cabeza. Rasgada y áspera, roja, con pelo negro pegado a los lados y sangre por todas partes. Dio un paso atrás porque al mirar justo debajo vio que había pisado un trozo de la cabeza de su hijo.
Un trozo de hueso.
Se quedó allí, balanceándose, mirando y respirando. Miró el resto de la habitación pero no había nada más que ver, y después tuvo que sentarse y se sentó en el umbral, a pocos pasos de Roy, y, cuando oyó ese nombre en su cabeza, empezó a temblar y parecía que estaba llorando pero no lloraba ni emitía ningún sonido. ¿Qué está pasando aquí?, preguntó en voz alta.
Tocó la chaqueta de Roy, y sacudió suavemente el hombro de Roy. Después miró la sangre en su mano y de nuevo el muñón que quedaba de la cabeza de Roy y empezó a aullar desde dentro.
Y los aullidos no hacían otra cosa que llenarse a sí mismos y él se sentía como un actor en el drama de su propio dolor, pero no sabía quién era ni qué papel debía interpretar. Agitó las manos extrañamente en el aire y se palmeó los muslos. Se alejó de Roy pero eso era falso, otra actuación, y seguía sin saber qué hacer. Nadie lo estaba observando. Y aunque era imposible que fuera su hijo, seguía siendo su hijo el que estaba allí.
Parte del interior era blanco. Esperaba que todo se volviera rojo, pero no fue así. Y pronto había pequeñas moscas, mosquitos y otros insectos, que se posaban en la cabeza de su hijo y se arrastraban y saltaban. Los ahuyentó pero no quería tocar la cabeza y siguieron llegando. Se acercó, sopló y olió el hedor de la sangre y después cogió la chaqueta de Roy y la puso sobre sus rodillas, ahora veía el muñón con parte de una cara, una mandíbula y una mejilla y un ojo que habían estado ocultos contra el suelo. Los miró y siguió mirando, y sacudió a Roy y miró cuando podía ver y no lo cegaba la agitación, y lo único que podía pensar era: ¿por qué? Porque no tenía sentido. Él era el que tenía miedo de hacer eso. Roy estaba bien, siempre había estado bien.
No, siguió diciendo en voz alta, aunque sabía que era una estupidez decirlo. Intentaba pensar porque si dejaba de hacerlo un instante estallaba en un llanto terrible. Y sin embargo hasta de eso se daba cuenta. Era como si no pudiera volver a actuar inconscientemente. Como si cada idea, sensación, palabra y todo lo que veía fueran artificiales, incluso su hijo mutilado. Y como si su hijo muerto delante de él no fuera lo bastante real.
Volvió a dejar a Roy en el suelo y miró toda la sangre en sus manos, su chaqueta y sus pantalones, sangre por todas partes, así que se levantó y fue hacia el agua y se metió. Respiró hondo por el frío y se le entumecieron las piernas. Eran muñones, y entonces el terror le desgarró por dentro con esa palabra, muñones, y sollozaba asquerosamente. Dio vueltas en el agua poco profunda y se resbaló y se hundió y se puso en pie otra vez y salió, temblando de frío, y volvió hacia Roy, que seguía allí muerto, que no se había movido. Acababa de ver a Roy vivo. No había pasado más de una hora desde entonces, y Roy estaba bien.
Entonces Jim sintió una ira incontrolable. Entró en la cabaña a buscar algo y fue hacia la radio y la levantó y la tiró contra el suelo y luego la pateó una y otra vez y cogió la linterna y la golpeó contra la pared, donde se rompió, y después cogió la emisora VHF y también la golpeó, y tiró una bolsa de salmón ahumado que estaba abierta en la mesa, después pateó la mesa, pero luego se detuvo y se quedó en medio de la habitación, porque solo habían pasado unos minutos más, como mucho, y toda su destrucción no había servido de nada. Ni siquiera estaba interesado en ella. Había parecido que era vivir pero ahora no parecía nada.
Jim se sentó junto a Roy y lo observó. Seguía siendo el mismo, exactamente el mismo. Cogió la Magnum .44 de donde había caído, a pocos pasos de distancia. Se llevó el cañón a la cabeza, lo bajó y se echó a reír salvajemente. Ni siquiera puedes matarte, se dijo en voz alta. Solo puedes jugar a matarte. Te quedarás despierto y pensando en esto cada minuto de los próximos cincuenta años. Eso es lo que has conseguido.
Y después lloró, tanto por autocompasión como por Roy. Lo sabía y se despreciaba por ello, pero se quitó sus ropas húmedas, se puso las más abrigadas, y esta vez lloró durante horas sin interrupción, sin final, y solo se preguntaba si pararía en algún momento.
Pero paró, por supuesto, por la tarde, y Roy seguía en el suelo y Jim no sabía qué hacer con él. Ahora se daba cuenta de que tendría que hacer algo con él, de que no podía dejarlo en el suelo. Así que fue detrás de la casa y buscó una pala. Ya había atardecido, se hacía de noche, pero salió a unos treinta metros por detrás de la cabaña y empezó a cavar, después se dio cuenta de que estaba demasiado cerca del retrete y eso no le gustó, así que avanzó hacia los árboles, hacia el cabo, y empezó a cavar de nuevo, pero había raíces, volvió a buscar el hacha y cortó y cavó hasta que tuvo un hoyo de algo más de un metro de hondo y más largo que el cuerpo de Roy y entonces esa idea, el cuerpo de Roy, lo hizo llorar de nuevo y cuando finalmente dejó de hacerlo y volvió a la cabaña era medianoche.
Roy estaba en el umbral, bloqueando la entrada. No se había movido. Jim se arrodilló para levantarlo pero lo que quedaba de su cabeza colgaba húmedo y frío contra la cara de Jim y Jim vomitó y lo dejó caer y después caminó en círculos en el exterior mientras repetía: Hostia.
Volvió al interior, levantó a Roy y lo llevó rápidamente a la tumba, e intentó meterlo cuidadosamente pero terminó dejándolo caer y después aulló, se golpeó y saltó en el borde de la tumba porque había dejado caer a su hijo.
Y entonces pensó que no podía hacer eso, que no podía enterrar a Roy allí mismo. Su madre querría verlo. Y la idea de tener que contárselo volvió a estremecerlo y estaba de nuevo en los bosques tropezando y sintiendo pena por sí mismo y para cuando regresó empezaba a haber luz, incluso bajo los árboles.
La he cagado, dijo. Estaba acuclillado junto al hoyo y se balanceaba. Esta vez la he cagado de verdad. Y entonces volvió a recordar a la madre de Roy, Elizabeth. Tendría que contárselo. Tendría que contárselo a ella y a todos los demás, pero no sería capaz de contárselo todo. No les diría que le había dado la pistola a Roy. Y después estaba sollozando de nuevo, de forma incontrolable, como si otra fuerza desgarrara su cuerpo por dentro, y quería que terminara pero también quería que no terminara porque al menos ocupaba tiempo, pero al cabo de un rato, cuando ya era totalmente de día, el llanto se detuvo abruptamente y estaba de nuevo junto al hoyo, mirando a Roy y preguntándose qué hacer. La madre de Roy tendría que verlo. No podía enterrarlo ahí. Ella querría que tuviera un funeral y tendría que saber lo que había ocurrido. Tendría que contárselo. Y a Tracy.
Dios mío, dijo. Tendría que decirle a Tracy que su hermano mayor estaba muerto. Ella también tendría que verlo. Por un momento se preguntó si había forma de recolocar la cara de Roy un poco, pero después se dio cuenta de que era una locura.
Alargó los brazos hacia el hoyo y sacó a Roy, después lo levantó y lo llevó de vuelta a la cabaña. Pesaba y estaba frío y rígido, doblado en una posición extraña por el tiempo que había pasado en el hoyo, y estaba cubierto de tierra. Había tierra en toda la parte de la cabeza. No quería verla, pero la miraba de soslayo y se preocupaba. Nada de eso tendría buen aspecto.
Jim tendió a su hijo en la cabaña, en la habitación principal, se sentó en la pared más alejada y lo observó. No sabía qué hacer. Sabía que tenía que hacer algo pronto, pero no sabía qué.
Vale, dijo finalmente. Tengo que decírselo. Tengo que contárselo a su madre. Y fue hacia la radio pero vio que la había roto y recordó que también había roto la emisora VHF. Maldita sea, gritó con todas sus fuerzas, y pateó de nuevo el aparato. Y después volvió a echarse a llorar, casi gritando. El llanto podía empezar en cualquier momento, tenía voluntad propia, y, a pesar de lo que decían, no le hacía sentirse mejor. Era una clase terrible de llanto que solo le hacía daño y lograba que todo resultara cada vez más insoportable y aunque ocupaba tiempo siempre parecía que podría no acabar. Debía evitarlo, así que cuando tuvo los ojos lo bastante secos para ver salió hacia la lancha, que habían atado tras la cabaña, y regresó dentro para coger la bomba, el motor, las bengalas, los remos, la bocina, la bomba de achique, una lata de gasolina de repuesto, y lo llevó todo a la playa e infló la lancha y montó el motor y puso todas las cosas dentro. Después fue a buscar a Roy.
Cuando volvió, miró a Roy de nuevo y apartó la vista y se preguntó cómo iba a llevarlo. No podía tirarlo en la lancha así. Pensó en las bolsas de basura pero de nuevo empezó a llorar y gritar: No es una puta basura. Así que cuando volvió a calmarse tendió un saco de dormir, envolvió a Roy, subió la cremallera y ató la parte de arriba con el cordel. Se echó a Roy al hombro y lo llevó hasta la lancha.
Vale, dijo. Esto va a funcionar. Vamos a encontrar a alguien, y van a ayudarnos. Volvió a la cabaña en busca de comida y agua pero cuando llegó no pudo recordar para qué había ido, así que cerró la puerta y volvió a la lancha.
Había inflado la lancha demasiado lejos de la orilla, descargó a Roy y las latas de gasolina, arrastró el barco hasta el borde del agua, y después volvió a cargar las latas y a Roy. Cuando finalmente se echó al agua ya era por la tarde, ahora se daba cuenta de que no era una decisión muy inteligente, pero tiró del cable de arranque, y cuando el motor se despertó con una tos, presionó el estrangulador y se pusieron en marcha. El agua estaba en calma en su ensenada y el cielo era gris, la atmósfera pesada y húmeda. Intentó acelerar para deslizarse sobre el agua, pero iban demasiado cargados, así que redujo a cinco o seis nudos mientras doblaban el cabo. Jim tiritaba al viento y su hijo estaba envuelto en el saco de dormir.
Cuando superaron el cabo, quedaron expuestos a una brisa fría que subía por el canal y a pequeñas olas que salpicaban dentro de la lancha.
Esto no está muy bien, le dijo Jim a su hijo. No es la opción más inteligente. Pero siguió adelante y luego empezó a preguntarse hacia dónde iba. No sé, dijo en voz alta. Quizá adonde sea que están esas casas. Pero eso son treinta kilómetros o así. No está cerca. Necesitamos que nos encuentre un barco.
Después pensó de nuevo en la madre de Roy, en la cara que pondría cuando le contara eso y en la cara que había puesto cuando le había contado las otras cosas, cuando le dijo que se estaba acostando con Gloria, por ejemplo. Después se habían mudado y habían intentado que las cosas funcionaran y él había sido lo que ella quería que fuese durante un mes entero, treinta días exactos mostrándose considerado y afectuoso e intentando no pensar en otras mujeres, ella se metía en la cama a su lado sonriendo y feliz y él solo quería que no volviera a tocarlo nunca. Le dijo que había estado fingiendo durante el mes anterior, que no era él y su cara entonces y su cara cuando les dijeron a sus hijos que iban a divorciarse, y ahora esto. Esto ni siquiera podía compararse con todo lo demás. Esto no es solo una cosa, dijo en voz alta, sollozando, y después no sabía hacia dónde ir y fueron a la deriva por el canal y dieron bandazos y entró agua hasta que pudo recobrar el control sobre sí mismo.
Tracy. Lo odiaría. Toda la vida. Como su madre. Como todo el mundo. Y tendrían razón. ¿Y qué diría Rhoda? Sabía exactamente de quién era la culpa.
La lancha era difícil de pilotar y la corriente los empujaba. Jim intentó de nuevo deslizarse sobre el agua, pero la proa se contentaba con inclinarse hacia delante y no bajaba, así que volvió a reducir la velocidad. Todo era gris y frío y estaba completamente vacío. No había otros barcos, ni casas, por ninguna parte. Cuando estaba a mitad de camino hacia la siguiente isla, la tarde estaba avanzada y él tiritaba de forma incontrolable y le preocupaba quedarse sin gasolina y el aspecto que tendría Roy cuando llegara y con quién tendría que hablar primero.
Se detuvo dos veces para achicar agua y siguió hacia la orilla, al final solo quería llegar y no preocuparse por si llegarían más lejos ese día. Tenía tanto frío que se sentía agarrotado y le costaba pensar. Pensaba: Me pregunto a cuánto está, y después su cerebro se detenía un rato y finalmente se dio cuenta de que la hipotermia lo estaba venciendo, de que si no ganaba la orilla y se calentaba estaría en problemas. Y se preguntó por qué no había llevado más ropa y algo para dormir y más comida. Tenía hambre.
Cuando llegó a la orilla, faltaba poco para la puesta de sol y Roy estaba empapado y aún no habían visto a nadie. Jim fue a buscar leña mientras Roy se quedaba en el barco y Jim quería hacer un fuego y amontonó los palos que encontró pero la leña estaba húmeda y no tenía cerillas, así que se echó a llorar. Después volvió al barco y le dijo Lo siento a Roy mientras lo sacaba del saco de dormir y lo tendía en la playa. Se metió en el saco húmedo e intentó calentarse y se despertó de nuevo en la oscuridad y todavía tenía frío pero por alguna razón seguía vivo. He tenido suerte, pensó, pero entonces pensó en Roy y salió del saco para buscarlo, tenía miedo de que algo lo hubiera mordisqueado o incluso se lo hubiese llevado, pero cuando lo encontró a su lado todavía se parecía mucho a lo que había sido, aunque era difícil decirlo con seguridad porque no llevaba linterna y Roy solo tenía media cabeza. Eso le pareció divertido y Jim se echó a reír, después empezó a llorar de nuevo. Oh, Roy, dijo. ¿Qué vamos a hacer?
Jim volvió a dormirse y por la mañana Roy estaba mordisqueado. Las gaviotas todavía pululaban en las cercanías y Jim las ahuyentó a pedradas, y las persiguió durante tanto espacio a lo largo de la playa que cuando volvió había otras gaviotas encima de Roy, robando pequeñas partes de su hijo.
Jim volvió a meterlo en el saco de dormir y lo ató de nuevo y cargó el barco. Esta vez, dijo Jim. Esta vez encontraremos a alguien.
En camino, tenía hambre y frío y le costaba mantenerse despierto. No vio cabañas ni barcos de ninguna clase, pero siguió avanzando entre las olas e intentó mirar a su alrededor, intentaba no pensar pero aun así pensaba en lo que iba a decir. No sé por qué lo hizo, imaginaba que le decía a Elizabeth. Volví de una excursión una tarde y allí estaba. No hubo ninguna señal, ninguna indicación. No había imaginado que pudiera hacer una cosa así. Pero después se hundió otra vez porque realmente no había habido ninguna señal y realmente no había imaginado que Roy pudiera hacer eso. Maldito seas, dijo en voz alta. No tiene sentido, joder.
Mientras rodeaba otro cabo, vio a lo lejos un barco que se dirigía al siguiente canal. Detuvo el motor y se debatió con una de las bengalas, finalmente la encendió y la mantuvo en alto sobre su cabeza, desprendía un humo azul y ardía y apestaba a azufre, pero el barco, que era grande, una especie de yate enorme con cien putos pasajeros, alguno de los cuales debería estar mirando en su dirección, continuó y desapareció detrás de la costa.
Así que Jim siguió a lo largo de la isla a unos cinco nudos y de nuevo a contracorriente, preguntándose si conocía bien esa zona. Se preguntaba si podría seguir avanzando hasta quedarse sin gasolina, sin encontrar nunca a nadie. Parecía posible. No había nadie que viviera allí. Pero a media tarde, después de echar el resto de la gasolina, cuando estaba seguro de que iba a quedarse sin combustible y vagar a la deriva para siempre, vio un yate que cruzaba al otro lado, hacia la isla en la que vivían él y Roy, hacia el lugar de donde venían. Podrían haberle hecho señales desde allí. Jim cogió otra bengala e intentó encender el extremo con un tape de seguridad y no pasó nada, volvió a intentarlo y miró hacia el barco que avanzaba rápidamente y se alejaba de ellos. Cogió la última bengala, la encendió y la mantuvo en alto y el barco viró levemente hacia él y estaba seguro de que lo había visto. Pero después viró en dirección opuesta, evitando un tronco o algo en el agua, y la bengala se apagó y el barco se convirtió en una mancha que desaparecía en el fondo gris.
Jim gritó una y otra vez, rugiendo a la costa, al agua, al cielo y a todo, agitando la antorcha quemada, y se sentó mirando el saco de dormir que contenía a Roy, y después miró sus manos sobre sus rodillas. La lancha se balanceaba e iba la deriva y el agua fría salpicaba la parte baja de su espalda y el lugar donde estaba sentado.
Jim continuó, rodeando una pequeña punta, y miró justo a tiempo de ver una pequeña cabaña que desaparecía entre los árboles. Viró y retrocedió y vio que realmente era más grande que eso, parecía un hogar, una casa de verano, atracó en la pequeña playa de grava que había delante y dejó a Roy para subir e investigar.
Estaba oculta tras un bosquecillo de píceas y había tenido suerte al verla, aunque no se encontraba lejos de la orilla. Había un sendero que conducía hasta ella y cuando se acercó vio que era una cabaña de troncos, lo bastante grande como para ser la casa de alguien, con varias habitaciones y contraventanas en todas las ventanas, cerradas durante el invierno.
Hola, dijo. Después subió al porche, que tenía basura por todas partes a causa de la tormenta, y se dio cuenta de que no había nadie. Eh, gritó, resulta que tengo a mi hijo muerto conmigo. A lo mejor podemos entrar y charlar y cenar y pasar la noche, ¿qué os parece?
No hubo respuesta. Volvió al barco y a Roy e intentó pensar. El día se acercaba al final y no había visto a nadie. Ya estaba empleando la reserva de gasolina. No duraría mucho, y todavía temblaba, estaba muy hambriento y mareado y quizá hubiera algo de comer en la casa. Y quizá una radio. Sin duda tendrían algún tipo de manta, y una chimenea y algo de leña. Había visto la chimenea. Y había tenido suerte al calentarse un poco la noche anterior. No estaba seguro de que fuera a hacerlo en un saco de dormir húmedo, y quizá no funcionara tan bien la segunda vez, porque se encontraba mucho más débil. Tenía que entregar a Roy, lo sabía, pero la verdad era que el chico no tenía muy buen aspecto. Jim soltó una risa lúgubre. Eres un hacha, dijo en voz alta. Eres un padre genial y también un cómico.
Espera aquí, le dijo a Roy, y volvió a la cabaña y la rodeó. Buscaba una forma de entrar. Las ventanas tenían contraventanas, y probablemente estaban cerradas por dentro. La puerta delantera tenía un gran candado, al igual que la puerta de atrás. Miró por todas partes y no había nada abierto, ni siquiera un cristal que romper.
Vale, dijo. El lugar estaba en silencio, solo se oían las gotas que caían de los árboles. Y el día avanzaba hacia la puesta de sol. No tenía linterna ni comida. Avanzó y encontró el cobertizo de la leña. La puerta tenía un candado pero parecía bastante débil, así que buscó una piedra de buen tamaño, la tiró a la puerta y la hizo crujir, después rebotó hacia él y tuvo que apartarse. Maldita sea, dijo. Corrió hacia la puerta y se estrelló contra ella, se cayó, se levantó y volvió a hacerlo. Ahora respiraba con fuerza. Golpeó con su bota el centro y notaba que se doblaba con cada choque, pero no cedía, así que regresó a la lancha.
Vio el saco de dormir apoyado, con Roy dentro, y se dio cuenta de que se había olvidado de Roy durante unos minutos. La idea de que era capaz de hacer eso resultaba terriblemente triste, pero no se detuvo a pensar en ello. Tenía trabajo que hacer antes de que llegara la noche. Soltó el motor de la popa y lo llevó torpemente a la cabaña, lo puso en el porche. Pesaba al menos veinte kilos, todo metal.
Jim volvió al cobertizo para buscar la piedra y regresó a la cabaña. Había esperado encontrar un hacha o algo en el cobertizo, pero ahora decidió trabajar directamente en la cabaña. Golpeó cada puerta y cada contraventana con la piedra hasta que descubrió que la de la ventana de la cocina cedía un poco más. Porque es más grande, pensó. Llevó el motor al otro lado, cogió la caja con las dos manos y golpeó la tabla con el extremo, pero solo rascó un poco la hélice y perdió el equilibrio, de modo que casi se le cae el motor encima.
Estaba más allá de las blasfemias y los gritos. Solo sentía un odio asesino y frío y quería destruir la cabaña. Cogió el motor, esta vez por el extremo más ligero y delgado, y logró levantar el otro más pesado girando como un levantador de peso, dio un par de vueltas, lanzó el motor contra la tabla y saltó hacia atrás.
El choque produjo un ruido monstruoso y el motor cayó en el porche con la caja rota.
Por supuesto, dijo Jim. La caja era de plástico. La abrió, la levantó retorcida y aplastada —ahora sobresalía un trozo de acero, la culata—, y volvió a balancear y lanzar el motor, gritando, y rebotó de nuevo. Casi lo alcanzó pero esta vez había roto parte de la contraventana. Lo recogió y lo lanzó otras dos veces y para entonces había destruido el motor pero también había roto la contraventana y el cristal y podía entrar.
El interior de la cabaña estaba oscuro y no había electricidad, ningún interruptor que apretar. Hurgando en la cocina en la oscuridad, encontró cerillas y una lámpara de queroseno que proyectaba sombras por todas partes mientras él buscaba de una habitación a otra. Encontró una estufa de leña en la cocina y luego otra para calentar el salón. Tras ella había un montón de leña seca. Al lado, había un dormitorio vacío, el colchón desnudo, sin mantas. Todo el lugar estaba vacío, abandonado durante el invierno. Pero siguió buscando en cada armario, estante y cajón y bajo la cama y el sofá, y finalmente en un cajón encontró dos juegos de cama y una manta.
Vale, dijo. Ahora ¿dónde está la comida? No lo traéis todo cada vez que venís. Tenéis que dejar algo aquí. Comida enlatada o algo así. ¿Dónde está?
Miró en la cocina y la encontró sorprendentemente vacía. Encontró algunas latas de sopa en el armario, y luego otro armario que tenía latas de verdura.
No es bastante, dijo. No es bastante. Tengo conmigo a un chico que está creciendo, un chaval robusto. Tenéis que tener una bodega. Vuestro propio escondite en un lugar tan ordenado. Pisó con fuerza sobre el suelo de la cocina, buscó algún pestillo y miró en el salón, retirando el pequeño trozo de moqueta, y en el dormitorio, y después, cuando estaba a punto de rendirse y volvía a la cocina seguido de su propia sombra de queroseno como un ágil doble, vio un pestillo en el pasillo que unía el salón y la cocina.
Ábrete sésamo, dijo, y abrió y encontró la bodega, cien latas y frascos y botellas y paquetes liofilizados de Alpine Minestrome y helado de vainilla, e incluso paquetes de salmón ahumado en una gran bolsa cerrada al vacío. Vale, dijo.
Roy seguía en el saco. Lo cargó sobre su hombro y lo pasó por la ventana de la cocina. Intentó no rasgar el saco con los trozos de cristal del alféizar pero lo hizo de todas formas. Después entró.
Hora de trabajar, dijo. Tenemos que convertir esta casa en nuestro hogar, dijo. Arrastró a Roy al dormitorio, donde estaría fresco y no estorbaría. Después encendió la estufa de la cocina y decidió no encender la del comedor para conservar la leña. Solo dormiría en la cocina. Además, eso ayudaría a Roy a mantenerse más fresco.
Abrió una lata de raviolis y la puso en el quemador, luego decidió no ser tan vago y la echó en una pequeña cazuela. Calentó leche enlatada en otra cazuela y se preparó un chocolate caliente. Un regalo, se dijo. Comió en la cocina a la luz de la lámpara y miró por todas partes, intentando encontrar algo en lo que concentrarse, algo que leer. Pensaba en Roy y en la madre de Roy y no quería hacerlo, así que buscó material de lectura por todos lados y no encontró nada, pero finalmente descubrió algunas fotos de la familia en el dormitorio y las llevó a la cocina y las miró fijamente mientras comía.
No era una familia guapa. Tenían una hija con cara de loro y un hijo con las orejas grandes y los ojos demasiado juntos y una boca extrañamente torcida. Los padres tampoco eran bellezas, el hombre era rechoncho y tenía pinta de empollón, y su mujer intentaba no parecer sorprendida ante la cámara. Al parecer, iban de vacaciones a todas partes. Camellos y peces tropicales y el Big Ben. A Jim no le gustaban y se sintió bien comiéndose su comida. Que os den por culo, dijo a las fotografías mientras tragaba ruidosamente sus raviolis. Pero eso solo duró un rato y después estaba sentado en la mesa a la luz de la lámpara, y no tenía nada en lo que concentrarse. Tiempo, dijo.
Volvió la lancha, aunque ahora estaba oscuro y hacía frío, y llevó todo el equipo al porche, luego arrastró la lancha hacia atrás y la levantó y pasó sus cosas por la ventana. Después lo llevó todo al cuarto de atrás, junto a Roy, que seguía en su saco de dormir, sin hacer nada, sin participar, como un alumno de instituto. Estupendo, le dijo Jim a Roy. Después volvió a la cocina e hizo la cama en el suelo.
Esa noche se despertó varias veces, atemorizado por la idea de que había ocurrido algo terrible, y entonces recordaba a Roy y lloraba y después, como estaba tan cansado, volvía a dormirse. Era el miedo lo que lo despertaba todas esas veces, abría los ojos con la respiración agitada y el pulso acelerado, y con la sensación de que el cielo se desplomaba encima de él. Y por la mañana, cuando había luz desde hacía horas y finalmente se levantó del suelo, la sensación no había desaparecido por completo.
Alimentó la estufa y quiso hervir agua para preparar Malt-O-Meal, pero no salió agua del grifo. Vale, cabrones, dijo, loros, ¿dónde está la llave del agua? Buscó en la cocina y en la bodega, fue a la parte trasera de la cabaña y buscó grifos pero no encontró nada. En el cobertizo tampoco encontró nada, así que buscó por toda la colina que había detrás de la casa durante dos o tres horas, palmo a palmo, y finalmente encontró una tubería parcialmente enterrada y cubierta de corteza. La siguió a gatas, tanteando, hasta que encontró la llave. La giró y volvió a la cabaña, vio que el grifo petardeaba y expulsaba agua y aire.
Vale, dijo, dame un chorro constante, y como si todas las cosas obedecieran a su voluntad declarada, el grifo petardeó y emitió un poderoso chorro de agua clara y fría. Preparó el Malt-O-Meal, le echó azúcar moreno, y se sentó a comerlo, pero de nuevo necesitaba mirar algo y no tenía nada. Volvió al cuarto y sacó a Roy, todavía en su saco de dormir, e intentó apoyarlo en la otra silla en la cocina, pero no adoptaba la postura adecuada. El saco de dormir azul estaba terriblemente manchado, todavía húmedo y oscuro en la parte superior.
Vale, dijo. Si no vas a sentarte bien… Buscó en los cajones, encontró cordel y unas tijeras y envolvió a Roy, lo ató a una viga y una pata de la mesa y a un gancho que salía de la pared y servía para colgar cazuelas o algo, y Roy se quedó en pie en el saco de dormir y Jim pudo sentarse y comer.
Tu padre se está volviendo bastante raro, le dijo a Roy. Y no creas que tú no has tenido nada que ver. Y sin embargo, la verdad es que… ¿Quieres saber la verdad? Bueno, en algunos sentidos, ahora me siento mejor. No sé por qué.
Jim se concentró en comer y cuando terminó lavó los platos. Después se secó las manos en los pantalones y le dijo a Roy: Vale, chico, es hora de volver a tomar el fresco. Desató a Roy y lo llevó al dormitorio, después se sintió de repente tan perdido que se tumbó en el desnudo suelo de madera y se limitó a gemir el resto del día, sin tener idea de lo que hacía o por qué. La habitación estaba fría y en penumbra y parecía aumentar de tamaño constantemente, y él era una mancha diminuta en el centro.
En la cena, después de que se hiciera de noche, Jim comió solo. No me apetece tener compañía, dijo en voz alta. Después fue a dar un paseo por el bosque.
Jim, Jim, dijo en voz alta, tienes que hacer algo. No puedes dejar a tu hijo atado en el saco de dormir, enfriándose en el dormitorio. Roy necesita un funeral. Necesita que lo entierren. Su madre y su hermana necesitan verlo.
Avanzó un poco más, sin molestarse en esquivar las abundantes ramas pequeñas que le hacían arañazos, le ardía una mano por culpa de las ortigas. No había luna ni nada, y no veía un carajo.
Mientras hablaba, imaginaba que estaba en una gran sala, en un juicio, y que le decían estas palabras. Estaba sentado tras un pesado escritorio, escuchaba y no podía hablar.
¿Cómo lo ató?, preguntaba alguien. ¿Por qué ató a su hijo a la mesa? ¿Tenía algún sentido? ¿Y qué hay del saco de dormir? ¿Eso también era idea suya? ¿Lo había planeado durante mucho tiempo? ¿Sabía de qué iba todo ese viaje? Quizá fuera un suicidio, sin duda, pero también pudo ser un asesinato.
Esa idea lo detuvo. Se quedó inmóvil en el bosque, respirando con fuerza, sin oír nada más y pensando que podían creer eso. ¿Cómo podía demostrar que no había disparado a su hijo? Y ahora había huido, y había entrado en la casa de alguien y se ocultaba con el cadáver. ¿Cómo podía explicar eso?
Ahora Jim estaba asustado por él mismo, y se dio la vuelta para regresar a la cabaña, pero no estaba seguro de cuál era el camino. Anduvo durante más de una hora, parecía, y recorrió mucho más terreno que a la ida, estaba seguro, pero no podía ver la cabaña ni nada familiar ni nada en absoluto. Había salido en la oscuridad, sin prestar atención al lugar hacia el que se dirigía.
El suelo era irregular y a veces se caía entre la madera muerta y la maleza, y tenía rasguños en los costados y la cara. Extendía los brazos y apartaba la cara y caminaba de lado, esperando encontrar el camino de alguna manera. Escuchaba pero solo se oía a sí mismo y empezaba a tener mucho miedo del bosque, como si todo lo que había hecho mal se hubiera reunido allí para atraparlo. Sabía que no tenía sentido y eso lo asustó todavía más, porque parecía muy real. Se sentía increíblemente pequeño y a punto de ser destruido.
Se detenía periódicamente e intentaba quedarse quieto y en silencio y escuchar. Trataba de oír cuál era el camino, o, quizá, ya que eso no tenía ningún sentido, intentaba oír qué iba detrás de él. Mucho más tarde, cuando el cielo se aclaró un poco, vio algunas estrellas que brillaban débilmente entre los árboles. Tenía frío y tiritaba y su corazón seguía latiendo, y el miedo se había convertido en la sensación de que estaba condenado, de que nunca encontraría el camino de regreso a la seguridad y nunca sería capaz de correr lo bastante rápido para escapar. El bosque era imposiblemente ruidoso, más que su pulso. Había ramas que se rompían, la brisa agitaba todas las hojas, y por todas partes había cosas que corrían entre la maleza, y grandes golpes a lo lejos que no sabía si había imaginado o no. En el bosque el aire tenía peso y volumen y formaba parte de la oscuridad, como si se trataran de la misma cosa, y corría hacia él desde todas las direcciones.
He tenido este miedo toda la vida, pensó. Esto es lo que soy. Pero entonces se ordenó callarse. Solo piensas eso porque te has perdido, dijo.
Era imposible que le costara tanto encontrar la cabaña. No se había perdido en un bosque en toda su vida, y había estado en bosques todo el tiempo, cazando y pescando. Pero en cuanto das ese mal paso, se dijo, porque sabía que después de eso era posible no encontrar nunca el buen camino, porque no podías saber de dónde venías y por tanto no tenías ninguna base firme para ninguna dirección. Y eso parecía apropiado para más cosas de su vida, especialmente con las mujeres. Las cosas se habían vuelto tan retorcidas desde el principio que le había resultado imposible saber lo que era bueno y ahora, con Roy muerto, no quedaba absolutamente nada para continuar. No importaba que muriera en el bosque esa noche, que se rindiera, se tumbase y se congelara.
Pero siguió de todas formas, hasta que el cielo se iluminó y por fin llegó el alba y, avanzando constantemente colina abajo, encontró la orilla. No era la costa que había frente a la cabaña, y no sabía qué dirección seguir, pero era costa, y parecía correcto seguir ese camino, continuar avanzando y esperar que apareciera la cabaña.
Era un día soleado, frío y luminoso, el primer día claro en mucho tiempo. Estaba muy hambriento, cansado y dolorido, pero agradecía el sol. No encontró la cabaña en varias horas, así que se dio la vuelta y regresó en dirección opuesta, pero incluso eso parecía correcto. Cuando debía de faltar poco para el mediodía, y el sol estaba alto, pasó el punto en el que había empezado y continuó una hora o más antes de llegar a la playa que había ante la cabaña. Se detuvo y se quedó allí y miró un rato, luego entró.
Todo estaba donde lo había dejado, y Roy seguía en el cuarto de atrás. Jim tomó una sopa directamente en la lata, sin calentarla, se tumbó en el suelo envuelto en la manta y durmió.
Cuando despertó, tenía mucho frío y era de noche. Encontró la lámpara y después encendió la estufa. Ahora voy a tener más cuidado, se dijo mientras echaba más leña. Y voy a arreglar las cosas. Encontraré a alguien en esta isla e informaré a la madre de Roy y le haré a Roy un entierro decente. Me iré hoy.
Se tomó otra lata de sopa y un puré de patata instantáneo, volvió a dormir unas horas y se despertó por la mañana. Vale, dijo cuando abrió los ojos, me voy.
Volvió a alimentar la estufa y preparó el desayuno. Mientras comía, se dio cuenta de que tendría que dejar una nota. Si alguien llegaba y lo descubría, descubría la cabaña rota y a Roy en el cuarto de atrás y veía que él había estado viviendo allí, se llevaría una impresión equivocada. Y además tendría que cerrar la ventana de la cocina, para que nadie entrara a comerse su comida o a Roy.
Jim buscó en los cajones hasta que encontró un bolígrafo y un sobre. He ido en busca de ayuda, escribió. Mi hijo se ha suicidado y está en el cuarto de atrás. No tenía forma de contactar con nadie. No podía seguir en la lancha. Voy a recorrer la isla en busca de ayuda y volveré. Releyó la nota varias veces y no se le ocurrió nada mejor, la firmó y después cogió algo de ropa y metió la manta en una bolsa de basura por si tenía que dormir a la intemperie.
La ventana era un problema. No tenía martillo ni clavos, ni siquiera buenas tablas. Así que llevó la tabla rota al cobertizo y la utilizó para golpear la puerta del cobertizo, como había hecho con la ventana de la cocina. Cuando se había abierto paso, descansó hasta recobrar el aliento, apartó los fragmentos de madera astillada y volvió en busca de la lámpara para registrar el cobertizo.
Todas las herramientas estaban allí: hacha, pala, sierras, martillo, clavos, incluso una lijadora y una motosierra con repuestos y un trinquete, destornilladores, llaves; todo estaba ahí oxidándose. Jim cortó un gran trozo de la puerta con el hacha y luego lo llevó a la ventana de la cocina para clavarlo. Pero antes de hacerlo entró para despedirse de Roy y explicarle lo que iba a hacer. Ahora arreglaré las cosas, dijo, desde el umbral del dormitorio. Siento que las cosas hayan ido tan mal hasta ahora, pero voy a solucionarlo. Después sacó su bolsa de comida, la manta y la nota, y clavó la tabla con la nota y empezó a caminar.
La mañana estaba muy avanzada. Debería haber empezado antes. Pero al menos me voy, se dijo. Fue por la costa, más allá de donde había estado el día anterior. Siguió caminando, a paso rápido, atento a barcos o cabañas o cualquier rastro de un camino que la gente pudiera usar. Había bastante visibilidad, podría hacer señales a un barco. El aire tampoco era demasiado frío, y las únicas nubes eran delgadas y estaban altas.
La costa sembrada de cantos rodados, árboles caídos y arena oscura le parecía antigua, prehistórica. Mientras avanzaba en silencio durante horas, solo oía el sonido de sus botas y un ocasional pájaro y las pequeñas olas que entraban, y parecía que fuera el único hombre sobre la tierra, salido para observar el mundo. Meditó sobre ello, adoptó un paso felino, saltando de una piedra a otra, y añoraba esa simplicidad, esa inocencia. Quería no ser quien era y no encontrar a nadie. Si encontraba a alguien, le tendría que contar su historia, que, ahora admitía ante sí mismo, sonaba fatal.
Recorrió una punta tras otra e imaginó que debía de estar rodeando la isla, aunque solo podría estar seguro si el sol se ocultaba un poco más atrás que el día anterior. Era una isla larga, parecía, y no había modo de saber de antemano si vivía alguien, o dónde. Quizá la suya fuera la única cabaña.
El atardecer seguía rojo en el cielo y las rocas que había bajo sus pies eran difíciles de distinguir. Por encima del rojo, el cielo era verde y después se volvió azul. Continuó hasta que avanzar no era seguro, hasta que estuvo a punto de chocar con un saliente oscuro que no había visto, y se detuvo. Fue al bosque, se envolvió en la manta, y abrió un paquete de salmón ahumado para cenar. El salmón estaba ácido y bueno, lo habían hecho con especias en vez de solo sal y azúcar moreno. Se sentó masticando y mirando la luz pálida en el agua y escuchó el bosque a su alrededor, que parecía más silencioso de lo habitual. No se oía ningún sonido excepto un leve viento y el ocasional rumor de las hojas, no podía detectar ningún movimiento de un ser vivo.
Roy no quería ir. Ahora Jim se daba cuenta. Roy había ido a salvarlo; había ido porque tenía miedo de que su padre se suicidara. Pero a Roy no le interesaban ese lugar, ni el trabajo de campo. Jim había imaginado que cualquier chico querría trabajar en el campo en Alaska con su padre, como un pionero —aunque técnicamente no eran pioneros, por supuesto, porque él había comprado la tierra y ya tenía una cabaña—, pero no había pensado ni un segundo en Roy o en lo que Roy podría haber querido. Y eso había continuado después de llegar a la isla. Jim había dado por hecho que su hijo siempre estaría ahí. Y ahora no estaba. Eso era lo más extraño.
Si Roy siguiera vivo, y Jim pudiera llevarlo a alguna parte, lo llevaría a navegar alrededor del mundo. Eso le habría gustado de verdad. Lo había dicho. Y era algo que Jim podría haber organizado con la misma facilidad que el trabajo en el campo. Tenía dinero para comprar un barco, sabía navegar, tenía tiempo. Pero para que eso hubiera sido posible, tendría que haber escuchado a Roy. Habría tenido que prestarle atención cuando todavía estaba vivo. Y, simplemente, eso era imposible. Jim estaba pensando en Rhoda, y en otras mujeres.
Jim intentó dormir, tendido bocarriba en el musgo dentro de su manta, y mantenía la comida cerca de su vientre. No le importaba que viniera un oso; no pensaba entregar su comida.
Pero no podía dormir. Buscaba estrellas, miraba hacia arriba aunque no había ninguna, mantuvo los ojos abiertos aunque no había luz ni nada que ver. Imaginó cómo sería navegar por el Pacífico Sur. Había visto imágenes de Bora-Bora. Una selva de color verde oscuro y rocas negras, agua de color azul claro y una arena blanca. El clima siempre sería cálido y agradable, y podrían haber buceado. Incluso podrían haber aprendido a hacerlo con botellas de oxígeno. ¿Por qué pasar parte de la vida en un lugar frío? No tenía sentido.
Jim no se sentía cansado, no podía pensar en dormirse, guardó la manta en su bolsa con la comida y caminó con cuidado hacia la orilla.
La noche era oscura, sin estrellas ni luna. No veía nada, aunque sus ojos habían tenido horas para acostumbrarse. Avanzaba un pie delante de otro y tanteaba a su alrededor antes de echar peso. Se desplazó lentamente, paso a paso, a lo largo de la orilla, hasta que se acercó demasiado al borde del agua y se resbaló en unas algas y cayó pesadamente sobre la roca húmeda. Se levantó rápidamente y volvió a caerse, después gimió por el dolor de su codo y su cadera y encontró su bolsa y gateó hacia las rocas secas hasta que pudo ponerse en pie con seguridad. Continuó por los bosques, su pierna herida temblaba, paró a descansar y por la mañana descubrió que se había quedado dormido.
El segundo día recorrió mucho terreno, aunque las caídas le hacían sufrir. Le dolía el codo como si se hubiera dañado el hueso, pero eso no le importaba demasiado. Siguió alerta a los barcos y las cabañas y mientras caminaba se tranquilizaba pensando que encontraría a alguien. Pero después se preguntó si estaba en la isla Príncipe de Gales, la grande. No estaba tan lejos de su isla, tenía el mismo aspecto que todas las que había a su alrededor, y, a causa de su tamaño, parecía tan remota y aislada como Sukkwan. Muchas zonas de la costa estaban deshabitadas. Y suponía que podía haber más problemas con los osos en la isla grande. No habría forma de saber si era una isla más pequeña hasta que la hubiera rodeado, pero continuaba en esa orilla, y el sol se ocultaba a su izquierda.
A mediodía descansó y comió. Se sentó a la sombra, aunque el sol solo brillaba débilmente a través de la bruma. No vio barcos. No había visto ningún barco en ningún momento. Le parecía extraordinario lo aislado que estaba ese lugar. Había ido a la nada y había pensado que sería algo bueno; cuando había mirado por primera vez un mapa, le había parecido que su cabaña estaba demasiado cerca de la isla Príncipe de Gales y las escasas poblaciones que había en el suroeste de la costa, pero ahora le habría gustado recordar esas localidades y los otros pequeños enclaves dispersos en las islas vecinas. Aldeas, en realidad, solo dos o tres casas, casi sin carreteras. El tipo de sitios que siempre le habían inspirado una visión romántica. Había conocido a algunas familias que vivían en ellas, había visto sus cabañas de una sola habitación, hechas a mano, con aparadores caseros y mantas colgadas del techo para hacer un dormitorio. Alfombras de piel de oso en el suelo y las paredes. ¿Qué tenían de mágico esos lugares? ¿Qué tenía la frontera que le hacía sentir que era lo único que estaba realmente vivo? Carecía de sentido, porque no le gustaba estar incómodo y no soportaba estar solo. Quería ver a alguien en todos los momentos de todos los días. Quería una mujer, cualquier mujer. El paisaje no significaba nada para él si tenía que verlo solo.
Recogió sus cosas y continuó. En la hora siguiente, la costa caía abruptamente a la derecha y ahora estaba seguro de que no se encontraba en la gran isla. Cuando llegó la puesta de sol, veía el rosa en las nubes del este pero el bosque bloqueaba la vista al oeste.
Todavía no hay nadie, dijo. Podría pasarme aquí todo el invierno.
Cada noche hacía más frío. Había tenido suerte con los días cálidos de la semana anterior, pero ahora volverían a instalarse la nieve y la lluvia, lo sabía. Solo llevaba su ropa de abrigo y una manta. Hasta entonces había sido suficiente, pero sabía que tenía que encontrar a alguien pronto o volver a la cabaña donde había dejado a Roy antes de que hiciera demasiado frío.
Por la noche se despertó tiritando varias veces, nunca estaba lo bastante caliente. Soñó que se movía en círculo y algo lo perseguía. Por la mañana cayó un poco de nieve en los árboles, al mediodía la llovizna ya la había derretido. Llevaba una chaqueta impermeable pero se sentía empapado y tenía frío. Almorzó sentado en un tronco al borde del agua, pensando. Si no había nadie más en la isla, tendría que quedarse y esperar. Apenas habría tráfico de barcos hasta el final de la primavera, hasta mayo o incluso junio, y los dueños de la cabaña no volverían hasta julio o agosto. Y él había roto el motor y las radios. Así que podía quedarse mucho tiempo. Se preguntó si su comida duraría. No parecía que fuera a hacerlo, y no había traído el rifle ni el material de pesca. Tampoco había forma de volver a toda esa comida que él y Roy habían almacenado.
Era una locura la cantidad de comida que habían almacenado. Suficiente como para alimentar a una colonia pequeña durante el invierno. Pero la estancia se había convertido en eso para él. En vez de relajarse y llegar a conocer a su hijo, solo se había preocupado por sobrevivir. Y cuando finalmente había llegado el momento de dejar de almacenar comida, se había sentido aterrorizado; no sabía cómo pasar el tiempo, cómo superar el invierno. Así que había empezado a llamar a Rhoda por la radio. En un mes, se habría marchado, estaba seguro. No habría podido quedarse. Pero Roy pensaba que iban a quedarse.
Jim lloraba de nuevo. Roy quería marcharse, y él no le había dejado. Lo había atrapado. Jim se obligó a dejar de llorar y se levantó. Continuó avanzando hasta el crepúsculo y se dio cuenta de que no había mirado en horas, de que solo había caminado sin parar ni mirar barcos o cabañas. No creía que hubiera nadie más.
La noche era tan fría que no pudo dormir e intentó construir algún tipo de refugio. La noche volvía a ser negra, sin luces, así que solo podía buscar ramas y helechos en la oscuridad para hacer un montículo bajo el que dormir. Los juntó y se deslizó cuidadosamente en su interior, intentando no destruir el montículo. Era mucho más caliente pero se quedó dormido pensando en todos los insectos y bichos que debían de abrirse paso entre sus ropas.
Los días siguieron de ese modo y se hicieron indistinguibles. Era una isla monstruosamente larga. Si hubiera estado seguro de que podía encontrar su cabaña, la habría atravesado para regresar, porque ahora sabía que no vivía nadie, pero ignoraba lo ancha que era la isla y no estaba seguro de reconocer la costa del otro lado aunque la hubiera visto antes. Así que continuó, avanzando durante todas las horas de luz de los días decrecientes, y esperando durante la noche, en la que pasaba más tiempo en vela que durmiendo.
Esas noches pensaba en Roy, lo recordaba de niño, en el tractor verde de juguete en Ketchikan, con un gorro de chef a los tres años y subido a un taburete para alcanzar un tazón. Recordaba a Roy cogiendo arándanos con su chaqueta roja y tirando carámbanos y recogiendo unos cuernos que Jim había tirado al otro lado de la valla. Jim los había lanzado porque eran pequeños, pero Roy los descubrió y valoró como si fueran artefactos de otra gente. Le parecían misteriosos y maravillosos. Jim no había entendido que esas ocasiones se habían convertido en los últimos años con Roy, no comprendía ninguna de las transformaciones, y, al recordar, se dio cuenta de que había desaparecido de la vida de su hijo hacía años, incluso en Ketchikan, donde todavía vivían juntos, porque en esa época Jim pensaba en mujeres, hacía planes, empezaba a ser infiel. Había caído en su vida secreta con otras mujeres y no veía a nadie ni nada más. Tras el divorcio, siguió sin despertarse, siguió corriendo detrás de las mujeres. Y así, al final era incapaz de decir quién era Roy. Le faltaban demasiados de los años que lo habrían llevado hasta él.
Ahora Jim reflexionaba sobre todo esto con más calma, como si no pudiera permitirse el esfuerzo de llorar cuando solo intentaba mantenerse caliente y sobrevivir a cada una de esas noches. No era momento de derrochar. Tendría que ser conservador si quería sobrevivir hasta la primavera.
Durante el día, intentaba recorrer terreno pero su avance era cada vez más lento. Hacía casi una semana que se había quedado sin comida y sobrevivía a base de algas, setas y pequeños cangrejos que atrapaba cuando la marea estaba baja. Bebía en los arroyos que encontraba de vez en cuando, pero en ocasiones tenía sed durante varios días.
Los cangrejos estaban muy buenos, la verdad, y los esperaba con ilusión. Solo tenían ocho o diez centímetros de ancho, pero los limpiaba como habría hecho con un cangrejo más grande, agarrando todas sus patas dobladas desde atrás, bajo el caparazón, y después les aplastaba la cabeza contra una piedra hasta que se caía la parte de arriba del caparazón. Después partía el cangrejo en dos y lo agitaba una vez para quitarle las tripas. Lo lavaba en el agua del mar y chupaba la carne limpia y tierna. Hacía eso a lo largo de todo el día, comía cuatro o cinco cangrejos a la vez. Lo más duro era cuando no podía encontrar agua dulce en varios días, se le hinchaban los labios y le dolía la garganta. Pero chupar las agujas de las cicutas por la mañana le aliviaba un poco, y llovía a menudo. Afortunadamente, no nevaba. Estaba teniendo mucha suerte con el tiempo.
Fantaseaba con el Pacífico Sur, con beber agua de hojas grandes y extrañas, comer las frutas que crecían por todas partes. Mangos, guayabas, cocos y frutas salvajes que no había visto nunca. Imaginaba que esas frutas nuevas eran violetas y muy dulces. Siempre haría sol, y él se bañaría bajo las cascadas.
Y entonces una tarde vio el fin de la puesta de sol al oeste y se dio cuenta de que había regresado al extremo sur de la isla. Ahora iba de vuelta a casa. Siguió hasta el cabo y se sentó bajo los árboles, observando la línea delgada del sol devorada entre acuosas nubes grises. Después reunió hierbas y ramas para hacer un montículo, se metió debajo y durmió.
Volver a la cabaña le costó otros cinco días. Llegó por la mañana, bastante pronto, la noche anterior había dormido a poco más de un kilómetro de distancia. Mierda, dijo. Está aquí. Se fue a la playa y la miró un rato, a través de los árboles.
Mientras caminaba hasta allí, hacia el porche, se dio cuenta de que no había ido nadie. Todo estaba tal como lo había dejado. La lluvia había arrugado y borrado su nota, pero ese era el único cambio. Fue a la parte trasera a buscar el martillo. La lancha desinflada seguía allí, la puerta rota estaba en el cobertizo, no había cambios.
Jim sacó los clavos de las tablas que había puesto ante la ventana de la cocina, y empezó a oler a Roy antes de retirar la primera tabla. Cuando entró, el hedor tenía peso y volumen. Vomitó en el suelo de la cocina, vomitó sus preciosos cangrejos y setas y el agua que había bebido gracias al rocío del día anterior. Parecía un desperdicio terrible, aunque sabía que ahora tendría agua y comida de mejor calidad.
Se lavó en el fregadero, se enjuagó la boca. El olor era muy fuerte. Veía bastante bien en la cocina, pero los cuartos de atrás estarían oscuros, así que encendió la lámpara de queroseno y avanzó hacia el olor como si caminara contra un viento fuerte.
Roy no estaba tan rígido como antes. El saco de dormir estaba en el suelo, húmedo y con una pelusa blanca que crecía incluso en el exterior. Jim intentó agarrar el extremo del saco pero no pudo y volvió a dar un paso atrás. Lo siento, Roy, dijo, llorando por primera vez en un tiempo. Y sabía que tendría que enterrarlo. Había intentado encontrar a alguien, había intentado encontrar la forma de mostrar a Roy a su madre y su hermana y darle un funeral, pero ahora tendría que enterrarlo en la isla. No había elección. No podía vivir con ese olor, no podía dejar que su hijo se pudriera allí.
Primero tuvo que salir fuera para respirar. Esperó hasta dejar de llorar, después corrió al interior, cogió la bolsa húmeda y la sacó por la ventana. Cuando la pasó por la ventana, los contenidos del interior se mezclaron y parte de Roy escapó por los agujeros del saco. Jim hacía ruidos, asqueado. No podía creer que tuviera que hacer algo así.
Cogió una pala y arrastró a Roy hasta los árboles. No quería estar cerca de la cabaña, no quería que la tumba de Roy estuviera lo bastante próxima como para que esa gente quisiera trasladarla. Así que se metió entre los árboles, y cuando creyó que estaba a la distancia suficiente como para que no encontraran a Roy, se detuvo y empezó a cavar. Los primeros treinta centímetros eran duros, la tierra estaba suelta en los siguientes treinta como mucho, después topó con piedras, raíces y arena; era muy difícil cavar. Trabajó todo el día en la tumba, golpeando y cortando raíces, cavando alrededor de las piedras, abriéndose paso con la punta de la pala.
Tenía que descansar con frecuencia, y cada vez que lo hacía se apartaba del hoyo y del horrible olor de su hijo putrefacto. Se sentaba entre los árboles, a varias decenas de metros, y pensaba en cómo contaría todo eso. No estaba seguro de que el relato tuviera algún sentido. Cada cosa había exigido la siguiente, pero las propias cosas no tenían buen aspecto. Aunque no podía admitirlo por completo, una parte de él deseaba que no lo encontraran nunca. Si nadie regresaba nunca a la cabaña ni los echaba en falta, no tendría que contárselo a nadie. Ahora sentía que podía vivir con lo que había pasado si no tenía que enfrentarse a nadie más. Su hijo se había suicidado y era culpa de Jim e iba a enterrarlo. No podía creerlo. Pero no quería que nadie más lo supiera.
Cavó hasta la tarde, hasta que casi había terminado el día, y después decidió que el agujero tendría que servir porque no podía hacerlo en la oscuridad. Arrastro a Roy y el saco de dormir al hoyo, no quería quitarle el saco, y se quedó un rato inmóvil, preguntándose cómo podía celebrar un funeral en unos minutos antes de amontonar la tierra y volver a la cabaña.
No quería hacerlo tan deprisa, le dijo a su hijo. Sé que este es tu entierro. Debería ser algo especial y tu madre debería estar aquí, pero no puedo hacer nada. Solo… y se detuvo, sin saber qué decir. Lo único que se le ocurría era: Te quiero, eres mi hijo, pero eso lo afectaba de tal forma que no podía hablar, así que lloró y trabajó en la tierra y la amontonó y la presionó, y regresó a la cabaña en una oscuridad casi total, sin que le preocupara demasiado perderse.
El olor de Roy permaneció en la cabaña esa noche y el día siguiente y quedaron restos durante más de una semana. Después, Jim pensaba que podía olerlo, pero se había vuelto lo bastante débil como para ser indistinguible de la imaginación. En los días fríos, cuando parecía haber desaparecido, caminaba por las habitaciones intentado recordarlo. Fuera, durante sus excursiones por el bosque, a veces lo olía y se detenía y pensaba en su hijo. Se dijo que eran las únicas ocasiones en las que pensaría en su hijo, como si solo ese tipo de recuerdo fuera lo bastante fuerte, pero, por supuesto, era mentira. Siempre estaba pensando en Roy de una forma u otra. Tenía muy pocas otras cosas que hacer. Se había instalado para pasar el invierno, estaba esperando.
A Jim le parecía que no había comprendido bien a Roy. Le parecía que Roy era más peligroso de lo que él había pensado. Como si se hubiera preparado para suicidarse durante todos esos años pero hubiese estado esperando el momento adecuado. No le parecía muy justo, pero Jim exploró la idea un rato. ¿Y si el suicidio hubiera estado todo el tiempo en la naturaleza de Roy? ¿Qué pasaba entonces? Como mínimo, cambiaría el reparto de responsabilidades. ¿Y por qué se suicidaba la gente? ¿Qué le había hecho pensar a Jim que él podría hacerlo? Ahora era difícil entenderlo. Era difícil que la idea resultara plausible. Jim no creía que se hubiera sentido suicida nunca, ni siquiera cuando había decidido tirarse por el barranco. Incluso en ese momento solo sentía autocompasión, nada más.
Esa idea hizo que Jim se detuviera. No había pensado en el barranco durante un tiempo. Se preguntó qué habría pensado Roy de eso, se preguntó si Roy sabía que lo había hecho a propósito. Nunca había admitido ante Roy que lo había hecho a propósito. Si lo hubiera hecho, habría sido más difícil obligarle a que se quedara. Pero Roy debía sospechar algo raro.
Para apartarse de esos pensamientos, Jim intentó pensar en otras cosas. Inventó distracciones. Intentaba imaginar quién iba a encontrarlo, y cómo, y qué dirían. La pareja acogedora que subía por el sendero, con los hijos detrás. Se pararían y lo observarían y lo considerarían peligroso. Quizá huyeran. Podrían llegar y marcharse incluso antes de que los viera, y no se enteraría hasta que, más tarde, llegaran las autoridades. Pero creía que subirían hasta allí, indignados. Eran los dueños y en otras cosas todo el mundo los ignoraba, así que se mostrarían feroces en ese asunto. Llegarían y lo sacarían a rastras y lo atacarían con sus picos de loros y sus ojos retorcidos y lo picotearían y le arañarían hasta despedazarlo. Entonces pensaba en Roy sobre las rocas y en las gaviotas, y de esa forma se torturaba día y noche, cuando pretendía ocupar el tiempo y sobrevivir.
Todavía buscaba barcos en ocasiones, cuando hacía buen día. Los pocos que veía estaban demasiado lejos. No tenía bengalas. Se le ocurrió hacer un fuego gigante en un extremo de la isla, que al menos podría atraer aviones de vigilancia, pero no sabía el tiempo que llevaría o si acabaría muriendo en el fuego. Su propia muerte parecía probable si hacía un fuego enorme en el bosque de la isla. Terminaría sus pasos en el agua, en busca de aire. Y no le gustaba imaginar a los bomberos cavando en la tierra en la que yacía Roy.
Después se le ocurrió incendiar otra isla, si podía encontrar un islote cercano y deshabitado. Podía remar hasta allí, encender fuego con la poca gasolina que le quedaba, después remar o incluso quedarse en el agua donde pudieran verlo.
No es mala idea, se dijo. Eso podría funcionar.
Pero no lo hizo. Remar en esos canales no sería fácil, y no estaba preparado para enfrentarse a nadie. Así que esperó en su cabaña e hizo planes y veía las llamas por todas partes e imaginaba que lo rescataban e intentaba recordar qué aspecto tenía Roy antes de volarse la mitad de la cara. Era terrible que Roy hubiera dejado a Jim con esa imagen. Jim no podía recordar la imagen anterior, el aspecto que había tenido su hijo. Era como si su hijo hubiera nacido mutilado.
Al menos nadie tendría que verlo así. Había pasado el tiempo suficiente como para que nadie tuviera que ver nada en absoluto. Eso lo aliviaba un poco. No podía explicar por qué esa visión parecía una vergüenza personal. Pero así era. Ahora quería dar con una forma de contar las cosas que lo volviera todo triste pero de alguna manera inevitable. Algo en la línea de que las cosas habían sido duras, pero que él no se había dado cuenta de lo duras que le resultaban a Roy porque no le había dicho nada. Si Jim lo hubiera sabido, se habrían marchado inmediatamente, pero no tenía forma de saberlo.
Esos pensamientos asqueaban a Jim. No tenía paciencia con su propia mente.
Mediados de enero y aún no había acudido nadie. Era realmente extraordinario. Parecía que el mundo los hubiera olvidado, aunque probablemente estaban a menos de quince kilómetros del lugar en el que debían estar. Jim asumió que ya habrían descubierto la cabaña con la sangre en el suelo y las radios rotas y sin el barco. El sheriff, alguien debía de haber registrado la zona después, pero no había oído un solo helicóptero o avión, ni había visto un barco en un mes, y jamás un barco lo bastante cerca.
La comida de Jim empezaba a terminarse y él había perdido peso intentando que durase más. Ahora solo comía una vez al día, y picoteaba un poco otras veces. Imaginaba que a ese ritmo la comida duraría un mes o dos como mucho y después tendría que comer algas o morirse de hambre.
Ahora dormía durante toda la noche y a veces también parte del día. Era lo más fácil y no gastaba comida, ni siquiera leña para el fuego. Había cortado varios trozos grandes de la lancha inflable para ponerlos sobre su manta y sus sábanas y llevaba un jersey más que había encontrado, así como las ropas con las que había llegado. No se había bañado en casi tres meses. Había empezado a oler casi bien, por lo que él podía apreciar.
Durante esa época intentaba no pensar. Cuando comenzaba, miraba algo, una tabla en el techo o la oscuridad, e intentaba no perderse en eso y no permitir que los pensamientos continuaran, aunque no siempre podía evitarlo. Eran repetitivos e insistentes. Roy decía que quería marcharse. Veía esa escena una y otra vez, no podía quitársela de la cabeza. Otra visión repetitiva era sobre su vecina en Ketchikan, Kathleen, la mujer con la que había querido ser infiel por primera vez. Veía la tarde gris en la que había charlado con ella en el porche y le había preguntado si le apetecía entrar, porque Elizabeth no estaba en casa. La expresión de asco en el rostro de Kathleen. Sabía exactamente lo que él quería decir. Elizabeth estaba en el hospital, embarazada de Tracy. No era el mejor momento, ahora se daba cuenta. También pensaba en comida. Sobre todo en batidos. Eso era lo que más le apetecía. Y costillas a la barbacoa. Pensaba sobre todo en Roy, y lo visitaba cuando el tiempo estaba en calma y él estaba intranquilo.
La lluvia había hundido el montículo; ahora la tumba era una leve depresión sobre la que crecían setas y helechos. Al principio arrancaba las setas, porque le parecían obscenas, pero, a medida que seguían creciendo, las dejó, brotes de un gris blanquecino y conos más pequeños y afilados como tipis. Se preguntó cuánto tardaría en descomponerse un saco de dormir de nailon, e imaginó que costaría mucho tiempo.
Sigues vivo, le dijo a Roy un día. Lo he estado pensado. No puedes experimentar nada más; tu vida se detuvo para ti cuando moriste. Pero me van a seguir pasando cosas por ello, y eso hace que sigas vivo, en cierto modo. Y como nadie más lo sabe, como tu madre no lo sabe, todavía no estás completamente muerto. Morirás otra vez cuando se entere, y después ella te mantendrá vivo mucho tiempo. E incluso cuando todos nosotros estemos muertos, alguien cavará, verá ese saco de dormir y te encontrará otra vez. Aunque supongo que igual te sacan antes. Probablemente querrán comprobar que eres tú. Es probable que después de esto no crean mi palabra sobre nada.
Le gustaba hablar en voz alta con Roy, así que lo convirtió en una costumbre. A menos que hiciera un tiempo terrible, salía y charlaba un rato cada tarde. Charlaba sobre el rescate, y sobre el tiempo, y de vez en cuando confesaba cosas. Fui impaciente, le dijo a Roy. Lo sé. Tendría que haberme relajado un poco. Me siento responsable. Habló con Roy sobre pequeñas cosas que le molestaban. El día que te pillé, dijo. Cuando te la estabas cascando en el retrete. Todavía me siento mal por eso. Creo que no lo manejé muy bien. Debería haber dicho algo, pero no sabía qué decir.
A principios de marzo, Jim escarbó en el borde del agua para atrapar cangrejos. Seguían allí, incluso en invierno, pero ahora parecían más rápidos. Cada vez que alargaba la mano, retrocedían hasta una grieta y desaparecían. Le llevó mucho tiempo darse cuenta de que los cangrejos no se habían vuelto más rápidos, sino que él era más lento. No había tomado una comida normal en casi una semana. Había comido sobre todo algas y agua. E intentaba conservar alimentos desde hacía varios meses. Ahora veía que había sido un error. Estaba demasiado débil. Volvió a la cabaña e intentó ser más astuto que los cangrejos.
Al día siguiente, fue a por sus crías. Levantó piedras, y, claro, como esperaba, de vez en cuando encontraba pequeñas colonias de crías que eran demasiado pequeñas para escapar. Las cogía a puñados, y, como no podía limpiarlas a su manera habitual, se las comía enteras, aplastando sus caparazones y sus tripas.
Cagaré collares de caparazones, les dijo. Será muy bonito. Masticaba bien para que los trozos no fueran demasiado grandes.
Ante la tumba de Roy, pasó mucho tiempo hablando de la madre de Roy, de cómo se habían conocido y de lo que había salido mal. En realidad, solo era mi segunda novia de verdad, le dijo a Roy. Mi hermano cree que fue un error quedarme con la segunda, y probablemente tiene razón. La cosa es que la primera me había dejado, y me parece que sobre todo estaba asustado cuando salía con tu madre. Y había cosas que nunca funcionaron. Sus padres, por ejemplo. Yo no les gustaba, pensaban que era demasiado de campo, porque tenían dinero. Sobre todo, no me llevaba bien con tu abuelo. Era un cabrón. Tu madre no quería criticarlo, pero pegaba a su mujer y había hecho cosas terribles. Así que no podíamos hablar de eso. Y después, en general, ella quería que hablara más, que la entretuviera más. Cuando llevábamos casados más o menos un año me dijo que había esperado que con el tiempo tuviera cosas interesantes que decir. No fue muy agradable oírlo. Creo que a veces no piensa mucho lo que dice. Bueno.
Jim hablaba con Roy cuando oyó que el barco se acercaba y reducía la velocidad. Se puso en pie y trotó tan rápido como pudo, pero después se paró. Lo oía desde allí, al ralentí, probablemente mirando la cabaña, pero no podía decidirse a recorrer el resto del camino y hacer señales. Parecía demasiado para ese día concreto. Todavía no se sentía preparado. Así que se escondió entre los árboles y esperó, inseguro, después oyó el rugido de los motores y el barco se marchó.
Jim volvió a la tumba. Dios mío, dijo. No puedo creer lo que he hecho. Está mal. Todavía no estoy preparado para hablar de ti a la gente.
Esa noche en la cama, bajo todas sus cubiertas, se preguntó qué pasaría a continuación. No podía quedarse y morirse de hambre, y sin embargo eso era lo que había elegido esa tarde. No podía ocultar a Roy para siempre. Su madre y su hermana tenían que saberlo. Jim se sentía tan confuso que lloró por primera vez en semanas. No lo sé, decía en voz alta al techo.
Al día siguiente, se quedó en la cama y no fue a la tumba. Tampoco fue a cazar cangrejos, ni comió nada. Quería levantarse, pero hacía frío fuera y se sentía perturbado por ensoñaciones que él mismo extendía manteniendo los ojos cerrados, hasta que finalmente se hizo de noche y todavía seguía en la cama.
Pensaba en Lakeport, en el instituto, y en las horas que había trabajado en Safeway. Lo odiaba, sabía que era una pérdida de tiempo, que esa experiencia no valía nada porque al final tendría un trabajo distinto. Y matar mosquitos en primavera. Recordó cómo echaban aceite en los charcos y los rociaban de insecticida para mantenerlos a raya. Grandes depósitos de productos químicos. Ahora se preguntaba qué había dentro. No podía ser bueno.
Sus problemas de sinusitis habían vuelto. Infecciones persistentes y luego las jaquecas. Ahora regresaban, las jaquecas. Eso era lo que más lo había acercado al suicidio, el dolor de cabeza. Era imposible escapar de él, era imposible dormir. Hacía veinte años que sufría insomnio la mayor parte del tiempo. Debería haberse operado, pero no le gustaba la idea. Había trabajado con demasiados pacientes en su consulta. Sabía lo brutal que era la cirugía, y los terribles riesgos que entrañaba.
Otro recuerdo todavía más antiguo era el barco que habían tenido en el lago, un viejo crucero de la marina de la década de 1920. Restauraron el casco y lo sacaban en las cálidas noches de verano, cantaban en el agua. Eso era lo que quería ahora, se dio cuenta, y lo que no tenía desde hacía décadas: una comunidad de personas y un lugar concreto y una sensación de pertenecer a ellos. ¿Qué había pasado con eso?
Al día siguiente se levantó y fue a buscar cangrejos. La marea estaba baja y había mucho donde elegir. Encontró un pequeño pez de roca escondido en un charco y finalmente lo mató con un palo. Tenía muchas espinas, pero lo limpió sobre las piedras con su navaja y se lo comió crudo. Luego se sentó en el inusual trozo soleado y chasqueó los labios. Estaba delicioso. Eso sí que era una comida.
Terminó con un poco de algas y volvió a la cabaña para beber agua, después fue a visitar a Roy. No he pensado tanto en ti últimamente, le dijo. He estado pensando en mí cuando tenía tu edad. En cómo solía ir a cazar patos delante de casa. Robaletas, chopas criollas y peces gato por la noche en el embarcadero, con una linterna. He pensado en todo eso, también. Me parece que una vida es en realidad muchas vidas, y que todas forman algo sorprendentemente largo. Mi vida de esa época no se parecía nada a mi vida actual. Era otra persona. Pero eso me entristece, supongo, y la razón por la que hablo de esto es que tú no vas a tener otras vidas. Tuviste dos o tres como mucho. Primera infancia en Ketchikan, tu vida con tu madre en California después del divorcio. Eso serían dos. A lo mejor venir conmigo aquí fue el comienzo de la tercera. Pero ya sabes, te mataste, yo no te maté, así que ya ves lo que has conseguido.
El resto de la tarde, Jim curioseó en el cobertizo, mirando herramientas oxidadas y extraños proyectos. Se volvía más activo, sobre todo a causa de unos días inusualmente cálidos. Normalmente no habría estado fuera tanto tiempo. Pero en realidad el invierno en el sureste no era tan duro. Se había asustado demasiado con el escondite y todo eso. No era tan difícil sobrevivir allí.
Y después Jim pasó por una época en la que no parecía tener pensamientos ni recuerdos. Se quedaba en la cama y miraba el techo. Cuando salía, miraba los árboles o las olas. El agua estaba en calma, no había espuma en las olas. Una hinchazón repentina más que olas de vez en cuando, un agua gris y opaca y de aspecto denso. A veces se sentaba junto a Roy, pero ya no hablaba. Estaba preparado para volver a su vida, para volver a estar con otra gente.
Pero se quedó. Llegó una tormenta que se prolongó durante una semana y no tenía nada que comer. No quería salir. Parecía que la cabaña podía derrumbarse por la tensión. El granizo que golpeaba las ventanas, lluvia, nieve, vientos furiosos, una oscuridad constante. Odiaba ese lugar. Quería darse un baño caliente.
Cuando la tormenta terminó por fin, estaba tan desesperado y hambriento que decidió provocar el incendio. Todo estaba empapado, pero salió hacia los árboles con su lata de gasolina y una caja de cerillas, descansando varias veces por el camino. Encontró un lugar donde había muchos árboles caídos y vegetación en poco espacio y echó gasolina en toda la madera que pudo, después arrojó una cerilla y caminó hacia atrás cuando las llamas se levantaron. Empezó a gritar, excitado, mientras las llamas devoraban los árboles caídos y lamían los lados de los árboles más pequeños. El calor era hermoso. Caliente por primera vez desde el verano, Jim se mantuvo tan cerca como era posible, lo bastante cerca como para sentir que su cara se calentaba y probablemente se quemaba. El humo hacía desaparecer las copas de los árboles y el cielo de la tarde, y el sonido del fuego se imponía sobre todo lo demás. Jim bailaba en los límites del incendio, y le decía que lo consumiera todo. Crece, gritó. Crece.
Y creció, rápidamente. Se apoderó de toda la zona en la que estaba enterrado Roy, quemó todo el camino hasta el borde del agua, y avanzó por la orilla hasta la cabaña. Jim esperaba que también se extendiera en otras direcciones. Pero el viento iba en esa dirección, hacia la cabaña, así que ese era el movimiento principal. Pensó un momento que debería haber incendiado el otro lado, para que la cabaña estuviera en la dirección contraria al viento, pero no le importaba. Que arda todo, pensó, y que vengan a buscarme. No puedo pasar aquí el resto de mi vida.
El fuego creció durante la hora siguiente, en el crepúsculo, y alcanzó la cabaña cuando empezaba a llover. Jim maldijo los cielos, amenazó con castigar a la lluvia, pero seguía cayendo. El fuego quemó parte del tejado y una pared de la casa, después se ahogó y humeó y finalmente solo quedó el olor. La noche estaba muy avanzada. Fue al dormitorio, que se había salvado y ahora olía más a humo que a Roy, y durmió.
Lo despertó el ruido del tejado, que se desplomó en la cocina bajo el peso de toda la lluvia. El sonido fue monstruoso, pero él sabía lo que era y no se levantó. Volvió a dormir y se despertó al mediodía húmedo y tiritando. Aunque la sección del techo que había encima de él seguía bien, la lluvia entraba en la habitación y lo mojaba.
Más vale que me encontréis. Más vale que me encontréis ahora.
Ese día se dirigió por el bosque abrasado hacia la tumba de Roy. Había dejado de llover. No estaba totalmente seguro de hallarse en el lugar correcto, pero la depresión seguía allí y los troncos abrasados estaban más o menos en los mismos sitios, así que se sentó tiritando en la ceniza húmeda y negra y estuvo con él un rato.
No sé, contestó a Roy. Puede que lo vieran, puede que lo vieran y no les importara. Después de todo, ya no arde. Ya no es un incendio.
Fue a la parte del bosque que no estaba quemada, y arrancaba la corteza de los árboles para comerla cuando oyó el helicóptero que pasaba por encima y después volvía y se mantenía en el aire sobre la orilla, cerca de la cabaña. Fue a su encuentro tan rápido como pudo, pero era lento y tuvo que pararse a descansar varias veces. Sin embargo, el helicóptero seguía allí cuando superó los árboles y saludó con la mano.
Eh, gritó. Eres magnífico. Siguió saludando. Vamos, gritó.
No podían aterrizar en ninguna parte, asumió, porque seguía en el aire. Era el helicóptero de un sheriff, pero no tenía pontones. Hizo gestos y se frotó los brazos, para dejar claro que tenía mucho frío, y ellos saludaron con la mano. Se quedaron en el aire unos cinco minutos antes de hablar por el altavoz.
Hemos pedido un hidroavión por radio, le dijeron. Le recogerán en una hora o dos. Si es usted James Edwin Fenn, levante el brazo derecho para confirmarlo.
Jim levantó el brazo derecho. Después el helicóptero se elevó, giró y se marchó. Jim estaba excitado. Estaba listo para tener de nuevo una vida normal.
Una o dos horas más tarde, después de volver a la cabaña, limpiar la estufa y preparar un fuego para calentarse, por miedo a sufrir hipotermia, un hidroavión llegó al canal, se posó y amerizó pesadamente en la breve extensión de agua frente a la playa. Jim saludó con la mano y se quedó esperando al borde de la playa. Avanzaron hasta que sus pontones tocaron la grava y pararon el motor y dos hombres de uniforme bajaron a los pontones mientras el piloto se quedaba dentro.
Hola, dijo el hombre al mando.
Jim saludó con la mano. Me alegro de que estén aquí. Estaba en Sukkwan con mi hijo.
Lo sabemos, dijo el hombre. Les hemos estado buscando, a usted y a su hijo. Soy el sheriff Coos.
Se dieron la mano.
Estábamos preocupados por ustedes. Llevan dos meses en la lista de personas desaparecidas.
Bueno, estaba aquí. Mire, mi hijo murió. Se suicidó. Así que fui a buscar ayuda y no encontré nada. Terminé aquí y tuve que pasar el invierno. He destrozado la casa de esa gente pero les pagaré; tuve que hacer lo que hice para sobrevivir. Enterré a mi hijo en el bosque.
Guau, dijo Coos. Más despacio. ¿Su hijo se suicidó?
Sí.
Vale, dijo Coos. Leroy le tomará declaración. Tiene que apuntarlo todo.
Jim esperó y después dio una versión más detallada y completa, aunque todavía no era toda la historia. Dijeron que tomarían una declaración más completa cuando llegaran a la ciudad. Pero de momento apuntaron el relato básico y querían ver dónde había enterrado a Roy.
Los hombres le seguían de cerca. Jim intentó caminar más deprisa pero no podía. Y después se lio y tenía problemas para encontrar a Roy. Esperen un segundo, dijo. Está por aquí cerca. Ahora es difícil de encontrar por culpa del incendio. He venido y he hablado con él hoy, pero ahora no puedo encontrarlo.
Se quedaron cerca de él, sin decir nada. Sabía que tenía mala pinta, que parecía que intentaba no encontrar a Roy, y eso lo asustó y complicó las cosas aún más. Todas las zonas abrasadas del bosque le parecían iguales. No puedo hacerlo, dijo. Lo siento, pero hoy no puedo encontrarlo.
Se volvió para ponerse frente a Coos. Sabía que podía ser razonable. Hace tanto que no veía a nadie, dijo.
Lamento sus problemas, dijo Coos. Y le llevaremos a casa hoy. Pero tiene que encontrar a su hijo.
Así que Jim siguió buscando, hasta que de pronto miró hacia abajo, descubrió que se encontraba sobre una pequeña depresión y vio las huellas que había dejado aquel mismo día y se dio cuenta de que esa era la tumba. Empezó a llorar sin querer y les dijo: Está aquí.
Jim se apartó de la tumba y se sentó mientras los hombres inspeccionaban la depresión y Leroy hacía fotos y volvía al avión para coger una pala.
Lo siento, dijo el sheriff. Pero no podemos dejar el cuerpo aquí. Lo entiende.
Claro, dijo Jim. Se tumbó de lado para observarlos. El olor a humo junto al suelo era tan fuerte que resultaba difícil respirar, pero sentía que estaba más seguro tumbado y no tenía intención de incorporarse. Los observaría y pronto vería que Roy tenía un entierro decente. Y si intentaban acusarlo de algo, conseguiría un buen abogado y saldría de ésta. No había hecho nada malo. Su hijo se había suicidado, y aunque después Jim había violado muchas leyes, había tenido que hacerlo para sobrevivir. Jim sintió una enorme pena por sí mismo y un odio, que sabía irracional, hacia el sheriff y Leroy. Solo hacían su trabajo, y no le habían acusado de nada.
Eran cuidadosos. E hicieron fotografías. Cuando finalmente llegaron al saco de dormir, hicieron muchas fotografías, desde que lo vieron por primera vez hasta que lo desenterraron por completo, y luego Leroy lo abrió y vomitó.
Coos lo sustituyó, mantuvo el saco abierto, y usaron el flash para fotografiar lo que había dentro pero no lo vaciaron. Volvieron a cerrarlo y Leroy fue al avión a buscar una gran bolsa de plástico transparente. Metieron dentro el saco de dormir y a Roy y lo cerraron con cinta adhesiva.
Voy a arrestarle, le dijo Coos a Jim. Y después le leyó sus derechos.
¿Qué?, preguntó Jim, pero no contestaron. Lo levantaron entre los dos y Leroy le cogió del brazo mientras regresaban sobre las cenizas, las piedras y la playa hasta el borde del agua.
Metieron a Roy en la parte trasera y pusieron a Jim en uno de los asientos de popa. El piloto avanzó para despegar, luego encendió los motores y el avión se elevó libremente. Jim se mareó durante el vuelo y durmió hasta que volvieron a amerizar.
Cuando salieron, a Jim le sorprendió ver que estaban en Ketchikan. Había vivido allí con Elizabeth y Roy, y Tracy había nacido allí justo antes de que todo se desmoronase.
Hemos llamado a la madre del chico, dijo Coos. Y vamos a llevarle al hospital para que le echen un vistazo.
Gracias, dijo Jim.
De nada. Pero tengo que decirle que si ha matado a su hijo, y yo creo que lo hizo, me encargaré de que acabe en la cárcel, y si sale alguna vez le mataré yo mismo.
Hostia, dijo Jim.
El médico lo examinó rápidamente y dijo que lo único que necesitaba era mucha comida, agua, y descanso. Miró el extremo de la nariz de Jim y dijo que había perdido una pequeña parte por la congelación pero no podía hacer nada. Después llevaron a Jim a la oficina del sheriff para tomarle una declaración más extensa. Durante el resto del día, le tomaron declaración una y otra vez. Insistían en preguntarle por qué se habría querido suicidar su hijo.
Yo quería suicidarme, y estuve a punto de hacerlo. Hablaba en la radio con Rhoda, y quería hacerlo. Roy había tenido que escuchar muchas de esas conversaciones en la radio. No solo en la radio, sino también cuando le hablaba de ello y cuando tenía que oírme llorar y cosas así.
Jim negó con la cabeza. Le costaba continuar, respirar. Se le pegaban los pulmones. Así que yo estaba con la pistola en la cabeza y preparado. Llevaba un rato y no había sido capaz de apretar el gatillo. Pensaba: ¿Y si estoy equivocado? Pero Roy entró y me vio y no supe qué hacer por su forma de mirarme, así que apagué la radio y le di la pistola y me fui. No quería decir nada con eso. No tenía ni idea de lo que iba a hacer.
Cuéntenos qué pasó después.
Bueno, yo estaba caminando fuera y oí el disparo, y ni siquiera entonces me di cuenta de lo que había pasado, así que seguí andando como un imbécil un rato más y luego volví y lo encontré.
¿Qué vio cuando lo encontró?
Dios mío. ¿Qué quieren? Era él, ahí tendido. Se había volado la cabeza. Ya sabe qué aspecto tiene.
No, no lo sé.
¿No lo sabe? Bueno, solo tenía la mitad de la cabeza y había partes de él por todos sitios, y no podía hacer nada para volver a unirlas.
¿Qué hizo después con el cuerpo?
Lo enterré. Pero después me di cuenta de que necesitaba un entierro con su madre y su hermana, así que lo desenterré y después supongo que fui a buscar un barco o una cabaña o alguien que tuviera una radio.
¿Qué pasó con sus radios?
Las rompí.
¿Cuándo?
Justo después de que se suicidara. No sé por qué lo hice.
Rompió las radios justo después de la muerte de su hijo. ¿Era para que nadie pudiera contactar con usted? ¿Tenía algo que ocultar?
Basta, dijo Jim. Dejen de comportarse como idiotas. Simplemente, las rompí y fui a buscar a alguien y no encontré a nadie y tuve que entrar en esa cabaña para sobrevivir mientras esperaba. Les costó muchísimo encontrarme, y eso solo fue después de que incendiara la mitad de la isla. Si no, todavía me estaría pudriendo allí.
¿Quién se estaba pudriendo?
Cállate, gilipollas.
Señor Fenn, permita que se lo recuerde. Tenemos muchos cargos contra usted, no solo asesinato. Tiene que cooperar con nosotros y responder nuestras preguntas.
Soy dentista. Esto es un escándalo. No maté a mi hijo.
Quizá.
Solo fue la primera de muchas sesiones. Le hicieron contar la historia una y otra vez, todos los detalles, intentando encontrar piezas que no encajaran. Por qué estaba Roy en el saco de dormir. Dónde estaba la pistola, que era algo que francamente Jim no podía responder. ¿Dónde la había dejado? No recordaba haberla dejado en ninguna parte. Lo último que recordaba era que estaba en el suelo, pero no habían encontrado nada. Así que parecía que había hecho otra cosa con ella.
También volvían constantemente a lo de romper las radios. Y a la vez que se había tirado por el pequeño barranco. Y a que le hubiera dado la pistola a Roy. Todas esas cosas una y otra vez hasta que Jim no podía estar totalmente seguro de que nada hubiera sucedido exactamente como lo recordaba. Casi había empezado a parecer la historia de otra persona.
Lo dejaron en la cárcel varios días y no le permitieron hacer ninguna llamada. Nadie salvo el médico sabía que estaba allí hasta que finalmente mandaron a un abogado. Pero aquel hombre no hablaba mucho. Solo iba de un lado a otro en la celda de Jim, después dijo: ¿Usted quiere tener su propio abogado, verdad? ¿Eso es lo que me va a pedir?
Sí, dijo Jim.
Vale, dijo el hombre. Voy a llamar a uno, estará aquí hoy mismo.
Entonces el hombre se marchó. Ese mismo día, mucho más tarde, entró un hombre con traje y corbata.
Me llamo Norman, dijo el hombre. Alégrese de contar conmigo. Parece que está en problemas. Pero primero necesito saber si puede pagarme.
Necesito salir de aquí, dijo Jim. Bajo fianza o lo que sea. Eso es todo. No me importa lo que me cueste.
Vale, dijo Norman. Eso me sirve.
Pasó casi una semana antes de que se produjera la lectura de cargos y Jim pudiera marcharse. Quería volar a California para ver a Elizabeth, a Tracy y Rhoda e intentar explicarse, pero la fianza estipulaba que no podía abandonar Ketchikan, así que cogió un taxi que lo llevó a un hotel del centro, un establecimiento pequeño y cutre llamado Royal Executive Suites. Ocho años antes, cuando vivía en Ketchikan, Jim había entablado amistad con el dueño del hotel, que en ese momento era un joven recién llegado en el ferry. El hombre acababa de mudarse, y aunque él era mormón y Jim no, Jim lo había llevado a pescar y le había dejado estar en su casa y le había ayudado a encontrar trabajo. El hombre se llamaba Kirk, y ahora no tenía tiempo para Jim, pero le dejó una habitación por el doble de su valor.
Jim se quedó en el calor de su habitación y llamó por teléfono. Llamó a la madre de Roy, Elizabeth, pero solo dio con el contestador automático. Tras el pitido, se quedó con el teléfono en la mano y sin saber qué decir. Al final solo dijo: Lo siento, y colgó. Después pensó en llamar a Rhoda, pero todavía no se sentía preparado. No se sentía preparado para hablar con nadie, en realidad, así que dejó lo de las llamadas.
Pasó el resto del día sentado en una silla junto a la ventana, mirando el agua y sin pensar nada coherente. Tenía ensoñaciones en las que disparaban a Roy y él mataba a los hombres que lo habían hecho, derribaba a uno tras otro desde la cabaña con el rifle, y después llevaba a Roy en la lancha a la isla más cercana, donde encontraba un barco de pesca al que subía a Roy. Lo tendían sobre la cubierta junto a los salmones rojos y Jim le golpeaba el pecho para mantenerlo con vida hasta que llegaba un helicóptero y se lo llevaba. Jim intentaba aferrarse a esa última imagen de Roy, girando lentamente por encima de él en la camilla, subiendo para que lo llevaran a un lugar seguro. Sentía su amor hacia Roy con fuerza en su pecho y lo abrumaba el dolor de haber salvado a su hijo.
Pero no podía conservar esa ensoñación para siempre, y pronto estaba sentado en una silla junto a la ventana y era otro día nublado con la calefacción en marcha. Miró sus pies envueltos en calcetines sobre la moqueta limpia y beige, miró las paredes de color crema y el techo de masilla, miró una mala acuarela que mostraba a un pescador que sacaba sus redes. Intentó hablar con su hermano o con Rhoda, pero tampoco podía imaginarse llamando. Cuando tenía demasiada hambre como para seguir sentado allí dentro, se cubrió de ropa y se preparó para afrontar a las buenas gentes de Ketchikan.
Jim caminó por el vestíbulo sin mirar a nadie y cruzó la calle hasta un restaurante en el que servían fish and chips. Se sentó en una mesa en un rincón y observó sus manos cerradas con fuerza. Cuando finalmente acudió, la camarera no pareció reconocerlo, aunque lo había visto años atrás. Tampoco parecía famoso por lo que había ocurrido en las islas. Había imaginado que el suceso atraería más atención.
Jim tamborileó con los dedos en la fórmica roja y esperó y sorbió su agua y se preguntó cómo había terminado sin amigos. Nadie iba a volar para verlo o ayudarle a esperar a que terminara todo. John Lapson en Williams y Tom Kalfsbeck en Lower Lake: todavía no los había llamado, así que no podían saberlo, pero aunque lo hiciera, estaba bastante seguro de que no acudirían. Y eso también era por las mujeres. A causa de su obsesión por Rhoda en los últimos años había perdido el contacto con sus amigos de California, y no había hecho nuevos en Fairbanks. Había trabajado, comprado cosas, hablado por teléfono, había estado con prostitutas y había cenado alguna vez con otros dentistas u ortodoncistas y sus mujeres, pero eso era todo. No era tan raro que ahora hubiera caído tan bajo. Había roto con todo el mundo y había atendido a lo que creía que era amor pero solo era un anhelo, una especie de enfermedad en su interior que no tenía nada que ver con Rhoda. Y había tenido que pasar esto para librarse de ella, para que pudiera verla. Su hijo había tenido que matarse para que Jim pudiera recuperar su vida. Y sin embargo eso tampoco iba a funcionar, porque no era solo que su hijo se hubiera matado.
Jim contuvo sus sollozos lo mejor que pudo, por miedo a que alguien se diera cuenta y él pareciera culpable, aunque no podían saber qué crímenes había cometido en realidad. Ninguno de los evidentes, como el asesinato, pero sí todos los más importantes.
Finalmente la camarera le sirvió su comida y la comió como si no tuviera sabor, solo podía pensar en Roy.
Al final de esa tarde volvió a salir y caminó por el puerto. Pasó ante la zona del centro donde había tenido su consulta y por el antiguo barrio de tolerancia, que se había conservado como una especie de monumento y se había transformado en un conjunto de pequeñas tiendas para turistas. Los pequeños edificios de madera tenían un aspecto precario en las orillas del río estrecho. Se quedó en el puente y los miró fijamente, intentando imaginar cómo sería la vida allí, antes de que él hubiera nacido. Pero nunca había sido capaz de hacerlo, de proyectarse en la vida de otro.
Por la mañana, oyó que llamaban a la puerta y la abrió y vio a Elizabeth y a su hija Tracy.
Vaya, dijo. Dios, no os esperaba.
Oh, Jim, dijo Elizabeth, y lo abrazó por primera vez en años. Era increíblemente agradable. Después Jim se agachó y abrazó a Tracy. Había llorado y parecía agotada. Jim no sabía qué decir.
Pasad, dijo. Lo siguieron y se sentaron en el sofá.
Tracy empezó a llorar. Elizabeth la abrazó y la besó en lo alto de la cabeza, luego miró a Jim y preguntó: ¿Qué pasó, Jim?
No lo sé, dijo Jim. Sinceramente, no lo sé.
¿Puedes esforzarte un poco más? Pero entonces empezó a llorar, y Tracy lloraba, y se marcharon. Elizabeth prometió que volverían más tarde.
Así que Jim esperó, en una silla frente a la puerta de su habitación de hotel, incapaz de creer que estuvieran en la ciudad. Hacía tanto tiempo que se había marchado, y todavía era más difícil de entender que estuvieran en Ketchikan, todos juntos, salvo Roy, claro, y después su cabeza volvió a detenerse. Eran demasiadas cosas que asimilar. Tenía mucho miedo, y sin embargo no sabía qué era en concreto lo que lo asustaba.
Cuando Elizabeth y Tracy volvieron, ya había pasado la hora de cenar, pero no tenían hambre, así que se sentaron en la habitación sin hablar, y Jim quería recuperar su familia y su vida, y siguió fantaseando con la idea de que Roy podía entrar en cualquier momento.
¿Lo mataste?, preguntó Elizabeth, y después se hundió en sollozos ruidosos, horribles, feos, que también hicieron llorar a Tracy. Jim no lloraba; estaba calculando, intentaba encontrar un modo de recuperarlas, pero no lo veía.
Lo siento, dijo. Yo tenía miedo de suicidarme todo el tiempo. Él cuidaba de mí. Luego me sorprendió y se suicidó.
¿Qué pasó, Jim?
Le di la pistola cuando salí de casa. No quería que la usara.
¿Le diste la pistola?
Jim se dio cuenta de que había sido un error contárselo. No quería decir nada con eso, dijo.
¿Le diste la pistola? Y entonces Elizabeth estaba de pie y cruzaba la habitación y le pegaba, fuerte, y él miraba a Tracy, que tenía esa expresión terrible y helada en el rostro y solo observaba, y después se marcharon y esa noche y esa mañana esperó que volvieran y no lo hicieron, así que comenzó a caminar por la ciudad, buscándolas, y al final encontró su hotel pero se habían ido. Buscó hasta la noche y después se dio cuenta de que podía llamar a las compañías aéreas pero solo dio con un mensaje grabado, así que tuvo que esperar hasta la mañana siguiente, en la que se enteró de que habían vuelto a California con los restos de Roy.
Jim llamó a Elizabeth una y otra vez, y al final un día respondió. Intentó explicarse, pero ella no quería escucharlo.
No lo entiendo, Jim, dijo. Nunca lo entenderé. ¿Cómo pudo convertirse mi hijo en el chico que se hizo eso? ¿Qué le hiciste para que se volviera así? Y después colgó y no respondió durante días y después cambió de número de teléfono sin dejar otro en la guía y él no podía marcharse de Ketchikan ni contactar con nadie que conociera y le diera su nuevo número. Todo el mundo, incluso su hermano y sus amigos, estaba en contra de Jim. A la única que no llamó fue Rhoda. No podía llamarla, porque en cierto modo ella también había matado a Roy.
Jim intentó descubrir la forma de pasar los días. Tendría que volver a su vida en algún momento. No podía quedarse cincuenta años encerrado con su dolor. Pero la verdad era que estaba asustado. No sabía cómo podría demostrar que no había matado a su hijo.
Algo después de las dos de la madrugada, Jim se dio cuenta de que hacía casi un año que no estaba con una mujer. Así que se abrigó y fue a buscar una prostituta.
Las calles estaban húmedas, la niebla baja. El aire transportaba extraños sonidos del puerto y la carretera. Sirenas de barcos pesqueros, sonidos de alarma por la niebla, gaviotas, y el silbido de llantas sobre el asfalto. Caminó hacia el centro y su antigua consulta.
Habían arreglado la fachada del edificio. Parecía más moderno y era de color verde oscuro. Letras doradas en la ventana con los nombres de los dos dentistas.
Podría haberme quedado aquí, dijo. Si no hubiera sido infiel y no lo hubiera destruido todo. Si hubiera podido soportar a mi mujer. Si el salmón hubiera volado por la calle como los pájaros.
No sabía qué hacer con esa consulta. Se apartó de ella, finalmente, cruzó la calle y se dirigió al otro lado, hacia las fábricas de conservas.
En verano las fábricas de conservas estaban llenas de estudiantes universitarios pero ahora, en invierno, estaban desiertas. Pasó ante un anciano sentado en un banco frente a una de las fábricas y se ignoraron el uno al otro. Pasó por delante de todas las fábricas pero no encontró a ninguna prostituta. Fue al antiguo barrio de tolerancia junto al río solo por ir, sabiendo que allí no encontraría a ninguna, y no lo hizo. Se quedó en la barandilla de madera, mirando el agua verdinegra que avanzaba rápidamente hacia el mar y abandonó.
Pero en vez de volver al hotel, fue en dirección opuesta, alejándose de la ciudad. Más allá de las fábricas, por la carretera, caminó bajo la niebla y la lluvia, el único caminante en la vía. Era un placer caminar, y era un placer estar solo en el exterior. No podía aguantar mucho más en ese hotel.
A los lados de la carretera, el bosque surgía amenazador entre la niebla. Había estado mejor en la isla, ahora lo veía. Entonces todavía creía que podrían rescatarle, y podía hablar con Roy. Ahora Roy estaba a dos mil cuatrocientos kilómetros de distancia.
Una camioneta de color verde oscuro surgió rápidamente de la niebla y tuvo que girar bruscamente para evitar a Jim. Se detuvo a unos treinta metros de él y los dos hombres lo miraron por el espejo retrovisor. Miraron mucho tiempo; Jim se quedó en el sitio y les devolvió la mirada hasta que se marcharon. Había sido una estupidez quedarse allí. Era un riesgo demasiado grande. Después se dio cuenta de que solo era paranoia, porque nadie podía saber quién era.
Jim volvió rápidamente, caminando por el lateral de la carretera y escondiéndose entre los arbustos cada vez que veía un coche. Estaba lejos de la ciudad. No se había dado cuenta de lo mucho que había andado. Una curva tras otra y la costa que aparecía dos veces entre la niebla, una calma que iluminaba una luna velada.
Finalmente alcanzó las fábricas y dejó de esconderse de los coches. Pasó por el antiguo barrio de tolerancia y la zona turística y después el centro y caminó alrededor del cabo hasta llegar a su hotel. Era casi de noche pero cogió las pocas cosas que tenía: una muda en una bolsa de plástico, su cuchilla de afeitar y champú, su cartera, sus botas. Lo metió todo en la bolsa, le dejó una nota a Kirk que decía: Gracias por timarme, y salió a la noche, en dirección al ferry que podía llevarlo al aeropuerto.
La terminal del ferry estaba a más de cinco kilómetros, después de Jackson Street, al final de la ciudad. Estaba cansado cuando llegó, y hambriento, y no había ningún sitio donde comer. Miró el horario, pero descubrió que no era la terminal de los ferris que iban al aeropuerto. Era una terminal para los grandes ferris de Alaska Marine Highway, que subían hasta Haines y bajaban hasta Washington.
Decidió que no necesitaba volar. Solo tenía que irse, y por la mañana salía un ferry hacia Haines. Dormiría en un banco.
En el ferry, pidió un perrito caliente y una mini pizza y un helado de yogur. La vibración constante y el sonido de los motores que llegaba desde abajo eran reconfortantes. Se le ocurrió que, si hubiera pasado así toda su vida, podría haber sido mucho más feliz. Esos ferris eran pesados y sólidos y casi nunca se bamboleaban ni cabeceaban, pero allí sentado, comiendo, se sentía distinto. Y después empezó a pensar de nuevo en navegar por el Pacífico Sur. Si salía bien de todo esto, podría intentarlo. Tenía ganas de contárselo a alguien, tenía ganas de hablar con alguien para ver cómo sonaba.
Jim miró a su alrededor pero todo el mundo estaba sentado en grupos. Masticó el resto de su comida, luego paseó por la cubierta superior buscando a alguien en la barandilla, pero el barco, al menos en la cubierta, parecía el Arca de Noé: todo el mundo iba en pareja.
No bebía, pero fue al bar, porque parecía un lugar adecuado, aunque era por la mañana. Y encontró a una mujer sola en una de las mesas. Pelo oscuro y aspecto infeliz, o quizá solo preocupada. Parecía unos años más joven que él. No parecía estar esperando a nadie.
¿Te importa si me siento?, preguntó.
Está bien, supongo, dijo ella, pero sonó tan mal, tan aburrida, que dudó. Ella lo observó.
Vale, dijo, y se sentó.
No actúes como si me estuvieras haciendo un favor, dijo ella.
Jim se levantó y se alejó. Fue a popa y contempló la estela del barco. Quería hablarle de Roy a esa mujer. Solo quería tener una persona a la que contarle toda la historia, para comprenderla. Porque cuando dejaba de pensar en ello, la sensación de que había matado a Roy aumentaba.
Jim no podía pensar bien sobre ese asunto. Miró la estela fijamente. Aunque seguía el barco y se extendía y se disipaba, desde su punto de vista era exactamente igual. Nunca alcanzaría el barco y nunca se perdería. Parecía que eso podía significar algo, pero después Jim solo se preguntaba qué era su vida en ese momento, y no lo sabía. Las cosas habían sucedido una detrás de otra, pero le parecía azaroso y extraño que hubieran salido de ese modo.
Jim olía el humo del gasóleo desde allí. Le hizo sentir nostalgia del Osprey, su barco pesquero. Había fracasado en eso, al final, y había tenido que vender el barco, pero en realidad no había sido un fracaso. Había pasado todo ese tiempo con su hermano Gary pescando albacora y mero; había llegado a conocer bien la flota pesquera —todos esos noruegos—, aunque en realidad no había hablado con ellos. Había oído en la radio sus mensajes por la mañana y por la tarde, sus informes de pesca, sus pasatiempos por la noche. Cantaban viejas canciones por turnos, tocaban la armónica e incluso el acordeón. Había sido una época fantástica, en realidad, aunque él y su hermano fueran unos marginados. La Lata, llamaban a su barco, por el aluminio crudo. La mayoría tenía barcos de madera más viejos. Algunos eran de fibra de vidrio. Oía que los nombraban de vez en cuando, pero nunca era una invitación para unirse a ellos por radio. Echaba de menos esa vida. Deseaba que hubiera funcionado. Roy podría haber trabajado en el barco en verano.
Una noche, los noruegos perdieron uno de sus barcos. Por la mañana oyeron las voces, y nadie sabía dónde estaba el barco. Hablaban sobre todo en noruego, pero pronunciaban las suficientes palabras en inglés como para que Jim y Gary supieran qué ocurría. Ellos mismos habían ido a la deriva, un día en que su ancla de mar se soltó. El agua era demasiado profunda para las anclas de fondo, así que toda la flota puso anclas de mar en la proa para no separarse, pero, la noche en que su ancla de mar cedió, Jim y Gary se despertaron lejos de los demás, sin ningún pesquero a su alrededor y en medio de la ruta marítima. Eso es lo que debía de haberle pasado a ese barco noruego, imaginaron, y no volvieron a oír hablar de él.
En Haines, Jim llamó a su hermano Gary. Eh, dijo, soy yo, y luego hubo un silencio. Esperó.
Bueno, dijo Gary. Te están buscando.
¿A mí?
Te has fugado, ¿verdad?
No.
Otra pausa. Puede que otros tengan una opinión distinta, dijo Gary. Y a lo mejor conviene que pienses en arreglarlo de alguna manera, porque creo que gana la opinión del sheriff.
¿Por qué estamos hablando de eso?, dijo Jim. Te he llamado para hablar de otras cosas. Quería hablar con mi hermano. He pensado mucho en el tiempo que pasamos en el Osprey, es una pena que no saliera bien. Y pensaba que habría estado bien que Roy hubiera podido trabajar en el barco en verano.
Jim, ¿dónde estás?
Estoy en Haines.
Mira, tienes que entregarte. No puedes huir de ellos, y vas a quedar mal delante de un jurado.
¿Me estás escuchando?, preguntó Jim. Quería hablar de otras cosas. ¿Piensas en el Osprey, o en nuestra vida en el mar?
Jim esperó. Oía la respiración de su hermano.
Sí, lo hago, dijo finalmente Gary. Y aunque fue duro, me alegro de que lo hiciéramos. Fue una aventura. Pero no volvería a hacerlo.
¿No?
No.
Es una pena, dijo Jim. Sabes, me siento un poco solo desde que he vuelto. No he tenido a nadie con quien hablar. Nadie ha venido a verme o ayudarme.
Ahora nadie puede, dijo Gary. Sería complicidad o algo así. Dar refugio a un fugitivo. No sé cómo lo llamarían, pero lo llamarían de alguna manera.
No tengo ninguna posibilidad de ganar, ¿verdad?, dijo Jim. Hizo una pausa, y Gary no dijo nada, y Jim se dio cuenta por fin de que era cierto. Solo esperaba su caída. También se dio cuenta de que no necesitaba contarle nada más a su hermano. Tengo que irme, dijo.
Vale, dijo Gary. Ojalá pudiera ayudarte. De verdad. Debería haber ido a verte cuando estabas en Ketchikan.
No pasa nada.
Jim fue directamente al centro en busca de su banco. Tenía que haber una sucursal. Encontró otros bancos y llegó hasta lo que parecía el final de la pequeña localidad y empezó a sentir pánico, pero entonces lo encontró. Entró con su libreta de cheques y la documentación en la mano, esperó en fila, y después lo llevaron a un escritorio a causa de la cantidad que quería retirar, casi ciento quince mil dólares en efectivo. Intentaba sacar lo que quedaba de su cuenta de ahorro, aunque probablemente el sheriff la había congelado. Coos sabía que existía porque ya había sacado más de doscientos mil para la fianza y las tasas y unos miles de dólares para los gastos en Ketchikan.
La empleada que lo atendía no quería atenderle. Es una cantidad muy grande e infrecuente, dijo. Sobre todo en efectivo. Tengo que decirle que debemos informar de esto. Tenemos que informar de cualquier depósito o retirada de efectivo de este tamaño.
No pasa nada, dijo Jim.
¿Puedo preguntarle para qué es el dinero?
Para comprar una casa, dijo Jim.
Podemos darle un cheque de caja para eso.
No, tiene que ser en efectivo.
Un cheque de caja es efectivo.
Efectivo efectivo.
La mujer frunció el ceño.
Mire, dijo Jim, ¿es mi dinero o no?
Lo es, por supuesto, dijo la mujer. Aunque no estoy segura de que tengamos tanto efectivo disponible. De hecho, estoy segura de que no.
¿Cuánto tienen?
¿Cómo?
Me llevaré lo que tengan.
Jim se marchó con veintisiete mil quinientos dólares en efectivo. Sabía que lo habían timado, que tenían más dinero en efectivo, pero era suficiente. No tenía que comprarse su propio barco. Podía encontrar algún barco pesquero que hubiera terminado la temporada de marzo y estuviera esperando. Necesitarían dinero.
Jim fue primero a los barcos más grandes. Era difícil encontrar a alguien. Preguntó a gente y le dieron teléfonos y direcciones de casas y bares. Después encontró a un tipo que limpiaba un barco más pequeño.
Hola, dijo Jim, pero el hombre solo lo miró, después siguió trabajando. Era tan típico que resultaba ridículo. Barba y una gorra vieja y gastada, un alcohólico patético.
Me gustaría ir a México. Ofrezco quince mil. ¿Le interesa?
El hombre lo miró. ¿Ha matado a alguien?, preguntó.
Solo a mi propia vida, dijo Jim.
Deje que vaya a ver al sheriff y pregunte, después podemos hablar.
¿El barco es suyo?
No. Pero conozco al capitán.
¿Por qué no nos ahorramos la oficina del sheriff y que sean veinte mil?
El hombre se quitó la gorra y se rascó la cabeza. ¿También nos ahorramos a la Guardia Costera? ¿Y a lo mejor en México enseñaremos una lista de la tripulación con un nombre menos?
Ése sería el trato.
Bueno, deje que hable con Chuck. No tenemos mucho que hacer en este momento.
El hombre fue a la cabina, estuvo mucho rato. Jim no podía oír voces ni nada. Era una mierda de barco, oxidado y unido con alambres. Pero lo llevaría. Subir era difícil, pero bajar por la costa era bastante fácil.
El hombre volvió con Chuck, que andaba por los sesenta y parecía el capitán y propietario. Era un hombre fieramente feo, con manchas oscuras en la parte alta y calva de su cabeza, que rodeaba una melena oscura y grasienta. Escrutó a Jim con tal odio que Jim decidió inmediatamente desconfiar de él, pero ¿qué otras opciones tenía? No le quedaba nada. Necesitaba marcharse y esos tipos eran los únicos que había.
¿En qué clase de lío se ha metido?, preguntó Chuck.
Jim no quería responder, solo esperó. Finalmente Chuck dijo: Vale. Supongo que querrá marcharse inmediatamente.
Sí.
Necesitamos provisiones, gasóleo, algunos filtros de repuesto y cosas así. El motor tiene algunos problemas. No va a ser un viaje rápido ni glamouroso. Pero son veinticinco mil.
No tengo veinticinco mil. No intento regatear ni ahorrar. No los tengo.
Vale. Necesitaremos tres o cuatro horas, y son diez mil por adelantado. Y quiero ver los otros diez mil, para comprobar que los tiene.
Así que Jim subió, entregó diez mil y enseñó el resto. Y se quedó allí mientras ellos salían a buscar provisiones. No iba a dejar que se marcharan sin él. Nueve horas después, por la tarde, estaban en camino.
El viento era fuerte y frío, la velocidad suficiente como para que cayera un leve rocío en proa. Pero no había nubes. En popa, Jim veía las luces de Haines y algunas luces dispersas a lo lejos, en la costa, y barcos pesqueros que esperaban amarrados. Más lejos, tierras abandonadas y agua, con límites oscuros y variables. Navegando en un lugar desconocido y de noche uno podía creer casi cualquier cosa, lo sabía, cualquier dirección o profundidad, tan preso de los miedos innatos que podía desconfiar de su brújula y su sonda hasta chocar con los arrecifes. Esperaba que Chuck y Ned fueran competentes.
Avanzaron el resto de la noche hacia Juneau, pasaron ante tierras ensombrecidas que apenas se veían bajo el cielo ensombrecido. Se sentía extranjero. Había vivido en esa tierra gran parte de su vida, pero la tierra no se había ablandado ni vuelto familiar. Era tan hostil como cuando había llegado por primera vez. Tenía la sensación de que, si se dormía, sería destruido. Chuck estaría borracho al timón, las corrientes los arrastrarían, los impulsarían hasta que el fondo del mar tocara el casco y volcaran y se llenaran de agua y se ahogaran. Era una posibilidad que siempre los seguía de cerca. Estarían mucho más seguros en alta mar. Pensar en eso era una forma de pensar en Roy. Roy también se había mostrado hostil hacia él. Nunca se habían conocido, nunca se habían ablandado. No había sido lo bastante cauteloso con Roy. Se había perdido en sus propios problemas y no había visto la amenaza que suponía. Se había dormido.
El día siguiente llegó lentamente. Una delgada línea gris, o quizá un azul menos oscuro, y luego los picos dibujados como por su propio reflejo, y después una iluminación más rápida por encima hasta que sus bordes se doblaban en llamas y de repente todo era blanco y el sol naranja subía en líneas delgadas y segmentadas entre dos picos, para brillar amarillo y pesado y mezclarse con el mundo, que era demasiado caliente como para mirarlo. Todo se volvía cegador. El agua y las montañas y el aire compartían el mismo brillo deslumbrante. Jim no distinguía barcos, olas o tierra, no vio nada durante casi media hora hasta que el día llegó del todo y la tierra volvió a ser tierra, las olas tenían distancia, y veía los barcos. La superficie seguía opaca, blanca y gris, una membrana sólida. El barco iba despacio, a ocho o nueve nudos; Haines se vislumbraba en la distancia o había desaparecido, demasiado alejada para verla.
A las ocho, cuando Ned relevó a Chuck y se comió una caja entera de rosquillas de gelatina, pasaron ante lo que Jim había pensado que era Juneau pero, como vio en la carta, solo era el Parque Estatal Point Bridget, que una pequeña carretera comunicaba con Juneau.
Si sabe leer la carta, puede hacer turnos en el timón, dijo Ned.
Está bien, dijo Jim. Seré el siguiente.
Poco después, Jim tuvo la oportunidad de ver Juneau por el canal de Favorite. Algo más tarde, por el canal de Saginaw, pero no vio nada. No estaban cerca y no parecía gran cosa. A mediodía Jim llevaba el timón, agotado, y rodearon la isla de Couverden, en dirección oeste, hacia el estrecho de Icy.
Sonrió cuando llegó al estrecho de Icy porque, como su nombre indicaba, de repente hacía mucho más frío. Parecía un chiste. Se notaba incluso desde la cabina de mando, por las pequeñas grietas y las rejillas de ventilación.
El canal era enorme —al menos siete kilómetros de ancho— pero había mucho tráfico. Algunos barcos de pesca de salmón y dos barcos de vela, pero también muchos navíos comerciales de salmón y mero y algunos remolcadores que arrastraban su carga a bastante distancia. No estaba acostumbrando a ir tan despacio. No podía quitarse de en medio rápidamente en ese cacharro. Y no encendió la emisora VHF, porque no quería llamar la atención.
Pasaron isla Pleasant a las tres, luego Point Gustavus, y el viento aullaba desde la bahía de los Glaciares hacia el norte, a través de Sitakaday Narrows.
Algo más tarde, cuando superaban la siguiente bahía, la bahía de Dundas, vio un barco de la Guardia Costera, grande, que pasaba por el otro lado de las islas Inian, y sintió pánico. Si subían a bordo para inspeccionar el equipo de seguridad o ver si llevaban drogas, como hacían de forma rutinaria, lo atraparían. No confiaba en que Chuck o Ned lo defendieran. Tenía miedo hasta de dormir, aunque apenas podía mantenerse despierto en ese momento. Pero el cutter pasó lejos, al otro lado de la isla más septentrional, y fue a la siguiente bahía. Jim se mantuvo tan apartado como era posible, ladeándose un poco hacia la bahía de Taylor. El glaciar Brady parecía enorme, algo de otro tiempo, de una escala distinta que ahora lo negaba todo, como si Jim no pudiera ser Jim porque la idea era demasiado pequeña, instantánea como el resplandor. El glaciar empequeñecía las montañas.
El viento descendía del glaciar en rachas que balanceaban el barco, pero eso estaba bien porque lo mantenía alerta.
Y después estaba fuera. Pasó el cabo Spencer a las ocho y se dirigía al mar, lejos de la costa, de las islas y del sureste de Alaska. En la carta, en menos de una hora había salido de las aguas territoriales de Estados Unidos. Volvería a cruzarlas de nuevo, porque la forma de las líneas le obligaba, pero solo brevemente. En otra noche y otro día, estaría demasiado lejos de la costa como para que alguien supiera cómo encontrarlo o se preocupara por hacerlo. Empezaría otra vida.
Pensó en Roy otra vez. Parecía que no podía evitarlo. Pensaba en otra cosa y no esperaba el cambio, y después veía la pistola, se veía a sí mismo dándosela a Roy, o se veía regresando y encontrando a Roy, o lo que quedaba de él, en el suelo. Y después pensaba en el saco de dormir y se preguntaba qué habría sido de él. Se lo habían llevado en la bolsa de plástico con el cuerpo de Roy, y no habían querido sacarlo. Pensar en eso era demasiado, pero ¿qué podían haber hecho? Tenían que haberlo hecho en algún momento antes de enterrarlo. Pero ¿quién? ¿Quién lo había sacado? ¿Y qué había visto Elizabeth? ¿Qué había visto su hija Tracy? Quizá no volviera a verla. También la había perdido.
El golfo de Alaska era muy frío. El viento soplaba con fuerza y las olas eran grandes y desordenadas, olas de viento y láminas de agua que estallaban a su alrededor y mojaban la cubierta de proa, y a veces saltaban el lateral. Chuck fue a relevarlo a las cuatro. Duerma un poco, dijo.
¿A qué distancia estamos de la costa? Me gustaría ir a más de ciento cincuenta kilómetros todo el camino.
Podemos hacerlo, dijo Chuck. Aunque tendremos que parar a echar combustible en algún sitio. Oregón, probablemente.
Jim bajó y se tumbó en una pequeña cama que olía fatal, apestaba al sudor y el alcohol de Chuck. Tenía hambre, pero estaba muy cansado, así que solo intentó dormir.
Un barco en marcha es una cosa ruidosa. Lo sabía. Pero las paredes de ese barco crujían y chirriaban de una manera que no podía ser buena. Y el consumo de gasóleo era extremadamente irregular, perdía revoluciones y luego subía, no solo por el oleaje y la cavitación. Jim estaba tumbado, hecho un ovillo, asustado y agotado, y esperaba que pasara, esperaba dormir, pero al esperar y temer de esa forma pensaba demasiado en todo. Pensaba en Hacienda, el sheriff, la Guardia Costera, su hermano, Elizabeth, Tracy, Rhoda, Roy. Imaginó una larga conversación con Rhoda en la que intentaba convencerla de que no había matado a Roy. Señalaba que Roy tenía trece años, que tenía sus propias ideas, que podía hacer cosas según su propia voluntad.
¿Su propia voluntad?, preguntaba Rhoda.
Yo no lo hice, decía Jim. Nunca se me ocurrió que fuera a suicidarse.
¿Nunca se te ocurrió, Jim?
No, le decía a Rhoda. Pero después le confesaba otro detalle. Le hablaba de la vez que había disparado al techo.
¿Y de qué iba eso?
No sé. Solo disparaba.
¿Solo disparabas?
Cállate, dijo Jim en la oscuridad, pero apenas se oía a sí mismo, había tanto puñetero ruido. Y después se preocupó por el rumbo que seguían. ¿Cómo sabría si el barco daba la vuelta, si Chuck decidía regresar? ¿Y qué pasaba con las islas? Era un miedo antiguo e irracional que tenía cuando navegaba. Temía chocar con islas que no estaban en las cartas, incluso en medio del océano.
No podía mantener la cabeza quieta. Por eso no dormía. No importaba que la metiera entre algunas camisas y la lona anti caída, no lograba que no se balanceara cuando el barco se balanceaba. No podía relajar el cuello. Y su barba raspaba la camisa cada vez que movía la cabeza. Roy no había llegado a la edad de tener barba. Había empezado a tener pelusa. Un día hablaron de afeitarse, a Roy le preocupaba cortarse, no sabía que la hoja giraba. Jim sonrió. Después lloraba de nuevo y odiaba su debilidad. Se vio en México y quizá algún día en el Pacífico Sur, con buen tiempo y un agua tibia y hermosa y montañas verdes, y vio que también estaría solo. Roy nunca se reuniría con él. Y se preguntó cómo era la tumba de Roy. Se dio cuenta de que nunca llegaría a verla.
Jim miró al otro lado para ver si Ned estaba despierto, pero aparentemente no lo estaba.
Jim se quedó tumbado contra la lona anti caída con los ojos cerrados, y no podía encontrar nada. Dentro de él solo había un espacio barrido por el viento, un vacío. No le preocupaba nada, y habría sido mejor suicidarse, pero Roy ya lo había hecho, y ahora él no podía. Roy se había suicidado en su lugar, en un intercambio claro, y por eso Jim era responsable de su muerte. Las cosas no debían haber sido así, pero, como Jim había sido un cobarde, como no había tenido el coraje de suicidarse antes de que Roy volviera, había perdido ese momento, el único momento que tenía para hacer bien las cosas, y lo había perdido para siempre y le entregó la pistola a Roy y le pidió que arreglara las cosas como pudiera, aunque no fuera la forma correcta.
Y Roy lo había hecho. Roy no era cobarde y no flaqueó, y levantó el cañón y apretó el gatillo y se voló media cabeza. Y Jim no imaginó lo que había pasado cuando oyó el disparo. No supo reconocer el sacrificio en el momento en que se había producido. Jim todavía no creía lo que había ocurrido después de ver el cuerpo de Roy tendido en el umbral con sangre, cerebro y huesos por todas partes. No había creído o visto nada, aunque la prueba estaba delante de él. Y ahora estaba escapando, pensando que podía huir y escapar de la justicia y el castigo y tener su vida perfecta en algún sitio, comiendo mangos y cocos como Robinson Crusoe, como si nada hubiera pasado, como si su hijo no hubiera hecho nada y él no hubiera tenido parte en ello. Pero las cosas no podían ser así, ahora lo sabía, y también sabía qué debía hacer.
Jim salió de la lona anti caída y fue al puente de mando. Chuck estaba inclinado en la silla del capitán, mirando una revista porno. Levantó la vista de la página un instante y dijo: ¿Qué quiere?
Tenemos que volver, dijo Jim. No puedo huir de esto. Voy a entregarme.
Chuck lo miró un rato, y Jim no sabía qué pensaba. Va a entregarse, dijo Chuck al final.
Sí.
¿Y dónde nos deja eso? Le ayudamos a salir, ¿recuerda?
Jim no estaba seguro de qué hacer. Vale, tiene razón. Les pagaré todo el dinero y esperaré unos días para que se vayan antes de entregarme.
Chuck volvió a su porno. De acuerdo, dijo. Vaya y despierte a Ned para el próximo turno antes de dormirse otra vez.
Jim despertó a Ned, que se quejó de que era pronto. Jim volvió a tumbarse e intentó dormir. Ensayaba su conversación mientras se quedaba dormido. Yo, Jim Fenn, asesiné a mi hijo, Roy Fenn, en otoño, hace unos nueve meses. Lo maté disparándole en la cabeza a poca distancia con mi pistola, una Ruger del calibre .44 Magnum, que me parece que el sheriff encontró. Estaba a punto de suicidarme y había hablado por la radio con mi ex mujer, Rhoda, que me había dicho que no quería volver conmigo y pensaba casarse con otro hombre, y no podía soportarlo más y fui demasiado cobarde como para matarme y maté a mi hijo.
Eso no estaba del todo bien. Repasó sus motivos, porque le preguntarían por ellos, lo sabía. Repasó cada detalle incriminatorio, una y otra vez, la pistola, las radios, utilizándolo todo. Estaba tan exhausto que no podía pensar con claridad. Su mente se había detenido y su cuerpo se sentía diminuto, como si fuera un bebé. Era un bebé dorado y diminuto, encogido dentro de sí mismo, con cuerdas que llegaban a cada parte de su cuerpo más grande y tiraban de él. Estaba desapareciendo.
Jim se despertó con una cuerda alrededor del cuello que lo tiró de la cama. Intentó gritar pero no pudo. Estaba en el suelo, golpeó un mamparo, después vio que Ned le golpeaba con un bate de madera en las piernas. Cayó, lo arrastraron, vio a Chuck al otro extremo de la cuerda y supo que debería haberlo previsto. Debería haber sido tan obvio. Después perdió el conocimiento.
Cuando cayó al agua, estaba tan fría que se despertó y quería que lo encontraran y lo rescatasen. Quería que Chuck y Ned lo sacaran. Luchó con la cuerda que le apresaba el cuello y la soltó fácilmente, pero llevaba su ropa, se hundía, pesaba, y no llevaba chaleco salvavidas. Sintió una enorme pena por sí mismo. El mar abierto era una vista grandiosa. Picos que se abrían por todas partes, que surgían y desaparecían, laderas que pasaban junto a él. Era imposible creer que solo era agua, imposible creer, también, lo lejos que se extendía detrás de él. Luchó durante lo que pareció una eternidad y quizá fueran diez minutos, antes de que sus músculos se entumecieran y cansaran y empezara a tragar agua. Pensó en Roy, que no había tenido la oportunidad de conocer ese terror, cuya muerte había sido instantánea. Vomitó agua sin querer y la tragó y la respiró, como el final que representaba, duro, frío e innecesario, y supo que Roy lo había querido y que eso debería haberle bastado. Simplemente no había entendido nada a tiempo.