Tu madre y yo teníamos un Morris Mini. Era un coche diminuto, como el coche de un parque de atracciones, y uno de los limpiaparabrisas estaba roto, así que tenía que sacar la mano por la ventanilla para manejarlo. En esa época a tu madre la volvían loca los campos de mostaza, siempre quería que fuéramos a verlos cuando hacía buen día, por todo Davis. Entonces había más campos y menos gente. Pasaba en todo el mundo. Y aquí empezamos la educación en casa. El mundo era al principio un gran campo, y la Tierra era plana. Y todas las bestias vagaban por el campo y no tenían nombre, y cada animal grande se comía al animal más pequeño, y nadie se sentía mal por eso. Después vino el hombre, y llegó, encorvado, peludo, estúpido y débil, a los confines de la Tierra y se multiplicó, y mientras esperaba se volvió tan numeroso y retorcido y asesino que los confines de la Tierra empezaron a combarse. Los confines se doblaron y se curvaron lentamente, hombres, mujeres y niños se apelotonaban unos encima de otros para permanecer en el mundo y agarraban la piel de la espalda de los demás al escalar hasta que finalmente todos los hombres estaban desnudos y despojados y tenían frío y eran asesinos y se aferraban al confín del mundo.
Su padre hizo una pausa, y Roy dijo: ¿Y entonces qué?
Con el tiempo, los confines se terminaron tocando. Se doblaron y se unieron y formaron el globo, y el peso echó el mundo a rodar y los hombres y las bestias dejaron de mirarse. Entonces el hombre miró al hombre, y, como todos éramos tan feos, sin pelo y con bebés que parecían escarabajos patateros, el hombre se dispersó y empezó a matar bestias y a vestir su pelaje más bonito.
Ja, dijo Roy. Pero luego qué.
Lo que pasó después es muy complicado de contar. En algún momento aparecieron la culpa, el divorcio, el dinero y Hacienda, y todo se fue al infierno.
¿Crees que todo se fue al infierno cuando te casaste con mamá?
Su padre le lanzó una mirada que dejó claro que Roy había ido demasiado lejos. No, creo que se fue al infierno un poco antes. Pero es difícil decir cuándo.
El lugar y la forma de vida eran nuevos para ellos y apenas se conocían. Roy tenía trece años, era el verano después del séptimo grado, y venía de estar con su madre en Santa Rosa, California, donde había clases de trombón y fútbol y películas e iba al colegio en el centro de la ciudad. Su padre había sido dentista en Fairbanks. El lugar al que se trasladaban era una pequeña cabaña de cedro, con un tejado muy inclinado a dos aguas. Estaba metida en un fiordo, una pequeña ensenada en forma de dedo al sureste de Alaska, cerca del estrecho de Tlevak, al noreste del Área Salvaje del Sur de la isla Príncipe de Gales, y a unos setenta y cinco kilómetros de Ketchikan. Solo se podía llegar por el agua, en hidroavión o en barco. No había vecinos. Una montaña de seiscientos metros de alto se alzaba justo detrás de ellos en forma de un gran túmulo, y se unía a través de bajos collados a otras que había en la boca de la ensenada y más allá. La isla en la que estaban, Sukkwan, se extendía varios kilómetros por detrás, pero había kilómetros de densos bosques húmedos, sin carreteras ni caminos que los atravesaran, una rica vegetación de helechos, cicutas, píceas, hongos, flores silvestres, musgos y madera en descomposición, hogar de osos, alces, ciervos, muflones de Dall, cabras de las Rocosas y glotones. Un lugar como Ketchikan, donde Roy había vivido hasta los cinco años, pero más salvaje, y aterrador ahora que no estaba acostumbrado. Cuando volaban hacia allí, Roy observó que el reflejo del avión amarillo revoloteaba sobre reflejos más grandes de montañas verdinegras y cielo azul. Vio que los árboles se acercaban a ambos lados y después se unían y la avioneta se elevó. El padre de Roy sacó la cabeza por la ventana lateral, y sonrió, excitado. Por un momento Roy tuvo la sensación de llegar a una tierra encantada, un lugar que no podía ser real.
Y después empezó el trabajo. Tenían todo el material que el avión podía llevar. Su padre infló la Zodiac con la bomba de pie en un pontón, y Roy ayudó al piloto a bajar el motor fueraborda Johnson de seis caballos sobre el travesaño, donde se balanceó, a la espera, hasta que la lancha estuvo inflada. Después lo ataron, bajaron la lata de gasolina y los bidones extra, y ese fue el primer viaje. Su padre fue solo, Roy esperaba con ansiedad en el avión y el piloto no paraba de hablar.
Cerca de Haines, ahí es donde lo intenté.
No he estado allí, dijo Roy.
Bueno, como decía, tienes tu salmón y tu oso y muchas cosas que los demás nunca tendrán, pero eso es todo lo que tienes, incluyendo al resto de la gente.
Roy no contestó.
Es raro, eso es todo. La mayoría de la gente no traería aquí a sus hijos. Y la mayoría de la gente traería algo de comida.
Habían llevado comida, al menos para el primer par de semanas, y los productos de los que no querían prescindir: harina y judías, sal y azúcar, azúcar moreno para ahumar. Fruta enlatada. Pero sobre todo comerían los productos de la tierra. Ése era el plan. Tendrían salmón fresco, salvelinos, almejas, y lo que cazaran. Habían llevado dos rifles, un revólver y una pistola.
Os irá bien, dijo el piloto.
Sí, dijo Roy.
Y vendré a ver cómo andáis de vez en cuando.
Cuando el padre de Roy volvió, estaba sonriendo e intentando no sonreír, y no miraba directamente a Roy mientras cargaban el equipo de radio en una caja hermética, después las armas en fundas impermeables y el material y las herramientas de pesca, las primeras latas de comida metidas en cajas. Después tuvo que volver a escuchar al piloto mientras su padre trazaba una línea curva y se alejaba, dejando atrás una pequeña estela que era blanca tras el travesaño pero se alisaba formando crestas oscuras, como si solo pudieran perturbar esa pequeña parte del agua y el lugar pudiera volver a engullirse en unos instantes. El agua era muy clara pero bastante profunda, Roy no veía el fondo. Más cerca de la orilla, sin embargo, en los bordes del reflejo, distinguía las formas cristalinas de madera y piedra que había debajo.
Su padre llevaba una camisa de cazador de pana roja y pantalones grises. No llevaba gorro, aunque el aire era más frío de lo que Roy había imaginado. El sol brillaba sobre la cabeza de su padre, incluso a lo lejos relucía sobre su cabello escaso. Su padre entornaba los ojos contra el resplandor de la mañana, pero un lado de su boca seguía levantado en una sonrisa. Roy quería ir con él, llegar a la tierra y a su casa, pero todavía faltaban dos viajes para que pudiera unirse. Tenían paquetes llenos de ropa en bolsas de basura y ropa de lluvia y botas, mantas, dos lámparas, más comida y libros. Roy tenía una caja de libros solo para estudiar. Sería un año de educación en casa: matemáticas, inglés, geografía, ciencias sociales, historia, gramática y ciencia de octavo grado, que no sabía cómo iban a estudiar porque había experimentos y no tenían nada para hacerlos. Su madre se lo había preguntado a su padre, y su padre no había dado una respuesta clara. Roy echó repentinamente de menos a su madre y a su hermana y sus ojos se llenaron de lágrimas, pero vio que su padre dejaba la playa de grava y volvía y se obligó a parar.
Cuando finalmente subió al barco y se apartó del pontón, lo impresionó la desolación del lugar. Ahora no tenían nada, y, mientras observaba que el avión describía un pequeño círculo detrás de ellos, rechinaba ruidosamente y despegaba salpicando sobre el agua, percibió lo largo que podía ser el tiempo, como si pudiera hacerse de aire y se pudiera comprimir y detener.
Bienvenido a tu nuevo hogar, dijo su padre, y puso la mano sobre la cabeza de Roy, después sobre su hombro.
Para cuando dejaron de oír el avión, habían llegado a la playa oscura y rocosa, el padre de Roy estaba fuera, con las botas que le llegaban hasta la cadera, y tiraba de la proa. Roy salió y cogió una caja.
Déjalo por ahora, dijo su padre. Vamos a amarrar y echar un vistazo.
¿No se meterá nada en las cajas?
No. Ven aquí.
Caminaron sobre la hierba, que les llegaba a la altura de los tobillos, de un color verde intenso bajo el sol, y por un sendero que atravesaba un bosquecillo de cedros hasta la cabaña. Estaba estropeada y gris pero no era muy vieja. Su techo estaba muy inclinado para evitar que se acumulara la nieve y toda la cabaña y el porche delantero estaban casi dos metros por encima del suelo. Solo tenía una puerta estrecha y dos ventanas pequeñas. Roy miró el conducto de la estufa que sobresalía y esperó que también hubiera una chimenea.
Su padre no lo llevó a la cabaña, sino que la rodeó por un pequeño sendero que continuaba hacia la colina.
El retrete, dijo su padre.
Era del tamaño de un armario y estaba levantado, con unos escalones. Estaba a menos de treinta metros de la cabaña, pero lo usarían cuando hiciera frío, en la nieve del invierno. Su padre continuó.
Desde aquí hay una buena vista.
Llegaron a un punto elevado entre ortigas y bayas, la tierra se rompía bajo sus pies, la hierba había vuelto a crecer desde la última vez que alguien había pasado por allí. Su padre había ido cuatro meses atrás para ver la zona antes de comprar nada. Después había convencido a Roy, a su madre y al colegio. Había vendido su consulta y su casa, había hecho planes, y había comprado el material.
La cima de la colina estaba cubierta de vegetación, hasta tal punto que Roy no era lo bastante alto como para obtener una visión clara en todas las direcciones, pero veía la ensenada como un diente brillante que brotaba del agua más brava del exterior y la extensión hasta otra isla u orilla lejana y el horizonte, en un aire muy claro y brillante y con distancias imposibles de calcular. Veía el tejado de su casa por debajo de él, y en torno a la ensenada la hierba y la tierra baja no se extendían más de treinta metros en ningún punto, interrumpidas por la pendiente de la montaña, cuya cima desaparecía entre las nubes.
No hay nadie en kilómetros a la redonda, dijo su padre. Que yo sepa, nuestro vecino más cercano está a treinta kilómetros de aquí, un pequeño grupo de cabañas en una ensenada parecida. Pero están en otra isla, y ahora no me acuerdo de cuál es.
Roy no sabía qué decir, así que no dijo nada. No sabía cómo irían las cosas.
Volvieron a la cabaña, a través de un olor dulce y amargo que venía de las plantas, un olor que a Roy le recordó su niñez en Ketchikan. En California pensaba todo el tiempo en Ketchikan y los bosques húmedos y había formado una imagen de un lugar salvaje y misterioso en sus ensoñaciones y cuando alardeaba ante sus amigos. Pero al regresar, el aire era más frío y las plantas eran exuberantes pero aun así solo plantas y se preguntó cómo pasarían el tiempo. Todo era bruscamente lo que era y nada más.
Hicieron ruido con sus botas al subir al porche. Su padre giró la cerradura de la puerta, la empujó para que Roy pasara primero. Cuando entró, Roy olió el cedro y la humedad y la suciedad y el humo y sus ojos tardaron unos minutos en ajustarse para ver algo más que las ventanas y ver las vigas y lo alto que era el techo y el aspecto basto de los tablones de las paredes y el suelo, con sus nudos cortados con sierra, que sin embargo resultaban suaves al tocarlos.
Todo parece nuevo, dijo Roy.
Es una cabaña bien hecha, dijo su padre. El viento no entrará por las paredes. Estaremos bastante cómodos si tenemos madera para la estufa. Tenemos todo el verano para preparar esas cosas. También guardaremos salmón seco y ahumado, y haremos mermelada y ciervo salado. No te imaginas las cosas que vamos a hacer.
Ese día empezaron limpiando la cabaña. Barrieron y quitaron el polvo, y después su padre lo llevó por un sendero con un cubo hacia el lugar donde un pequeño arroyo desembocaba en la ensenada. Discurría sobre un lecho profundamente excavado en el campo breve, y hacía tres o cuatro cortes en forma de S en la hierba antes de fluir entre la grava y dejar un pequeño abanico de sedimentos ligeros, arena y tierra y desechos, en el agua salada. Había insectos acuáticos en la superficie, y mosquitos.
Es la hora del repelente, dijo su padre.
Están por todas partes, dijo Roy.
Toda el agua dulce que queramos, dijo orgullosamente su padre, como si hubiera puesto el arroyo él mismo. Beberemos bien.
Se pusieron repelente en la cara, las muñecas y la nuca, después limpiaron la cabaña con agua y lejía para quitar el moho. Después la secaron con trapos y empezaron a llevar el material.
La cabaña tenía un cuarto delantero con las ventanas y la estufa, y un cuarto trasero o más bien lateral, sin ventanas y con un gran armario.
Dormiremos aquí, dijo su padre, en la habitación grande, junto al fuego. Dejaremos las cosas ahí detrás.
Así que llevaron el material y lo metieron en el armario, dejaron allí las cosas más valiosas y las que más necesitaban estar secas. Metieron las provisiones, la comida enlatada a lo largo de la pared, los alimentos secos en el centro, sus ropas y la ropa de cama junto a la puerta. Después fueron a recoger leña.
Necesitamos leña muerta, dijo su padre. Y no estará seca, así que a lo mejor solo tenemos que recoger un poco para llevarla dentro y después deberíamos empezar a construir algo en la pared de detrás de la cabaña.
Habían llevado herramientas, pero a Roy le pareció que su padre descubría cosas sobre la marcha. La idea de que su padre no hubiera pensado antes en la leña seca asustó a Roy.
Llevaron a la cabaña una pila retorcida de ramas viejas, la amontonaron junto a la estufa, después fueron a la parte trasera y descubrieron que una parte de la pared sobresalía y construía una especie de caja para guardar leña.
Bueno, dijo el padre de Roy, esto no lo sabía. Pero está bien. Aunque necesitaremos más. Esto es solo para un pequeño viaje de verano o un fin de semana de caza. Necesitaremos algo que cubra toda la pared. Y entonces Roy pensó en tablas, en madera, en clavos. No había visto madera.
Necesitaremos tablillas, dijo su padre. Estaban el uno junto al otro, los dos con los brazos cruzados, y miraban fijamente la pared. Los mosquitos zumbaban a su alrededor. Hacía calor a la sombra, aunque el sol estaba alto. Podrían haber estado discutiendo sobre algún problema en el que se hubiera metido Roy, parecían alejados de lo que miraban.
Podemos usar ramas o árboles jóvenes o algo como soportes, dijo su padre. Pero necesitamos algún tipo de techo, y tiene que estar preparado para cuando la lluvia o la nieve caigan de lado.
Parecía imposible. Todo le parecía imposible a Roy, y ellos parecían terriblemente poco preparados. ¿Hay alguna tabla vieja por ahí?, preguntó.
No sé, dijo su padre. ¿Por qué no echas un vistazo cerca del retrete? Yo buscaré por aquí.
Roy tenía la sensación de que había una especie de equiparación. Ninguno de los dos sabía qué hacer y los dos tendrían que aprender. Recorrió la breve distancia que lo separaba del retrete y vio las plantas que habían aplastado al pasar. Harían senderos por todas partes, por cualquier sitio al que fueran. Rodeó la casa y pisó una pequeña tabla cubierta de hierba. La sacó, rascó la suciedad y la hierba y los bichos y vio que estaba podrida. La partió. Dentro del retrete había un rollo de papel higiénico y un olor diferente al de un retrete portátil porque no olía a productos químicos ni a plástico caliente. Olía a mierda vieja y madera vieja y moho y orina vieja y humo. Estaba mugriento y húmedo y había telarañas en los rincones. Vio dos trozos de tabla de algo menos de un metro de largo, apilados detrás del váter, pero no quiso cogerlos porque no veía bien entre las sombras y no sabía para qué se habían usado o si habría viudas negras en ellos. A una de las hijas del vecino de su padre en Fairbanks la había picado una familia entera de viudas negras cuando había metido el pie en un zapato viejo en el ático. La picaron todas, seis o siete, pero no se murió. Estuvo enferma durante más de un mes. O quizá era solo una historia. Pero de repente Roy tuvo que marcharse. Saltó hacia atrás rápidamente, dejó que la puerta se cerrara con fuerza, y se limpió las manos en las perneras de los pantalones mientras retrocedía.
¿Has encontrado algo?, dijo su padre.
No, gritó él, volviendo a la cabaña. A lo mejor un par de tablas pequeñas, pero no sé para qué se utilizan.
¿Cómo está el retrete? Su padre sonreía cuando Roy llegó hasta él. ¿Da ganas de ir? ¿El gran acontecimiento?
Ni de broma. Estar ahí dentro pone los pelos de punta.
Espera a tener el culo al aire en medio de la nada.
Dios mío, dijo Roy.
He encontrado unas tablas debajo de la cabaña, dijo su padre. No están muy bien, pero se pueden usar. Parece que tendremos que hacer algunas tablas. ¿Has hecho tablas alguna vez?
No.
He oído que se pueden hacer.
Genial. Veía que su padre sonreía.
La primera asignatura de la educación en casa, dijo su padre. Fabricación de Tablas 1.
Así que cortaron lo que tenían y buscaron en el bosque palos que sirvieran de apoyo y un tronco o un árbol lo bastante grande y joven como para hacer tablas. El bosque tenía poca luz y estaba en silencio, salvo por el goteo del agua, el sonido de sus propias botas y su respiración. Algo de viento en las hojas más altas, pero no todo el tiempo. El musgo abundaba al pie de los árboles y sobre sus raíces, y unas flores extrañas que Roy recordaba haber visto en Ketchikan aparecían de repente en lugares extraños, detrás de los árboles y bajo los helechos y luego en medio de un pequeño sendero de caza, rojo y púrpura con tallos cerúleos y anchos como raíces. Había madera caída por todas partes, pero estaba podrida y se deshacía en tonos rojos oscuros y marrones cuando la tocaban. Se acordó de las ortigas a tiempo, para no tocar el pelo que parecía seda y recordó lo que llamaban cáscaras de los árboles, aunque ahora esa palabra parecía rara. Se acordó de que solía arrancarlas a pedradas y las llevaba a casa para grabar en sus tersas superficies blancas. Lo que más recordaba era la sensación constante de ser observado.
Se mantuvo cerca de su padre en ese viaje inicial. Lo alarmaba que ninguno de los dos llevara un arma. Buscaba alguna señal de osos, y en parte esperaba encontrarla. Tenía que recordarse todo el tiempo que debía buscar leña.
Tendremos que talar un árbol. Por aquí nada será lo bastante nuevo. La putrefacción se extiende demasiado rápido. ¿Esto te recuerda a algo? ¿Te acuerdas de Ketchikan?
Sí.
Esto no es como Fairbanks. Todo da una impresión distinta. Creo que a lo mejor he estado en el lugar equivocado demasiado tiempo. Se me había olvidado lo mucho que me gusta estar cerca del agua, y lo mucho que me gusta que las montañas empiecen justo aquí, y el olor del bosque. Fairbanks es seco, y las montañas solo son colinas y cada árbol es igual que los demás. Todo el tiempo abedules americanos y píceas, en general, sin parar. Miraba por la ventana y deseaba que hubiera alguna otra clase de árbol. No sé qué es, pero hace años que no me siento en casa, que no me siento parte de ningún lugar en el que he estado. Me faltaba algo, pero tengo la sensación de que estar aquí, contigo, va a arreglar todo eso. ¿Sabes lo que quiero decir?
Su padre lo miró y Roy no sabía hablar con su padre de ese modo. Sí, dijo, pero no era cierto. No tenía ni idea de lo que su padre estaba diciendo, ni sabía por qué hablaba así. ¿Y si las cosas no salían como su padre decía que iban a salir? ¿Entonces qué?
¿Estás bien?, preguntó su padre, y le pasó el brazo por los hombros. Estaremos bien aquí. ¿Vale? Hablo por hablar. ¿Vale?
Roy asintió y se separó del abrazo de su padre para seguir buscando leña.
Llevaron lo poco que habían encontrado de vuelta a la cabaña, y estaba claro que no era mucho, así que su padre sacó el hacha, pero luego miró el cielo y cambió de idea. Sabes, se está haciendo un poco tarde, y necesitamos comida y tenemos que preparar las camas y todo eso, así que a lo mejor esto puede esperar.
Cogieron la leña seca que estaba en la pequeña caja de la parte trasera —habían descubierto que tenía una puerta para acceder desde el interior— y usaron parte de esa leña para encender la estufa.
También nos ayudará nuestro calor. Nos mantendrá calentitos, y podemos dejar que arda toda la noche si cerramos el tiro.
Tendremos que hacerlo, dijo Roy. Aunque sabía que allí las cosas no serían como en Fairbanks. Los números de un solo dígito y las temperaturas bajo cero serían raros. Su padre se lo había prometido a todo el mundo. Se había sentado en el salón con los codos en las rodillas y había destacado lo seguro y fácil que resultaría todo. La madre de Roy señaló que las predicciones de su padre habían resultado acertadas muy pocas veces. Cuando él protestó, ella mencionó la pesca comercial, la inversión en la ferretería y varias de sus consultas dentales. No mencionó sus dos matrimonios, pero eso también había quedado claro. Su padre no hizo caso y les dijo que casi siempre estarían por encima de cero.
En cuanto el fuego estuvo encendido, Roy fue a buscar latas de chile a la otra habitación, y su padre también le pidió pan, para tostarlo. Había poca luz en la cabaña, aunque en el exterior todavía era de día y la verdadera oscuridad no llegaría hasta muy tarde. Se acordaba de eso, de pequeño tenía que irse a la cama cuando aún era de día. No estaba seguro de cuáles eran las reglas ahora, pero parecía que todas las normas habituales sobre los deberes y la hora de acostarse estaban suspendidas. Nunca estaría ocupado y nunca tendría que levantarse para ir al colegio. Y su padre sería la única persona que vería.
Comieron el chile en el porche, con los pies colgando dentro de las botas. No había barandilla en torno al porche. Contemplaron la ensenada en calma y algún salvelino que saltaba de vez en cuando. Todavía no veían salmones, pero eso también llegaría a lo largo del verano.
¿Cuándo es la temporada del salmón?
Julio y agosto sobre todo, según el tipo. Puede que tengamos los primeros salmones rosas en junio.
Se quedaron en el porche después de acabar y no dijeron nada más. No atardeció, sino que el sol se quedó bajo en el horizonte durante mucho tiempo. Algunos pájaros pequeños entraron y salieron de los arbustos que estaban a su alrededor, después un águila calva descendió desde atrás, el sol dorado caía sobre su cabeza blanca y sus plumas eran de un marrón calcáreo. Voló hasta el extremo del cabo y se posó en lo alto de una pícea.
Eso no se ve en todas partes, dijo su padre.
No.
Finalmente el sol empezó a descender y fueron al interior para poner los sacos de dormir sobre las almohadillas de las mochilas en el suelo del cuarto principal. Roy distinguía tonos rojos en el cielo que se veía por las estrechas ventanas mientras él y su padre se desnudaban en la oscuridad. Después se quedaron en sus sacos, sin que ninguno de los dos hablara. El techo se alejaba de Roy y el suelo se endurecía debajo de él y su mente dio vueltas hasta que finalmente se quedó dormido, y luego se despertó porque se dio cuenta de que oía que su padre lloraba quedamente, con sonidos ahogados y ocultos. El cuarto era muy pequeño y Roy no sabía si podía fingir que no lo oía, pero lo hizo de todas formas y se quedó despierto una hora, parecía, y su padre seguía llorando, pero al final Roy estaba demasiado cansado. Dejó de oír a su padre y durmió.
Por la mañana su padre asaba panqueques a la parrilla y cantaba en voz baja «King of the Road». Oyó que Roy se despertaba, lo miró sonriente. Movió las cejas arriba y abajo. ¿Panqueques y crema de setas?, preguntó.
Sí, dijo Roy. Eso suena genial. Era como si solo estuvieran de acampada.
Su padre le pasó un gran plato de panqueques con sopa de crema de setas por encima y un tenedor y Roy lo apartó un momento, se puso los pantalones, las botas y la chaqueta, y salieron a comer juntos al porche.
La mañana estaba avanzada, una brisa entraba en la ensenada y formaba pequeñas olas en el agua. La superficie era opaca.
¿Has dormido bien?, preguntó su padre.
Roy no lo miró. Parecía que su padre le preguntaba si le había oído llorar, pero su padre lo había dicho como si fuera una pregunta normal. Y Roy había fingido dormir, así que respondió: Sí, he dormido bien.
La primera noche en nuestro nuevo hogar.
Sí.
¿Echas de menos a tu madre y a Tracy?
Sí.
Bueno, probablemente durará un tiempo, hasta que estemos instalados.
Roy no creía que pudiera estar tan instalado como para no echar de menos a su madre y su hermana. E iban a salir periódicamente. Ésa había sido otra de las promesas de su padre. Saldrían cada dos o tres meses para hacer una visita, dos semanas en Navidad. Y estaba la radio de aficionados. Podían mandar mensajes con ella si lo necesitaban, y los demás podían mandarles mensajes a ellos.
Comieron en silencio durante un tiempo. Los panqueques estaban un poco quemados y el interior de uno de ellos era demasiado pastoso porque era demasiado grueso, pero la crema de setas estaba buena. El aire era frío pero el sol ganaba intensidad. Parecía La casa de la pradera o algo así, los dos sentados en un porche sin barandilla con las botas colgando y sin que hubiera nadie en kilómetros a la redonda.
Esto me gusta, dijo Roy. Me gustaría estar al sol y caliente como ahora durante todo el año.
Su padre sonrió. Dos o tres meses. Pero tienes razón. Esto es vida.
¿Vamos a empezar a pescar?
Estaba pensando en eso. Deberíamos empezar esta tarde, después de trabajar en el cobertizo para la leña. Y también haremos un pequeño ahumador.
Dejaron los platos en el pequeño fregadero, y luego Roy fue al retrete. Mantuvo la puerta abierta con un pie e inspeccionó alrededor del asiento lo mejor que pudo, pero al final la única opción era usarlo y confiar en que nada fuera a morderlo.
Cuando volvió, su padre cogió el hacha y la sierra y fueron a buscar árboles para hacer tablas. Mientras caminaban por el bosque, miraban los troncos, pero allí había sobre todo cicutas, que no tenían más de diez o doce centímetros de espesor. A medida que avanzaban por el barranco, los árboles eran aún más pequeños, así que dieron la vuelta y continuaron por la orilla hasta el cabo, donde crecía un bosque más grande de píceas. Su padre empezó a cortar en la base de una que estaba orientada hacia el interior, al otro lado del cabo.
No quiero estropear nuestra vista. Roy pensó que a lo mejor talar árboles allí no era ni siquiera legal, porque estaban en una especie de Bosque Nacional, pero no dijo nada. Sabía que su padre había ignorado las leyes alguna vez cuando se trataba de cazar, pescar y acampar. Había llevado a cazar a Roy a la burguesa Santa Rosa, en California, por ejemplo. Solo llevaban la escopeta de perdigones y buscaban palomas o codornices en algún terreno que vieran junto a alguna carretera apartada. Cuando salió, el dueño no dijo nada, pero los observó mientras volvían al coche y se marchaban.
Roy cogió el hacha, notando el choque sordo en los brazos y estudiando lo blancos que eran los fragmentos que saltaban a su alrededor.
Mira por dónde va a caer, dijo su padre. Piensa en dónde está el equilibrio.
Roy se detuvo y estudió el árbol, dio media vuelta a su alrededor y lo golpeó dos veces y cayó lejos de ellos, rasgando ramas y hojas, mientras el movimiento estremecía otros troncos, que parecían un grupo de transeúntes observando una escena horrorosa, todos temblando y agitados, y después se produjo un extraño silencio.
Bueno, dijo su padre, eso debería servir por lo menos para unas pocas tablas.
Arrancaron las ramas y las pusieron en un montón para hacer astillas y, pensó Roy, quizá arcos y flechas. Lo cogieron de los extremos para llevarlo a la cabaña, pero pesaba mucho más de lo que los dos esperaban, así que lo cortaron en varias secciones, la mayoría de unos sesenta centímetros, pero también partieron dos secciones más largas para hacer tablas más largas, sobre todo para los laterales del ahumador. Después llevaron los trozos a la parte trasera de la cabaña y se quedaron quietos, mirándolos.
No tenemos las herramientas adecuadas.
No, dijo Roy. Tendremos que usar el hacha o la sierra o algo así. ¿Qué se usa normalmente para hacer tablas?
No sé. Algún tipo de herramienta que no tenemos. Pero creo que podemos ponerlos de pie y serrarlos.
Así que intentaron hacerlo con un trozo, lo pusieron de pie y pasaron la sierra a dos centímetros y medio del borde y avanzaron lentamente, intentando no torcerse.
Los trozos tendrán tamaños diferentes, dijo Roy.
Sí.
Resultó que costaba mucho y no funcionaba bien y era más bien el trabajo de una persona porque solo tenían una sierra, así que Roy entró a buscar el material de pesca y sacó las cañas al porche. Colocó un cebo en cada anzuelo, puso un destorcedor un metro más arriba, después volvió. Su padre seguía trabajando con la primera tabla.
Su padre no levantó la vista y siguió con su trabajo. Al respirar soltaba vaho en el aire frío y su cara estaba chupada como la de un pájaro: pequeños ojos hundidos, labios finos, una nariz casi curvada, y un pequeño contorno de pelo que no parecía más que un rizo.
Las cañas están listas, dijo Roy.
Pilla uno grande, dijo su padre, y levantó la mirada un momento. Y después prepárate para serrar. Ahora veo que este trabajo nos va a tener ocupados durante los próximos cuatro meses.
Roy sonrió. Vale. Luego vuelvo.
En el extremo del cabo hacía más viento. Roy estaba en el borde, donde se estrellaban las olas de sesenta u ochenta centímetros de alto, y veía las cabrillas. No se había dado cuenta de que su pequeña cala estaba tan protegida. Caminó por la orilla unos minutos, mirando las piedras blancas y lisas y la línea de árboles que había detrás, sobre un collar de hierba y tierra y raíces que rodeaba la playa por todas partes, y en todas partes estaba expuesto a la intemperie. No sabía cómo se había depositado allí la tierra, pero cuando la estudió de cerca vio que básicamente se trataba de musgo y raíces. Pensó en osos y miró a su alrededor y no vio ninguna señal pero regresó al extremo del cabo, que se veía desde la cabaña, y lanzó el cebo en la entrada de su cala para atrapar los salmones que entraran o salieran.
No veía su cebo ni ningún pez, pero se acordaba de otras veces en las que, de pie en la proa del barco de su padre, habían visto los peces que pasaban por debajo en las calas de Ketchikan. Tendrían eso unos meses más tarde, pero esperaba capturar un pez tempranero aquel día.
Cuando algo picó, era un pequeño salvelino: un destello blanco y un tirón. Lo sacó fácilmente a las piedras lisas, donde intentaba respirar y sangraba, le quitó el anzuelo y le aplastó la cabeza y murió. Hacía bastante tiempo que no atrapaba un pez, casi un año. Se agachó para mirarlo y para observar cómo se desvanecían sus colores.
Fuiste engendrado en rocas como éstas, y a estas rocas vuelves, dijo, con una sonrisa. Te has convertido en almuerzo.
Puso unas piedras a su alrededor para que las águilas no se acercaran, y pensó en su última clase de inglés y en las obras que habían estudiado y en que ese año no habría nada de eso. Tampoco tendría a sus amigos, y no había chicas.
Mientras lanzaba el cebo una y otra vez, pensaba en las chicas del colegio y luego en una chica concreta y en besarla en el camino hacia casa. Tuvo una erección y miró hacia la cabaña, después recogió el sedal y volvió hacia los árboles, donde se inclinó contra un árbol con la bragueta abierta y se masturbó e imaginó que la besaba y se corrió. Hacía menos de un año que había aprendido a masturbarse y lo hacía normalmente tres o cuatro veces al día, pero no había tenido ocasión desde que habían llegado, porque su padre siempre estaba cerca.
Se sentó junto a otro árbol y se sintió solo y pensó en todas sus oportunidades perdidas.
Luego, aburrido, volvió a pescar, cogió otro pez del mismo tamaño y regresó con su padre. La tarde avanzaba, la luz era más rica y la vista de las montañas que tenía frente a él era muy hermosa.
Su padre seguía serrando cuando llegó.
Aquí estás, dijo su padre. Eh, parece la cena. ¿Salvelinos, los dos?
Sí.
Genial. Y empezó a entonar lo que parecía una canción marinera. Oh, el salvelino llegó nadando, y él agarró su caña. Y pescó tres o cuatro y se los llevó, y se los comió con grog.
Su padre sonrió, satisfecho. ¿Mejor que la radio?
Sin duda, dijo Roy. Su padre estaba raro ahí arriba. Puedo cocinarlos mientras terminas. ¿Qué tal va?
Su padre señaló su pila. Parecen diez o quince tablillas de la mejor calidad, diría yo. Y todas muy uniformes. En este rancho sabemos lo que es el control de calidad.
El rancho, dijo Roy. Parece una extensión bastante pequeña.
Los rebaños están en el interior de la isla.
Sí, dijo Roy. Haré algo de cenar. Limpió el pescado en el borde del agua y vio las tripas bajo el agua, se quedaban atrapadas entre las rocas y las olas las agitaban. Parecían extraterrestres. Unas tripas parecían tener ojos.
Encendió la estufa, después puso el pescado en una sartén con mantequilla y salió al porche sintiéndose un pionero, tan a gusto que rodeó la casa, se reunió con su padre y lo observó y habló con él hasta que pensó que el fuego estaría lo bastante caliente y volvió, preparó las brasas y frió el pescado.
Comieron el salvelino en el porche, con pan de levadura natural y algo de lechuga y aliño.
Disfruta la lechuga, dijo su padre. No durará más de una semana, y después solo tendremos verdura enlatada.
¿Vamos a plantar algo?
Podríamos, dijo su padre. Aunque necesitaríamos semillas. No había pensado en eso. Podemos pedirle a Tom que traiga algunas la próxima vez que venga.
¿Las encargarás por radio?
Su padre asintió. Deberíamos probarla, de todas formas. La mejor hora es por la noche, así que igual podemos montarla después de cenar.
Observaron cómo bajaba el sol. Iba tan despacio que no podían verlo caer, pero veían que la luz cambiaba sobre el agua y los árboles, la sombra detrás de cada hoja y de cada onda en la luz inclinada hacía el mundo tridimensional, como si contemplaran los árboles a través de un visor.
Dejaron los platos en el fregadero y llevaron el equipo de radio a la habitación principal, en el rincón más alejado. Su padre lo enchufó a dos grandes baterías y luego se acordó de la antena.
Tenemos que poner esto en la antena, dijo. Así que salieron y miraron y decidieron que era un proyecto demasiado ambicioso y decidieron esperar al día siguiente.
Por la noche, tarde, su padre volvió a llorar. Hablaba consigo mismo en pequeños susurros que sonaban como gemidos mientras lloraba y Roy no podía entender lo que decía su padre o descifrar cuál era el dolor de su padre ni de dónde provenía. Las cosas que su padre se decía a sí mismo solo lo hacían llorar más, como si se obligara a hacerlo. Se quedaba callado y luego se decía algo más y volvía a gemir y sollozar. Roy no quería oírlo. Lo asustaba y lo incapacitaba y no tenía forma de reconocerlo, ni ahora ni durante el día. No pudo pegar ojo hasta que su padre terminó y se quedó dormido.
Por la mañana, Roy recordaba el llanto, y le parecía que eso era exactamente lo que no debía hacer. En virtud de un acuerdo del que nunca había sido testigo, se suponía que debía oírlo por la noche y después durante el día no solo olvidarlo sino, de algún modo, hacer como si no hubiera existido. Empezó a tener miedo de las noches, aunque solo habían pasado dos.
Por la mañana su padre estaba alegre otra vez y preparó huevos, cebolla, patatas y bacon. Roy fingió que tenía más sueño que él y que le costaba despertarse porque quería pensar y todavía no estaba listo para unirse a la alegría y el olvido.
El olor de la comida, sin embargo, lo sacó al final de la cama y preguntó: Entonces, ¿vamos a poner la radio hoy?
Sí, y el cobertizo de la leña y el ahumador, ¿y por qué no hacemos una casita de verano?
Roy se rio. Es verdad que hay un montón de cosas.
Más que huevos en un salmón.
Comieron otra vez en el porche, Roy pensaba que sería mucho más difícil con el mal tiempo, cuando tuvieran que sentarse apretados en el pequeño cuarto del interior. Esa mañana el cielo estaba nublado, aunque dentro hacía suficiente calor como para llevar solamente una sudadera. Recordó que en Ketchikan la mayor parte del tiempo estaba nublado o lloviznando. Le gustaba cómo quedaba en el agua, cómo el agua adquiría un color gris líquido, con la mar más gruesa e impenetrable a la vista, y cómo saltaban los salmones y los fletanes.
Después del desayuno, se pusieron a instalar la antena pero no encontraban la forma de subir al techo. No tenían escalera, y no había un saliente en el borde, nada a lo que agarrarse, ni barandillas altas u otras paredes en las que apoyarse. Su padre se alejó de la cabaña y dio varias vueltas a su alrededor.
Bueno, dijo, sin una escalera imagino que no vamos a subir. Y tampoco sé hasta dónde nos subiría una escalera.
Así que ataron la antena en el borde del techo. Resultó que de todos modos la antena solo era un cable largo en un carrete, así que la solución parecía estupenda. Pero cuando su padre montó la radio y probó la recepción, no oían nada con claridad. Solo llegaban sonidos distorsionados, chirriantes y extraños que a Roy le recordaban la antigua ciencia ficción, la tele en blanco y negro, Ultraman y Flash Gordon. Y se suponía que ese sería su único contacto con los demás.
¿Vamos a poder hablar con alguien?, preguntó Roy.
Lo estoy intentando, dijo su padre, impaciente. Espera un segundo.
No parece que cambie nada, añadió Roy tras unos minutos de ruidos distorsionados.
Su padre se volvió y lo miró, apretando los labios. Ve a hacer otra cosa un rato, ¿vale? Puedes serrar las tablillas.
Roy fue a la parte trasera de la cabaña y miró las tablillas y empezó con una, pero no se sentía de humor, así que encontró un codo en una de las ramas más grandes, que formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados. Cortó unos diez centímetros de cada extremo del codo y empezó a tallar la pieza con su navaja para hacer un bastón arrojadizo. Se preguntó si habría conejos o ardillas. No podía recordarlo. También haría un arpón, y un arco y flechas y un hacha de piedra.
Trabajó en el bastón arrojadizo, alisando los laterales y redondeando los extremos, hasta que su padre salió y dijo: No consigo poner en marcha el condenado cacharro, y después vio lo que Roy estaba haciendo y se detuvo. ¿Qué es eso?
Estoy haciendo un bastón arrojadizo.
¿Un bastón arrojadizo? Su padre se separó y luego se dio la vuelta. Vale. Estupendo. Da igual. Sabes, estoy perdiendo la cabeza, y el objetivo era relajarse y encontrar una forma distinta de vivir, así que estupendo. Vamos a dejar este proyecto y descansar.
Miró a Roy, que se preguntaba si realmente su padre estaba hablando con él.
¿Por qué no damos un paseo?, dijo. Coge tu rifle y cartuchos. Vamos a dar una vuelta.
Roy no dijo nada, porque todo el plan parecía incierto. No estaba seguro de que no tuvieran una idea distinta en unos minutos. Pero su padre entró en la cabaña, y cuando Roy lo siguió, su padre estaba dentro, sacando su propio rifle de su funda, así que Roy fue a por el suyo, se metió algunos cartuchos en el bolsillo y cogió su gorro y su chaqueta.
Coge también tu cantimplora, dijo su padre.
Cuando salieron, todavía no era mediodía. Entraron en el bosque de cicutas y siguieron un sendero de caza, subiendo y bajando pequeñas colinas, hasta que llegaron a las píceas y cedros de la falda de la montaña. El sendero de caza se terminaba y después caminaron sobre arándanos y monte bajo, intentando no perder pie en los matorrales. La tierra que había debajo era irregular, esponjosa, y estaba llena de agujeros. Llegaron a otra zona donde había cicutas y se quedaron para contemplar la vista sobre la ensenada. Los dos estaban sin aliento, poco más de ciento cincuenta metros por encima de la cabaña, y la montaña que tenían sobre ellos subía tan bruscamente que no veían la cima, solo la curva de su ladera. Abajo, la cabaña parecía muy pequeña y su presencia resultaba difícil de creer.
Las otras islas, dijo su padre. Desde aquí se ven mucho mejor.
¿Dónde está el continente?
Un buen trecho por detrás de nosotros, después de toda Príncipe de Gales y otras islas, me parece. Al este. No veremos mucho el amanecer. Estamos a la sombra hasta media mañana.
Se quedaron mirando un rato, cogieron sus rifles y siguieron escalando. Pequeñas flores silvestres se arrugaban bajo sus botas y sus manos, había musgo y arándanos que todavía no estaban maduros y hierbas extrañas. Roy no veía ningún animal, y después vio una ardilla listada en una roca.
Espera, papá, dijo, y su padre se dio la vuelta. Roy tomó impulso y lanzó su bastón arrojadizo. Pasó a tres metros de la ardilla listada, rebotó en el suelo varias veces y se detuvo unos quince metros más abajo.
Vaya, dijo, y dejó su rifle, recuperó el bastón arrojadizo y volvió.
Supongo que no podemos contar con que eso nos consiga la cena durante un tiempo, dijo su padre.
A medida que subían, el ruido del viento se hacía más fuerte y algunos pájaros revoloteaban. Todavía no seguían ningún rastro.
¿Dónde vamos?, preguntó Roy.
Su padre siguió andando un rato y al final dijo: Supongo que vamos a subir y a echar un vistazo.
Más arriba, sin embargo, llegaron a la zona de nubes. Se pararon y miraron hacia abajo. Estaba nublado por todas partes, y no había ninguna luz intensa, pero al menos las zonas bajas estaban libres de niebla y nubes, y más calientes. Grandes abanicos de nubes bajaban hasta el borde y el viento los arrastraba. Por encima había unos contornos desvaídos y después todo era opaco. El viento era más fuerte y el aire húmedo era mucho más frío.
Bueno, dijo su padre.
No sé, dijo Roy.
Pero siguieron subiendo entre las nubes y el frío y aún no había ningún rastro. Mientras pasaban Roy intentaba distinguir siluetas de osos, lobos y glotones entre las formas en penumbra que había a su alrededor. La nube los encerraba a él y a su padre en su propio sonido, de forma que oía su propia respiración y la sangre que se agolpaba en sus sienes como si estuviera fuera de sí mismo, y eso también aumentaba su sensación de ser vigilado, incluso cazado. Los pasos de su padre justo por delante de él sonaban enormes. El miedo se extendió por su cuerpo de tal modo que tuvo que contener el aliento en tensos jadeos y no podía pedir que volvieran.
Su padre seguía caminando y nunca se daba la vuelta. Subieron más allá del límite de los árboles y de la vegetación baja y densa y llegaron a una zona de musgo más pequeño y hierba dura y muy corta con ocasionales florecillas silvestres que eran pálidas por debajo. Caminaron por breves áreas cubiertas de roca y después sobre todo roca y escalaron montones de piedras, agarrándose al suelo con una mano, el rifle en la otra, hasta que su padre se paró y estaban en lo que parecía la cima y no veían nada más allá de las formas pálidas que había debajo y que desaparecían a ocho metros de distancia, como si el mundo terminara en los cortados que los rodeaban y no pudiera encontrarse nada más por encima. Se quedaron allí mucho rato, lo bastante como para que la respiración de Roy se tranquilizara y perdiese el calor y empezara a notar frío en la espalda y en las piernas y lo bastante como para que la sangre regresara a sus oídos y oyese el viento que pasaba sobre la cima de la montaña. Hacía frío, pero había algo reconfortante en ese lugar y en la forma en que los envolvía. El gris se extendía en todas direcciones y ellos formaban parte de él.
No es una gran vista, dijo su padre, y dio la vuelta y bajaron por donde habían subido y no hablaron hasta que hubieron salido de las nubes.
Su padre miró el collado bajo que se extendía hacia el siguiente risco y después las montañas que se veían detrás, borrosas sobre el fondo gris. A lo mejor deberíamos bajar, dijo. No hace calor y no se ve bien, y no parece que haya muchos rastros.
Roy asintió y descendieron por el monte bajo hacia los pequeños bosques de la falda de la montaña y por el sendero de caza hasta su cabaña.
Cuando llegaron, no tenía buen aspecto. La puerta delantera colgaba inclinada sobre una sola bisagra y había basura en el porche.
Qué demonios, dijo su padre, y los dos corrieron y después redujeron la velocidad cuando se acercaban a la cabaña.
Parecen osos, dijo su padre. Eso del porche es nuestra comida.
Roy veía que las bolsas de basura que contenían alimentos secos estaban rasgadas, y la comida enlatada se esparcía desde la puerta hacia el porche y la hierba que había debajo.
Puede que sigan dentro, dijo su padre. Mete un cartucho en la recámara y quita el seguro, pero ten cuidado conmigo, y baja el cañón. ¿Vale?
Vale.
Así que cargaron los rifles y caminaron despacio hacia la cabaña hasta que su padre se acercó, golpeó la pared, gritó y después esperó y nada se movió o hizo ruido alguno.
No parece que estén dentro, dijo, pero nunca se sabe. Fue al porche y empujó la puerta rota con el cañón e intentó mirar. Está oscuro, dijo. Y los osos son oscuros. No me gusta nada. Pero al final entró y salió rápidamente y después volvió a entrar más despacio. Roy no oía nada, el corazón le iba muy deprisa. Imaginó que su padre salía volando por la puerta con el oso detrás, sin su rifle, y que él le disparaba en el ojo y después en la boca abierta, unos tiros perfectos como los que su padre le había dicho que tendría que disparar para matar a un oso con un calibre 30.30.
Pero su padre salió otra vez, ileso, y dijo que el oso se había ido. Lo ha destrozado todo, dijo.
Roy miró dentro y a sus ojos les costó un tiempo ajustarse pero después vio su ropa de cama desgarrada y mordisqueada por todas partes y la radio hecha pedazos y partes de la estufa destrozadas. Todo roto. No vio nada que siguiera de una pieza, y no se le escapó que tendrían que vivir con eso durante mucho tiempo. Ahora tampoco había forma de llamar a nadie más y no tenían dónde dormir.
Voy a por él, dijo su padre.
¿Qué?
No tiene sentido arreglarlo todo si sigue ahí fuera y puede volver a hacerlo. Y puede que tampoco sea seguro para nosotros. Puede que vuelva de noche a buscar más comida.
Pero es tarde y puede estar en cualquier sitio, y tenemos que comer y pensar dónde dormimos y… Roy no sabía cómo seguir. Lo que decía su padre no tenía sentido.
Puedes quedarte y arreglarlo todo, dijo su padre. Y yo volveré después de matar al oso.
¿Tengo que quedarme aquí solo?
Estarás bien. Tienes tu rifle y yo estaré siguiendo al oso, de todas formas.
Esto no me gusta, dijo Roy.
A mí tampoco. Y su padre se marchó. Roy se quedó en el porche, viendo cómo desaparecía por el sendero, y no podía creer lo que estaba pasando. Tenía miedo y empezó a hablar en voz alta. ¿Cómo me has podido dejar aquí? No tengo nada que comer y no sé cuándo vas a volver.
Estaba aterrado. Daba vueltas a la cabaña y pensaba que quería estar con su madre y su hermana y sus amigos y todo lo que había dejado atrás, hasta que finalmente tuvo hambre y frío y se detuvo, entró y empezó a inspeccionar los sacos de dormir para ver si había algo que pudiera emplearse.
El saco de su padre estaba casi intacto. Solo tenía unos pequeños desgarrones. Pero el oso había empleado su propio saco como una especie de juguete. La mitad superior estaba destrozada y el relleno se hallaba desparramado por toda la habitación. Podía usar la mitad inferior, pensó, pero no había forma de reparar el resto.
Casi toda la comida estaba echada a perder. Algunas de las bolsas de harina y azúcar blanco estaban intactas, pero solo algunas, y el oso se había comido todo el azúcar moreno para ahumar. Algunas latas solo estaban abolladas, pero la mayoría estaban agujeradas.
Roy puso en su sitio las piezas de la estufa que había derribado el oso. Encendió un fuego, vació las únicas dos latas de chile que seguían cerradas en una olla que no estaba demasiado abollada, calentó el chile y se sentó en el porche a esperar a su padre.
Cuando se hizo de noche y su padre todavía no había vuelto, Roy recalentó el chile y se comió las dos latas porque no podía parar. Me he comido tu chile, se disculpó en voz alta, como si su padre pudiera oírlo.
Esa noche Roy se quedó despierto, metido en el saco de dormir de su padre en el porche, con el rifle en las rodillas, y su padre seguía sin volver. Cuando llegó la mañana no había dormido, estaba hambriento, se sentía enfermo y tenía mucho frío en el porche, así que entró en la cabaña.
La radio no estaba demasiado mal. Parecía que solo se había sentado encima de ella, o algo así. Pero aun así quizá no volviera a funcionar nunca. Roy no lo sabía. Quería ser capaz de hacer algo, algo útil, pero no sabía nada de radios. Así que salió de nuevo con sus botas, su chaqueta abrigada, su gorro y sus guantes —todo estaba en buenas condiciones— y empezó a serrar tablillas. Tenía el rifle cerca, con un cartucho en la recámara y el seguro retirado y serró y pensó en disparar al aire varias veces. Entonces su padre volvería, pero también se enfadaría, porque habría disparado por nada. Solo quería que su padre volviera. La situación no le gustaba nada. No sabía qué hacer.
Pasado el mediodía, solo había hecho unas pocas tablillas y tenía una ampolla en el pulgar. Era dificilísimo fabricar las tablillas. Debían de estar haciendo algo mal. Su padre no había vuelto y él no había oído ningún disparo, así que se levantó para escribir una nota que decía: He ido a buscarte. Volveré en un par de horas. Me he ido al mediodía.
Se fue en la dirección en la que había ido su padre, pero rápidamente se dio cuenta de que no tenía ni idea del camino a seguir. Miró el suelo y vio las débiles señales de que habían pasado por allí el día anterior. De vez en cuando la huella de una bota pero normalmente tierra removida y hierba aplastada. Siguió ese rastro hasta el pie de la montaña, pero no había modo de ver ninguna huella en esa zona esponjosa y no encontró ningún sendero que llevara al camino principal, así que se sentó de espaldas a la montaña e intentó pensar.
Su padre no había dejado ninguna pista. No le había dicho dónde iría o por cuánto tiempo. Así que Roy se sentó y lloró, luego volvió a la cabaña. Rompió la nota y se sentó en el porche mirando el agua, comió algo de pan y mantequilla de cacahuete y recogió un poco de la mermelada del frasco que se había roto en las piedras que había debajo del porche. Las hormigas y otros bichos se habían llevado la mayor parte, pero salvó casi una cucharada que parecía estar bien. Volvió al porche, se la comió, miró hacia el sol poniente y esperó.
Su padre volvió justo después de que se hiciera de noche. Roy lo oyó avanzar por el sendero y gritó: ¿Papá?
Sí, respondió su padre en voz baja y llegó al porche y se quitó el barro de las botas y miró a Roy, que tenía el rifle en las rodillas.
Lo he encontrado, dijo.
¿Qué?
He encontrado el oso, en un barranco, un par de montañas más allá. Lo he encontrado esta mañana. ¿Has oído los disparos?
No.
Bueno, estaba un poco lejos.
¿Dónde está?
Sigue allí. No he podido traerlo. Y no llevaba la navaja. Solo el rifle. Pero tengo mucha hambre. ¿Nos queda algo de comida? ¿Has pescado algo?
A Roy no se le había ocurrido pescar. Queda un poco, dijo. Calentaré algo para ti.
Eso estaría muy bien.
Roy fue a calentar una lata de sopa de pollo, su última lata, con una lata de maíz y una lata de judías verdes. Su padre había sacado su linterna e intentaba arreglar la lámpara. Debió de oler el queroseno y darle un golpe, dijo.
Para cuando la comida estaba caliente, la lámpara había vuelto a funcionar y veían dentro de la cabaña.
¿Cómo era?, preguntó Roy mientras ponía la comida en el suelo.
¿Qué?
¿Cómo era, el oso?
Un oso negro, no muy grande, un macho pequeño. Lo he visto detrás de mí esta mañana, hozando entre los arbustos. Le he dado en la espalda con el primer tiro, y lo he derribado, pero se retorcía y chillaba. El segundo tiro le ha dado en el cuello, y lo ha matado.
Hostia, dijo Roy.
No ha estado mal, dijo su padre. La próxima vez, tendremos que desollarlo y salar y secar la carne. ¿Nos queda algo de sal, por cierto?
Sí, todavía tenemos una bolsa.
Bien. También podemos poner un poco de agua salada en una olla y dejar que se evapore un día de sol, debe de haber dos cada millón de años.
Ja, dijo Roy, pero su padre no levantó la vista de la comida. Parecía muy cansado. Roy también lo estaba. Esa noche se durmió casi inmediatamente.
Soñó que cortaba trozos de pescado y cada trozo tenía un pequeño par de ojos y cuando cortaba oía un sonido quejoso y cada vez más alto. No venía exactamente de los trozos de pescado o de los ojos de los peces, pero lo observaban y esperaban para ver qué hacía.
Roy se despertó y vio a su padre moviendo cosas por la cabaña, limpiando y ordenando. Bostezó y se estiró y se puso las botas.
El oso nos ha limpiado la cabaña bastante bien, dijo su padre.
Tendré que arreglar mi saco de dormir. Había dormido en la parte de abajo con toda la ropa puesta, incluidos su gorro y una pequeña manta que su padre le había echado por encima.
Sí, eso y la radio y la puerta y mi ropa de lluvia y la mayor parte de la comida. Tendremos que arreglarlo.
Roy no respondió.
Lo siento, dijo su padre. Solo estoy un poco desanimado. Ha echado a perder mucha comida, y una parte podría haberse salvado ayer pero ahora está llena de bichos, así que tendremos que tirarla. Tenemos bolsas térmicas, sabes, y podrías haber metido algo dentro.
Lo siento.
No pasa nada. Ayúdame a revisarlo ahora.
Siguieron revisando y metieron lo que tenían que tirar en una bolsa de basura que enterraron en un hoyo a cien metros de distancia.
Si viene otro oso, igual huele esto primero y viene aquí y escarba y podemos matarlo antes de que llegue a la cabaña.
A Roy no le hacía mucha ilusión matar más osos. El último parecía un desperdicio. ¿Crees que el oso que encontraste era el oso que hizo esto?, preguntó.
Su padre dejó de cavar un momento. Sí. Lo seguí. Pero podría haber sido otro oso. Perdí el rastro varias veces y tuve que encontrarlo otra vez, y es bastante raro que ese oso estuviera tan lejos de casa. Así que deberíamos estar atentos por si acaso.
Roy decidió que no iba a disparar a menos que el oso atacara a uno de los dos, especialmente si no iban a desollarlo y comerlo. ¿Gritó mucho cuando le disparaste?
Eso no se pregunta.
Cuando terminaron de enterrar la comida estropeada, su padre volvió a la cabaña y metió la pala. Se quedaron en el porche y miraron el agua, que estaba en calma y gris.
Tenemos que solucionar el problema de la comida, dijo. Puedes empezar a pescar y yo trabajaré en el ahumador. También necesitamos el cobertizo para la leña, y tenemos que cortar leña, pero no puedo hacerlo todo a la vez, y primero tenemos que comer. Si coges algo, vacíalo para sacar los huevos y pon un par de sedales en el fondo con ellos. Ata el sedal a algo y lo dejaremos ahí todo el día.
Así que Roy volvió al extremo del cabo y lanzó la caña en la cala. Durante mucho tiempo no cogió nada. Empezó a mirar fijamente el agua mientras pescaba, con la sensación de que aparecería un pez en cualquier momento, como si pudiera desear que surgiera uno al final del sedal, pero luego empezó a mirar al otro lado del canal y las islas. Había cabrillas a lo lejos, y, en la distancia, en el filo del horizonte, pasó un barco pesquero. Estaba lejos, pero Roy veía que algo sobresalía en la parte delantera, e incluso imaginó que podía ver el equipo de descarga, pero eso era solo su imaginación. Y después fantaseó con que tenía que disparar unas bengalas e intentar atraer la atención del barco porque un oso los había atacado y se había medio comido a su padre, y después por fin picó un pez y lo sacó, trasladándolo rápidamente por encima del agua, mientras meneaba la cabeza, porque era un salvelino pequeño. Lo puso en las rocas y normalmente lo habría tirado, era muy pequeño, pero necesitaban todo lo que pudieran conseguir, así que le aplastó la cabeza y le hizo un corte desde el agujero del culo a la garganta para ver si tenía huevos. Tenía, lo que era una suerte, aunque eran pequeños y no había muchos. Los cortó, dejó el pez y su caña, y fue a la cabaña para poner los sedales para el fondo, pero entonces oyó el sonido de unas alas que bajaban y se volvió y corrió pero no fue lo bastante rápido. El águila tenía el pez en sus garras y se elevó con sus enormes alas marrones antes de que Roy pudiera llegar. Cogió una piedra y se la tiró al águila para que soltara el pez pero falló y el águila avanzó lentamente por la ensenada hasta llegar a un árbol que había en el extremo del cabo y se posó observando a Roy mientras se comía el pez.
Roy pensó en la escopeta, pero, aunque estaba enfurecido y sabía que estaban desesperados por conseguir comida y tenía miedo de lo que diría su padre sobre la pérdida del pez, no quería ni pensar en disparar a un águila calva.
Cogió un carrete extra y anzuelos de la cabaña para poner los sedales del fondo.
¿Has pillado algo?, dijo su padre desde atrás.
Sí, he conseguido los huevos para el sedal, pero era un pez pequeño y cuando me he dado la vuelta se lo ha llevado un águila.
Mierda.
Sí.
Bueno, ve a coger otro.
Es lo que pensaba hacer.
Puso plomadas grandes en los sedales del fondo y los lanzó a mano. Esperaba que el agua fuera lo bastante profunda. Puso dos delante de la cabaña y los ató a las raíces, luego volvió al extremo del cabo y tiró un sedal a la cala en la que había pescado y lo llevó hacia atrás para atarlo a un árbol. El águila seguía en lo alto, observándolo.
Después Roy cogió su equipo y caminó por la costa, durante más de setecientos metros avanzó lentamente sobre las rocas y a veces por el interior del bosque hasta llegar a la siguiente pequeña ensenada. Allí, cuando lanzó y recogió, enseguida atrapó algo más grande. Tiraba del sedal oblicuamente hacia el mar, el carrete hacía ruido, hasta que Roy se dio cuenta de que el sedal iba demasiado suelto y después el pez siguió tirando pero Roy no tuvo problemas para dominarlo. Saltó dos veces cuando lo arrastraba hacia la playa, dio dos vueltas en el aire, movía la cabeza hacia delante y detrás intentado liberarse. Era un tempranero salmón rosa, plateado y joven. Roy retrocedió con el extremo de la caña hacia arriba para levantarlo y dejarlo suave y rápidamente en la playa rocosa. Se movía con fuerza y tiró el anzuelo, pero para entonces ya estaba en tierra y Roy corrió para cogerlo rápidamente de las agallas y lo lanzó hacia la playa, donde se quedó jadeando y con los ojos rojos, y aplastó su cabeza tres veces con una piedra, hasta que su cuerpo se arqueó tembloroso y sangriento y luego se quedó plano. Sus músculos sufrían espasmos cada pocos segundos pero estaba muerto.
Roy lo cubrió con un pequeño montón de piedras para mantenerlo a salvo del águila y lanzó el sedal otra vez. En pocas horas tenía seis salmones y un salvelino. Los ató con un trozo de cuerda de nailon que había llevado, hizo un asa para transportarlos, y volvió lentamente a la cabaña, deteniéndose periódicamente para descansar.
Pinta bien, dijo su padre cuando lo vio llegar. Pinta bien.
He ido a la otra ensenada. La pesca es mucho mejor allí.
Te creo, dijo su padre, y cogió la ristra de peces para mirarla. Salmones frescos, dijo. Y el ahumador va bien, así que ¿por qué no sigues y los cortas en lonchas cuando termines de limpiarlos?
Cuando Roy terminó de limpiarlos y cortarlos en lonchas para ahumarlos ya se estaba haciendo tarde. Lavó bien todos los trozos, los metió en un cubo e hizo salmuera con sal y un poco de azúcar moreno. Se suponía que usarían el azúcar moreno para la salmuera, pero el oso se lo había comido o lo había esparcido. Luego fue a la parte trasera de la casa para estar con su padre.
¿Qué tal va?, preguntó Roy.
Está casi hecho.
Roy no veía bien, pero parecía que tenía cuatro paredes y un techo y un hueco debajo para meter las virutas. ¿Tiene rejillas?, preguntó.
He traído rejillas, dijo su padre. Y una sartén para el fondo que tiene dos alturas, una para las brasas calientes y otra para las virutas del ahumador. Sin esas cosas, no sé cómo lo habría hecho.
¿Vamos a ahumarlos ahora?
Los dejaremos en salmuera y empezaremos mañana temprano. Es demasiado trabajo vigilar las astillas y todo, especialmente porque ni siquiera sabemos si la cosa funcionará. ¿Por qué no preparas los trozos que has dejado fuera mientras yo termino con esto?
Así que Roy hizo los dos grandes filetes en una sartén con aceite, porque ya no les quedaba mantequilla, y para cuando llegó su padre estaba cansado y no habló mucho y se comió el pescado mirando el plato. Roy no se sentía más unido a su padre que durante sus ocasionales vacaciones, y se preguntó si eso cambiaría alguna vez.
Buen pescado, dijo su padre por fin. No hay nada como el salmón. Y después lavaron los platos juntos y se fueron a la cama.
Más tarde, después de que Roy se hubiera dormido y se hubiera despertado de nuevo, con frío, su padre le hablaba.
¿Roy?, decía. ¿Me oyes?
Sí. Ahora estoy despierto.
No sé por qué estoy así. Me siento muy mal. Estoy bien durante el día, pero por la noche me viene. Y entonces no sé qué hacer, dijo su padre, y esas últimas palabras le hicieron gemir de nuevo. Lo siento, Roy. Lo intento. No sé si podré aguantar.
Roy empezaba a tener ganas de llorar, y no quería que pasara eso.
¿Roy?
Sí, estoy aquí. Lo siento, papá. Espero que te sientas mejor.
Su padre emitió un horrible sonido ahogado y dijo: Gracias. Y se quedaron callados, cada uno escuchando la áspera respiración del otro, hasta que por fin era de nuevo por la mañana y Roy se quedó en la cama recordando y oliendo la estufa, sintiendo el calor que salía de ella.
Su padre ya estaba detrás de la cabaña, metiendo el pescado en el ahumador. Eh, hijo, dijo. Parece que esto va a estar bastante bien. Levantó la mirada y sonrió a Roy. Después abrió la puerta y Roy miró lo que había dentro.
Las lonchas de pescado estaban ahí, y Roy vio que la carne rosa brillaba por la salmuera, lo que estaba bien.
Ahora solo tengo que coger la sartén, dijo su padre. Tengo las brasas listas en la estufa.
Entraron y su padre sacó las brasas con unas pinzas que había llevado para eso y las puso en la sartén, después puso encima una pequeña parrilla que encajaba en la sartén y echó un gran puñado de viruta de aliso encima. Estará sabroso, dijo.
Salieron otra vez y deslizó la sartén en la pequeña puerta del fondo y comprobó todas las junturas cuando el humo empezó a arder en el interior. Por algunos sitios se escapaba un poco de humo, pero su padre dijo que iría bien y a Roy le parecía que tenía buena pinta. Parecía que podrían comer salmón ahumado y que podrían conservar tasajos.
Ahora necesitamos rejillas para secar, dijo su padre. Y no nos vendría mal tener un escondite para ponerlo todo fuera del alcance de los osos.
¿Un escondite?, preguntó Roy.
Sí, para proteger la comida de los osos y de todo lo demás.
¿Sería mucho trabajo?
Sí, no digo que vayamos a empezar a construirlo ahora. Solo estoy pensando. Lo que tenemos que hacer ahora son las rejillas y el cobertizo para la leña.
Trabajaron en el armazón del cobertizo que salía de la pared trasera de la cabaña pero les cayeron unas gotas gordas y mientras miraban hacia las nubes oscuras la lluvia empezó a caer con más fuerza, así que corrieron hacia la parte delantera con la herramienta para no quedar empapados.
Prepararon el fuego en la estufa e intentaron secarse un poco con una toalla.
No queda mucha leña seca, dijo su padre. No queda casi nada. Deberíamos haber guardado algunos trozos para que se secaran lentamente. Si sigue lloviendo, tendremos problemas.
Levantaron la lámpara de queroseno y sacaron las cartas y pasaron la tarde sentados en el suelo, jugando al gin rummy, esperando que dejara de llover. Su padre no estaba muy interesado en el juego y parecía igual de abatido cuando ganaba y cuando perdía. La lluvia y el viento golpeaban el techo y en el exterior de la ventana, y no distinguían nada a más de treinta metros de distancia, había muy poca visibilidad.
Después de tres horas o así, su padre se levantó. No puedo seguir aquí sentado, dijo. Creo que iré a trabajar con mi ropa de lluvia, luego miraré el ahumador. La verdad es que vamos a tener un montón de lluvia y tenemos que acostumbramos a salir y trabajar cuando llueve.
El oso había hecho grandes desgarros en su ropa de lluvia. La tendió en el suelo y puso cinta adhesiva en los dos lados de cada desgarro, después salió y Roy le siguió con sus propias botas y su equipo.
Roy se detuvo frente a su cabaña y miró el agua, que formaba una pálida U delante de él y parecía unida al cielo. No había ninguna línea entre los dos, no se veía el horizonte. Solo se podía distinguir el lugar donde se tocaban el mar, la lluvia y la niebla a muy poca distancia, al borde del agua. Los árboles que había a cada lado parecían hechos jirones. Caminó hacia el agua, pisando cuidadosamente las piedras redondas y húmedas, y oyó la lluvia que caía por todas partes, una pantalla regular de sonido que tapaba todos los demás ruidos. También era el único olor. Incluso cuando olía a tierra o a mar, incluso cuando Roy captaba los perfumes de lo que imaginaba que eran helechos y ortigas y madera podrida, solo parecían parte del olor de la lluvia. Y se daba cuenta de que iba a ser así, casi siempre. Los días claros que habían tenido eran una rareza. La lluvia densa, y el mundo encerrado en ella, eran todo lo que iban a conocer. Ése sería su hogar.
Ven aquí, gritó su padre, el grito sordo.
Así que volvió y lo ayudó con el cobertizo. Clavaron los postes y después se dieron cuenta de que primero debían unir el techo, y luego levantarlo, porque no tenían escalera, así que volvieron a bajar los postes. Su padre trabajaba en la madera con expresión lúgubre, cerrando la boca con fuerza y entornando lo ojos. Le decía a Roy qué debía hacer exactamente, y Roy tenía la sensación de que se metía en medio y le daba más órdenes de las necesarias, como si su padre lo tuviera ahí fuera solo para que los dos estuviesen bajo esa lluvia de mierda.
Su padre clavó las tablillas, que se solapaban, y cuando terminó el techo, volvieron a subir los postes, Roy sujetaba mientras su padre alargaba el brazo y clavaba. Cuando el techo estaba por fin en alto, bajaron y lo miraron. Parecía frágil, sobre todo, los soportes eran irregulares y lisos y de un color marrón oscuro manchado por la lluvia, las tablillas del techo no tenían el mismo tamaño, estaban colocadas en ángulos un poco distintos y sobresalían dentadas en los bordes, algunas con corteza y otras sin ella. Parecía una construcción de frontera, auténtica, aunque no tan robusta. Parecía que podía impedir que entrara un poco de la lluvia, pero cuando se metieron debajo no estaba muy bien. Mantenía la mayor parte de las gotas lejos de sus cabezas, y pudieron quitarse las capuchas, pero la lluvia los mojaba, sobre todo en las piernas, cuando soplaba una ráfaga de viento.
Bueno, a lo mejor también podemos poner plástico encima de la leña, dijo su padre.
Eso suena bien, dijo Roy. Y no pasa nada si solo se moja la parte baja del montón, ¿no?
No. Su padre miró el techo, su mandíbula tensa y oscura tras cinco días sin afeitarse. Pero de momento es lo mejor que podemos tener. Debería haber hecho las tablillas más largas. A lo mejor cuando tengamos vacaciones y traigamos más provisiones, traeré algo de madera.
¿Cuándo nos vamos?
No te excites demasiado con eso. No será hasta dentro de un mes o dos como poco, y eso si consigo que funcione la radio, aunque supongo que Tom vendrá a echar un vistazo si no lo llamamos durante demasiado tiempo. Es lo que tiene que hacer, en todo caso.
Un mes o dos le parecía a Roy un tiempo imposiblemente largo, toda una vida en un lugar miserable que no era su hogar.
Miraron el salmón antes de entrar, y estaba listo. Dejaron una bandeja para que se endureciera, pero llevaron el resto dentro. Pusieron la rejilla en lo alto de la estufa y empezaron a comer. El exterior se había endurecido y estaba dulce y salado pero la carne rosa del interior seguía húmeda y solo suavemente ahumada. No estaba tan bueno como si lo hubieran hecho con azúcar moreno pero aun así estaba delicioso. Roy lo comió con los ojos cerrados.
Deja de tararear, dijo su padre.
¿Eh?
Tarareas cuando comes. Siempre lo haces, y me vuelve loco. Limítate a comer.
Así que Roy intentó no tararear, aunque ni siquiera se había dado cuenta de que lo hacía. Deseó poder llevarse los trozos a otro sitio y comérselos solo sin preocuparse por ello.
Cuando estaban llenos, habían terminado al menos un tercio. Su padre dejó que se enfriara el resto, luego lo puso en las bolsas del congelador antes de irse a la cama.
Esa noche, su padre volvió a hablarle. Roy repetía: Solo un mes o dos y me largo de aquí y no volveré, una y otra vez en su cabeza como un mantra mientras su padre gemía y lloraba y confesaba. Engañé a tu madre, le dijo a Roy. Fue en Ketchikan, cuando estaba embarazada de tu hermana. Me parecía que algo terminaba para mí, creo, todas mis oportunidades, y Gloria siempre se quedaba hasta tarde y entraba en mi despacho y me miraba de esa forma, y no pude contenerme. Dios, me sentí mal. Me sentía enfermo todo el tiempo. Pero lo seguía haciendo. Y la cosa es que, incluso después de ver todo lo que eso provocó, todo lo que destruyó, no sé si actuaría de otra manera si volviera a tener la oportunidad. La cosa es que hay algo dentro de mí que no está bien. No puedo hacer lo correcto y ser el que tengo que ser. Hay algo en mí que no me deja hacerlo.
No le hizo ninguna pregunta a Roy y Roy no respondió nada. Su padre hablaba y Roy escuchaba y detestaba escuchar eso y pensaba en su madre y en cómo ella y su padre se habían peleado en Ketchikan y no sabía cómo debía entender esa nueva versión de los acontecimientos. Cuando le dijeron que iban a divorciarse, le habían contado una historia distinta, y cuando Roy había preguntado si podía ayudar, le habían dicho que no podía, que era una cosa que le pasaba a la gente.
La lluvia era constante en el exterior, y su habitación era pequeña y estaba oscura. Su padre, que le susurraba y lloriqueaba y hacía ruidos extraños y aterradores en su desesperación, estaba solo a unos pasos de él y no había ningún otro sitio adonde ir.
Por la mañana, comieron cereales fríos y leche en polvo y no encendieron la estufa porque necesitaban conservar la leña. La lluvia continuaba, igual que el día anterior. Los alféizares se oscurecían y dejaban pasar el agua, y había goteras en varios lugares de las paredes. Su padre se quedaba mirándolas con su linterna y no decía nada, solo palpaba por encima de ellas, donde la pared se unía al techo y después miraba más arriba, hacia el techo, moviendo el haz de luz lentamente por cada listón y cada madero.
Roy leía un libro de la serie Executioner. Lo leía sobre todo por la mujer que siempre conquistaba el Executioner, e intentaba imaginar que era él quien se acostaba con ella.
Bueno, dijo su padre. Es la hora de la rejilla de secar, puedes mirar los sedales del fondo.
Roy comprobó primero los sedales, aliviado por salir de la cabaña y alejarse de su padre. Todavía llovía bastante. Su ropa de lluvia lo mantenía seco pero estaba tan húmeda y fría que se sentía mojado, como si el agua se colara por todas partes. Los sedales de delante no tenían nada, pero el que había en el cabo tenía un salvelino muerto que empezaba a ponerse pálido. Lo cortó con el brazo extendido, no quería acercarse demasiado por si las tripas estaban podridas o explotaban o algo, pero parecía que estaba bien. Olía un poco más, pero solo un poco, y la carne tenía buena pinta. Era un macho, con dos largas bolsas de esperma en vez de huevos, así que volvió a la cabaña a buscar unos huevos que había salado y los ató al anzuelo con estopilla y volvió a meter el sedal. Después miró hacia el bosque y pensó que sería agradable hacerse una paja porque llevaba mucho tiempo sin cascársela, pero por alguna razón no encontró la energía y todo estaba mojado y frío y tenía un millón de capas encima, así que regresó a la cabaña.
Su padre no estaba y Roy volvió a las cicutas y lo encontró más arriba, entre los cedros.
Hola, dijo.
Estoy buscando postes para las rejillas, dijo su padre. Que tengan un metro ochenta de largo, por lo menos. ¿Había algún pez?
Un salvelino pequeño que estaba muerto. Pero parece que la carne está bien.
Sí. Estupendo. Pero necesitamos más. A lo mejor tendrías que dedicarte solo a pescar mientras yo construyo esto. Aunque realmente necesitamos leña, eso es lo que necesitamos.
Se detuvo y se quedó en el sitio mirando el musgo. Demonios, no sé. ¿Te apetece cortar un poco de leña?
Claro, dijo Roy. Y volvió en busca del hacha. Solo había cortado leña una vez, para divertirse. Tenía la sensación de que esa ocasión sería diferente.
Empezó con los trozos que quedaban del proyecto del cobertizo, los puso en pie y bajó el hacha, pero solo hacían un ruido y rebotaban contra el suelo y la hoja saltaba hacia atrás y casi se da con ella antes de recordar que debía poner un tronco o algo sólido debajo.
Buscó un rato hasta que su padre volvió y le preguntó qué estaba haciendo. Roy se quedó atrás resentido, mientras su padre ponía uno de los trozos en un extremo y otro encima y lo partía por la mitad de un solo golpe. Miró a Roy y le dio el hacha.
Vale.
Tienes que mostrar un poco más de iniciativa.
Vale, dijo Roy, pero cuando su padre se daba la vuelta añadió: Ya estoy haciendo cosas.
Su padre lo miró. No hagas pucheros. Éste no es lugar para críos.
Su padre se marchó, regresó hacia los árboles, y Roy cogió el hacha y cortó y odió a su padre. También odiaba ese lugar, y oír llorar a su padre cada noche. ¿De qué estaba hablando con eso de los críos? Pero entonces se sintió mal, porque sabía que llorar de noche era otra cosa, algo que temía menospreciar.
Cuando terminó con la leña que sobraba, fue al bosque con el hacha a buscar leña muerta. Encontró algunos trozos, pero estaban demasiado podridos. Debería haberlo sabido, se dijo en voz alta. ¿Cuándo vas a enterarte de cómo se hacen las cosas bien? Así que volvió, cortó otro árbol, le quitó la corteza, lo partió en secciones y lo llevó a la cabaña.
Su padre estaba haciendo las rejillas. Buen trabajo, dijo. Parece que te las arreglas con la leña.
Sí.
Le cogerás el tranquillo a todo esto. Yo también.
Pero su padre volvió a llorar esa noche, y a Roy le pareció que nada iba a funcionar. Intentó ignorar lo que balbuceaba su padre e intentó mantener sus propias conversaciones en su cabeza, pero no podía bloquear la voz de su padre.
En Fairbanks veía sobre todo a dos prostitutas. Una tenía una piel muy suave y nada de vello púbico. Era como una niña, muy pequeña, y nunca me miraba.
Roy se metió los dedos en los oídos e intentó tararear lo suficientemente alto como para bloquear las palabras de su padre sin que él se diera cuenta, pero las confesiones continuaron y tuvo que oírlo todo.
Las seguí viendo, a todas, incluso cuando sabía que Rhoda lo sabía.
Rhoda era la madrastra de Roy, el segundo matrimonio y divorcio de su padre, y se habían separado recientemente.
Una de esas prostitutas me pegó ladillas, y yo se las pasé a Rhoda. ¿Te acuerdas de esa vez que íbamos a esquiar a California, y al final no fuimos?
Eso era raro y pilló a Roy por sorpresa. Normalmente no le hacía preguntas.
Sí, respondió. Recordó que se despertó a media mañana, era demasiado tarde y algo andaba mal. Y no quería oír ahora que todo era porque su padre se había ido de putas. Su padre le había dicho que había pillado los bichos en el vestuario de la YMCA, y Roy lo había creído, igual que se había creído todo lo demás.
Esa vez se enfadó muchísimo. No dejó que se lo explicara. Parecía que yo fuera una especie de monstruo. Como si la hubiera tratado mal. ¿Qué piensas? ¿Crees que soy un monstruo? La pregunta llegó con los extraños gemidos y tragos.
No, papá.
Los sueños de Roy empezaron a repetirse. En uno, estaba en un baño atestado doblando toallas rojas mientras más toallas rojas se apilaban y se le echaban encima constantemente, presionándolo por todas partes. En otro, estaba colgado de unos ganchos y tenía que elegir entre recibir un disparo, que sería rápido pero podía matarlo, o que lo metieran en un gran tanque lleno de hormigas rojas, lo que no lo mataría pero duraría mucho tiempo.
Por las mañanas, su padre siempre estaba de muy buen humor, y Roy nunca lo entendía.
Vamos bien, decía su padre. Tenemos un poco de pescado ahumado, y algo de leña, y el verano todavía está empezando.
Después, un día que llovía mucho, Roy llegó del retrete y encontró a su padre en la cabaña con su pistola. La tenía en la mano, apuntando al techo, y miraba fijamente la oscuridad de la madera, moviéndose en círculos como si intentara encontrar una gotera o una araña grande o algo así.
¿Qué haces?
Más vale que te quites de en medio.
¿Qué?
Quítate de en medio. Ve a la otra habitación o algo.
¿Qué pasa?
Pero su padre no respondió: solo entornó los ojos y dirigió la pistola hacia algo que parecía moverse en lo alto del techo. Roy fue a la otra habitación y observó a su padre desde la puerta.
Su padre disparó, la explosión fue ensordecedora. Roy se llevó las manos a los oídos pero le dolían y no dejaban de rugir. Su padre disparó otra vez al techo, la Magnum .44 era una pistola enorme y ridícula y escupía fuego en la cabaña oscura, llenando el aire de azufre.
¿A qué le estás disparando?, gritó Roy, pero su padre no respondió. Volvió a disparar, una y otra vez, después tiró la pistola sobre un montón de ropa junto a la puerta y salió al exterior, bajo la lluvia, diciendo: Qué apretados estamos, joder.
Roy fue a la puerta y observó a su padre ahí fuera, mirando la lluvia y calándose sin su ropa de lluvia o su gorro. El pelo enmarañado y aplastado sobre su cráneo y la boca roja abierta. Sus ojos se cerraban, se abrían y se cerraban. Los brazos sin tensión en sus costados, como si no hubiera nada que hacer salvo quedarse y dejar que el cielo cayera.
Roy esperó tanto tiempo a su padre que al final se sentó contra la estufa y miró a través de la puerta el trozo de aire gris y agua y a su padre empapado, y no entendía nada. Cuando su padre empezó a caminar por fin, Roy se levantó para verlo pero su padre siguió caminando hacia el bosque y no volvió hasta después de la noche.
No había luz ni calor en la cabaña cuando su padre volvió. Roy estaba en su saco de dormir, contra la estufa, y había puesto latas para recoger las goteras y los chorros de agua que entraban por los nuevos agujeros del techo. Su padre se acercó y lo llevó a la otra habitación y le dijo una y otra vez que lo sentía, pero Roy fingió que estaba dormido y no escuchaba, solamente lo temía y lo odiaba.
Roy no dijo nada cuando se despertó por la mañana. Cogió un poco de salmón ahumado y galletas, salió, se sentó en el otro extremo del porche sin una palabra o una mirada. Solo observaba su plato fijamente, aunque sabía que su padre se sentía mal y quería hablar.
Su padre se incorporó y se apoyó en la pared de la cabaña. Cuando Roy levantó la vista, su padre tenía los ojos cerrados y sentía el sol sobre su piel.
Roy terminó el desayuno y esperó.
Un buen día, dijo finalmente su padre. A lo mejor deberíamos hacer una excursión.
Roy pensó.
Bueno, ¿qué te parece?
Vale.
Vale, entonces, vamos a cazar un ciervo. Podríamos comer algo que no fuera salmón, ¿verdad?
A Roy le costó mucho reunir su equipo, pero al final estaban en el sendero, su padre iba delante. Roy no deseaba ningún tipo de resolución. Quería que las cosas fueran lo bastante mal como para que se vieran obligados a abandonar la isla. Podía hacer que las cosas fueran terribles para su padre, lo sabía, si no decía nada o no respondía en modo alguno.
Dejaron los bosques bajos y subieron y se abrieron paso entre los matorrales hasta llegar a una roca prominente desde la que podían ver dos laderas y la costa y su cabaña. Roy se preguntó si habría muchos ciervos en esa zona, a tan poca distancia de la cabaña, pero ahora estaban allí, así que parecía que tendrían que intentarlo.
¿Qué te parece?, preguntó su padre.
¿Qué me parece qué?
Todo esto. La vista. Estar aquí fuera. Estar con tu padre.
Está bien.
Su padre miró hacia el canal y fijó la vista en el sol sobre el agua. No había nada que mirar, solo era un resplandor. Roy se trasladó varias veces a distintos sitios para sentarse en la roca y en los matorrales, incapaz de quedarse quieto. No buscaba ciervos. Se preguntó si su padre buscaba ciervos.
Su padre bajó el rifle y se levantó y caminó demasiado cerca del borde del pequeño barranco y se cayó. Casi pareció que se había tirado. Y después rebotó y saltó y golpeó ramas, las rompió y cayó, y después Roy no podía verlo pero lo oía y sentía la parte alta de su cabeza atravesada por rayos calientes mientras lo dominaba el pánico.
Roy agarró su arma y se levantó pero no había nada que hacer. Su padre ya estaba abajo, entre los árboles y la maleza, hubo unos ruidos fuertes y sordos y luego todo acabó y no llegaba ningún sonido. La sangre se le agolpaba en los oídos y tenía miedo de caer, él también, como si su padre lo arrastrara, pero después llamó a gritos a su padre y dejó el arma en el suelo y corrió por la maleza hacia el lugar por donde habían llegado. Intentó abrirse paso rápidamente pero la maleza era muy densa y cortante, y lo asustaba no encontrar nunca a su padre, que hubiera desaparecido allí y se estuviera muriendo.
Siguió gritando mientras avanzaba, pero no hubo respuesta. Se deslizó por un terreno de ortigas, las manos le ardían después de tocarlas, cayó entre unas cicutas y aterrizó en una zona plana y se levantó y se abrió paso para buscar a su padre. Llegó al sitio en que pensaba que lo encontraría, pero no vio nada. Levantó la vista para intentar ver el barranco y tener un punto de referencia, pero la vegetación era demasiado densa y no veía nada. Lloriqueó y giró y después recobró el dominio de sí mismo, se detuvo y escuchó.
Al principio solo notaba el viento y las hojas, pero después oyó un gemido cercano y apartó las hierbas que crecían a su alrededor y no encontró nada. Avanzó, después volvió y comprobó a su alrededor. Ya no oía el gemido y se preguntó si lo había imaginado. Empezó a lloriquear otra vez, no podía evitarlo, y siguió buscando. Entonces se le ocurrió pisotearlo todo para saber por dónde había buscado, así que pisó con fuerza a su alrededor en círculos cada vez más grandes, aplastando las plantas más pequeñas, y no encontró nada.
Para entonces había pasado al menos media hora, así que volvió para intentar encontrar el pie del barranco. También era difícil de encontrar, y cuando lo encontró no estaba seguro de que fuera ése, pero al buscar en la base encontró, por fin, una rama que se había roto hacía poco, y después un lugar donde las ortigas y las flores y el musgo parecían aplastados. A unos pocos pasos de allí encontró a su padre.
Su padre no se movía ni emitía ningún sonido. Estaba tumbado, hecho un ovillo sobre el costado, con un brazo detrás, y el ojo que Roy podía ver estaba cerrado. Subió lentamente y se inclinó hacia él, contra su voluntad, y escuchó para ver si respiraba y creyó que oía algo, pero no podía separarlo de su propia respiración y se dijo que quizá fuera simplemente porque quería encontrar algo. Pero después se acercó más, puso la oreja en la boca de su padre y sintió y oyó su respiración y dijo: Papá, y después estaba gritando e intentando despertar a su padre. Quería sacudirlo pero no sabía si debía hacerlo. Así que se sentó y habló para despertar a su padre.
Te has caído por un barranco. Te has caído y te has hecho daño, pero estás bien. Ahora despierta.
La cara de su padre estaba hinchada y se estaba poniendo morada, con arañazos rojos en los lugares donde se había raspado. Tenía un corte en la mano y sangraba.
Dios mío, dijo Roy, y deseó saber qué hacer o que al menos hubiera alguien que pudiese ayudarle. Su padre no se despertaba, y finalmente no se le ocurrió nada que hacer, salvo cogerlo de debajo de las axilas y llevarlo colina abajo hacia la cabaña. No había sendero, pero no tenían que franquear más obstáculos y no recordaba que hubiera más barrancos. Así que lo arrastró por el monte bajo, intentando no tropezar pero tropezando de vez en cuando, e intentado no dejar caer a su padre o moverlo demasiado aunque a veces lo hacía, se le escapaba la cabeza y la veía rebotar y mecerse en el musgo esponjoso, y su padre no se levantaba ni le decía nada pero seguía respirando. Y entonces el sol se escondió, y el cielo estaba oscuro pero no era totalmente de noche cuando llegaron al último bosque de cicutas. Arrastró a su padre por la hierba, más allá del retrete y hacia el porche de la cabaña, donde tuvo que descansar después de subir cada escalón y antes de levantar a su padre al siguiente peldaño, y por fin pudo dejarlo en la cabaña.
Lo tumbó en la habitación principal sobre una manta y le echó las otras mantas y sacos de dormir por encima. Le levantó la cabeza con una almohada y buscó leña para el fuego. Todavía estaba bastante húmeda y echaba demasiado humo pero al final se secó en la estufa tras varios intentos y tenían al menos un ambiente un poco más tibio.
Su padre estaba muy pálido. Roy puso la mano junto a la mejilla de su padre para ver la diferencia de color. Respiraba, pero débilmente. Roy quería darle agua, pero no sabía si debería. Quería ponerle una bolsa de hielo en la cabeza, pero no había hielo y tampoco sabía si era buena idea. No sabía nada. Solo se sentó de espaldas a la pared con la chaqueta por encima y esperó y observó si había algún cambio mientras la luz desaparecía en el exterior y la cabaña se hacía más pequeña. Se levantó viento y la cabaña chirriaba y su padre seguía allí como una figura de cera, pálida y con la boca abierta y rayas rojas en la cara que no parecían reales, como si se las hubieran pintado. Ni siquiera el pelo tenía buen aspecto, y entonces la lámpara se apagó y Roy estaba demasiado asustado como para levantarse y buscar el queroseno en la oscuridad, así que se quedó allí sin ver nada. Escuchó durante horas hasta que finalmente se quedó dormido.
Cuando se despertó era de día y no sabía lo que había pasado, no entendía qué hacía su padre tendido frente a él, y entonces se acordó. Fue hasta él para tocarle la cara, su piel seguía tibia y respiraba.
Despierta, dijo Roy. Vamos. Haré panqueques. Sopa de crema de setas. Vamos. Despierta.
Su padre no movió un músculo. Roy encendió el fuego otra vez y la cabaña se calentó lentamente. Se quedó en el umbral y miró el agua, donde no había nadie, ni un solo barco. Volvió y cerró la puerta, rellenó la lámpara y esperó. Su padre todavía no se había movido. Se preguntó si un cuerpo podía estar muerto y seguir respirando, y esa idea era tan inquietante que se levantó para preparar el desayuno.
Cuando los panqueques estaban preparados, llamó a su padre por encima del hombro mientras preparaba la masa con agua. Puso un poco de leche en polvo en la mezcla como un detalle especial, calentó la olla y le echó aceite y empezó a hacer panqueques, concentrándose en las burbujas que se formaban, preocupándose constantemente por si se estaban haciendo demasiado por dentro, y temeroso de darles la vuelta antes de que se dorasen. Se tomó su tiempo con cada uno y esperó hasta tener un montón perfecto antes de volverse y ver a su padre ahí con los ojos abiertos y mirándolo.
Roy gritó y se le cayó el plato. La cabeza de su padre se movió levemente, con la mirada fija sobre él. Papá, dijo, y corrió hacia él y su padre dijo, en un susurro apenas audible: Agua.
Roy le llevó agua y lo ayudó a beber un poco, le acercó la taza a los labios. Su padre vomitó el agua y luego volvió a beber.
Lo siento, dijo su padre, y cerró los ojos y durmió durante el resto del día. Roy temía que cayera en un sueño del que no pudiera despertar. Se preguntó si debía correr al cabo con unas bengalas e intentar pedir ayuda, pero le daba miedo dejar a su padre tanto tiempo solo, y de todos modos no sabía si su padre querría encender las bengalas. Susurró dos veces: ¿Voy a encender las bengalas?
Pero no hubo respuesta.
Cuando su padre volvió a despertarse, el sol casi se había puesto, y Roy estaba a punto de quedarse dormido pero había abierto los ojos un segundo y había visto que su padre lo estaba mirando.
Estás despierto, dijo. ¿Cómo te sientes?
Durante un rato muy largo su padre no respondió. Bien, dijo al final. Comida. Agua.
¿Qué tipo de comida?
Su padre pensó un momento. Sopa. ¿Tenemos?
No puedes respirar, ¿verdad?, dijo Roy. A lo mejor tendría que salir a encender las bengalas, ¿vale? Intentaré conseguir ayuda.
No, dijo su padre. No. Sopa.
Así que Roy calentó la crema de setas que había planeado poner en los panqueques. Era una de las últimas latas, por culpa del oso. Se la llevó a su padre y le dio de comer lentamente, con una cuchara.
Su padre solo comió un poco antes de decir: Ya vale por ahora.
¿Y qué pasa con los cortes y eso?, preguntó Roy. No sabía qué hacer.
Están bien.
Roy le llevó más agua, encendió la lámpara y echó leña en la estufa, y esperaron juntos, hasta que su padre pidió más sopa y luego más agua y descansó, y después se quedó dormido otra vez.
Por la mañana, cuando Roy se despertó, su padre había sacado los brazos de debajo de las mantas. Solo uno tenía cortes, y ya estaban cubiertos de costras.
Debería encender las bengalas, dijo Roy. Aún no puedes levantarte. Puede que tengas algo realmente malo.
Escucha, dijo su padre. Si nos vamos ahora, no volveremos. Y todavía no quiero dejarlo. Tienes que darme otra oportunidad. No dejaré que vuelva a suceder una estupidez así. Te lo prometo.
Pensaba que te ibas a morir.
Lo sé. Lo siento. Ahora no tienes de qué preocuparte.
Parecía que te habías tirado.
Me acerqué demasiado al borde. No pasa nada.
Así que esperaron. Roy volvió a darle sopa y agua, y después su padre tuvo que ir al baño.
Tengo que ir, dijo. Y no puedo levantarme yo solo. Coge papel higiénico y ayúdame a levantarme.
Roy cogió el papel higiénico y se puso detrás de su padre para levantarlo, agarrándolo de las axilas. Su padre pudo ayudarlo un poco con las piernas, después con una mano sobre la mesa, y así lograron ponerse en pie y llegar hasta la puerta, donde descansaron.
No parece que te hayas roto nada, dijo Roy.
No, dijo su padre. Tuve mucha suerte.
Descansaron apoyados contra la puerta unos minutos más, mientras su padre miraba hacia la cala. Después avanzaron junto al muro exterior y hacia los escalones y los bajaron de uno en uno, Roy iba delante y su padre se apoyaba en él.
Esto va a funcionar, dijo su padre. Nos irá de maravilla. Solo estoy un poco dolorido y agarrotado, pero no durará.
Descansaron al final de los escalones.
El retrete sería más fácil, dijo su padre. Aunque está más lejos.
Puedo intentar llevarte, dijo Roy.
Creo que puedo andar si me ayudas.
Así que su padre se apoyó en él. Subieron lentamente hacia el retrete, descansando cada pocos metros, y después empezó a lloviznar débilmente pero decidieron seguir hasta el retrete, donde su padre recibió ayuda para girarse y sentarse, y después Roy salió para esperarle.
Bajo la llovizna Roy sentía cosas que no conseguía entender. En buena medida, su enorme miedo había desaparecido, pero una parte de sí mismo que no comprendía bien deseaba que su padre hubiera muerto en la caída para que hubiese habido una especie de alivio y todo pudiera estar claro y él pudiera volver a su vida. Pero le daba miedo pensar eso, como si fuera una especie de maleficio, y la idea de que podría haber perdido a su padre hacía que sus ojos se llenaran de lágrimas de repente, así que cuando su padre dijo desde dentro que ya había terminado, Roy intentaba no llorar, luchaba contra el llanto en su garganta y en sus ojos.
Su padre alargó una mano cuando Roy abrió la puerta. Ayúdame a levantarme, dijo. Pero todavía tenía los pantalones bajados y Roy no pudo evitar mirar su pene y el pelo de sus muslos. Después se sintió avergonzado e intentó apartar la vista como si no hubiera mirado.
Su padre no dijo nada. Cuando se puso en pie, todavía agarrado a la mano de Roy, se subió los pantalones con la otra, después se volvió para apoyarse en la jamba de la puerta y abrocharse con las dos manos. Después salieron hacia la cabaña, donde su padre se tumbó, comió y bebió un poco, y durmió el resto del día.
Su padre se fortaleció a lo largo de la semana siguiente. Recuperó su agilidad, y podía llegar solo al retrete y luego caminar lentamente por la parte delantera y finalmente caminar hasta el extremo del cabo y volver. Poco después, anunció que estaba totalmente recuperado.
Regreso de la tumba, dijo. Mis pulmones nunca han estado mejor. Y no voy a dejar que vuelva a pasar algo así, te lo prometo.
Roy quería preguntar otra vez si su padre se había tirado a propósito, porque esa era la sensación que le había dado, pero no lo hizo.
Siguieron y cazaron ciervos, mataron el primero en el paso de montaña que había detrás de la casa, disparando hacia el otro lado. Su padre le dejó disparar y Roy le dio en el cuello. Había apuntado bajo, detrás del hombro, así que falló por mucho, pero dejó que pareciera que había querido alcanzarle en el cuello.
Lo encontraron tendido entre los arándanos, con la lengua fuera y los ojos todavía claros.
Bien hecho, dijo su padre. La carne será buena. Bajó el rifle y sacó su navaja Buick. Hizo un corte en el estómago, le sacó las tripas, extrajo la sangre del cuello, le cortó los huevos y todo lo demás, y después encajó las patas traseras y empujó las patas delanteras para hacer una especie de mochila.
Normalmente lo llevaría yo, dijo. Pero todavía me duelen un poco la espalda y el costado, si no te importa.
Su padre cogió los dos rifles, Roy se pasó las arqueadas patas traseras sobre los hombros, el culo del ciervo detrás de su cabeza, y lo subió de ese modo por la ladera de la montaña y bajó por la ladera opuesta, mientras los cuernos le golpeaban en los tobillos.
Colgaron el ciervo y le quitaron la piel, separando la carne y la piel con los puños. Después cortaron la mayor parte de la carne en tiras y las secaron en la rejilla o las ahumaron.
La rejilla no va a ser muy buena, dijo su padre. No hace bastante sol y hay demasiadas moscas. Pero ahumaremos casi toda la carne.
Estiraron la piel mientras se hacía de noche, después la salaron y entraron.
Su padre no lloró esa noche, ni lo había hecho desde la caída. Roy escuchaba y esperaba, tenso e incapaz de dormir, pero el llanto no llegaba nunca, y, al cabo de unas noches, se acostumbró y aprendió a dormir.
Empezaron a almacenar provisiones para el invierno con más seriedad. En cuanto su padre estuvo lo bastante fuerte como para trabajar de nuevo, cavaron un gran hoyo a cien metros de la cabaña, en un bosquecillo de cicutas. Cavaron con palas y pararon cuando su padre estaba enterrado hasta la altura del hombro y Roy más allá de la cabeza. Después lo ensancharon hasta que tenía más de tres metros por cada lado, un enorme cuadrado excavado en la ladera, y luego profundizaron un poco más y utilizaron la escalera que habían construido para entrar y salir. Cuando golpeaban una piedra grande, excavaban a su alrededor y por debajo para sacarla y después la arrastraban fuera con una cuerda. Se pararon cuando llegaron a una roca, no podían avanzar por ningún otro sitio.
El agujero sería su escondite, pero cuando estuvo excavado, su padre empezó a cambiar de idea. No sé, dijo. No sé cómo evitar el moho o que entren los bichos. Y no sé cómo podemos hacer que para nosotros sea fácil entrar y para los osos no. Y todo esto estará cubierto de nieve, además.
Roy escuchó y miró el enorme hoyo que habían cavado durante una semana. Él tampoco lo sabía. Solo asumía que su padre sabía más de esas cosas.
Se quedaron allí un rato más hasta que su padre dijo: Bueno, vamos a pensar un poco. Podemos meter la comida en bolsas de plástico. Puede que se enmohezca, pero no se mojará ni entrarán bichos.
¿Tenemos que construir una especie de cobertizo o algo ahí?, preguntó Roy. ¿O solo lo enterramos todo?
En las fotos que he visto están hechos de troncos, al margen de que estén enterrados o fuera.
Vale, dijo Roy.
Vamos a consultarlo con la almohada, dijo su padre.
Así que pescaron en el cabo mientras lloviznaba y el día se desvanecía y después volvieron a cocinar salmón para cenar y se fueron a la cama.
A Roy le costaba dormir y se quedó despierto mucho tiempo. Horas después, su padre empezó a llorar.
Por la mañana, Roy se acordaba y se quedó en su saco de dormir y se levantó tarde. Su padre ya se había ido, y cuando Roy caminó hasta el hoyo, su padre estaba de pie dentro, con los brazos cruzados, mirando las paredes.
Vamos a pensarlo, dijo su padre. Hemos cavado un hoyo. Ahora tenemos un hoyo enorme. Y necesitamos almacenar nuestra comida dentro. Necesitamos una cosa baja, parecida a una cabaña, creo, y una puerta por la que nosotros podamos entrar pero un oso no. La puerta podría estar en lo alto o en un lateral. Creo que la puerta debería estar en lo alto y cerrada con clavos y enterrada. ¿Tú qué crees?
Entonces su padre lo miró. Roy pensaba: no estás mejor. Nada está mejor. Podrías decidir enterrarte ahí o algo. Pero lo que dijo fue: ¿Cómo llegamos hasta la comida?
Buena pregunta, dijo su padre. He estado pensando en eso, y creo que un escondite tiene lo que guardas para más tarde, para el invierno. Acumulas tus cosas en la cabaña y no sales de ahí. Tienes los rifles preparados y disparas a cualquier oso que se acerque. Y después, cuando por fin se acaba la comida, todavía te queda algo. Vienes aquí y cavas y lo coges todo y estás preparado otra vez. O a lo mejor vienes dos veces, pero no más. Así que no hace falta que tengamos un acceso fácil. Y la razón por la que la comida se conserva es que está helada, además de ahumada o seca y salada.
Eso suena bien, dijo Roy.
Voilà, dijo su padre, levantando los brazos. Sirvo para algo, ¿eh?
Quizá.
Su padre se echó a reír. Quizá, ¿eh? Mi chico empieza a tener sentido del humor. Empiezas a sentirte en casa, ¿verdad?
Roy sonrió. Un poco, supongo.
Vale.
Lo celebraron talando unos cuantos árboles y cortándolos para hacer soportes para las paredes del escondite. Eso les llevó todo el día. Al anochecer, habían arrastrado los postes al borde del hoyo.
Los pondremos mañana, dijo su padre. ¿No tendrás kilómetro y medio de cuerda encima?
No.
Bueno, ya se nos ocurrirá algo. Tampoco tenemos suficientes clavos. Pero se nos ocurrirá algo.
Esa noche, Roy se quedó despierto esperando el llanto, porque necesitaba saber si ocurría todas las noches, pero se despertó por la mañana y se preguntó si no se había producido o si no se había quedado despierto el tiempo suficiente. Era difícil de saber. Su padre se escondía de él, y Roy tenía que fingir que no lo sabía.
Metieron suficiente tierra como para enterrar los soportes. No estaban unidos de ninguna otra manera, solo enterrados unos junto a otros.
Creo que aguantará, dijo su padre. Con la presión de todo lo que hay dentro sobre todo lo que hay fuera.
¿Y qué pasará cuando saquemos la comida?, preguntó Roy, ¿o cuando un oso escarbe e intente romperlo?
Su padre lo miró, pensativo. Le lanzó una mirada más directa que de costumbre, así que Roy evitó sus ojos y miró la leve barba que le había crecido y el pelo más largo a los lados y aplastado contra su cráneo porque no se lo había lavado en mucho tiempo. Ya no parecía un dentista, ni siquiera su padre. Parecía algún otro hombre que a lo mejor no tenía muchas cosas.
Estás pensando, dijo su padre. Eso es bueno. Podemos hablar de lo que estamos haciendo. He estado pensando en las mismas cosas, y me parece que tenemos que enterrarlo bastante profundamente y poner las suficientes cosas encima como para que un oso no pueda escarbar, porque si llega hasta abajo, ninguna forma de unir el escondite lo mantendrá fuera.
Roy asintió. No sabía si iba funcionar, pero al menos tenía sentido.
Y cuando saquemos las cosas, a lo mejor a finales de febrero, la tierra estará tan helada que no se moverá nada. No podrá escarbar aunque quitemos toda la madera, que podríamos necesitar para la estufa.
Roy sonrió. Eso suena bien.
Vale.
Pusieron el resto de los soportes, como los muros de un pequeño fuerte de unos decímetros de altura, y después se sentaron para mirarlo.
Necesita un techo, dijo Roy.
Y una puerta. Cortaremos varas largas que vayan a través, y pensaremos cómo poner la puerta en el techo. Probablemente será solo un agujero grande con un segundo techo encima.
Todavía no tenemos comida que guardar dentro, dijo Roy.
Tienes razón. Y no la meteremos hasta que nieve. Hasta entonces, tendremos que impedir que se hunda.
Tendríamos que haber esperado unos meses para cavar, ¿eh?
Sí. Hemos cavado demasiado pronto. Pero está bien. No lo sabíamos.
Durante los dos días siguientes, bajo la lluvia, partieron las varas para el techo y un segundo techo más pequeño. Las cortaron a lo largo y quitaron las ramas con un hacha, Roy observaba el rostro serio y sin afeitar de su padre mientras trabajaba, la lluvia fría que goteaba al final de su nariz. Entonces parecía tan sólido como una figura tallada en piedra, todas sus ideas parecían igual de inmutables, y Roy no podía reconciliar a ese padre con el otro, que lloraba y se desesperaba y no tenía nada que pudiera durar. Aunque Roy tenía memoria, parecía que cualquier padre con el que estuviera en un momento fuera el único padre posible, como si en un momento determinado cada uno de ellos pudiese eliminar a los otros por completo.
Cuando terminaron de cortar las varas para los dos techos, las pusieron cuidadosamente y las miraron. Los laterales ya empezaban a derrumbarse en torno a los soportes y sepultaban el techo, riachuelos de barro corrían por todas partes bajo la lluvia incesante.
Algunos de los soportes están flojos, dijo su padre. No aguantan. Vaya.
¿Cómo evitamos que se hunda?
No sé. No tenemos bastante lona. A lo mejor la he cagado. A lo mejor era demasiado pronto. Ahora deberíamos estar almacenando comida, supongo.
Esa noche, Roy no tuvo que esperar mucho para oír llorar a su padre. Empezó en unos minutos, y su padre ya no intentaba ocultarlo.
¿Qué pasa?
Me duele la cabeza todo el tiempo, pero no es eso.
¿Te duele la cabeza?
Sí. Desde hace años. ¿No lo sabías?
No.
Bueno.
¿Por qué te duele?
Tengo sinusitis, y se supone que me la tienen que limpiar, pero me da pereza. De todas formas, no siempre funciona, y es una operación horrible. Pero ese no es el problema. Solo es lo que hace que me sienta débil y me resulte fácil llorar, y me cansa. Lo más grave es que parece que no sé estar solo.
Y su padre empezó a llorar de nuevo. Sé que no estoy solo, gimoteó. Sé que estás aquí. Pero sigo sintiéndome demasiado solo. No puedo explicarlo.
Roy esperaba algo más, pero su padre solo lloraba y siguió durante mucho rato. Roy no entendía cómo podía estar allí mismo y que, sin embargo, para su padre fuera como si no estuviese allí.
La lluvia continuó y el escondite se seguía hundiendo. Roy y su padre se quedaban en el borde mirando los soportes caídos, pensando y sin hablar, hasta que finalmente su padre dijo: Bueno, vamos a sacar toda la madera y lo intentaremos otra vez cuando caiga la primera nevada.
Roy creía que no seguirían allí cuando cayera la primera nevada, pero asintió mientras su padre entraba, cogió los trozos que su padre le pasaba y los llevó a la cabaña. Roy sabía que de alguna manera esa decepción era peor para su padre que las anteriores decepciones. Si Roy hablaba, dudaba que lo oyese. Y empezaba a comprender algo de su padre: a menudo desaparecía en sus propios pensamientos y no se le podía alcanzar, y todo el tiempo que pasaba pensando solo no era bueno para él y lo hundía todavía más.
Apilaron la madera contra un muro lateral, y cuando terminaron volvieron a mirar el pozo, y el barro que se hacía más profundo y las paredes que se hundían, y los dos miraron el cielo, hacia ese gris que no tenía profundidad ni fin, y después entraron en la cabaña.
Cuando el avión llegó unos días más tarde, Roy estaba pescando unos kilómetros más arriba, en la costa. Pensó que lo oía, después pensó que se lo había inventado, pero se detuvo y escuchó y volvió a oírlo. Recogió el sedal, cogió los dos salmones que había pescado, y echó a correr. Pero estaba tan lejos y encontró tantos obstáculos en el camino que no pudo verlo volar hacia la entrada de su cala. Corrió sobre la playa rocosa y, cuando tenía que hacerlo, subía a la zona de los árboles y bajaba de nuevo, cada vez con más miedo de no llegar a tiempo. Asumió que su padre estaría allí partiendo leña, pero ¿y si por alguna razón se había ido al risco y no había nadie en la cabaña? El piloto podría no volver en mucho tiempo, podría dejar una nota diciendo: Llamadme por radio si necesitáis algo. Y también había otra cosa que a Roy no le gustaba admitir. Aunque su padre estuviera allí, ¿qué diría? ¿Existía la posibilidad de que dijese que todo iba bien y despidiera al piloto para que no volviera? No parecía improbable, y Roy necesitaba marcharse, tenía que irse. Roy soltó los peces y su caña y corrió más deprisa.
Solo estaba a unos cien metros de su meta cuando volvió a oír el motor y se detuvo para ver cómo salía de la cala, se inclinaba y descargaba su propio rocío, y se elevaba torpemente sobre el canal. Después se quedó allí, miraba hacia el lugar por donde había desaparecido y respiraba con fuerza y sentía que algo terrible había ocurrido.
Se ha ido, dijo en voz alta. Me lo he perdido.
Después volvió a por su caña y los salmones y regresó a la cabaña.
Su padre había vuelto al montón de leña. Ha venido Tom, dijo cuando llegó Roy.
Lo he oído.
Oh. Bueno, solo ha estado un minuto pero le he encargado las provisiones que necesitamos y volverá con ellas la semana que viene cuando vaya hacia Juneau. Aunque no le viene de paso exactamente, supongo. Y su padre sonrió, encantado de que estuvieran en medio de la nada.
Roy llevó los salmones al agua y los destripó. Les quitó las escamas rápidamente y les cortó la cabeza, las aletas y la cola. Quería irse. No le importaba lo que pensara su padre; él iba a marcharse.
¿Quieres irte?, preguntó su padre cuando se lo dijo, a la hora de cenar.
Roy no volvió a decirlo, solo comió. Se sentía fatal, como si estuviera matando a su padre.
No nos va tan mal, ¿no?, preguntó su padre.
Roy no quería ceder. No dijo nada.
No lo entiendo, dijo su padre. Por fin llegamos a alguna parte. Nos estamos preparando para el invierno.
¿Por qué?, pensó Roy. ¿Solo para que podamos sobrevivir al invierno? Pero no dijo nada.
Mira, dijo su padre. Vas a tener que hablarme de esto, de lo contrario te vas a quedar y eso es todo.
Vale.
¿Por qué tienes que irte?
Quiero estar con mis amigos, y mi vida real. No quiero limitarme a intentar sobrevivir al invierno.
Está bien. Pero ¿qué pasa conmigo? Me dijiste que estarías aquí un año, y he hecho planes. Dejé mi trabajo y compré este lugar. ¿Qué tengo que hacer si te marchas?
No lo sé.
No has pensado en eso, ¿verdad?
No. Roy se sentía fatal. Lo siento, dijo.
No pasa nada, dijo su padre. Si tienes que irte, tienes que irte. No voy a impedírtelo.
En ese momento Roy quería decir que se quedaría, pero no podía. Sabía que le iban a ocurrir cosas terribles si se quedaba. Lavó los platos y después se fue a la cama.
Sabes, dijo su padre esa noche mientras yacían sin dormir, aquí todo es demasiado incontrolable. Tienes razón. Hay que ser un hombre para aguantarlo. No debería haber traído a un chico.
Roy no podía creer que su padre le estuviera diciendo esas cosas. Esa noche no durmió. Quería marcharse. Quería salir de allí. Pero a medida que avanzaba la noche, comprendió que se quedaría. Imaginaba a su padre allí solo, y sabía que su padre lo necesitaba. Por la mañana, Roy se sentía tan mal que hizo panqueques y le dijo a su padre: He estado pensando y creo que no quiero irme.
¿De verdad?, dijo su padre, y se acercó y rodeó con el brazo los hombros del chico. Eso es hablar, dijo, resplandeciente. Podemos conseguirlo. Tendremos provisiones frescas y guardaremos bastante pescado y carne, y tengo una idea nueva para el techo del escondite. Estaba pensando…
Y su padre seguía y seguía, excitado, pero Roy dejó de escucharlo. Ya no creía en planes excitantes. Sentía que acababa de meterse en una especie de prisión, y era demasiado tarde para echarse atrás.
Ese día empezaron a coger arándanos. Llevaban más de un mes en la isla, estaban a finales de julio, y aunque todavía era un poco pronto para la temporada de bayas, estarían bien para hacer mermelada. Los metían en bolsas térmicas, Roy se acordaba de Ketchikan y de su abrigo rojo con la capucha y de todas las veces que habían ido a la colina de detrás de su casa para coger arándanos. Entonces hacían helado casero, pesado y líquido, y removían dentro las bayas. También recordaba el olor a humo en el aire, y todos los colores del otoño. No solo los árboles cambiaban de color en Alaska; lo hacían todas las plantas, y empezaban a principios de agosto. Todavía era demasiado pronto, pero se acercaba. Más al norte, en Fairbanks, donde había vivido su padre, la vegetación empezaría a cambiar muy pronto, quizá incluso en ese momento, y para el 15 de septiembre, casi todas las diminutas hojas de los arbustos de arándanos se habrían caído y también la mayor parte de las hojas de los árboles, y llegarían el final del otoño y el comienzo de las nieves. En Sukkwan ocurriría más tarde, pero no mucho más tarde. Un verano en Ketchikan, recordó, había nevado en agosto. Había sacado el triciclo y había intentado atrapar los copos de nieve con la lengua.
Más tarde, ese mismo día, salieron al cabo y atraparon salmones cada pocas lanzadas. Por fin llegaban los bancos, ya no se trataba de unos pocos salmones aislados. Los veían en grupos densos bajo el agua clara, formas oscuras en hileras que ondulaban lenta y simultáneamente, otra cosa que Roy recordaba. Con el yate, solían ir a pequeñas calas como esa y Roy se quedaba en proa con su padre y los miraba reunidos debajo y había llegado a creer que todas las aguas eran así, que todas estaban llenas de peces. Los cebos brillaban entre los salmones, como antes, y Roy arrastraba el suyo delante sus narices hasta que uno se adelantaba y picaba, después emitía un destello plateado y Roy tiraba para clavar el anzuelo. Gritaba de alegría como su padre cada vez que cogía uno, y entonces quedarse no parecía tan horrible. Roy destripaba los peces cuando había pescado cinco, después les pasaba una cuerda por las agallas.
Cuando empecemos de verdad, dijo su padre, llevaremos veinte o treinta salmones al día a la cabaña. Estaremos tan ocupados que nos dará pena no tener un segundo ahumador.
El avión volvió la semana siguiente con provisiones: más bolsas, madera de contrachapado, semillas, comida enlatada y productos de primera necesidad, grandes bolsas de azúcar moreno y sal, una radio nueva y pilas, novelas del oeste de Louis L’Amour para su padre, un saco de dormir nuevo y una tarrina de helado de chocolate que era una sorpresa para Roy. La llegada del avión hizo que pareciera que realmente no estaban tan lejos, como si una ciudad y otra gente como Tom estuvieran al otro lado del cabo. Roy se sintió relajado, feliz y seguro, y solo se dio cuenta de que esa sensación no iba a durar cuando el motor del avión volvió a encenderse. Mientras lo veía marcharse, se dio cuenta de que empezaba de nuevo, de que ahora pasaría un mes o dos, o quizá más, y también recordó que habían planeado salir de la isla al menos una semana al final del verano, y que estaban en esas fechas. Ése había sido el plan, y por alguna razón no había ocurrido.
Pero no tenía mucho tiempo para pensar en eso. Él y su padre estaban cada vez más ocupados con los preparativos. Se levantaban pronto y a menudo seguían trabajando después del crepúsculo. Las montañas cambiaban rápidamente, se volvían moradas, amarillas y rojas, parecían suavizarse con las últimas luces de la tarde, cada día el aire se hacía más frío, limpio y escaso. Ahora Roy y su padre abultaban con sus chaquetas y gorros mientras sacaban el salmón, cortaban más leña y la apilaban tras las paredes de contrachapado. El tiempo pasaba fácilmente para los dos, ocupados y sin pensar, mientras trabajaban juntos para almacenar provisiones. Roy dormía. Si su padre lloraba, él no lo sabía, y durante un tiempo, al menos, no le preocupaba tanto, quizá porque ahora sabía que no podía marcharse, que se había comprometido y se quedaría allí con su padre independientemente de que su padre estuviera enfermo o bien.
Empezaron la educación en casa por la tarde, solo dos o tres veces la primera semana. Roy leía Moby Dick y su padre leía a Louis L’Amour. Roy escribía respuestas a preguntas quisquillosas y aparentemente insignificantes sobre la trama y el tema y su padre decía: Eso sí que es una novela del oeste. Al cabo de una semana, se dieron cuenta de que el resto de los preparativos no les dejaba tiempo para el estudio, así que lo pospusieron y volvieron a cortar leña y ahumar pescado y cazar a tiempo completo.
Ahora cazaban cualquier cosa, cualquier cosa que encontraran y pudiesen ahumar. Mataron una hembra de alce a varios kilómetros de distancia, en una llanura pantanosa que cruzaba un arroyo antes de desembocar en el mar. Estaba sola y los miraba, masticaba, su trasero peludo oscuro y goteante, y los dos dispararon y cayó inmediatamente, como si la hubiera aplastado una piedra grande. Su padre llevó el cadáver hacia casa, cogiendo un anca cada vez mientras Roy guardaba el resto, con un cartucho en la recámara, mirando a su alrededor a medida que se hacía de noche, atento a los ojos rojos de los osos y a cualquier otra cosa que a su imaginación se le ocurriera temer.
Pescaron salmones como había prometido su padre, en cuerdas largas que arrastraban hacia la cabaña, las bocas abiertas todavía jadeantes, los cuerpos rojizos en la estación avanzada y temblorosos en la tierra. Cogieron tantos como podían limpiar y cortar y ahumar, la carne rosa, roja y blanca de los salmones chinooks, rojos, rosados, y ketas.
Mataron una cabra de las Rocosas que había bajado a la orilla, a Roy le sorprendió al principio lo roja que parecía la sangre contra el pelaje blanco, antes de virar al negro. Para entonces hacía el frío suficiente como para que el animal desprendiera vapor cuando lo destripaban. La mañana siguiente había nieve en las cumbres de las montañas, como si el espíritu del animal blanco hubiera huido hacia ellas, y esa misma semana la nieve cayó a poca distancia de la cabaña, y durante toda la tarde estuvo inmóvil y brillante en el aire sin viento.
Volvieron a trabajar en el escondite. Todas las esquinas se habían redondeado y la tierra que había alrededor se había desplomado. La sacaron palada a palada y reconstruyeron las paredes y profundizaron de nuevo hasta la roca base y después Roy le dio los soportes a su padre, esta vez amarrados con un cordel y con las esquinas clavadas. Pusieron las varas encima y las ataron y clavaron profundamente los bordes en los soportes con clavos de veinticinco centímetros y ataron otro pequeño techo, lo pusieron sobre el agujero irregular de la parte alta, se alejaron y admiraron su trabajo.
Tiene buena pinta, dijo Roy.
Está listo para la comida.
Para entonces la habitación libre de la cabaña estaba llena de pescado y carne secos y ahumados, que guardaron cuidadosamente en bolsas térmicas y después en bolsas de basura más grandes. Empezaron por la mañana temprano, para que les diera tiempo a terminar de enterrar la comida antes de que se fuera la luz y no tuviesen que vigilarla durante la noche. Su padre metió todas las bolsas en el interior, con un gran montón de comida enlatada que habían traído, por si la carne y el pescado se estropeaban por alguna razón, y después clavó el segundo techo.
Espero que esté bien, dijo.
Más vale, dijo Roy, y su padre sonrió.
Vamos a enterrarlo y a olvidarnos de él.
Así que pusieron una capa profunda de ceniza fría que habían sacado de la estufa para tapar el olor, y luego una capa de piedras, después la tierra y echaron tanta que cuando se asentara alcanzaría la altura del resto del campo. Echaron más piedras encima y otra capa de ceniza.
No sé si esto está bien, dijo su padre, pero parece que debería funcionar.
Siguieron pescando los últimos salmones y algunos salvelinos y algunos pequeños peces de fondo. El plan original era ir en la lancha para pescar fletán, pero su padre había decidido reservar el barco y toda la gasolina para cualquier emergencia que pudiera surgir. Mataron otra cabra de las Rocosas. El ahumador funcionaba todo el día, incluso cuando las primeras nieves llegaron a la cabaña, y el interior de la casa parecía una cámara de curación, con tiras de salmón y salvelino y charrasco espinoso y bacalao largo y ciervo y cabra que se enfriaban por todas partes a la espera de que las empaquetaran, mientras las bolsas de plástico y las bolsas de basura que ya estaban llenas se apilaban en el otro cuarto.
Cada noche se iban a la cama exhaustos, y Roy no tenía tiempo para quedarse despierto escuchando a su padre, e incluso algunas noches consiguió olvidar que su padre no estaba bien. Hasta empezó a asumir que su padre estaba estupendamente, porque no pensaba en su padre de ninguna manera. Simplemente vivía cada día lleno de actividad y después dormía y se levantaba otra vez, y puesto que trabajaba con su padre asumía que su padre sentía las mismas cosas. Si le hubieran preguntado cómo se sentía su padre, la pregunta lo habría molestado y habría considerado el asunto demasiado lejano como para prestarle atención.
La nieve era fina y no duraba mucho tiempo cerca del agua o un poco más arriba, tras la cabaña. No cubría el escondite completamente. Roy preguntó a su padre si el tiempo seguiría así, porque parecía que podía ser el caso. Su padre tuvo que esforzarse para recordar.
La mayoría de las veces la nieve no duraba mucho en Ketchikan. Pero me acuerdo de esquiar y de bancos de nieve, y de quitar nieve con una pala y de conducir sobre nieve derretida, así que supongo que a veces duraba y se acumulaba. Pero ¿no es gracioso que no pueda acordarme?
Subían al escondite varias veces al día y buscaban rastros de osos o cualquier otro animal, pero nunca vieron nada. La comprobación constante empezó a parecerles rara a los dos, como si hubieran desarrollado un miedo inexplicable a ese pequeño trozo de tierra, así que decidieron comprobarlo con menos frecuencia y confiar en que todo iría bien, principalmente porque hacía más frío y los días eran más cortos. Volvían pronto a casa, después de trabajar en la leña y el ahumador y empezaron a leer de nuevo, y a veces jugaban a las cartas. Jugaban al pinochle a dos manos, lo que era técnicamente imposible, y su padre divagaba.
¿Te acuerdas de cuando te conté que el mundo era originalmente un gran campo, y la Tierra plana?
Sí, dijo Roy. Cómo todo se fue al infierno después de que conocieras a mamá.
Eh, dijo su padre. Eso no es lo que dije exactamente. Pero de todas formas, he estado pensando en eso, y me ha hecho pensar en lo que me estoy perdiendo y en que no tengo religión pero la necesito de todas formas.
¿Qué?, preguntó Roy.
En general, estoy jodido. Necesito un mundo animado, y que haga referencia a mí. Necesito saber que cuando un glaciar cambia o un oso se tira un pedo tiene algo que ver conmigo. Pero no puedo creer nada de esa mierda, aunque lo necesito.
¿Qué tiene que ver eso con mamá?
No sé. Me estás desviando.
Así que jugaron la mano y se fueron a la cama. Pero Roy siguió pensando en las divagaciones de su padre, y allí le pareció un padre raro. Más que nada era su tono de voz, como si la creación del mundo hubiera sido la Gran Cagada. Pero Roy no pensaba mucho en eso. Solo quería dormir.
La nieve empezó a acumularse más abajo y dejaron de pescar y ahumar y cortar leña.
De todas formas tenemos bastante, dijo su padre. Es hora de asentarse y relajarse. Eso debería durar un par de semanas, hasta que me vuelva loco.
¿Qué?
Era una broma, dijo su padre. Era un chiste.
Leían a la luz de las lámparas de queroseno y mantenían la estufa cargada. A Roy le costaba tanto concentrarse en sus deberes allí como en cualquier otro sitio, así que pasaba la mayor parte de sus largas horas estudiando las sombras ondulantes en las paredes de tablas y esperando la siguiente comida. Era la comida más deliciosa y ansiada que había tomado nunca, todo el pescado y la carne ahumados con arroz y verdura enlatada. Su padre leía y suspiraba y se echaba largas siestas.
Seguían saliendo de excursión, y llevaban sus rifles, pero conforme la nieve se acumulaba andar resultaba más difícil, así que mientras Roy estudiaba su padre empezó a hacer unas raquetas de nieve. Usaba ramas recién cortadas y tiras de la piel de alce que habían salado y secado. Mientras en el exterior nevaba y soplaba el viento y a veces llovía, se inclinaba sobre las raquetas como el dentista que era, cosiéndolas cuidadosamente e inspeccionándolas con dedos escrutadores. Liísto, dijo finalmente, su forma de decir listo. Están terminadas. Vamos a la nieve, hijo.
Pero acaba de llover, le recordó Roy.
Sí, es verdad. Vale, esperaremos hasta que vuelva a haber nieve, y después iremos. Pero mientras tanto voy a hacer una excursión, o me convertiré en una seta.
Yo también, dijo Roy, así que salieron a hacer una excursión cerca del agua. Estaba nublado y lloviznaba, no se distinguían las olas, las aguas cambiaban, se elevaban. Caminaron por la costa más empinada que raramente recorrían, alrededor del cabo que había enfrente y más allá, hacia la siguiente, e iban en silencio hasta que su padre dijo: No creo que pueda vivir sin mujeres. No digo que no sea estupendo estar aquí contigo, pero echo de menos a las mujeres todo el tiempo. No puedo dejar de pensar en ellas. No sé qué es. No sé por qué me falta algo cuando ellas no están. Tenemos el océano y una montaña y árboles, pero es como si en realidad los árboles no estuvieran aquí si no me estoy follando a alguna mujer.
Ah, dijo Roy.
Lo siento, dijo su padre. Estoy pensando en voz alta. También creo que no podemos abandonar nuestra comida tanto tiempo. Si viene otro oso, estamos jodidos.
Así que su padre volvió, pero Roy decidió seguir un rato, y aunque creyó que intentaría pensar en lo que había dicho su padre, solo miró el agua y las piedras lisas bajo sus botas y no pensó en nada.
Cuando volvió, su padre escuchaba la nueva radio de aficionados. Se repetía un chasquido una y otra vez y después una voz dio el tiempo universal coordinado y el informe de una tormenta en el Pacífico Sur, vientos huracanados por todas partes, al parecer. Después otra emisora y un sonido distorsionado con un tipo que hablaba desde muy lejos sobre su gran equipo de radio de aficionados, que era más o menos de lo único que hablaba la gente en la radio de aficionados, y su padre apagó el aparato y empezó a preparar un poco de arroz.
Tom debería volver pronto, dijo su padre.
¿Sí?
Sí. Y estaba pensando. Quiero que nos quedemos más tiempo, pero sé que no es divertido escucharme decir cosas como la que he dicho hoy, así que si quieres volver con tu madre y Tracy, puedes. No pasa nada.
Tenemos que dejar de hablar de eso, dijo Roy. Ya dije que me quedaba.
Su padre no se volvió ni miró a Roy en ese rato, y Roy sabía que ponía a prueba su lealtad, que la estaba evaluando, así que añadió: No me quiero ir. Me quedaré hasta el verano.
Vale, dijo su padre, y siguió sin darse la vuelta.
Tom volvió y les dijo que iba a empezar a nevar más. Estaba en un pontón y ellos estaban en la orilla, a unos cinco metros de distancia, como en mundos diferentes, inalcanzables desde el agua. No siempre podré volar hasta aquí, dijo Tom, cuando haga mal tiempo, y no vendré a comprobar cómo andan las cosas cuando vaya a otros sitios, así que si necesitáis algo, tenéis que llamarme por radio.
Vale, dijo el padre de Roy. Estupendo.
¿La radio funciona bien?
Sí.
También tenéis una emisora VHF, deberíais poder hacerle señas a cualquiera que esté de paso, y me transmitirán el mensaje. Por si vienen más osos a cenar. Tom sonrió. Estaba recién afeitado y duchado y llevaba ropas limpias y empezaba a tener frío en el pontón. Roy se dio cuenta de que tenía algún tipo de estufa en el avión.
Vale, dijo Tom. Disfrutad.
Subió al avión y puso en marcha el motor y avanzó. Ellos lo despidieron con la mano y después el motor rugió y desapareció.
Aquí estamos, dijo su padre. Está claro. Y en el desierto ellos dos no conocían los excesos de la humanidad y vivían en la pureza.
Ahora pareces la Biblia, papá.
Trotaremos sobre la nieve como caballos y conoceremos más inviernos que Jack Frost. Los líquenes y las altas cumbres limpiarán nuestras almas.
Ni siquiera sé a qué suena eso.
Es poesía. Tu padre es uno de esos genios menores desconocidos.
Roy rio, y se dio cuenta de que llevaba tiempo sin hacerlo. Después siguió a su padre al interior.
Empezó a nevar unos días más tarde, como Tom había dicho, y probaron las raquetas de nieve. Aunque parecían poco manejables atadas a sus botas, funcionaban bien. Roy y su padre subieron a la montaña con lo que a Roy le pareció mayor facilidad que antes, porque la tierra ya no estaba llena de hoyos y no tenían que abrirse paso entre la maleza o mirar cuidadosamente para ver lo que les serviría de apoyo y lo que no. Con las raquetas solo se hundían unos centímetros a cada paso y el sendero estaba limpio por todas partes. Hacía frío, pero llevaban muchas capas y, mientras subían, empezaron a quitarse algunas. El cielo estaba despejado y hacía sol. Podían ver más allá de las islas cercanas, distinguían otros horizontes en la distancia, más lejos de los que habían visto hasta entonces.
Esto es algo que la mayoría de la gente no ve nunca, dijo su padre. La mayoría no ve este lugar en invierno, y desde luego no desde su propia montaña en un día de sol. Somos afortunados.
Subieron a la cima y se quedaron en las rocas y seguía despejado. Vieron toda la isla detrás y ningún otro signo de humanidad en ella, solo montañas blancas y los árboles más oscuros que se extendían abajo.
Su padre abrió los brazos y aulló.
Roy se asombró y oyó el eco.
Me alegro tanto de estar vivo, dijo su padre.
Como todavía era pronto, siguieron un poco hacia el otro lado y caminaron hacia el siguiente risco y hacia la siguiente cumbre. Otra vista gloriosa, y distinta.
En ese valle es donde maté al oso, dijo su padre.
Guau. Está lejos.
Sí.
Caminaron alrededor de la cima, contemplando las diferentes vistas.
Si pudieras tener cualquier cosa que quisieras, dijo su padre, ¿qué sería?
No lo sé.
No das tiempo a que la pregunta se filtre en tus huesos, chico. ¿Qué sería? ¿Cuál es tu sueño?
Roy pensó y no se le ocurría nada. Le parecía que solo intentaba sobrevivir a ese sueño de su padre. Pero finalmente dijo: Un barco grande, para poder navegar hasta Hawai, y después a lo mejor dar la vuelta al mundo.
Ah, dijo su padre. Eso está bien.
¿Y tú?
Y yo. Y yo. Tantas cosas. Creo que un buen matrimonio y no haber roto los dos que he tenido, y no haber sido dentista, y no tener a Hacienda detrás de mí, y después, a lo mejor un hijo como tú y a lo mejor un gran barco.
Entonces abrazó a Roy y lo tomó completamente por sorpresa. Se sintió avergonzado cuando su padre lo soltó. Su padre iba a llorar, lo sabía.
Pero afortunadamente su padre se dio la vuelta y se encaminó hacia la pendiente. Siguieron sin hablar, y para cuando bajaban hacia la cabaña, la horrible sensación de encierro había desaparecido y Roy dijo: ¿Quién se ha comido mi desayuno? ¿Quién ha dormido en mi cama?
Su padre se echó a reír. Será hora de echar un ojo al escondite.
Cuando se quitaron las raquetas y estaban dentro con la estufa en funcionamiento, su padre dijo: Sabes, he pensado en cuando dijiste que ya habías dicho que ibas a quedarte, y tienes razón. No tengo que sentirme mal y pedir disculpas por todo lo que digo. Puedo confiar en ti y tú puedes encargarte de algunas cosas. Después de todo, nunca voy a ser perfecto ni podré evitar tener problemas, y quiero poder hablar contigo y quiero que me conozcas, así que voy a dejar de disculparme de esa forma.
Me parece bien, dijo Roy.
Te lo agradezco, dijo su padre.
Después Roy leyó su libro de historia. Pensó que nunca tenía conversaciones como esa con su madre y después la echó de menos. Ahora ella y su hermana estarían cenando, escuchando la misma música clásica, fuera cual fuera, que siempre escuchaban, y su madre preguntaría a Tracy por todas sus cosas y Tracy podría hablar con ella. Pero su padre parecía encontrarse mejor y eso no estaba tan mal, así que leyó sobre la guillotina e intentó olvidarse de casa.
Hay algo más, dijo su padre. He estado pensando en Rhoda y creo que a lo mejor aún podría arreglar las cosas con ella. Tengo una actitud más positiva. Creo que podría ser más atento, como ella quiere, y cumplir mis promesas y no mentirle. Creo que ahora sería capaz. No quiero hacer que parezcan medallas al mérito, como pequeñas tareas que puedo cumplir, pero creo que ahora podría hacerlo mejor. Podría llamar al operador en la onda corta.
Suena bien, dijo Roy. Y siguió leyendo. Huían aterrados unos de otros como una banda de criminales atrapados, todos se preguntaban quién hablaría y traicionaría a los demás, como si cada uno tuviera un cuchillo en la espalda del otro. Parecía que ese libro contenía muy poca información de verdad. Se suponía que era un libro de historia. ¿No debería tener hechos? Jugaron a las cartas al final de la tarde, y su padre ganó todas las manos.
Mi suerte está cambiando, dijo. Soy un hombre nuevo, renacido de mis cenizas. Tengo las alas del águila y volaré muy alto.
Dios mío, dijo Roy.
Su padre se echó a reír. Vale, me he pasado.
Siguieron explorando la isla con las raquetas de nieve, al principio solo los días claros pero después también bajo la niebla y la nieve. Viajaban cada vez más lejos y una tarde perdieron toda la visibilidad cuando estaban a por lo menos cuatro o cinco horas de la cabaña.
Ah, dijo su padre. Estaba a solo unos pasos de él, y aun así a Roy le resultaba difícil ver la chaqueta y la capucha de su padre y la bufanda que envolvía su rostro. Parecía una sombra que podría estar pero quizá no estuviera allí. Su padre dijo algo más, pero el viento no le dejaba oírlo. Le gritó a su padre que no lo oía.
He dicho que creo que la he cagado, gritó su padre.
Genial, dijo Roy, pero solo lo bastante alto como para oírlo él mismo.
Su padre se acercó, apoyándose contra él. Podemos hacer varias cosas. ¿Me oyes?
Sí.
Podemos volver e intentar encontrar la cabaña y llegar antes de la noche, pero puede que no lo logremos y puede que nos cansemos y tengamos frío y nos quedemos atrapados. O podemos usar lo que nos queda de luz y energía y hacer una cueva de nieve y esperar que mañana haga mejor día. Así no tendremos mucho que comer, pero igual es más seguro.
La cueva de nieve parece divertida, gritó Roy.
No se trata de diversión, dijo su padre.
Ya lo sé, gritó Roy.
Oh. Lo siento. Y entonces su padre se dio la vuelta y Roy tuvo que seguirlo de cerca para no perderlo. Fueron hasta un bosquecillo de cedros, y empezaron a hacer un túnel en el lateral de un ventisquero, al abrigo de unos árboles. Ya estaban a resguardo del viento, y Roy podía escuchar la fuerte respiración de su padre.
¿Y si se hunde?, preguntó Roy.
Espero que no lo haga. Nunca he cavado una cosa así, pero sé que la gente las usa de cuando en cuando.
Cavaron hasta que tocaron el suelo y después siguieron agrandando la cueva desde el interior, pero los ángulos eran erróneos.
No podremos dormir aquí dentro, dijo su padre.
Así que se movieron un poco y cavaron una entrada más pequeña, algo más abajo, y su padre se tumbó para cavar desde dentro hasta que el techo se hundió encima de él y solo le sobresalían los pies. Roy se tiró en el montón y cavó furiosamente para desenterrarlo, hasta que su padre retrocedió por fin y se levantó y dijo: Maldita sea.
Se quedaron allí, respirando con fuerza, escuchando el viento y sintiendo que se enfriaba.
¿Tienes alguna idea?, preguntó su padre.
¿No sabes cómo hacer una?
Por eso pregunto.
Igual necesitamos más nieve, dijo Roy. Igual no podemos hacer una cueva de nieve con lo que tenemos aquí.
Su padre pensó en eso un rato. Sabes, dijo finalmente, puede que tengas razón. Creo que vamos a volver a la cabaña. Aunque sea una estupidez, no se me ocurre nada más. ¿Y a ti?
Tampoco.
Así que partieron montaña arriba, expuestos de nuevo al viento. Roy luchaba para mantenerse a la altura de su padre, para no perder a su padre. Sabía que si lo perdía de vista, aunque fuera solo un instante, su padre nunca le oiría gritar y se perdería y nunca encontraría el camino de vuelta. Mientras observaba la sombra oscura que se movía delante de él, le pareció que esa era la sensación que tenía desde hacía mucho tiempo, que su padre era una forma insustancial que iba por delante de él, y que, si él apartaba la mirada un instante o se olvidaba o no iba lo bastante rápido, podía desaparecer, como si la voluntad de Roy fuera lo único que lo mantenía allí. Roy estaba cada vez más atemorizado y cansado, tenía la impresión de que no podía seguir y empezó a sentir pena de sí mismo, y se dijo: Es demasiado para mí.
Cuando su padre se detuvo por fin, Roy se chocó con su espalda.
Ahora hemos pasado el risco. Creo que si seguimos por aquí llegamos a la cabaña. Ojalá supiera qué hora es. Parece que todavía hay luz, pero es imposible saber por cuánto tiempo.
Se quedaron quietos, descansaron un momento y su padre preguntó: ¿Estás bien?
Estoy cansado, dijo Roy, y estoy empezando a tiritar.
Su padre se quitó la bufanda y Roy pensaba que iba a dársela, pero solo la ató alrededor del brazo de Roy y luego al suyo. Eso es hipotermia, dijo su padre. Tenemos que seguir avanzando. No puedes rendirte al cansancio y no te puedes dormir. Tenemos que seguir avanzando.
Así que continuaron andando, y los pasos de Roy se hicieron más suaves y parecía que pasaba más tiempo entre ellos. Se acordó de viajar en el asiento trasero del Suburban de su padre desde Fairbanks a Anchorage. Los sacos de dormir estaban amontonados y la carretera le acunaba. Su hermana también iba detrás en un saco de dormir, y se pararon en una cabaña de troncos que tenía hamburguesas gigantes y los panqueques más grandes que Roy había visto en su vida.
Roy era vagamente consciente de la oscuridad y del final del día y de que se había dado un golpe y había abierto los ojos. Después había vuelto a mecerse y más tarde, cuando se despertó, estaba en la cabaña, metido en un saco de dormir, y su padre estaba detrás de él y sabía que los dos estaban desnudos, notaba el pelo del pecho y las piernas de su padre tras él. Tenía miedo de moverse pero se levantó y encontró una linterna e iluminó a su padre, que estaba hecho un ovillo sobre un costado en el saco, la punta de la nariz oscura, algo raro en la piel. Roy se puso rápidamente ropas secas porque hacía mucho frío. Echó más leña en la estufa, la puso en marcha, después encontró su propio saco y se frotó las manos y los pies hasta que estuvo lo bastante caliente y volvió a dormirse.
Cuando se despertó ya era de día, la estufa daba calor y su padre estaba sentado en una silla, observándolo.
¿Cómo te sientes?, preguntó.
Tengo sed y mucha hambre, dijo Roy.
Han pasado dos días, dijo su padre.
¿Qué?
Dos días. No llegamos aquí hasta el día siguiente, y esta noche también hemos dormido. Tengo comida caliente para ti en la estufa.
Era sopa, guisantes pelados, y Roy solo pudo comer un pequeño tazón con galletas saladas antes de sentirse lleno, aunque sabía que todavía tenía hambre.
Recuperarás el apetito, dijo su padre. Espera un poco.
¿Qué te ha pasado en la cara?
Un poco de congelación, supongo. Se ha quemado un poco. No tengo mucha sensibilidad en la punta de la nariz.
Roy pensó en eso un rato, se preguntaba si la cara de su padre se recuperaría por completo pero le daba miedo decirlo en voz alta, y finalmente dijo: Hemos estado cerca de no lograrlo, ¿eh?
Es verdad, dijo su padre. Demasiado cerca. Casi consigo matarnos a los dos.
Roy no dijo nada más y su padre tampoco. Pasaron el día comiendo y alimentando la estufa y leyendo. Se fueron pronto a la cama, y mientras Roy esperaba dormirse, no sentía nada de la euforia que siempre había imaginado que se sentía al acercarse a la muerte y escapar por poco. Solo se sentía muy cansado y un poco triste, como si hubieran perdido algo ahí fuera.
Por la mañana, su padre pasó más de una hora en la radio para llamar por teléfono a Rhoda, pero solo consiguió hablar con un contestador automático.
Oh, dijo al micrófono. Esperaba poder hablar contigo. Esto va a sonar estúpido en una máquina, pero estoy pensando que quizá he cambiado un poco aquí y quizá ahora pueda ser mejor. Eso es todo. Quería hablar contigo. Volveré a intentarlo.
Cuando apagó la radio, Roy preguntó: Si hablaras con ella y ella quisiera, ¿te marcharías de aquí inmediatamente para estar con ella?
Su padre negó con la cabeza. No sé. No sé qué estoy haciendo. Solo la echo de menos.
Pasaron otro día en la cabaña leyendo, comiendo, calentándose y sin hablar mucho. Finalmente jugaron a corazones con un jugador extra, lo que no funcionó bien.
He estado pensando en Rhoda, dijo su padre. Algún día puede que encuentres a una mujer que no es exactamente amable contigo pero que de alguna manera te recuerda quién eres. No se deja engañar, ¿entiendes?
Por supuesto, Roy no entendía nada. Nunca había tenido novia excepto Paige Cummings, quizá, que le había gustado durante tres años, y Charlotte, a la que había besado una vez, pero parecía que conocía a las chicas de las revistas porno mejor que a las de verdad.
Su padre probó la radio esa noche otra vez después de jugar a las cartas, mientras Roy lavaba los platos. Esa vez consiguió hablar.
¿Qué piensas, Jim?, dijo Rhoda. Has estado lejos de todo el mundo unos meses y piensas que puedes ser diferente, pero ¿qué va a pasar cuando estés en las mismas situaciones, con la misma gente?
Roy se sentía avergonzado. No había intimidad en la radio. Así que se secó las manos y se puso las botas, mientras su padre ganaba tiempo diciendo: Estoy esperando a que Roy salga.
Y después Roy se encontró fuera de la cabaña por primera vez en cuatro días, hundiendo los pies en la nieve y dirigiéndose a la orilla. No había hielo o nieve cerca del agua. No hacía bastante frío allí abajo, pensó Roy, o la sal lo derretía todo. Cogió piedras entre la nieve y las tiró contra las delgadas láminas de hielo del arroyo, rompiéndolas y despedazándolas como lunas de coches. No sabía cuánto tiempo tenía que estar ahí fuera, pero imaginó que sería un rato. Pasó la desembocadura del arroyo y llegó al punto más bajo, cerca del borde, lejos de la nieve profunda, y se preguntó si ahora habría algún pez en la cala. Supuso que debía haberlos, porque no tenían ningún otro sitio donde ir, pero no sabía cómo sobrevivían. Se preguntó qué hacían él y su padre allí en invierno. Parecía bastante idiota.
Cuando su padre le había preguntado a su madre si Roy podía ir allí, su madre no había respondido ni dejado que Roy cogiera el teléfono. Colgó y le transmitió la petición de su padre y le pidió que pensara en ella. Después esperó varios días y a la hora de cenar le preguntó si quería ir. Roy recordaba su aspecto, con todo el pelo peinado hacia atrás y el delantal puesto. Parecía una especie de ceremonia, celebrada con más seriedad de la habitual. Incluso su hermana pequeña, Tracy, estaba callada, observándolo. Él apreciaba esa parte, incluso ahora. Sentía que estaba decidiendo su futuro, aunque sabía que ella quería que dijera que no y también sabía que diría que no.
Y esa fue la respuesta que dio esa noche. ¿Por qué?, preguntó ella. No quiero marcharme, ni dejar a mis amigos. Ella siguió tomando su sopa. Asintió levemente pero eso fue todo.
¿Tú qué crees?, preguntó Roy. Creo que respondes lo que crees que quiero que respondas. Me gustaría que volvieras a pensarlo, y, si la respuesta es otra vez no, es estupendo y por supuesto ya sabes que quiero que estés aquí y que Tracy y yo te echaremos de menos si te vas. Quiero que tomes la mejor decisión y no creo que todavía hayas pensado lo suficiente. Sea lo que sea lo que decidas, quiero que estés seguro de que es la mejor decisión que puedes tomar en este momento, no importa lo que pase después.
No lo miró mientras decía esas palabras. Habló como si conociera los acontecimientos posteriores, como si pudiera ver el futuro, y el futuro que Roy veía entonces era que su padre se suicidaba, solo en Fairbanks, y que Roy lo había abandonado.
No te vayas, dijo Tracy. No quiero que te vayas. Y corrió a su habitación y lloró hasta que su madre fue a consolarla.
Roy pensó durante los días siguientes. Se vio ayudando a su padre, haciéndolo reír, los dos de excursión y pescando y vagando sobre los glaciares bajo una luz intensa. Ya echaba de menos a su madre, su hermana y sus amigos, pero sentía que había algo inevitable en ello, que en realidad no tenía elección.
Cuando su madre volvió a preguntarle a la hora de la cena varias noches después, dijo que sí le gustaría ir.
Su madre no dijo nada. Dejó el tenedor en la mesa y después respiró hondo varias veces. Él veía que le temblaba la mano. Su hermana corrió a su cuarto y su madre tuvo que seguirla. Era como si se hubiera muerto alguien, pensó. Sin duda si entonces hubiera sabido tanto como ahora no habría ido. Pero culpaba de eso a su madre, no a su padre. Ella lo había organizado. Al principio él quería decir que no.
Las nubes estaban altas y eran delgadas y había grandes círculos blancos alrededor de la luna. El aire era blanco y parecía casi humeante incluso sobre el canal. No había viento y apenas se oía algún sonido, así que Roy pisó con fuerza las piedras y la nieve para escuchar sus botas. Después empezó a tener frío y volvió lentamente.
Cuando entró, su padre estaba sentado en el suelo junto a la radio, aunque ya no funcionaba, y miraba el suelo fijamente.
¿Bueno?, preguntó Roy, después se arrepintió.
Está con un tipo llamado Steve, dijo su padre. Van a empezar a vivir juntos.
Lo siento.
No pasa nada. De todas formas, es culpa mía.
¿Por qué es culpa tuya?
Fui infiel y mentí y fui egoísta y ciego y estúpido y di por hecho que estaría allí siempre y, vamos a ver, debe de haber otras cosas, solo una decepción general, supongo, y ahora estoy jodido y es culpa mía. Pero lo más importante, creo, es que no estuve a su lado cuando pasó lo de sus padres. Parecía demasiado para mí, creo. Y supongo que dejé que se enfrentara sola a todo eso. Quiero decir, pensaba que su familia la ayudaría.
Hacía diez meses, Rhoda había perdido a sus padres en un doble crimen. Roy no sabía mucho de él, salvo que la madre había usado una escopeta con su marido y después se había suicidado con una pistola, y después Rhoda se enteró de que su madre la había eliminado del testamento. Roy no entendía ese aspecto, pero todo formaba parte de algo demasiado horrible como para pensarlo.
Se sintió abandonada, dijo su padre.
A lo mejor las cosas cambian, dijo Roy, por decir algo.
Eso espero, dijo su padre.
Al día siguiente hubo una gran tormenta. Sonaba como si el agua golpeara el techo y las paredes en láminas, era tan pesada que parecía venir de un gran río en vez de llegar azotada por el viento. No veían nada por las ventanas, salvo la lluvia y el granizo y a veces la nieve que caían en ángulos que cambiaban constantemente. La estufa funcionaba todo el tiempo y su padre salió unos minutos para buscar más leña. Volvió tres veces con frío y jurando y apiló la leña con la comida en la habitación extra, después se puso junto a la estufa para secarse y calentarse otra vez.
Sopla como si no hubiera un mañana, dijo su padre. Como si pudiera borrar el tiempo del calendario.
No puede llevarse el techo o algo así, ¿verdad?, dijo Roy.
No, dijo su padre. Tu padre no compraría una cabaña con un techo que pudiera separarse.
Bueno, dijo Roy.
Su padre probó la radio otra vez, diciendo: Será rápido. Solo tengo que decirle una cosa. Por supuesto, no tienes que salir ni nada.
Pero con la tormenta no consiguió ninguna señal y finalmente lo dejó.
Ésta es una de esas cosas que no se creerá, dijo. He intentado llamarla pero la tormenta no me ha dejado. Pero, a la hora de la verdad, lo que cuenta es que no conseguí hablar con ella, y la tormenta no importa.
A lo mejor no es así, dijo Roy.
¿Qué quieres decir?
No lo sé.
Escucha, dijo su padre. El hombre es solo un apéndice para la mujer. La mujer está completa por sí misma y no necesita al hombre. Pero el hombre la necesita. Así que ella tiene la sartén por el mango. Por eso las reglas no tienen sentido, y por eso siguen cambiando. No las deciden ambas partes.
No sé si eso es verdad.
Eso es porque creces con tu madre y tu hermana, sin mí. Estás tan acostumbrado a las reglas de las mujeres que crees que tienen sentido. Eso te facilitará las cosas en algunos sentidos, pero también significa que no verás algunas cosas con claridad.
No es que pudiera elegir.
¿Ves? Es un ejemplo. Intentaba hacer una observación y tú le has dado la vuelta para hacerme sentir mal, para que sienta que no he hecho mi deber según las reglas y que no he sido un buen padre.
Bueno, igual no lo has sido. Roy empezaba a llorar, y deseaba no hacerlo.
¿Ves?, dijo su padre. Solo sabes discutir como una mujer. Llorando como una magdalena, joder.
Hostia, dijo Roy.
No importa, dijo su padre. Tengo que salir de aquí. Aunque haya un puto huracán. Voy a dar una vuelta.
Mientras se ponía la ropa de lluvia de cara a la pared, Roy intentaba dejar de llorar, pero todo le parecía tan enormemente injusto y surgido de la nada que no podía. Seguía llorando cuando su padre se marchó, y luego empezó a hablar en voz alta. Que le den por culo, dijo. Maldita sea, que te den por culo, papá. Que te den por culo. Y después lloró con más fuerza y emitió un sonido raro, un chillido que se le escapó porque intentaba contenerse. Deja de llorar, joder, dijo.
Finalmente se paró, y se lavó la cara y alimentó la estufa y se metió en el saco de dormir y leyó. Cuando su padre volvió habían pasado varias horas. Pisó con fuerza en el porche, después entró y se quitó la ropa de lluvia y fue a la estufa y preparó la cena.
Roy escuchó los sonidos de la cocina y los aullidos del exterior y la lluvia que golpeaba contra las paredes en ráfagas. Le parecía que podían seguir así, sin hablar, e incluso le parecía que podía ser más fácil.
Aquí, dijo su padre cuando puso los platos en la mesa de jugar a las cartas del centro de la habitación. Roy se levantó y comieron sin mirarse y sin hablar. Masticaban el Tuna Helper con charrascos espinosos y escuchaban las paredes. Después su padre dijo: Puedes lavar los platos.
Vale.
Y no voy a pedir disculpas, dijo su padre. Lo hago demasiadas veces.
Vale.
La tormenta continuó durante otros cinco días, que pasaron esperando, hablando poco y sintiéndose encerrados. A veces Roy o su padre salían a hacer una breve excursión o traían leña, pero el resto del tiempo lo dedicaban a leer y comer y esperar y su padre intentaba contactar con Rhoda en la onda corta o en la emisora VHF, pero nunca funcionaba.
Pensaba que podría hablar unos minutos, dijo su padre. ¿Para qué nos sirve toda esta mierda si no podemos usarla con mal tiempo? ¿Se supone que solo tendremos emergencias cuando haga buen día?
Roy pensó decir: Está bien que no lo hayamos necesitado, como una forma de volver a hablar, pero tenía miedo de que eso se interpretara como un comentario sobre la necesidad que su padre sentía hacia Rhoda, así que se quedó callado.
Cuando su padre consiguió hablar por fin, la tormenta casi había terminado. Roy salió a la leve llovizna y al suelo, que estaba tan empapado que caminar sobre él era como andar sobre esponjas. Los árboles goteaban por todas partes, grandes gotas caían en la capucha y los hombros de su impermeable. Se preguntó quién era Rhoda en realidad. Había pasado mucho tiempo con ella, por supuesto, cuando estaba casada con su padre. Pero sus recuerdos eran recuerdos de niño, de cómo amenazaba con clavarles el tenedor en los codos si los apoyaban en la mesa durante la cena, por ejemplo, y de una breve visión en el baño a través de la ranura de la puerta. Algunas discusiones entre ella y su padre, pero nada con precisión. Roy tenía doce años cuando se habían divorciado y solo había pasado un año desde entonces, pero de alguna manera ahora todo había cambiado, todas sus percepciones eran diferentes. Como si la vida a los trece años fuera distinta que a los doce. No podía recordar cómo pensaba antes, cómo funcionaba su cerebro, porque entonces no había pensado en que su cerebro funcionara, así que no podía entender nada de esa época, como si tuviera los recuerdos de otra persona. Rhoda podía haber sido cualquiera. Para él solo representaba algo que su padre debía tener, un ansia como la que producía la pornografía, una necesidad que ponía a su padre enfermo, aunque Roy sabía que estaba mal, que era incorrecto, pensar que ella lo ponía enfermo. Sabía que era algo que su padre se hacía a sí mismo.
Cerca del extremo del cabo, Roy se sentó en un gran trozo de madera arrastrada que estaba empapado y frío. Observó cómo se disipaba el vaho de su respiración y miró el agua y vio que pasaba un pequeño barco, a un kilómetro de distancia más o menos. Un acontecimiento extremadamente raro. Un pequeño yate que salía de pesca o de acampada, con bidones de gasolina extra atados en las barandillas de proa. Roy se incorporó y saludó con la mano pero estaba demasiado lejos para ver si le respondían. Veía en el interior la mancha negra donde había una o varias personas pero no podía distinguir nada más.
Se preguntó si lo que le pasaba a su padre con Rhoda le sucedería a él alguna vez. Aunque esperaba que no, por alguna razón sabía de antemano que probablemente le ocurriría. Pero para entonces solo pensaba en hacer algo y deseaba estar de nuevo en la cabaña, que estaba caliente. Hacía demasiado frío fuera. Era un lugar desolador.
Cuando regresó, llegó demasiado pronto, pero no volvió al exterior. Imaginó que había estado fuera el tiempo suficiente.
Lo sé, dijo su padre. Eso no es lo que digo. Por cierto, ahora Roy está aquí. Estaba fuera.
La voz de Rhoda llegaba confusa, distorsionada por la radio. Jim, Roy no es el único que está oyendo esto. Cualquiera que tenga una radio de aficionados puede oírlo todo.
Tienes razón, dijo su padre. Pero me da igual. Esto es demasiado importante.
¿Qué es importante, Jim?
Que hablemos, que solucionemos las cosas.
¿Y cómo vamos a solucionar las cosas?
Quiero que estemos juntos.
Escucharon el ruido de fondo durante al menos medio minuto antes de volver a oír a Rhoda.
Siento decir esto delante de Roy y todos los demás, Jim, pero no vamos a volver a estar juntos. Ya lo hemos intentado, muchas veces. Tienes que escucharme, tienes que escuchar lo que digo, he conocido a otra persona, Jim, voy a casarme con él, espero. Y de todas formas, da igual que esté él. Tampoco estaríamos juntos. A veces las cosas terminan, y hay que dejar que terminen.
Roy fingió leer mientras su padre se sentaba inclinado ante la radio.
Puta radio, le dijo su padre a Rhoda. Si pudiéramos estar juntos ahora, en persona, cara a cara, sería distinto. Y después apagó la radio.
Roy levantó la mirada. Su padre estaba encorvado, con los antebrazos sobre las rodillas y la cabeza baja. Empezó a frotarse la frente. Se quedó así durante mucho tiempo. A Roy no se le ocurría nada que decir, así que no dijo nada. Pero se preguntó por qué estaban allí, cuando todo lo que le importaba a su padre estaba en otra parte. Para Roy no tenía sentido que su padre hubiera ido hasta allí. Empezaba a parecerle que quizá no había sido capaz de pensar en cualquier otra forma de vida que fuera mejor. Así que esto era solo un gran plan alternativo, y Roy, también, formaba parte de una gran desesperación que vivía en cualquier lugar al que fuera su padre.
No hubo buenos momentos después de eso. Su padre se replegó sobre sí mismo y Roy se sentía solo. Su padre leía cuando hacía muy mal tiempo y se iba de excursión cuando hacía solo mal tiempo. Solamente hablaban para decir cosas como: A lo mejor deberíamos hacer la cena, o: ¿Has visto mis guantes? Roy observaba a su padre todo el tiempo y no veía ninguna grieta en la cáscara de su desesperación. Su padre se había vuelto insensible. Y luego Roy llegó un día después de una excursión que había hecho solo y encontró a su padre sentado ante el aparato de radio con la pistola en la mano. Había un extraño silencio, solo unos pequeños zumbidos y chasquidos salían de la radio.
¿Jim?, dijo Rhoda en la radio. No me hagas esto, gilipollas.
Su padre apagó la radio y se puso de pie. Miró a Roy en el umbral de la puerta y luego contempló la habitación como si se sintiera avergonzado por alguna nimiedad y buscara algo que decir. Pero no dijo nada. Caminó hacia Roy y le dio la pistola, luego se puso el abrigo y las botas y salió.
Roy lo observó marcharse hasta que desapareció entre los árboles, después miró la pistola que tenía en la mano. El percutor estaba echado y veía el cartucho de cobre del interior. Bajó el percutor con la pistola apuntando lejos de él. Después echó el percutor hacia atrás, se puso el cañón en la sien, y disparó.