Por el camino que me lleva al viejo poblado de Sancti Petri me detengo ante una piedra, un bloque de granito que han colocado sin gracia ni concierto. Se nota la desgana, como si el monumento formase parte de los presupuestos municipales. Por cumplir con el contribuyente y no levantar sospechas, vaya. La citada piedra es un asunto de esos que llaman oficial donde se propone lo siguiente:
Caminante, desde aquí tus ojos contemplan hoy el mismo escenario que hace 3.000 años contemplaron los fenicios y eligieron para construir su famoso templo a Melkart (hoy castillo de Sancti Petri). Tú disfrutas ahora de este espectáculo único que tanto Aníbal y Julio César pudieron ver al atardecer durante los equinoccios de primavera y de otoño cuando el candente disco solar se ponía justo sobre la vertical del santuario de Hércules antes de que, según las creencias, se apagara en las aguas del Atlántico con estruendosos chirridos.
Echo a caminar y me acuerdo de otra placa, que está en Madrid y que fue puesta a la entrada del Café Gijón con la perversa mira de que el futuro se hiciera presente. Me refiero a la placa que le pusieron en vida a Alfonso, el cerillero, y que no era otra cosa que un juego de tiempos verbales.
Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista.
Un homenaje que me recuerda a ese otro que dieron en vida a Pericón de Cádiz. Una consideración que se tiene con los muertos y que Alfonso, el cerillero, tuvo en vida. Con todo, hay mucho de maldad en este tipo de consideraciones. El ejemplo está en Sevilla, en la calle Sierpes, lo que fue cárcel donde estuvo preso Miguel de Cervantes y desde donde creó a los personajes más libres que la literatura ha dado nunca, me refiero a Quijote y Sancho.
En el recinto de esta casa, antes Cárcel Real, estuvo preso (1597 y 1692) Miguel de Cervantes Saavedra, aquí se engendró para asombro y delicia del mundo El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha.
Podía tener gracia si no fuera tan cruel. Es lo que tiene el talento cuando no es reconocido en vida, que luego honran la memoria los mismos que se ocuparon de mancillarla. Los mismos o sus herederos. Lo hacen para quitarse un peso de encima. El peso de las pulgas. Federico García Lorca es claro ejemplo. Primero lo matan y luego rinden tributo a su memoria. Porca miseria.
En la localidad de Alfacar, donde dicen que el poeta abrió los ojos a la muerte, hay un monolito donde han puesto con mayúsculas:
A la memoria de Federico García Lorca y de todas las víctimas de la Guerra Civil.
Con la derrota en mis pasos regreso a la Venta de Vargas, donde la olorosa penumbra envuelve las voces de todos los fantasmas que han acompañado mi camino durante este tiempo. Llego al mismo sitio donde un día Hércules robó el ganado bravo de Gerión y donde se midieron Caracol y Camarón y donde también se vistió Manolete de torero. Es la venta vieja de Eritaña, la misma venta donde Fernando Villalón, con el sabor de la bohemia en los pliegues de su voz, escribió sus poemas de sol y sal. Los muros cubiertos de viejas fotos me cuentan estas y otras cosas.
En una de las fotos está Rancapino, el cantaor chiclanero heredero de Rinconete, de Cortadillo, del Lazarillo y de ese Quevedo que un buen día puso sus pies a remojo en las aguas del Guadalquivir. Considerado el último cantaor, su vida ha sido una continua peripecia desde que, siendo niño, se quedó ronco de tanto andar descalzo. Por eso lleva Rancapino la voz afillá. Viene mucho por la Venta de Vargas. Me gusta escucharle contar historias. Es un tremendo contador de historias a la manera de Homero, a veces aderezadas con un giro de viva voz, y el golpe seco con los nudillos sobre la mesa. Me sorprende la ternura de este hombre después de haber vivido el racismo, los fríos, los desaires de los señoritos. Rancapino es un ejemplo de simpatía, con la cuerda de la generosidad siempre suelta.
Compañero de fatigas de Camarón, es todo un anecdotario de cultura en la sangre que no me canso de escuchar pues me lleva a los paisajes salineros de la época, a los barracones de la feria de Sevilla con el hambre maullando en las tripas donde en una ocasión vio a Tarzán y en otra ocasión Lola Flores escuchó cantar a Camarón por primera vez. Según Rancapino, cuando Lola Flores escuchó cantar a Camarón, se cayó de la silla.
La portada de su disco con Paco Cepero la realizó Miquel Barceló, devolviendo al cantaor su estado más primitivo. Rompiendo la pintura con letras de molde, el pintor rotula el nombre del cantaor: Rancapino. «Yo era muy chiquitillo y siempre estaba corriendo en cueros, y un gitano que le decían El Mono, al verme así me decía: “¿Dónde vas, que pareces un pino quemao?”. Y de eso viene lo de Rancapino», cuenta con chispa gaditana. Es un conversador brillante que habla con «fartas de ortrografía», pues lo importante de una historia es el sentimiento que la carga. Así Rancapino sigue contando que en una ocasión que fue de visita a casa del pintor, le dijo: «Barceló, ya sé por qué haces los cuadros tan grandes, para que no te los roben».